jueves, 26 de diciembre de 2013

Charlas a la hora del almuerzo

-¿Si ves en la escuela a un amigo que está mal, te acercás a ver qué pasa?
-Si es de mi grado, sí.
-¿Y si es de otro grado?
-Prefiero no involucrarme.
-¿"Involucrarte"? ¿En qué?
-En esas situaciones.
-¿Por qué?
-Porque prefiero no involucrarme en esas situaciones.
-¿Pero si es de 2ºA tampoco?
-A veces... O sea, voy y hablo con el que molestó al chico.
-¿Y qué le decís?
-Le hago psicología.
-????
-Le pregunto por qué lo hiciste, esas cosas.

martes, 17 de diciembre de 2013

Lo dicho (sección Autobombo)

Hace un tiempo, el periodista Fabián Meza me hizo unas preguntas para una revista literaria llamada Literofilia. Transcribo acá las respuestas.

***

Si la realidad y la ficción se echaran un pulso para ver quién es más creativa, más sorprendente, más demencial, ¿quién crees que gane? Porque uno lee una crónica tuya como “El barrio de las mujeres solas” y pareciera que le están contando un cuento, que estás describiendo un universo imaginario e imposible…

No me parece que haya que plantear la realidad y la ficción como dos planos antagónicos sobre los que hay que definirse en términos de “cuál es mejor”. Lo sorprendente, lo demencial, lo tedioso, lo bello, lo revelador o lo angustiante son circunstancias del ánimo que pueden darse de un lado y del otro de la línea, no siempre nítida, que separa ficción y realidad. Richard Ford dice algo muy lindo en ese sentido: “Cosas que hiciste. Cosas que nunca hiciste. Cosas que soñaste. Al cabo de un largo tiempo se juntan todas”. O sea que ciertas divisiones en algún momento terminan siendo más cosméticas de lo que se piensa. La línea que separa ficción de no ficción no define calidades, sino que a lo sumo ayuda a legalizar un pacto de lectura y a ordenar los libros en los estantes de la biblioteca.


Qué futuro tiene la crónica, hablemos de América Latina, si, cada vez más, el espacio para los periodistas se reduce y no solo hablo de los medios de comunicación, sino del espacio en el que van las palabras. Los periódicos te reducen la cantidad de caracteres por nota; las notas, en los medios digitales, son como leads extendidos y la crónica debe ser grande (en forma y fondo)…

Es cierto que los medios en papel están dando cada vez menos espacio a los textos y es cierto que los medios digitales masivos suelen organizarse en torno a textos pequeños. Pero la crónica jamás se planteó como un género masivo: siempre debió encontrar su subterfugio, su ventana, su canal de diálogo con el lector. Si el papel deja de ser un lugar válido, pues entonces habrá que buscar en otro lado. En vez de instalarnos en una indignación reaccionaria y decir “qué barbaridad”, quizás sea momento de explorar en la inmensidad de Internet. Hoy empiezan a surgir medios digitales (o en papel, pero con buenas plataformas digitales) como Jot Down, Orsai, El Puercoespín, Anfibia o incluso la brasileña Piauí, que arancela sus contenidos pero está plenamente disponible online y tiene contenidos exclusivos para la web. Es decir que hay espacios, lo que cambia es el soporte. Por otro lado, y volviendo a esta idea de que el espacio para los periodistas se reduce, en fin: no sé si eso tenga que ser terrible. No creo que hacer textos más cortos le haga tan mal a la crónica. Hay crónicas que son una hemorragia: no terminan nunca, son descosidamente largas; alguien confundió los conceptos “buena crónica” y “crónica larga” y esa confusión está produciendo textos de una extensión masturbatoria. Yo fantaseo con que aparezca la “crónica haiku” o algo parecido a eso. Aunque luego me pelearía con mi editor y le pediría más espacio.

Cuando amanezco con el traje de idealista puesto, pienso que quiero ser cronista y dedicarme a mi oficio y vivir de eso, pero rápido caigo en realidad y me doy cuenta que estamos viviendo un periodo de crisis mediática y no solo en términos económicos, sino de contenidos: las notas rosas y los periodistas rosas, tienen mayor destaque que cualquier otro. Se ha perdido mucho la seriedad. ¿Cómo lo ves?

Creo que tenemos la misma seriedad de siempre. En todas las épocas hubo medios con una calidad de contenidos alta, media y baja. Sobre todo baja. Después, sí, hay un abaratamiento de los costos de producción que no ayuda. Pero eso no es un problema sólo de los medios. Hoy se construyen edificios de paredes huecas, se inyectan hormonas a los pollos para que se inflen más rápido y las autopartes vienen de plástico. Por lo tanto, es absolutamente razonable que un medio abarate costos. Buena parte de los periodistas no está mucho mejor que los pollos de criadero: en vez de trabajar en un texto largo que les tome varios días deben trabajar en cinco textos pequeños en un mismo día y además deben abrirse una cuenta en Twitter para difundir los textos y si tienen la mala suerte de tener un Iphone ya les pedirán sus jefes que graben las entrevistas en HD, y todo por el mismo sueldo. El periodismo no está exento de los problemas del libremercado. En todo caso, creo que la trampa es pensar que sólo se puede escribir dentro de esos carriles. Uno puede trabajar como un perro, quién no ha trabajado como un perro alguna vez o todas las veces. Pero en paralelo hay que dejar una luz, un espacio por el que puedan circular trabajos más genuinos que conecten con planos más íntimos y también más incómodos. Siempre habrá medios para esos trabajos. No son los medios masivos, pero preguntarse por la masividad no sé si tenga demasiado sentido en estos casos.


Yo veo que el Master de crónica de Orsai, tiene muchos alumnos y muchos otros que soñamos con tomar el curso, pero cuántos de esos llegan a consolidarse como cronistas, es decir, ¿puede ser la crónica un modus vivendi? Yo se que para vos sí, quisiera que me contarás sobre ello…

Si un alumno de un taller de crónica, sea el de Orsai o sea cualquier otro, será en el futuro un “cronista” es algo que se sabrá con el tiempo. Quién sabe. Dentro del taller trato de desmontar esta idea de que el rótulo de “cronista” tiene que ser el objetivo a alcanzar. El objetivo es más bien que los alumnos conozcan y manejen con la mayor naturalidad posible las herramientas de la narrativa, y en el caso de algunos alumnos más avanzados o con una facilidad ya dada para la escritura, ayudarlos a explorar los límites y a bucear en la posibilidad de una voz propia. Pero no les hablo de “vivir de la crónica”. No planteo eso como objetivo porque no entiendo la crónica como una salida laboral sino como un cauce –rentado- por el que pueden circular ciertas escrituras. Luego, si las cosas salen bien ese espacio se irá profundizando. Pero toma tiempo. Desde hace diecinueve años que trabajo como periodista (tengo 38) y recién hace cinco años puedo decir que vivo exclusivamente de “la crónica” escribiendo, editando y dando talleres. Pero antes de esos cinco años pasé por una infinidad de trabajos buenos, malos y mediocres, esto es: fui un pollo. Yo también fui un pollo. Y ese paso fue fundamental en la construcción de un oficio, una mirada y un tono narrativo. Espero lo mismo de mis alumnos.


Yo les digo a mis amigos, cuándo me preguntan qué carajos es la crónica, que es la reivindicación del periodismo ¿Para vos qué es la crónica?, ¿cómo la describirías?

Ya hay una infinidad de definiciones al respecto… Si sumo una más voy a contribuir a la polución ambiental. Lo siento, pero prefiero abstenerme.

Te sigo en Facebook y veo que tenés un hijo y no puedo evitar tener ese pensamiento ligado, tal vez, con mis, cada vez menos, patrones machistas y me pregunto ¿cómo puede hacerlo todo? Porque además de ser cronista, profesora, periodista, andar por ahí entrevistando y viviendo la noticia al nivel que vos la vivís, el oficio o profesión más duro debe ser el ser madre…

Ah, no, nada de duro. Tengo ayuda en casa y la responsabilidad sobre Joaquín no sólo recae sobre mí sino también sobre su papá. Joaco creció conmigo trabajando y viajando, y si bien muchas veces me ve alienada y mal dormida (duermo terriblemente poco), también hay muchas otras veces en las que me ve feliz, entregada a una historia y conectada con un deseo que trasciende la maternidad. Creo que es bueno que mi hijo sepa que, si bien él es lo más importante,  no es lo único que tengo en mi mundo. Es liberador para él y es también una enseñanza que quiero dejarle.


No quería dejar pasar esta oportunidad para hablar de “Y parirás con dolor”, me parece uno de los mejores trabajos que he leído. Una complejidad de forma y una realidad tan cruda que uno llega a pensar: esto de la crónica vale la pena. ¿Para eso es la crónica, para denunciar lo que no está en la agenda mediática del día a día?

No sé si revestiría la crónica de un barniz tan épico. O al menos no pienso así mi trabajo. Cuando escribo una historia tengo un interés mucho más sencillo y egoísta: quiero colmar una curiosidad insana y personal, quiero entender algo que aún no entiendo, y quiero hacerlo porque tengo la sospecha de que esa historia trae respuestas que iluminan algo del mundo propio y que permiten entender un poco más el universo que a uno le tocó en suerte. Cuando escribí Los Otros, mi último libro, una historia dura sobre un problema barrial en una zona marginal del Conurbano de la provincia de Buenos Aires, lo que yo más quería era entender por qué existen las peleas de pobres contra pobres, como se construye el odio al prójimo. Pero no era un interés periodístico sino personal: necesitaba despejar una equis que me atormentaba. En ese contexto, la denuncia fue un efecto colateral que ocurrió y que celebro, pero que no busco. No me interesa que mis textos vengan a salvar alguna deuda periodística. Ya es un milagro si me salvan a mí.


Hablame del momento en que ganaste el premio de la Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez. Imagino que no hay mejor carta de presentación, pero ya han pasado 9 años y has confirmado con trabajo y esfuerzo que el jurado no se equivocó…

Efectivamente, pasaron ya muchos años desde que recibí el premio. Fue un reconocimiento que me hizo inmensamente feliz y que operó como una bisagra irreemplazable en mi desarrollo laboral, pero luego hay que salir a revalidar el título. Hay muchos trabajos de los que estoy tan orgullosa como lo estoy de aquel premio. Los dos libros que publiqué (Los Imprudentes y Los Otros); el que estoy escribiendo ahora; la edición en Orsai, la revista de narrativa en habla hispana a mi entender más bella que hubo en los últimos años; la edición ahora de una revista de narrativa para niños (Bonsái, dependiente también de Editorial Orsai) que saldrá en diciembre; las crónicas que publico en Piauí, una publicación mensual brasileña similar al New Yorker; mi trabajo en El Mercurio, en fin: me alivia a esta altura poder sostenerme con otros pilares más actuales.

El cronista tiene un riesgo muy grande: sus personajes existen, te los podés topar, a la vuelta de la esquina, se pueden resentir con lo que publicaste de ellos. Te ha llegado a pasar algo así, alguna reacción adversa o positiva de alguno de esos personajes…

Infinidad de veces. Si no reproducís como un escriba la voluntad del otro, si sos fiel a tu mirada y si tributás al único objetivo de una crónica, que es entender un pedazo de mundo sin hacerle favores a nadie, es probable –aunque no seguro- que alguien se moleste. Pero no porque uno escriba para hacer daño (no es bueno escribir para hacer daño) sino porque la mirada del otro puede ser dura. La diferencia entre la mirada propia y la del otro es como la que hay entre mirarse a un espejo y mirar una foto que te han tomado. Cuando te mirás al espejo es inevitable que ignores los que no te gusta y te detengas en la imagen más tranquilizadora de vos mismo. Eso no ocurre en una foto: ahí está la mirada del otro y no hay tranquilidad posible. Solo puede haber, en el mejor de los casos, aceptación.

¿Cómo hacés para seleccionar tus temas? Qué te mueve a ir tras Silvina y buscarla en la cárcel e investigar y sentarte a escribir de ella o ir tras la historia de Romina, para poner dos ejemplos, porque tu temática es variada. Hasta he leído una crónica tuya de una vaca (por cierto, dicen que te pateó)…

Tienen que conmoverme. No hay mucho más que eso. Escribir crónicas es un trabajo arduo: hacerlo bien supone mucho tiempo y, por mejor que te paguen, el dinero nunca compensa la malasangre que te hacés en los trabajos de campo y en los momentos de escritura. Lo único que sostiene ese desgaste no es la cuestión económica (que debe estar resuelta, desde ya) ni el afán de prestigio: es la conexión con el tema. Tiene que calentarme. No encuentro una explicación más apropiada que esa.

Aquí, en Costa Rica, a 7 horas en avión de tu Argentina, los estudiantes de crónica estamos analizando tus textos. ¿Te das cuenta hasta donde has llegado?

No. ¿Estoy dominando el mundo?

Los que hemos hecho cobertura de noticias judiciales, crímenes, asaltos, etcétera (aquí le llamamos sucesos) llegamos al punto de desensibilizarnos, de cierta manera, conforme pasan los años, con los hechos. ¿Con el tiempo has perdido tu capacidad de asombro hacia la realidad cruel y deshumanizada que te toca ver?

No la perdí. Probablemente porque las historias que hago me llevan tiempo, me van desarmando de a poco. Nunca dejo de conmoverme con las historias, aunque sí he aprendido a trabajar con material sensible. Supongo que con el tiempo uno aprende a desactivar bombas. A tomar un tema doloroso y trabajarlo con la frialdad suficiente como para transmitir ese dolor en términos eficaces, es decir: con potencia narrativa y en el menor espacio posible. Mi asombro es algo que sucede –que siempre espero que suceda- en una primera fase, luego tengo que trabajar para provocarle el mismo asombro al lector.

La crónica besa la literatura, es el género periodístico que está más cerca de la literatura. ¿Qué lee Josefina Licitra? ¿A quién admirás, cronistas y escritores?

Cualquier lista es arbitraria y encima mi memoria es pésima Sólo puedo decir que tengo épocas. Desde hace un año estoy más detenida en la narrativa argentina de ficción, puntualmente en la que llevan adelante mis contemporáneos. Hay toda una generación entre los treinta y los cincuenta años que está escribiendo de un modo extraordinario. Leonardo Oyola, Hernán Casciari, Selva Almada, Luis Mey, Samantha Schweblin, Iosi Havilio, Julián López R., Fabián Casas, Washington Cucurto, Fernanda García Lao, Pedro Mairal: siento que estos autores dialogan con su tiempo y con su espacio de un modo fresco, libre de artificios y alejado de cualquier intento de pertenecer a un canon. En ellos me meto y de ellos salgo últimamente. Lo que no quita que haya otras lecturas a las que llego de un modo más o menos orgánico.

¿Te sentís influida por alguien en específico?
Hay escritores que me gustan mucho, pero creo que la influencia es bastante menos identificable que eso. Creo que la influencia pasa por los autores leídos pero también –o sobre todo- por las decisiones tomadas, por los caminos descartados, por las películas vistas y la música escuchada, por el deporte que hiciste o dejaste de hacer, por los muertos sorpresivos, por los viajes, por la posibilidad de la danza, por la locura y la bondad de tus padres, por los hijos, por el sexo y por el amor y por los postres que te has comido. Esas son las influencias, al menos para mí.

Para terminar. En estos días, he visto mucho una frase que le atribuyen a Kapuscinski que dice así: para ser buen periodista hay que ser buena persona.¿ Para vos, cómo tiene que ser el periodista de estos tiempos tan digitales e inmediatos?


Tiene que ser paciente. Y si es buena persona, mucho mejor.

jueves, 5 de diciembre de 2013

UNO

La casa se expande
es la noche
los cuartos son cuevas
que esconden un aire
azul.
La habitación está oscura y azul
y se expande
y los cajones vacíos se expanden
hasta tener el tamaño
de los ataúdes.
La gata los recorre, los huele
piensa
alguien estuvo aquí
y sus pupilas se expanden: veo
mi reflejo en ellas
y ninguna otra cosa.


lunes, 28 de octubre de 2013

Pájaros *


Beverly va a la cárcel por matar a su vecina. La mandan a un penal del conurbano bonaerense, pero unos años después deciden sacarla porque no hay quien cuide de sus hijos. Tiene diez, dos de ellos nacidos en cautiverio. Los padres son muchos, pero ninguno protege a la cría. Así que un día Beverly sale en libertad condicional y vuelve a casa, bajo la promesa de controlar su violencia y de cumplir con las visitas al psicólogo en un hospital público de la provincia de Buenos Aires.
Cuando llega al hospital todos quedan prendados del nombre. Tiene un fulgor opaco que nace en un balbuceo del aire (“Beverly”) y que muere en el cuerpo, en el pelo desmañado de Beverly, en su boca sin dientes.
Beverly tiene treinta y ocho años, hijos, nietos.
—¿Está cumpliendo con el tratamiento? –le pregunta un funcionario del Poder Judicial a la doctora B, la profesional a cargo de la mujer. Todos saben cómo es eso: Beverly va por obligación y en el hospital la atienden por obligación.
—Viene todas las semanas –dice la doctora B.
Todas las semanas Beverly va a verla. Cada vez que va, lleva a uno de sus hijos. El primero patea puertas, grita, arrastra una silla chirriante por el mínimo espacio del box de trabajo. La doctora B ofrece: vamos a hablar a la plaza. En el hospital hay una pequeña plaza para que el niño juegue.
—Yo no tengo nada de qué hablar –dice Beverly.
—¿Tiene con quién hablar de tus problemas? –pregunta la doctora B.
—No –dice Beverly-. No tengo nada de que hablar.
Ahora la madre hamaca a su niño y dice algunas cosas. Arriba hay un cielo de invierno. La doctora B la escucha, se restriega las manos, recuerda. Ella –la doctora B- también fue una madre sola. Tuvo a su hijo en los ’70, con un marido desaparecido y poco apoyo familiar. En los peores tiempos –cuando no había una casa segura- la doctora B cambió los pañales de su niño en plazas como ésta. En los mejores, dejó de tener miedo de morir. Encontró un trabajo estable, crió a su hijo, terminó una carrera universitaria sin otra ayuda que la de sus propios huesos y concursó para entrar a este hospital público en el que trabaja desde hace más de dos décadas. El hospital queda a trescientos metros de una villa de emergencia y la población que llega tiene en sus biografías el golpe de la violencia social.
La doctora B ya está acostumbrada a historias como la de Beverly. Ahora, una semana después, nuevamente en el box de tratamiento, Beverly le cuenta que le incendiaron la casa y que tuvo que huir rápidamente de la villa. Mudarse: la doctora B lo hizo infinitas veces. Una de ellas, hace mucho tiempo, tuvo la velocidad de los incendios. En los 70 hubo que irse de un departamento en diez minutos; la casa quedó llena de cosas y vacía. Durante meses la comida se pudrió en la heladera.
—¿Y ahora dónde vive, Beverly?
—En otra villa.
Beverly tiene al niño a su lado. Está sentado y sorprendentemente quieto. La doctora B le habla.
—Hoy te portás muy bien –dice.
—Este es otro hijo –aclara Beverly.
La doctora B pide disculpas, habla con el niño, le hace preguntas: cómo te llamás, cuántos años tenés. Mientras habla piensa en el incendio y todas las palabras –cómo te llamás, cuántos años tenés- se van quemando en el acto. El niño no responde a nada. Frunce el ceño en un profundo y sólido enojo. A su lado Beverly habla. Dice que no recuerda cómo ocurrió eso. Que eso se hizo con un cuchillo. Que la casa se la incendiaron por eso. Que necesita un trabajo. Que pensó en ponerse un puesto de choripanes en la puerta de su nueva casa. Que su nueva casa por el momento consiste en cinco chapas: cuatro paredes y un techo. Que no tiene horno ni parrilla, pero que ya encontrará dónde cocinar la carne. La doctora le dice: Beverly. ¿Le parece que eso pueda dar dinero?
Beverly resopla y niega con la cabeza. A su lado el niño habla por primera vez.
—No se llama Beverly –dice-: se llama mamá.
La doctora B sonríe. “Lindo” piensa –también piensa “triste”-, y abre su cartera y saca un papel y un lápiz que le entrega al niño. Luego lo invita a dibujar. Mientras Beverly sigue hablando y la doctora escucha, el niño entonces dibuja círculos –un cuerpo, una cabeza-, dibuja rayas –piernas, manos, cabellos- y dibuja varias decenas de líneas onduladas: pájaros.
Pájaros de alas curvas como una letra empeñada, como el signo final de una pregunta.
  

 * Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.

jueves, 17 de octubre de 2013

La década honesta*



Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo. A lo largo de esta última semana logré tomar unas notas pero no encontré el momento de sentarme a responder una única pregunta: ¿Qué nos pasa a las mujeres a los treinta años? Fue difícil encontrar una respuesta simple, pero sobre todo fue difícil empezar. Entrar en la “década del treinta” implica, entre tantas cosas, vivir siempre con la sensación –o más bien la certeza- de que nos falta tiempo. Hago una lista. En  estos siete días que pasaron hice –tal vez todas hagamos hecho- más cosas de las que entran en una sola paciencia. Uno: terminé un texto muy largo para un medio que no sólo pone en juego mi bolsillo sino también ese capital intangible que uno empieza a defender estas edades y que es el prestigio. Dos: jugué dos partidos de tenis con solo cinco horas de sueño, y a sabiendas de que ese cansancio físico podría salvarme del único lastre que me atormenta: el cansancio mental. Tres: di clases, respondí correos, lloré una vez y pensé dos veces que quiero cambiar de vida y volver a tener una huerta. Cuatro: busqué en la web un lugar sin Internet para unas vacaciones y no pensé en el dinero –esto es nuevo- sino en la necesidad de tomar un descanso. Cinco: llevé a mi hijo al dentista y me hice un control médico fuera de agenda: dos amigas fueron diagnosticadas con cáncer de mama y la noticia, además de ponerme triste, me asusta. Seis: organizamos y sobrevivimos –mi pareja y yo- a una piyamada de cinco varones de ocho años, mi hijo entre ellos.
Siete: estoy acá, en la cama, a la medianoche, tratando de escribir algo y entendiendo de inmediato –como si un rayo hubiera tocado una parte muerta y la hubiera encendido- que si no pude escribir sobre los treinta años fue porque estuve sobreviviendo a lo que significa tener treinta o más años, esto es: estuve sembrando como una lunática. Estuve cumpliendo con ese mandato que dice –tal vez con razón- que es ahora o nunca. Que es ahora cuando se construye el futuro económico, que es ahora cuando se tiene y se cría a los hijos, y que es ahora cuando hay que ocuparse del cuerpo porque el cuerpo, de lo contrario, puede rebelarse con una maldad incógnita y terrible.
La década del treinta es inolvidable –por alguna razón, jamás me sentí tan poderosa como ahora- pero es también dura. Si a los veinte somos médiums –y encarnamos el mandato familiar que pide básicamente dos cosas: que estudiemos y que no nos emborrachemos tanto- a los treinta empezamos a enfrentarnos a las demandas propias y –esto es lo duro- a la obligación de dejar de ser una “promesa” para empezar a transformarnos en aquello que alguna vez quisimos ser.
A los treinta comenzamos a mostrar nuestras cartas. En mi caso, inauguré la década hace ya ocho años -pues tengo treinta y ocho- con la llegada al mundo de mi hijo, con la escritura de mi primer libro y con una mirada quizás menos romántica sobre el poder de cambio social y personal de mi trabajo. Desde hace ya unos años que escribo, como decía Isak Dinesen, sin esperanza y sin desesperación; aunque con un amor sólido por las palabras.
“Sólido”, sí. A partir de los treinta la palabra “sólido” empieza a tener sentido. Queremos que las cosas no sólo sean bellas sino que también duren, y nos preguntamos –acaso por primera vez- por la estabilidad y la decadencia de todo aquello que vive. La muerte es algo lejano pero igual nos sentimos en riesgo, y si eso no sucede el mundo entero se ocupa de recordarnos que ya no somos tan jóvenes. Alguien nos dice, en la década del treinta, por primera vez “señora”. Y la medicina prepaga nos saca de su “plan joven” y nos aumenta la cuota porque intuye que daremos un uso abundante a sus instalaciones: vamos a parir, vamos a enfermarnos, vamos a quemarnos la primera várice y vamos a tomar turnos de un modo casi deportivo y sin saber exactamente qué de todo –piel, grasa, huesos, corazón- debería preocuparnos en serio.
A los treinta es probable que estemos seguras en los terrenos del trabajo y el amor –en, digamos, la parte Cosmo de la vida- pero es también de esperar que nos hundamos en el flan de dudas que significa estar –y sentirnos- vivas. Para reducir la angustia de la duda el mercado editorial ha sacado una infinidad de opciones que hablan de los treinta años (sólo en Amazon y en español, hay unos cincuenta con títulos como Lo quiero todo y lo quiero ya: Los treinta, los años que nos cambian la vida) y el mercado gastronómico sacó, gracias al cielo, los helados: esa purificación de azúcares en la que entramos en momentos como éste, cuando ya todos duermen y estamos en paz y logramos decir –por primera vez en varios días- “Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo”.


* Columna publicada en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.


lunes, 30 de septiembre de 2013

Señal

Cati llegó a mis veintiún años. Yo vivía sola y quería que alguien me recibiera al abrir la puerta de casa. 
Me recibió durante diecisiete años. Vivió conmigo todas las vidas que yo también tuve.
Este viernes 13 de septiembre, mientras caminaba por la casa, la vi escondida y tomé esta foto. No imaginé que estaba preparándose para morir.
También en esto los gatos son discretos.
Nos vemos, Cati. Te abrazo.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Un cambio

Estoy en un negocio mayorista de Once. Venden mostacillas de colores. La única empleada renunció hace mil años. Alguien se acerca y me da cinco cajitas.
—Clasificá —dice—. Tenés tiempo hasta el viernes.
Empiezo, como dice Isak Dinesen, sin esperanza y sin desesperación.
Pero en el fondo sueño con cambiar de vida, y dedicarme a la escritura.

lunes, 1 de julio de 2013

Sueño

Mi gata últimamente sueña mucho. 
Produce estertores, ruiditos, espasmos. 
La cosa me llama tanto la atención que hago lo que suelo hacer en estos casos: voy a Google. 
"La mayor parte de las veces los gatos sueñan con sus dueños" leo. 
Después miro, sorprendida, a Cati. 
Me busco a mí misma en el pozo de sus orejas.

viernes, 17 de mayo de 2013

Adjetivo

-Joaco, vamos a lo de tu amigo, ¿tenés medias sanas?
-No.
-¿Tienen agujeros?
-Sí.
-¿A ver? -digo y le miro los pies.
-No, mentira, je. Están bien. Sos muy ingenua.

viernes, 26 de abril de 2013

Palabra

Caminando por mi barrio veo una vieja detrás de una reja escuchando a dos testigos de Jeovah. "Esa es la promesa" le dicen. La señora mira con ojos pantanosos. Hay que decirle "promesa" a un viejo, eh.

miércoles, 24 de abril de 2013

Vagabunda*



Es de noche. Raramente escribo a estas horas. Mi hijo y mi marido duermen y en la casa flota un silencio oscuro. Necesitaba este momento. Lo necesitaba tanto que me sobrepongo al cansancio del día y me siento a escribir. Cierta escritura y ciertos viajes –dos formas de lo mismo- logran que cuerpo y cabeza vuelvan a ser la misma cosa.
La última vez que viajé así –a solas, a oscuras- fue hace poco más de un año, cuando fui para El Mercurio a una isla llamada San Alonso; un faldón de tierra que pertenece a Douglas Tompkins (millonario, gringo, ecologista radical) y una reserva de 55 mil hectáreas donde abundan los pastos, el agua y los animales silvestres. Luego de ese viaje fui –también por trabajo- a muchos otros lugares, pero en ninguno de esos destinos pude sentir la noche larga y libre que vivimos las mujeres cuando logramos alejarnos de todo.
Hice, aquella vez, un bolso pequeño. Metí unas zapatillas, una muda de ropa, un secador de cabello –oh, estupidez- y un libro que tenía por empezar en mi mesa de noche. Se llamaba Vagabundas, era de la escritora Fernanda García Lao y contaba la historia de una mujer –Eusebia Escobar- que tras una vida entera anclada junto a su marido y su hijo en un hotel balneario y desolado, había decidido escapar en la avioneta de un huésped francés.
Puse en mi bolso, pues, y sin saberlo, un tratado sobre la huída y la errancia. Luego partí.
Para llegar a la isla había que hacer una hora de avión, cuatro de camioneta, una de lancha por los Esteros del Iberá –en la mesopotamia argentina- y veinte minutos de tractor. Salí a primera hora de la mañana pero llegué al lugar a las cinco de la tarde. San Alonso consistía en una posada pequeña y rústica, con espacio para ocho pasajeros y ubicada en un terreno donde sólo había carpinchos, ciervos de la laguna, interminables tipos de ave, varias decenas de vacas y seis caballos. Apenas bajé del tractor fui a mi habitación. Era un cuarto fresco y de cortinas cerradas donde la luz se pronunciaba en susurros. Dejé mi bolso y me tiré sobre la cama y accioné el interruptor del velador de noche. No encendió. En la isla –supe- no había corriente eléctrica, ni radio, ni televisor, ni conexión a Internet, ni señal de móvil. Sólo había un teléfono de línea en el comedor de los Rojas –los caseros-, al que se accedía en caso de infarto, o sea: para decir “me muero”.
Al principio sentí encierro y angustia. Pero luego supuse que, quizás, ese aislamiento fuera la condición fundamental para empezar a ser libre. Con cierta ceremonia me puse de pie, abrí las cortinas, desempaqué el bolso y sólo dejé intacto el secador de cabello, síntesis y emblema de mi delirante urbanidad. Luego miré la ventana. Unas gotas suaves –una lluvia breve- caían sobre un puñado de hortensias. Ése era el ritmo de la tarde. Salí a la galería de la estancia y me senté a leer. Estaba sola. Tomé el libro Vagabundas y lo terminé en seis horas. No salí a caminar ni a ninguna otra parte. Mientras bajaba el sol y caía la noche, me interné en la vida de Eusebia –la mujer que huyó en avioneta- y me dormí abrazada al libro.
A la mañana siguiente desayuné de cara al parque que rodeaba la estancia. Los pájaros gritaban con nervio, pero todo lo demás era quietud. A lo lejos, sin destino preciso, deambulaba una de las niñas del matrimonio Rojas. Se llamaba Graciela, llevaba ropas fucsias y, vista desde la distancia, parecía un pétalo suelto y empujado por un viento inestable. Graciela se aburría entre las hortensias. O entre cualquier otra flor. ¿Querría escapar de la isla? No se es mujer si no se sueña, alguna vez, con escapar.
Este día, tras el desayuno, me entregué golosamente al paisaje. Caminé, remé, cabalgué, me perdí en un bosque de árboles silvestres y crucé unos pastizales altos y ambarinos. Dormí una siesta, hice yoga, comí, leí. Desaparecí hasta encontrarme con este cuerpo que es mío. No extrañé a nadie. Ni a mi marido ni a mi hijo ni mi casa ni la luz eléctrica. No extrañé todo lo demás que soy. Escribí un cuento. Anoté ideas para una novela. Y supe –sé- que las mujeres libres somos un peligro vivo.
Luego pasaron las horas, pasó el agua, pasaron los caminos, pasó el cielo y volví a estar, finalmente, en mi ciudad de siempre. Pero desde entonces, cuando llegan noches como ésta –en las que estoy sola y a oscuras- noto que dentro de mí queda un germen temible. Y que tiene alas.


* Publicado en revista Ya, del diario chileno El Mercurio

jueves, 11 de abril de 2013

El barrio y el viento



En pleno furor papal, en la revista Domingo del diario El Mercurio me pidieron que escribiera sobre "el barrio de Francisco". Que es también mi barrio. Esto es lo que pude decir.


Crecí en Flores, ahora conocido como «el barrio del Papa». Pasé ahí mi infancia y mi adolescencia, hasta que al cumplir la mayoría de edad me fui a vivir sola al Centro de Buenos Aires. Tenía varias razones para irme, pero una era ésta: vivir en Flores –en el límite oeste de la capital- significaba estar lejos de casi todas partes. Pasar tus días en aquel barrio, en ese entonces, cuando Jorge Bergoglio no era el Papa Francisco sino el arzobispo coadjuntor de la Ciudad de Buenos aires, era estar siempre apartado del mundo. Flores no era el enclave suburbano que había sido en sus inicios (el barrio nació a mediados del siglo XIX como una zona de quintas a la que iba a descansar la clase acomodada de Buenos Aires), pero era un territorio que, de cara al crecimiento exponencial de la ciudad, había logrado mantener un sello periférico.
Y la periferia no es algo que se busque en la infancia y en la juventud. Pero es algo que, a veces, reclama su lugar en la adultez. Volví a Flores en el año 2007, con mi marido y mi hijo, buscando un intercambio que nos resultara justo. Estábamos dispuestos a perder cercanía, siempre y cuando ganáramos paz. Dimos el paso. Flores era un barrio con casas –como la nuestra-, con la posibilidad del pasto –como el nuestro- y con vecinos a los que era posible conocer por el nombre.
Fuimos felices allí durante seis años. Todavía lo somos. Sin embargo, desde que llegamos la vida apacible de Flores lentamente empezó a contraerse y a dejar lugar a la furia urbana y a los dolores sociales. La calle Ramón Falcón –donde vivo, y una de las vías que delimitan la Basílica de San José de Flores, en la que el Papa Francisco recibió el llamado de su vocación- se llenó de prostitutas obligadas a un ritmo incansable, veinticuatro horas al día, a veces a la vista de los cientos de niños que, como mi hijo, caminan por Falcón para llegar a la escuela. Los dueños de muchas casas murieron y dejaron sus inmuebles en una deriva que fue aprovechada por manojos de buscavidas que ocuparon los espacios de un modo ilegal. Y el olor de las aceras, conforme uno se va acercando a la Basílica de San José, se vuelve una viborilla ácida: allí están los orines de los cientos de expulsados del sistema que van a la Secretaría Parroquial a buscar su plato de comida dos veces al día.
Por todo esto, cuando los vecinos de Flores leemos que el barrio será un epicentro turístico («El turismo religioso aumenta en Argentina por ‘el efecto Papa'» dice El País de España; «Haremos el tour del Papa» dice el área de Cultos de la Ciudad de Buenos Aires, «Paquete de peregrinaje del Papa Francisco» promete un hotel del Centro) lo primero que surge es una mueca incrédula y amarga, pero también –en el fondo- expectante. Quizás el Papa le dé visibilidad al barrio y, de la mano de los tours, le devuelva a la zona la belleza que se va apagando. Quizás ese sea, para nosotros, el milagro posible.
Pero por ahora miramos de costado. Tratamos de ver qué tiene «el barrio del Papa» para mostrarle al mundo.


*
Son las ocho de la mañana del miércoles 27 de marzo y dejo a mi niño en la escuela. El edificio está sobre la misma calle en la que nació y creció Bergoglio. De un tiempo a esta parte, dar vueltas por el barrio significa hacer este tipo de cálculos. Siempre se está cerca de un espacio por el que en alguno de sus 76 años de vida pasó el Papa. Hay quienes incluso saben hacer dinero con eso. El Rooney’s Boutique Hotel (en el centro porteño) cobra casi 800 dólares por un combo turístico que incluye –entre otras cosas- una visita «al barrio obrero de Flores» y «un paseo por las villas miseria de la capital a las que Bergoglio solía visitar con frecuencia en su papel de arzobispo».
El Gobierno de la Ciudad también está planificando recorridos, aunque el circuito será gratuito y el planteo –espero- será menos canalla. Flores, por tramos, es –contra lo que diga cualquier hotel boutique- mucho más que un barrio obrero y miserable. Sólo es cuestión de caminar.
Antes de volver a casa voy hasta Membrillar 531: el hogar donde Bergoglio nació y vivió hasta los catorce años. La mañana avanza. La gente saca a pasear a sus perros. El sol se filtra entre las copas de los tilos –en primavera y verano el perfume de los árboles bulle con fuerza- y lentamente empiezan a crecer los golpeteos de las obras en construcción.
Con la llegada del subte al barrio (el subte Línea A, que une Flores con el Arzobispado de Buenos Aires y que era tomado por Bergoglio: hay fotos suyas en los vagones), llegó también la especulación inmobiliaria. Algunas calles de la zona están brotadas de edificios en ciernes. El caserón de la calle Segurola donde creció mi amiga Gabriela Comte –hoy editora de Alfaguara- y durante décadas funcionó el tradicional bar La Subasta, hoy está transformado en un –así los llaman- «edificio de categoría». En diagonal a mi casa había un complejo de canchas de paddle que dos años atrás fue demolido y convertido en una torre de departamentos que se inaugurará a fin de año. Todo, en fin, está siendo arrasado para dar lugar a desmedidas construcciones que llenan el barrio de preguntas: sin tendido eléctrico ni red cloacal que acompañen este auge, nadie sabe qué pasará cuando los edificios empiecen a funcionar a tope.
Por lo pronto, el reducto de Flores en el que nació y pasó su infancia el Papa Francisco –ubicado entre la avenida Directorio y la autopista 25 de Mayo- es uno de los pocos de la zona que, hasta el momento, se salvan de los edificios. Se trata de una franja de casas cuidadas que están lejos de la Avenida Rivadavia –la arteria principal del barrio- y que, por una ordenanza municipal, están impedidas de levantar grandes alturas.
Estas cuadras fueron recorridas durante días por una procesión de medios y ciudadanos que venían de todo el mundo para mostrar y conocer «la casa del Papa». En rigor, la construcción –que podría ser declarada «sitio histórico» en un futuro inmediato- tiene una notable falta de ángel. Hay un amplio balcón sin adornos ni plantas, una entrada de garage, una ventana y un ingreso principal. Todo, además, está cubierto por rejas.
Las rejas son una marca común a todo el barrio. Flores –puntualmente este enclave de manzanas tan bonitas- está ubicado en el medio de dos puntos conflictivos de la zona. Hacia el norte –frente a la Basílica de San José- está la plaza Flores, a la que llega una infinidad de colectivos de toda la ciudad trayendo trabajadores, pero también gente que viene a la zona con otros fines. Desde Plaza Flores, a su vez, salen ómnibus en dirección a la villa del Bajo Flores, donde –entre otras actividades- se distribuye parte de la droga que circula por la capital. La villa del Bajo Flores queda a un kilómetro de la casa de infancia del Papa. Y eso hace que las construcciones de esa franja –en la margen sur del barrio- sean hermosas, pero formen parte de un corredor complicado que obliga a parapetarse tras las rejas.
Detrás de las rejas de Membrillar 531, pegadas a las celosías de una persiana de madera, hay dos afiches en papel A4. Uno muestra el rostro de Francisco y otro tiene un mensaje: «Por favor, las ofrendas u homenajes que se efectúen en honor al Santo Padre Francisco dejarlas en la Parroquia Santa Francisca Javier Cabrini». Algunos dejan sus votos acá cerca, a cincuenta metros de la casa, en una parroquia pequeña que se pierde entre las casas del barrio. Y otros los dejan en la Basílica San José de Flores, que queda a ocho cuadras de distancia.


*
La Basílica se alzó a fines del siglo XIX, varias décadas después del nacimiento del barrio. Según registros oficiales, todo lo que hoy se llama «Flores» fue alguna vez propiedad de un tal Ramón Francisco Flores, quien heredó estas parcelas a comienzos del 1800 y estableció el nacimiento de un pueblo llamado «La tierra de Flores». En 1806, don Flores donó una manzana para la iglesia -lo que dio origen al curato de San José de Flores-, otra para la plaza y algunas más para las dependencias públicas. El resto fue fraccionado en lotes que empezaron a venderse hacia 1808 y que se expandían a los lados del llamado Camino Real (hoy la avenida Rivadavia). ¿Quiénes compraban? Familias adineradas que veían en Flores un punto estratégico. Ahí se podía descansar para luego seguir, setenta kilómetros más hacia el oeste, hasta llegar a la Basílica de Luján, un destino magnético –aún hoy- para los creyentes de fe católica.
En el medio de ese crecimiento se levantó la Basílica, que fue inaugurada en 1883. La iglesia es una construcción imponente y sombría, ubicada de cara a la Plaza Flores. Para llegar hasta allí desde la que fuera la casa del Papa sólo hay que cruzar la plaza Herminia Brumana -un rectángulo insignificante con muy pocos juegos, en los que dicen que jugaba al fútbol Bergoglio-, tomar la calle Varela (en el 358 está la escuela estatal Antonio Cerviño, donde Bergoglio cursó la primaria) y doblar por Falcón, una de las calles que delimitan la Basílica.
Camino. La acera está llena de hojas de otoño y el sol todavía está bajo: lastima los ojos como una agujilla fina que despunta el día. En la parte trasera de la iglesia, sobre Falcón, hay varias decenas de personas esperando ingresar para tener su desayuno. Son desclasados, lúmpenes; gente caída en los abismos de una pobreza irreversible. «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados» dice un afiche pegado a la Basílica. Y todos van.
Bergoglio –aún en las últimas décadas, cuando vivía en el Arzobispado porteño- conocía este mundo. No sólo porque creció acá, sino porque a lo largo de los años fue viendo –mediante las visitas- cómo el barrio había ganado la forma del dolor social. Por eso, se puede pensar, y no sólo por haber pasado aquí la infancia, venía Bergoglio a Flores. En general llegaba hasta aquí en subte -en unas hermosas formaciones de 1930 que acaban de ser reemplazadas por vagones más seguros y eficaces- y hacía sus escalas en distintas áreas del barrio. Una de ellas era el Parque Avellaneda, una zona popular y lindera a Flores donde trabaja la Fundación La Alameda, una organización no gubernamental dedicada a combatir el trabajo esclavo. Y la otra era la Basílica.
Rodeo la iglesia caminando por el pasaje Salala, una de las peatonales que contornean el edificio. El paseo hasta llegar al frontis, ubicado en la avenida Rivadavia, sucede en dos planos. Por un lado está la prolijidad del suelo de adoquines recién baldeados. Y por otro está el olor. Si bien todo fue limpiado muy temprano en la mañana, de los rincones del suelo mana el olor ácido de las descargas humanas de los últimos ya no días: años. Me pongo un pañuelo en la nariz y apuro el paso. Hasta que llego finalmente a Rivadavia.
Aquí, de frente a la avenida, están el bullicio del tránsito, los ómnibus, los taxis, el apuro, las palomas frenéticas picoteando panes hundidos en charcos de agua inmunda. Pero adentro –una vez que se ingresa a la Basílica- lo que sobreviene es una larga y necesaria calma. Algunas personas circulan y se detienen ante las imágenes de la Virgen, de los Santos y de Cristo. Otras se hincan para rezar. Y otras se arrodillan en algún confesionario y hablan del mismo modo en que, a los veintiún años, habrá hablado Bergoglio. Fue en uno de estos cubículos donde el Papa conversó con un cura y decidió hacerse sacerdote. El lugar rezuma silencio y paz. Una mujer le habla en murmullos a San Cayetano. Otra abre una Biblia y reza. Cinco ancianas siguen a esta última mujer en su oración. Una de ellas se recorre el rostro, los hombros y el pecho con las manos, pero no se toca a sí misma: parece acariciar una presencia.
Miro todo de pie, inmóvil. Y recuerdo esa frase de Thom Yorke: «Hay que construir vacíos en la vida. Pausas. Pausas reales». Quizás este lugar sirva también para eso.
Salgo de la Basílica y quedo de cara a la Plaza San José. Algunos meses atrás –antes de la noticia del Papa- la plaza fue «puesta en valor» por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por lo que se la ve cuidada, pletórica de árboles, limpia. Son las nueve de la mañana y por la plaza caminan los obreros con sus bolsos. Bajan de la estación de tren de Flores y apuran el paso rumbo a sus trabajos. Aunque hay en la plaza una boca de subterráneo, nadie circula por ella. La boca está clausurada y junta mugre. La estación de subte todavía no está habilitada por pujas políticas entre el Gobierno de la Ciudad y el Gobierno Nacional, de tendencias partidarias opuestas. En el medio de todo esto está la gente. Y la gente viaja como puede. En septiembre de 2011, doce meses antes de la ya famosa tragedia de Once –en la que murieron 52 personas en un accidente de tren- sucedió a dos cuadras de esta plaza lo que ahora se entiende como un anticipo de ese desastre ulterior. Cansado de una barrera que no se levantaba nunca (uno de los problemas de tránsito más insoportables del barrio) un colectivero de la línea 92, a la cabeza de una unidad desbordante de gente que llegaba tarde a sus trabajos, burló la valla, cruzó la vía del tren y provocó una catástrofe. Murieron once personas y hubo más de doscientos heridos. Fue a las seis y media de la mañana: hora de trabajar.


*
Un rato después, a las diez de la mañana, la gente ya está en sus tareas y la plaza empieza a bajar el pulso. Busco un bar donde desayunar. En Flores no hay boliches modernos ni restós con esa chispa vintage de Palermo. Lo más parecido a eso es La Farmacia -un bodegón antiguo y restaurado en Directorio y Lautaro, a cinco cuadras de la antigua casa del Papa- y son los bistrós pequeños ubicados frente a la bella Plaza Irlanda, casi en el límite con el barrio de Caballito. Pero en el centro de Flores no hay, exactamente, magia creativa. Sólo hay bares de gallegos que crecieron en la década de 1990 y que saben hacer las cosas sin garbo pero con eficiencia. El café sabe a café, la pizza sabe a pizza, y así con todo. Eso a veces alcanza.
Los bares quedan dentro de la franja comercial del barrio: quinientos metros delimitados hacia el oeste por la Plaza y hacia el este por la avenida Carabobo, otra de las arterias más importantes de Flores. Termino un café y camino hasta la avenida. Días atrás, el gobierno de la ciudad propuso que Carabobo pasara a llamarse, en breve, Avenida Papa Francisco. Y dijo que si no era Carabobo pues entonces podía ser Membrillar. De todas formas, a todos pareció darles igual una cosa que otra. Desde el pasado 13 de marzo de 2013 –cuando Bergoglio fue proclamado Sumo Pontífice- un viento de conformismo y fe empezó a ganar los ánimos de muchos argentinos. Si bien sólo el 25 por ciento de la población nacional asiste a ceremonias religiosas, un aire devoto recorre las calles con euforia.
Mientras miro la avenida Carabobo y trato de imaginar cómo será el futuro, recuerdo –a propósito de todo esto- el libro El viento que arrasa; una novela extraordinaria de una narradora argentina llamada Selva Almada en la que se cuenta la historia de un pastor que viaja por el interior del país y en la que se habla de la fe de un modo agudo y vibrante. «Ustedes ya tienen un padre y ese padre es Dios. Ustedes ya tienen un amigo y ese amigo es Cristo. Todo lo demás son palabras. Palabras que se lleva el viento» dice el libro en uno de sus tramos.
Pienso en esta parte –la de las palabras-, de pie en una esquina signada por ajetreos, comercios y edificios nuevos. Y me pregunto, cuando pase el viento, qué será de nosotros.

miércoles, 10 de abril de 2013

Soplido

Ruge el viento húmedo y lo escucho, quieta, como a un animal prehistórico que recién despierta.

miércoles, 3 de abril de 2013

Sin red


Mi escritorio está en un primer piso y tiene un balcón. Y cada vez que subía a trabajar, desde hace meses, me detenía a mirar una tela de araña que estaba tendida entre dos de los barrotes del balcón de marras. Por una razón que jamás me expliqué –o más bien: que jamás me detuve a pensar- nunca quise quitar esa tela. Me fascinaba ver cómo se fortalecía la red, cómo esa tela de araña era la trama, al fin y al cabo, de una larga paciencia. Una vez incluso vi la araña –mínima- y sentí un respeto religioso por ella. Por ese mundo solitario y tenaz, pero sobre todo inexplicable, que tejía ese bicho ante mis ojos.

Pienso en esto ahora, después del diluvio, cuando subo a mi escritorio y veo que la tela de araña no está más. El agua barrio con ella, como barrió con tantas otras cosas. Y por primera vez después de veinticuatro horas de locura –de goteras, agua, mareas domésticas, papeles mojados, miedo: miedo a la próxima lluvia-, por primera vez después del caos, decía, me siento en mi silla, llena de supersticiones y de rezos al cielo, y pienso en mi araña con amargura en el pecho; como si la vida entera que habita en todas las cosas se hubiera escurrido por un tubo cloacal.

viernes, 8 de marzo de 2013

Temblores

Por fin di con un traumatólogo que me trató como una persona. Fue el tercero de una lista que hasta ahora venía padeciendo. El tipo me miró el pie sano, me miró el pie roto, me preguntó por qué estaba asustada, escuchó de principio a fin cada uno de mis temores ridículos (ah, la imaginación) y me dijo que en una semana podemos empezar por retirar la bota de mi pie y que en algún momento voy a poder volver al tenis: mi capricho, mi entretenimiento y mi descarga. "Tiemblan Serena y Azarenka" dijo el tipo al despedirme, y me palmeó el hombro. Me fui renguísima pero contenta; alguien me vio.

sábado, 23 de febrero de 2013

Tun tun tun tun tun tun tun tun

Ayer me hice una resonancia. Nada grave. Lo que me preocupaba en realidad era el encierro, porque soy un poco claustrofóbica. Algunos me sugerían clavarme un cuartito de clona, pero no quise. Entré a la sala, me acosté y me puse unos cascos para el ruido. Cerré los ojos antes de entrar al sarcófago y me prometí no volver a abrirlos hasta que alguien me tocara el hombro. En algún momento empezaron los ruidos: sincopados, violentos, sintéticos. Secos. Primero imaginé que estaba en una rave. Después me vi bailando en una tribu africana bajo los efectos de una planta alucinógena. Después pensé que yo era una actriz secundaria en la película Pi. Y finalmente sentí el hombro: alguien me hablaba. Me había dormido despierta, pero con los ojos cerrados. La imaginación me salvó.

martes, 5 de febrero de 2013

Lo que se salva y lo que no


Gerardo Mindlin (4/3/22 - 4/2/13)


Ocho años atrás le dije
lo de mi embarazo
y mi abuelo Tata se llenó de cosas
que no pudo nombrar
y me agarró la cara con las dos manos 
y me dio 
un áspero beso en la boca. 

Ese beso 
(un sello atávico
indeleble:
un destino)
es lo que me queda ahora. 

Todo lo demás murió esta tarde. 

jueves, 24 de enero de 2013

Ocho formas de decir lo mismo



En algún momento del año 2012 mi amigo Alberto Salcedo Ramos me pidió, con vistas a un taller que daría en México, que escribiera algún consejo de trabajo o escritura para sus alumnos. Me puse a pensar y esto es lo que pude decir (y esto es lo que encontré ahora en mi casilla de mail, buscando otra cosa -uno siempre busca otra cosa).  

1. No intenten demostrar -en los textos, en las preguntas al entrevistado- que son inteligentes. No estamos para demostrar nada. Estamos, en el mejor de los casos, para mostrar.

2. Interpélense a ustedes con la misma severidad con la que interpelan (o deberían interpelar) al resto. Pongan sobre la mesa los propios prejuicios.

3. Usen el transporte público. No lleguen a las entrevistas en taxi o por autopista, porque se pierde información. El nuestro, hasta donde se pueda, es un oficio de a pie.

4. Ronden, miren, midan sus temas: vean qué espacio exige cada historia, y recién después -si hace falta- peleen por ese espacio. Escribir bien no siempre significa escribir largo.

5. Busquen un punto de contacto entre ustedes y la historia que vayan a contar. Ese cordón umbilical -y no el afán de dinero o de prestigio- es lo que nos mantiene unidos a la historia. A través de ese cordón la historia respira. Y respiramos nosotros.

6. No intenten salvar a sus personajes. Alcanza con que puedan nombrarlos.

7. Tengan una vida. Quiero decir: pídanle a la vida mucho más que la virtud de ser buenos cronistas.

8. Y, por último, no caigan en el cliché del Cronista Suspicaz que dice ahora -porque antes decía otra cosa- que la pobreza es el lugar común de la crónica. El lugar común de la crónica no es la pobreza sino la autocomplacencia. Huyan de ella como de la peste

lunes, 21 de enero de 2013

Diez días de ruido en la ciudad feliz *


Mar del Plata –también conocida como “La Feliz”- es la localidad costera más famosa y más poblada de la Argentina. Pero a pesar de su apodo, y aún cuando la ciudad es bella, pasar por el balneario en enero o febrero puede ser una experiencia agotadora. Una periodista fue y volvió (de pésimo humor) en el verano de 2012, y ahora –en vísperas del inicio de la nueva temporada alta- cuenta esta historia.

(c) Clarín


 El error fue mío.

—¿Y si vamos a Mar del Plata? –dije.

Fue a fines de noviembre del año pasado. El 2012 había sido un período de muchos gastos y yo había decidido sumergir a mi familia en una propuesta austera: mi abuela tiene un apartamento en Mar del Plata –el balneario más popular de la costa argentina- y sólo era cuestión de  animarse a aprovecharlo. El verbo “animarse” no era casual: había –y hay- que atreverse a ir a Mar del Plata en temporada alta. La ciudad recibe casi un millón y medio de turistas sólo en enero y eso significa que la ciudad, bellísima en invierno o primavera, en enero y febrero revienta.

Y la palabra “revienta” tampoco es casual, pero eso se verá más adelante.

El viaje a Mar del Plata empezó en casa. Mientras empacábamos nuestras cosas (paletas, pelotas, ropa de playa, un barrenador) armé unos sándwiches de milanesa y preparé el equipo de mate. Si íbamos a vacacionar en La Feliz –tal es el apodo histórico de la ciudad- había que entrar, también, en el “modo La Feliz”, esto es: había que ser parte del asunto.

Cargamos nuestra heladera portátil y subimos al auto. El pulso de Mar del Plata empezó a sentirse a la hora de salir de Buenos Aires, cuando entramos en la Ruta 2: la vía de acceso terrestre; un tramo de asfalto impecable que en tiempos normales permite llegar a la playa en apenas cinco horas, pero que en fechas pico puede duplicar su marca. Hay gente que se pasa el día entero yendo a Mar del Plata.

Cansados de un viaje que se estaba haciendo largo, a mediodía nos detuvimos en la ruta. Había que cargar combustible. Alrededor se apiñaba un centenar de autos y era difícil maniobrar sin recibir un insulto. Puertas adentro los coches también desbordaban. Al auto de al lado se le abrió el baúl y de adentro cayó una jaula con un canario.

—¿Dónde estamos? –pregunté al muchacho del combustible.

El chico miró el escenario.

—En el Paraíso –dijo.

Cinco días más tarde semejante ironía me habría hecho llorar de nervios, pero en un comienzo yo estaba tranquila: de buen humor. Mi marido y mi hijo también estaban de buen humor, aunque ellos no suelen ser un problema: en estos casos el problema soy yo.

Ese día llegamos a Mar del Plata a la noche. El departamento nuestro tenía un balcón con vista al mar. A esa hora la playa estaba oscura y la espuma de las olas era apenas un trazo incandescente bajo las estrellas. Abajo, en la calle –estábamos en un noveno piso- los ruidos de la ciudad llegaban con lejanía. En cualquier caso: estábamos cansados. Pronto nos fuimos a dormir.

*

—Si un marciano viera todo esto pensaría que las personas son hormigas y la playa es el hormiguero.

Mi hijo, Joaquín, entendió todo pronto. Fue al día siguiente, cuando salimos a las diez de la mañana a buscar un balneario donde pasar los días de playa. La multitud que había en la calle era inaudita: parecíamos insectos aleteando torpemente en torno a una fuente de luz. El ritual marplatense consistía –casi siempre consistió- en eso: en moverse en manadas; en cargar sombrilla, lona, heladerita y niño con la resignación con la que Sísifo cargaba su piedra.

No todos iban al mismo lugar. Mar del Plata tiene 47 kilómetros de playa y cada cual elige dónde hacinarse. Por un lado están las orillas públicas como La Perla y la Bristoldos espacios célebres, entre otras cosas, porque en hora pico están tan llenas que es técnicamente imposible ver la arena. Y por otro lado están los balnearios: complejos con restaurante, carpas, vestuarios, pileta y facilidades de ocio que suelen resolver bastante bien las estadías con niños. Ellos juegan y se hacen amigos en un espacio limitado y seguro, y uno, en el mejor de los casos, descansa.

De todos los balnearios, la zona menos saturada –suponiendo que algo así es posible- es Punta Mogotes: un barrio famoso por la amplitud de sus playas y al que se llega en auto por la avenida costera. La distancia entre el centro y Punta Mogotes es de apenas ocho kilómetros, pero aquella vez –al no estar advertidos- salimos en hora pico y tardamos una hora y media en llegar hasta allá. Durante el viaje mi hijo quedó extasiado con el caos de gente. Juan, mi marido, hacía un silencio prudente. Él conoce mi humor en esos casos.

El balneario que elegimos se llamaba Mediterráneo. Era el único lugar que no tenía la música a un volumen enfermo. La certeza de que nunca tendría un minuto de silencio me angustió. Al momento de elegir la capa intenté buscar alguna que amortiguara el problema.

—La más silenciosa de todas –dije. La chica del mostrador me dedicó una mirada neutra. La palabra “silencio” no estaba dentro de su radio cognitivo. Nos dio una carpa. Una cualquiera. Mientras íbamos hasta allá –atravesando niños, ruidos, reposeras, panzas- sentí una amargura subiendo por el cuello y entré en ese estado que ya reconozco en mí: el estado “todo es una mierda”. A veces me pasa: la cabeza se me funde a negro y todo, sin distinción de edad o don de gente, se vuelve insalvable. Mi familia en estos casos tiene su estrategia: cuando me pongo oscura me ignoran.

Juan y Joaquín se fueron al mar. Yo me tiré dentro de la carpa. En la de enfrente una familia de seis jugaba al truco a los gritos. En la de más allá unas viejas jugaban al burako. Y en la carpa de al lado estaban “los Rober”: un clan que giraba en torno al jefe de familia, Roberto, a quien invocaban todo el tiempo

Intenté concentrarme y saqué un libro: Diario de Golondrina, de Amélie Nothomb; la historia de un asesino a sueldo.

—Ta linda la pileta Rober.

—¿Fuiste a la pileta Rober?

—¡Rober! –con boca llena- ¿Trajiste la crema para Daiana?

—¿Rober vamos a caminar por la playa?

Un asesino a sueldo: eso es lo que yo necesitaba.        

—¡¡No me rompás los huevos!! –respondió Rober finalmente-. ¿¿Venimos caminando no sé cuántas cuadras y vos querés caminar por la playa??

Después alguien se llevó a Rober.

Después pasaron las horas, más después llegó la noche.

Y la noche transcurrió sin nada nuevo, es decir: llena de gente

*
        
Los días fueron pasando y la rutina era siempre la misma: íbamos al balneario y tratábamos de sobrevivir ahí adentro. Joaquín se hizo amigo de Guido, un nenito agradable y de padres marplatenses. Me llamó la atención que un marplatense se aventurara a las playas en verano: en general los lugareños odian su ciudad cuando llegan las hordas y tratan de recluirse en sus casas con pileta –en el caso de la clase alta- o de ir a la playa sólo en horarios anticíclicos: muy temprano o muy tarde.

Pero la familia de Guido era un caso especial. No sé por qué estaban ahí y tampoco –aunque parecían afables- tenía ganas de hablar con ellos. Sólo sé que Joaquín, pasado cierto tiempo, decidió mudarse de familia: en la carpa de Guido siempre había gente jugando a las cartas y comiendo galletitas. Así que nos dejó solos. No estaba mal. De a poco, en soledad, Juan y yo asistimos al milagro: empezamos a sobreponernos al ruido.

Ese día volvimos al departamento a las seis de la tarde. Tomamos algo fresco en el balcón. Vista desde arriba la calle parecía el escenario de una diáspora: cientos de personas abandonaban la playa lentamente. Un rato después bajamos a matar el tiempo. Cruzando una avenida estaba el Hotel Provincial –uno de los más antiguos e importantes de Mar del Plata, donde también hay un casino- y cruzando una calle estaba el Hotel Hermitage: el más exclusivo de la ciudad. En el piso de entrada al Hermitage hay decenas de manos hundidas en el cemento, a la manera de Hollywood. Jeremy Irons, Maria Grazia Cuccinota, Alex de la Iglesia y Sonia Braga conviven con figuras como Moria Casán.

La gente, esa tarde –como todas las otras-, miraba y se fascinaba con las manos. Muchos tomaban fotos. Una madre le pegaba a su nena sobre las manos de Dyango. Joaquín descubrió que el bailarín Julio Bocca no había puesto las manos sino los pies. Celebró su hallazgo.

—¿Natalia Oreiro dónde está? –decía una mujer con obesidad mórbida. Todo se volvió excesivo. Nos fuimos a caminar por la Avenida Peralta Ramos, que bordea la costa del centro.

—¡Arriba esas palmas que estamos de vacaciones!

En la rambla, un hombre daba un show callejero y todos aplaudían. Había olor a choripán y a pochoclo. Agarré fuerte mi cartera: sólo me faltaba un robo. Pedí que nos fuéramos de ahí. No lo dije de la mejor forma, ya saben. Lo importante es que nos fuimos. Caminamos bordeando la entrada al casino. La gente que entraba y salía tenía siempre el mismo rictus: una maquillada versión del ultraje. Afuera, sobre un puñado de reposeras, seis viejas sentadas en corro jugaban a las cartas por dinero. Miré eso mientras alguien me ponía en la mano un volante de papel: era una promoción para una obra de Hugo Sofovich.

—Niños gratis –dijo el promotor para convencerme.

—¿Perdón?

Estaba dispuesta a discutir. Pero Juan -mi marido- me tomó del brazo y cruzamos la calle. En la vereda de enfrente, sobre la Plaza Colón, la más importante y una de las más hermosas de la ciudad, había una hilera de autobuses con superhéroes adentro. Eran “trencitos de la alegría”: micros con forma de vagón de tren que recorrían la ciudad con una música eufórica y muchos muñecos bailando y haciendo burbujas con detergente. Joaquín insistió tanto que dijimos que sí. Subió mi marido y yo me quedé esperando en la plaza. Ya era de noche. Por un altoparlante se anunciaba que al día siguiente Julio Iglesias daría un espectáculo en la playa: Mar del Plata cumplía 138 años de vida y había que festejarlo. Un día después, el encargado de mi edificio resumiría todo de esta forma:

—Cada tanto a Julio Iglesias lo traen, lo sacan de la valija, lo inflan, canta, lo desinflan, lo entalcan y lo vuelven a guardar.

Al rato mi marido y mi hijo volvieron del tren de la alegría. Joaquín estaba eufórico, pero el semblante de Juan era inclasificable. Dos cuadras después me puso al tanto: en la mitad del trayecto el Hombre Araña se había agarrado de un caño y había empezado a hacer movimientos pélvicos.

—Hizo el baile del caño –dijo Juan. Estaba absorto. Yo di rienda suelta a mi locura: quería encarar al Hombre Araña y decirle que era un desubicado y que lo iba a denunciar. Después me dio cansancio: necesitaba volver a casa. Ya tendría oportunidad de hablar con él. Los días subsiguientes me pasaría el tiempo pensando en qué cosas decirle y en qué orden: tenía que ser efectiva y dar en el blanco.
        
*

Si existe una chance de ser feliz en Mar del Plata en temporada alta, esa posibilidad está a la mañana. A esa hora los adolescentes duermen, los niños desayunan y la gente –poca- camina por la rambla bajo un sol que entibia el agua con delicadeza.

A lo lejos, aquella vez que salimos, se veían veleros. Y de cerca era posible ver, sumidas en un silencio ventoso –en la costa argentina siempre hay viento-, las casas de piedra tradicionales de la ciudad. Mar del Plata –hay que insistir con esto- es hermosa. Y su mayor problema es a la vez su mayor capital turístico: porque es hermosa, se llena.

No siempre fue así. Al principio del siglo XX –cuando nació como balneario- esta era una localidad semi poblada a la que concurría sólo la gente con dinero. Mar del Plata había sido levantada bajo el signo de la Bélle Epoque y hasta allá iba a la clase alta a pasar sus vacaciones de tres meses. Luego, con la llegada del peronismo llegaron también la sindicalización y los derechos laborales y eso permitió que las clases trabajadoras también pudieran ir a “La Feliz” en sus días de descanso. En Mar del Plata los sindicatos compraron y construyeron más de treinta hoteles que aún hoy son conocidos por dar a sus afiliados una relación inmejorable entre precio y calidad. A su vez, en las décadas de 1950 y 1960 las clases medias –tal fue el caso de mi abuela- se volcaron masivamente a comprar un departamento en Mar del Plata, lo que generó un boom de la construcción y un cambio importante en la estructura urbana: Mar del Plata dejó de ser una “villa balnearia exclusiva” para convertirse en una ciudad con población permanente.

Todo esto espantó a la aristocracia bonaerense: los que pudieron hicieron base en Punta del Este. Y los que no, desde entonces se aíslan en sus caserones del barrio Los Troncos: un vergel de árboles y pájaros donde las casas son bonitas pero no suntuosas. Mar del Plata –a diferencia de Punta del Este- tiene una riqueza plácida: discreta.

Luego de recorrer Los Troncos fuimos en auto a la playa. Estábamos tranquilos: con el recambio de febrero se había ido alguna gente –no mucha- y estaba la ilusión de que la costa estuviera menos cargada. La diferencia finalmente fue ínfima, pero la agradecimos igual. La playa, además, con el correr de los días comenzó a reproducir sus lugares comunes (secretamente esperados): asistimos a un salvataje en el mar, ayudamos con la pérdida de un niño y miramos una competencia de castillos de arena. De a poco empecé a acostumbrarme a ese mundo: el viento parecía soplar a favor. Los Rober se habían ido del balneario. Los jugadores de truco habían sido reemplazados por un matrimonio de ancianos. Y a la tarde, además, el cielo se cerró y una amenaza de tormenta hizo que mucha gente huyera del lugar. Nosotros nos quedamos. Si esa era la condición para estar en paz, pues adelante: que nos partiera un rayo. Con los pasillos quietos y las carpas vacías el lugar tenía ese trazo limpio del arte geométrico.

Los pocos turistas que quedaban estaban en sus carpas, aguardando lo que finalmente llegó: una tormenta feroz cayendo de un cielo que, por primera vez, parecía más poderoso que el mar. Fuimos corriendo hasta el auto con el agua por los tobillos, muertos de frío.

Nos costó recuperarnos, pero lo mismo a la noche volvimos a salir. Habíamos sacado entradas para ver Iván el terrible -un clásico dirigido y actuado por el bailarín Maximiliano Guerra- y no queríamos perder los tickets. El espectáculo fue conmovedor y necesario. Lo feo fue lo otro: días después me enteraría de que Guerra había tenido que bajar una función por falta de público. En Mar del Plata –un epicentro teatral en temporada alta- la mayor parte de la gente suele elegir otra cosa. Hay obras de teatro buenas –con actores famosos que aseguran taquilla- y hay principalmente una oferta inmensa de propuestas baratas: en un sentido amplio, baratas.

Muchas de estas propuestas están sobre la calle San Martín: una peatonal donde se alternan las casas de juegos con las carteleras (lugares donde se venden entradas a mitad de precio) y con pequeñas salas de teatro rematadas por carteles llenos de chicas en tanga. De una de esas salas salió Jorge Corona, un humorista famoso por sus bromas obscenas. Corona estaba espesamente maquillado y hacía esfuerzos por meter gente en la sala. O sea: hacía chistes horribles. Y la gente se tomaba fotos con él. 

—Ehhh… -dijo Corona- ¡¡¡Si todos los que se sacarían fotos comprarían la entrada la sala estaría hasta las bolas!!!

Pedí perdón al dios de la gramática y seguimos caminando. Alguien, a lo lejos, le gritó a Corona “¡maestro!” y sentí una puntada en el apéndice. Mejor ir a cenar. Cerca del Club de Golf –camino al puerto- hay un polo gastronómico que mezcla los mariscos –un clásico marplatense- con la comida de autor. Para llegar hasta allá pasamos por Plaza Colon y los trencitos de la alegría. De lejos me pareció ver al Hombre Araña haciendo pis detrás de un árbol. No es seguro que haya sido él. Pero la sola posibilidad me dejó sin argumentos. En silencio y sin detenernos nos fuimos a comer mariscos: un plan al que accedimos luego de una hora de espera.

*

Llegó nuestro último día en Mar del Plata. Antes de partir aprovechamos para recorrer las márgenes más cercanas a pie. El desafío principal era ir a la Bristol: la playa más céntrica y –junto con La Perla- un emblema del tumulto marplatense. El gentío de la Bristol es tan célebre que algunos años atrás un cronista de Caiga Quien Caiga midió el tiempo que se tarda en llegar desde el comienzo de la playa hasta el agua, y el resultado –sorteando lonas, cuerpos y reposeras- fue de veinte minutos.

Pero una cosa es verlo por televisión y otra cosa es esto. La Bristol no es folclórica: es angustiante. Los cuerpos sufridos, las radios a todo volumen, los vendedores ambulantes, los guardavidas gordos –como viejos luchadores de catch- y la arena llena de colillas, plásticos, cáscaras de fruta y pañales sucios arrojó una imagen dura de lo popular. ¿Cuándo se decidió –quién lo hizo- dejar las playas del centro a la deriva?

Caminamos unos minutos hasta que subimos un terraplén que separaba la Bristol de Playa Varese. Al otro lado, curiosamente, el espíritu era el mismo –no había balnearios privados- pero la arena estaba limpia y con veraneantes que, podía intuirse, pertenecían a la clase media. La división –física, pero sobre todo conceptual- era inquietante. Nos sentamos perplejos hacia el final de la playa, en un bar mínimo donde pedimos una bebida y el periódico. Ahí fue cuando vimos, en La Capital –el principal diario marplatense-, el anuncio en portada del mayor choque de trenes de la historia argentina. Era la tragedia de Once: un subproducto de la ausencia del Estado y un accidente en el que murieron 51 personas que iban camino al trabajo.

El ferrocarril Sarmiento –la línea que colapsó- era conocido por el modo inhumano en el que viajaba la gente. Aplastados, resignados a que no hubiera una opción posible, los usuarios se movían sin derecho al espacio personal. Pensé en eso, de cara a la Bristol y a mis vacaciones, y lo que vino después fue una profunda tristeza.




* Publicado en la revista Domingo, del diario chileno El Mercurio.