sábado, 26 de marzo de 2011

Midón y las cosas concretas

Era chica: no más de seis años. Estaba en un teatro que recuerdo inmenso, viendo una obra para niños que ya no recuerdo, y apretando en un puño un papel que decía "131". Al final de la obra se sorteaban quince días en una colonia de vacaciones de invierno, y tanto mi madre como yo teníamos esa única apuesta. Mi madre trabajaba todo el día y no tenía dinero para una colonia: el 131 era la única posibilidad de un invierno decente. Incluso feliz.
Y entonces salió.
El 131 salió.
En ese inmenso teatro salió el 131 y me recuerdo subiendo al escenario -las luces planas del final de obra- y recibiendo quién sabe qué cosa -¿otro papelito?- que significaba tantas otras cosas: profundo alivio para mi madre, garantía de diversión para mí, bálsamo para la economía familiar, y certeza de que la suerte a veces -al menos a veces- está de tu lado.
Hugo Midón me entregó ese premio.
La obra era suya.
Todo lo demás también fue suyo.
En casa le debemos a Midón cosas muy concretas.

*

Volví a ver a Midón veinticinco años después, a la salida de un teatro, mientras hacía un artículo sobre espectáculos infantiles. No hablé con él -o no hablé nada que recuerde- pero sí me quedó impresa esta imagen: la de un tipo alto y de tez aceitunada, dueño de esa clase de seriedades que no tienen que ver con el humor sino con las certezas. Midón estaba rodeado de niños y lo más conmovedor era su forma de abordarlos: no intentaba ser simpático con ellos. No los tomaba por idiotas. No dejaba que la impostura se instalara siquiera un segundo en esa escena: Midón, en síntesis, era conmovedoramente responsable.
Siempre fue conmovedoramente responsable.
En cuatro décadas de trabajo, Midón dirigió y escribió hermosas piezas en las que alude a las luchas monopólicas, los derechos infantiles, los cacerolazos, la canasta familiar, los piratas del asfalto y la venta de terrenos fiscales a magnates estadounidenses.
Es decir.
Los chicos le deben a Midón cosas muy concretas.

*

La tercera vez que lo vi fue durante una entrevista para la revista C del diario Crítica de la Argentina. Me llevó a conocer su escuela de teatro -llamada Río Plateado- y me llamó la atención la cartelera: a diferencia de otros institutos, había colgados muy pocos anuncios y entre ellos uno solo (de la Asociación Luchemos por la Vida) incluía la convocatoria a un casting.
-Sólo les pongo las cosas que me parecen interesantes -dijo-. Las películas de Lucía Puenzo, de Burman, de algún otro director joven. O si viene Norma Aleandro y me pide chicos con determinado perfil. O sea: gente de confianza. Pero después, trato de ignorar todo lo demás. Ningún chico quiere estar ocho horas en un canal todos los días. Le gusta salir en televisión, pero apenas ve que el sacrificio es tanto, recula. El problema generalmente son los padres.
-Y si ves a algún chico muy entusiasmado con la tele, ¿no lo alentás? -pregunté. Midón frunció la cara, se restregó las manos y contó la historia de una alumna que tiempo atrás lo había interceptado en el hall de entrada de la escuela.
-Ay, Hugo -le había dicho-, ¡sabés que fui a un casting para Chiquititas y me parece que quedo, Hugo! ¡¡¡Quedooo!!!
Hugo la miró.
-¿Por qué fuiste? –contestó- Chiquititas es una porquería.
-Ay, Hugo, no me digas eso…
-Ah, ¿querés que te mienta? ¿Querés que te diga “qué lindo, te felicito”? Para mí es una porquería.
Entonces Midón le explicó a su alumna por qué era una porquería. Y las explicaciones que le dio eran parecidas –iguales- a las que seguramente se dio a sí mismo hasta el último de sus días.
Los actores le deben a Midón cosas muy concretas.

*

La última vez que vi a Midón fue en una silla de ruedas. Había terminado una función de la obra Playa Bonita y Midón se acercó -fue acercado- con la silla para el momento del aplauso final. Dicen que él quería subir pero que intentaron disuadirlo. Por cuidado. Por amor.
También por amor y por cuidado decidí no acercarme. Sólo recuerdo su nuca, su boina, su bella tez olivácea. La silla.
El dolor inevitable.
¿Cuánto había de Midón en Midón? Y en cualquier caso, ¿por qué así? ¿Por qué ya no podía pararse? ¿Por qué así? ¿Le habrán servido de algo los aplausos, esa tarde? ¿Es que los hombres dignos también terminan así? Los hombres dignos merecen finales dignos: por eso este enojo.
La muerte le debe a Midón cosas muy concretas.

miércoles, 23 de marzo de 2011

La piedra arde

Tengo conmigo un libro, que también es un tesoro. Se llama La Piedra Arde y es uno de los varios títulos de “literatura infantil” –rótulo discutible- que escribió Eduardo Galeano. Está hermosamente ilustrado por el dibujante español Luis de Horna y tuvo su primera edición en abril de 1980 en una imprenta de Salamanca.

En ese entonces, ciertos libros sólo podían imprimirse en lugares como Salamanca. Y cierta gente sólo podía vivir en ciertos lugares donde podían imprimirse ciertos libros. Galeano entre ellos. Mi padre entre ellos.

Mi padre me mandó La Piedra Arde desde Madrid, para mi cumpleaños número cuatro. El libro –que hoy sólo se consigue en Taringa- cuenta la historia de un viejo que a lo largo de su vida fue acumulando muchas marcas, visibles e invisibles, y que a pesar de todo se siente orgulloso de ellas y no quiere olvidarlas. Por eso, cuando se le presenta la posibilidad de romper una piedra mágica y candente y volver a ser joven, se niega con un único argumento: “Si parto la piedra, estas marcas se borrarán –dice-. Pero estas marcas son mis documentos de identidad (…). Yo no quiero olvidar. No parto la piedra porque sería una traición”.

La Piedra Arde es un complejo relato moral –aunque no moralista- y da cuenta de que es posible hablarle a un niño en un lenguaje preciso, lírico y revelador en el sentido más serio de la palabra: el que refiere a no encubrir, a no aliviar las cosas hasta desaparecerlas. No es el único libro que me fue comprado en esos años. Mi padre y mi madre (mi madre: menudo capítulo el de los que se quedaron) me acercaron también a los autores rusos y a los cuentos conmovedores, aunque no agradables, sobre los derechos del niño (entre ellos el inolvidable y reeditado Campos verdes, campos grises, de la alemana Úrsula Wölfel).

Ahora, La Piedra Arde y todos los otros cuentos están en la biblioteca de mi hijo. Él tiene cinco años y –como la mayoría de los chicos de cinco años- entiende más cosas que las que los adultos nos empeñamos en creer que entiende. Hace un tiempo le leí La Piedra Arde y supe que ese cuento era también –o era principalmente- una lección de historia. Supongo que en eso habrá pensado Galeano cuando lo escribió. En que las venas abiertas de América Latina también pueden mostrarse y contarse en un lenguaje para niños. Es cuestión de inteligencia. Y sobre todo de amor.

La Piedra Arde es un ejercicio de profundo cuidado por los hijos y los nietos –y los nietos de los nietos- de un continente condenado a las horas terribles. Y fue, cuando fue concebido y editado, un ejemplo de resistencia contra lo que se venía: una generación entera que, más que por los libros de Galeano, crecería acompañada por la revista Billiken. Que no era una publicación ingenua.

En su libro La infancia en dictadura. Modernidad y conservadurismo en el mundo de Billiken, la periodista Paula Guitelman cuenta cómo se formó la generación de los que hoy tienen treinta y pocos años, y cómo los valores y objetivos que se promovían durante la dictadura –diferenciación clara entre el bien y el mal, sometimiento a una única moral religiosa, construcción de universos sin pobres, analfabetos ni migrantes- eran reproducidos a la perfección por el semanario infantil de mayor venta en el país. ¿Por qué le iba bien a Billiken? Porque la Comisión Orientadora de los Medios Educativos (COME) veía en esa publicación la representación de una infancia depurada y tranquilizadora. ¿Por qué La piedra arde se editaba en Salamanca y llegaba en puntas de pie a la Argentina? Porque la COME –vaya sigla- consideraba que “el pesimismo es subversivo” y el libro de Galeano, según el canon COME, era absolutamente infeliz.

Esta censura –ampliamente consignada en Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar, de Judith Gociol y Hernán Invernizzi- tuvo consecuencias severas. Parte de la generación de treinta y pico aún hoy repite el “algo habrán hecho”. Y las camadas de menor edad, si bien tienen discursos solidarios con la lucha social en los ‘70, en buena medida no logran respaldar lo que dicen con información concreta. Un relevo entre jóvenes de 17 a 25 años hecho por el ya difunto diario Crítica de la Argentina y publicado el 24 de marzo de 2008 bajo el título “La generación de la memoria light” reveló que la mayoría de los pibes sabe qué pasó durante la última dictadura pero, en un 90% de los casos, lo sabe en una versión liviana que desconoce nombres y detalles. En general les costó -o les fue imposible- dar la fecha exacta del golpe; algunos creían que el 24 de marzo era un feriado por Semana Santa; y buena parte de los entrevistados que vivía cerca de la ESMA era incapaz de responder qué significaba esa sigla.

Por todo esto, si bien es imposible saber qué hará cada una de las escuelas hoy cuando haya que explicar por qué mañana es feriado y “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”, sí es posible –como mínimo en las casas- devolverles a los chicos ciertas lecturas negadas. Sobre todo porque, a treinta y cinco años del golpe militar, aún hay cuentos –y pesadillas- que no dejaron de arder.

jueves, 17 de marzo de 2011

Liniers, para revista El Gourmet

Cuando era un niño. Cuando aún no había publicado ocho libros, ni había hecho las tapas de cinco discos, ni se había parado en escenarios a dibujar murales de 32 metros cuadrados. Cuando era un niño y no tenía su propia editorial, y su mundo era el mundo que cabía en los libros y las películas de Chaplin. Cuando el futuro era esto: un lugar donde se entierra el pasado (entonces él, cuando era un niño, se decía a sí mismo “no tengo que olvidar este verano, ni esta hamaca, ni este viento”). Cuando era un niño; cuando era –mejor dicho- un varón metido en el tarro de la infancia, la principal preocupación de Ricardo Liniers Siri consistía en demostrarle al mundo –o a la gente que recién lo conocía- que no era un tarado.

—Siempre tenía la sensación de que si llegaba a un grupo de gente que no conocía, yo era un tarado hasta que demostrara lo contrario.

Así pasaron los años. Tímidamente: trabajosamente.

Ricardo Liniers Siri creció, se hizo dibujante, se transformó en Liniers.

Y Liniers transformó todo lo demás.

—Pero desde que hago historietas es más fácil. Cuando hacés historietas la gente dice “¡qué bueno!” y automáticamente salgo del lugar de tarado. El mundo es más amistoso desde que dibujo.

Ahora está sentado en un bar y sonríe.

—En algún momento salí del cascarón y mi conexión con el mundo fueron los dibujos. Los usé como un puente para vencer la barrera de la timidez.

Y sonríe.

—Creo que es algo psicológico, ¿no? Igual nunca lo investigué mucho. A ver si un psicoanalista descubre algo y se rompe la magia.

Y sonríe.

—Sería como cortarle el pelo a Sansón.

Y su sonrisa es la expresión de algo mucho menos eventual.

En Liniers, la sonrisa –una luz nacida en la boca- existe incluso cuando no se ve. Como los ojos. Como cualquier otro órgano del cuerpo. Como las varias decenas de personajes que Liniers muestra en sus viñetas y que luego guarda en otra parte.

Los pingüinos; los duendes; el conejo; los planetas locos; el oso Madariaga; el gato Fellini; la niña Enriqueta; el perro Evaristo; el señor del banjo; la gente común; la aceituna solitaria; el mosquito Manuel; el bicho extraño; Lorenzo y Teresita; Origami boy; el misterioso hombre de negro, Villegas, Rivarola, Benítez, Salcedo, Zambrano, Manzini, Aguirre, Gutiérrez y la otra gente que anda por ahí; Kaufman, el artista conceptual; Reyes, el hombre sin concentración; Olga, el amigo imaginario; el doctor Bonete, político honesto; el señor que traduce los nombres de las películas; José Luis el infeliz; Z-25, el robot sensible; todos.

Todos viven en su cabeza.

Y la cabeza de Liniers es de tamaños normales, así que habrá que explicarlo de otro modo.

Un hombre común

Hubo un principio. A los diez años Liniers –descendiente del celebérrimo virrey- ya leía y dibujaba en cantidades importantes. Tenía amigos, pero además tenía una población en la cabeza. Julio Verne, Herman Melville, Charles Chaplin, J.D. Salinger y todos los demás universos posibles le entraban por los ojos y le salían por la mano. En quinto grado ya hacía sus propias historietas. Pero fue recién pasada la adolescencia cuando, tras un intento frustrado en la carrera de abogacía –su padre es abogado- y otro intento en Publicidad, empezó a vivir del dibujo. Comenzó en 1999, en el suplemento No de Página 12, usando el segundo nombre como nombre artístico. La tira se llamaba Bonjour y duró tres años. Luego, de la mano de su amiga Maitena, recaló en La Nación.

Era el 2002. El país se caía de a pedazos y Liniers arrancó con una tira llamada Macanudo. Los lectores no la entendían. Los editores la miraban de costado. Lo inquietante de Macanudo –lo que la transformaba en una obra sinuosa- era que sus viñetas no siempre operaban –ni operan- a la manera de un chiste. A veces no hay remate; a veces sólo se trata de un paseo melancólico y tierno por lo más tierno y melancólico que pueden tener las personas: su alma. O cualquier cosa que se le parezca.

Un hombre que descubre el poder místico del tai chi chuan. Una nena que termina el mejor libro de su vida. Un empleado de la AFIP a punto de perder la paciencia. Un oficinista que, de regreso a su casa, se pregunta si su oportunidad ya pasó.
Esos son los personajes de Liniers: los que están a oscuras. Los que están en todas partes.

—Creo que en mi trabajo hay una reacción ante la fascinación que existe frente a las celebridades berretas. Nos hemos convencido de que son gente más importante. Y me entristece que haya gente que quiere ser eso. Entonces elijo mirar al tipo que da un paso en un millón.

—¿Mirás a Tinelli?

—Me intriga entender por qué la gente es así, pero a la vez hay algo que me repele. Si me pongo un poco pedante lo digo de este modo: no me gusta lo que le hace al país. Me parece que Tinelli es alguien que en los últimos veinte años estuvo usando el morbo para bajar el umbral de inteligencia de la gente. Y a mí me molesta porque los chistes que hago son para gente de este país, ¿entendés? Entonces cuando un pibe dice “uh, qué bueno, hoy voy a ver un culo” yo digo “puta, a ese pibe no le puedo escribir más”.

—Tinelli te quita lectores.

—Le quita gente decente a mi hija para que conozca cuando sea grande. Cuando Matilda sea grande y tenga que buscar novios va a haber un montón de estupidizados diciendo “uhhh, te quiero ver el culo”. Y eso también va a ser un problema.

Todo

Dice que estamos acá, en el bar, porque arriba –en su casa- todo es un lío. Dice que arriba están las nenas (Matilda, de dos años y medio, y Clementina, de cinco meses) y está Angie –su mujer- cocinando langostinos. Dice que Angie adora cocinar; pero que él adora más comer. Su vida gastronómica, dice, es una línea recta que empieza en la nada y va a terminar en todo.
—Desde el punto de vista gourmet empecé en el sótano.
Eso dice. Luego define sótano: cuando era un niño y vivía preocupado por no ser un tarado, sólo –sólo- comía postrecitos Sandy.

—Pero quiero que al final me guste todo. Arrancar con el Sandy y terminar con que no haya ningún gusto sin conocer. Ya he conquistado el 90 por ciento de los gustos.

También sobre esto hay una viñeta. En ella, puede verse al primer hombre en la prehistoria probando la coliflor: la mira, la muerde y hace “¡Eugh!”.

—Ahora incluso como coliflor. Lo que todavía me cuesta es la acelga y la espinaca cocidas. Pero por afuera de, digamos, los “acelgácidos”, me gusta todo: el picante, la comida rara, los animales de todo tipo.

—¿A qué animales te animaste, por ejemplo?

—Escargots. Un día estábamos en Barcelona y pidieron el escargots y dije “bueno, lo disimularán un poco para…”. Pero no: me trajeron un plato que era como si hubieran pasado por el jardín y hubieran agarrado unos bichitos. Y los sacás y lo comés y el gusto… es lo que te imaginás que es el gusto del caracol. No es como… “ah, tiene gusto a dulce de leche, qué rico”. No. Es gusto… a eso.

—Hay una viñeta donde mostrás a dos duendes haciendo la pantomima del experto en vinos: lo miran, lo huelen, lo prueban. Y después dicen “mozo, una pecsi”. ¿Te molestan los clichés gourmet?

—Digamos que siempre me hace gracia el pretencioso. Me da ridículo. Algunos entienden, pero los civiles deberíamos tomarnos el vino en silencio.

Shhh

Silencio. Eso es lo que tiene Liniers para decir. Y lo dice de modos como éste: en una viñeta, hay un duende rojo y otro celeste. El gorro del celeste se alarga y crece, y crece. Y crece. Y luego baja. Y en el quinto cuadrito, el duende celeste, finalmente, le dice al rojo: “¿Te parece que con eso me alcanza para ir a la televisión?”.

Por este tipo de expresiones, a veces los lectores de La Nación se enojan y le escriben a Liniers diciendo “esto es una estupidez”.

—Es que el chiste con remate no me sale. Si me interesó una idea y me parece lo suficientemente extraña y no le encuentro un remate buenísimo, poner uno malo para que cumpla la regla de “cómo es un chiste” no me interesa. A mí siempre me gustó el cine, la literatura, y… qué se yo… Yo no veo que al final de La Guerra de las Galaxias alguien haga “¡chimpum!”, un chistecito final para rematar la película.

—Lucrecia Martel te deja a los personajes de espaldas.

—Sí. En un punto me interesa más el camino que toma Lucrecia Martel. O Chaplin. Chaplin es algo… Es como Quino, como Bob Dylan, como John Lennon, como John Steinbeck: esa clase de gente de la que aprendí una moral y una manera de ver el mundo. En Chaplin, por ejemplo, no hay “chimpún”. Hay una confianza en el espectador. Él cierra la historia en su cabeza, lo que incluye el riesgo de que a alguien no le guste lo que hacés. O no lo entienda. Pero no me ofende.
—No estaría mal que te ofenda.

—Es que hay algo muy puntual con el arte y el entretenimiento: todo el mundo se siente, y me incluyo, con derecho a alabar y denostar según los gustos personales. Es algo dictatorial y superfacho que tenemos. Cuando vos te parás y decís “Axel canta como un perro” está bien, es tu opinión, pero hay un montón de gente a la que le cabe Axel. Todos tenemos el pequeño dictador adentro y por algún motivo eso está aceptado en cuestiones culturales. Entonces me parece bien cuando la ligo yo.

—¿Ninguna crítica te molesta?

- Lo que quizás molesta un poco es sentir que tenés que estar revalidando el título todo el tiempo.

A lo largo de esos ocho años, Liniers hizo no sólo historietas diarias. Publicó ocho libros que hoy se venden en España, Perú y Canadá; armó junto a Angie –abogada y escritora- la Editorial Común; hizo el arte de tapa de cinco discos (entre ellos Logo, de Kevin Johansen y La lengua popular, de Andrés Calamaro); acaba de inventar –o le inventaron a medida- el género de la “entrevista dibujada” (su primer entrevistado fue Ricardo Darín), y dio recitales junto a Kevin Johansen. Mientras Kevin cantaba, Liniers dibujaba un mural de 32 metros cuadrados y hasta se animaba a tocar la guitarra en algún tema. Esos shows fueron rescatados en un DVD que tiene, entre el material extra, la posibilidad de ver comprimido en un minuto –a alta velocidad- el trabajo que Liniers dibujó y pintó en dos horas.

—Cuando lo miraba por un lado me gustaba, pero a la vez tenía una angustia terrible, porque en cámara rápida yo parecía una impresora. Me veía y pensaba “pobre pibe, qué necesidad de probarle a la gente que es bueno”.

—¿Los artistas prolíficos son inseguros?

—Absolutamente. Mirá a Calamaro, haciendo un disco de ochocientas canciones… Cualquier psicólogo diría “este tipo está tratando de decir ‘miren todas las ideas que tengo”. O sea: es un bicho raro el artista.

Un bicho raro.

Un bicho que navega entre la inseguridad y el ego.

—Y entre esa inseguridad y ese ego uno trata de decir : “¡Miren, dibujo bien!”
Entonces uno mira.

Y es suficiente.

viernes, 11 de marzo de 2011

Federico Luppi, para revista El Gourmet

Carne, mucha carne. Los mediodías y las noches: carne. Sobre la mesa de madera: carne. Pescettos fuertes, chorizos frescos, churrascos de dos dedos de ancho. Montañas de papas fritas y huevos y puré embebiéndose en el caldo rojo de la carne. En el aire: carne; el ruido de los bifes crepitando contra el hierro. Carne era lo que se olía y se veía y se escuchaba y se comía en la casa de Federico Luppi, allá en la infancia, allá en Ramallo, allá en los tiempos en los que la carne era la metáfora perfecta de la exhuberancia.

—En mi casa todo siempre fue demasiado.

Su padre, Alberto, era matarife y tenía una carnicería grande y llegaba del trabajo como si viniera de la Guerra del Paraguay: bañado en sangre y bosta. Su madre, Clementina Victoria, era ama de casa y se pasaba el día fregando camisas, botas, bombachas y todos los otros restos de la guerra. Pero no cocinaba.

—Nunca cocinó bien porque siempre hacíamos carne. Ella era de una familia de gringos italianos, y si yo quería comer otra cosa me iba lo de mis tías: tía Rosa, tía María. Ellas hacían buenas pastas.

Con carne. Carne sobre la pasta y carne en las caderas anchas de sus tías: sus traseros eran una forma más de la abundancia.

—Y cuando crecí, la verdad, nunca pude zafar de ese concepto de la infancia: siempre deseé más la cantidad que la calidad. No lo puedo evitar. Si me servís un plato chico yo te mando a la puta que te parió.

Federico Luppi tiene 74 años. Pero dentro de un rato pasará el pan por el plato como si fuera un niño. Viene de hacer una gira con Por tu padre, una obra de teatro junto al actor Adrián Navarro –que probablemente se lleve a la costa en el verano-, y una de las consecuencias de esa tournée es la mala alimentación: las opciones de comida siempre son pasta o carne –una constante en la vida de Luppi- pero no son la pasta y la carne de cuando él era un niño.

—¡Hoy todo es lamentable, mami! Andá a cualquier restaurante y pedí parrillada para dos y es lamentable. Te traen requechos de asado de hace tres horas, una carne hecha de suela de zapato, renegrida, dura, el chorizo que parece un palo de escoba, cuando la carne debe comerse como la comen los vascos: apenas sellada, sangrante.

—Como la de tu padre.

—Como la de mi padre.

Pide un Pineral –una bebida que tomaban los obreros en la década de 1950- y luego elige un plato. Hoy quiere evitar problemas y ordena pescado: abadejo con espinacas a la crema. Luppi tiene fama de cabrón. Sus encargadas de prensa lo tratan con la delicadeza que se prodiga a una granada a la que le han quitado el prescinto. Sin embargo, las dos veces que lo entrevisté –ambas a lo largo de este año- el resultado fue un encuentro con un hombre encantador.

—Cómo estás, mami, tanto tiempo.

Así saluda Luppi. Hoy lleva pañuelo al cuello y traje gris. La mirada está intacta –derecha- y el cuerpo, izado sobre sí mismo, se mueve en ademanes reposados. Luppi es la clase de persona que lleva el pasado encarnado en el rostro: aún con canas, aún sin bigote, aún con la vejez encima, Luppi sigue siendo lo que alguna vez fue: un varón sólido.

Un varón con hambre interminable.

—Cuando crecí y me fui a vivir solo, me faltaba aquello que en mi casa había tanto. Me faltaban los bifes. Me faltaba el chancho que mi viejo mataba en el invierno. Mi viejo, y esto no es fantasía engrandecida por el recuerdo, mi viejo hacía unos chorizos que se te caían los ojos. Es difícil de aceptarlo pero es así: esos chorizos eran la expresión más cualitativa de la artesanía. Con eso no me faltaba más nada. Yo recién conocí la pizza a los dieciséis años. Recién conocí el yogurt a los dieciocho.

Y un día todo eso –la carne, el chorizo, la pizza, el yogurt y cualquier otra forma de abundancia- faltó. Fue pasada la adolescencia, cuando Luppi se fue a estudiar a La Plata. Al principio tenía un empleo en el frigorífico Swift, pero luego renunció en favor de la actuación: había conseguido unos bolos en Canal 7 y decidió apostar a ese trabajo. Seis meses después, ese trabajo se acabó.

—Ahí por primera vez viví la falta de empleo, el hambre. Pero el hambre real, no el literario. El hambre de pasar tres o cuatro días sin comer.

—¿No pensaste en trabajar de otra cosa?

— Ya había renunciado a mi trabajo en La Plata para mantener esta cosa del teatro. Preferí quedarme en una pensión rasposa de mierda y apostar a lo que me gustaba, ir de ronda por los canales todos los días, ir a bares, hacer cola. Así apareció esta dinámica interna tan profunda de la profesión, que es la inseguridad, con la que establecés un matrimonio bastante cordial.

—Pasaste de la abundancia al hambre. ¿Cómo sobrellevaste ese contraste?

—Aprendí a soportarlo como un elemento cotidiano. Ahí empezó el tema de las cantidades. Por decirlo de un modo esquemático y simplista, ante una tortilla pequeña y de hermosa calidad, yo prefería una grande y peor hecha. ¿Por qué? Porque no sabía si al día siguiente iba a comer.

—¿Tan grave?

—Sí, sí. No quiero hacer novela pobre, pero sí: había problemas. Me acuerdo que en una época yo compartía departamento en La Plata con un amigo. Y un día una tía suya, que hacía mucho que él no veía porque no la soportaba, lo invitó a comer unas empanadas. “¿Puedo llevar un amigo?” le preguntó él. Y nada: fuimos a comer y creo que nos masticamos hasta las patas de la mesa. Ese día me di cuenta de que hay dos cosas por las que el hombre es capaz de cosas tremendamente criticables: la comida y el sexo.

Tuvo esposa, novias, mujeres, hijos, nietos. Y, en estos últimos años, tuvo también proezas. Sus últimas parejas conocidas –Emilia Mazer, Cecilia Milone- eran varias décadas más jóvenes que él. Y su actual mujer, la española Susana Hornos, es 37 años menor.

—La verdad que siempre he sido muy dependiente de las mujeres. Medio falderón, sabés. Siempre he caído en amores que matan, con una muy machista predisposición al celo. Es curioso y puede parecer una tontería muchachística, pero nunca vi una mujer, en el sentido posesivo del término, si no me imaginaba casado con ella.

—Un romántico.

—Será, más bien, que vengo de familias muy numerosas, muy campesinas. Nunca se me ocurrió imaginar la figura del amante. Que me haya ocurrido y haya sido parte también de eso que uno llama eufemísticamente las “amistades higiénicas”, sí, claro. Pero siempre tuve la fantasía de que esa mujer que estaba conmigo tenía que ser mi esposa.

Luppi eligió mujeres con el mismo criterio con que eligió trabajos: se imaginaba casado; se imaginaba un escenario permanente. Y eso, al menos en el plano laboral, tuvo consecuencias favorables. Luppi integró los elencos de películas que hoy son clásicos dentro del cine argentino. La Patagonia rebelde, Tiempo de revancha, Plata dulce, El arreglo y Un lugar en el mundo son piezas fuertes dentro del mapa de la idiosincrasia nacional. A ellas se suma, en estos últimos meses, Sin retorno: la brutal y exacta opera prima de Miguel Cohan; un film que aborda de un modo novedoso el tópico de los “accidentes de tránsito” –una tarea difícil luego de Carancho-, que tuvo excelentes críticas, y que es, según Luppi, una muestra acabada de inteligencia y de tacto.

—Esa película va a hacer una muy buena carrera de festivales –dice Luppi.

Sabe de qué habla. Luppi estuvo en todos los festivales. Cinco años atrás, en uno de esos tantos eventos, el presidente del Festival de San Sebastián lo invitó a cenar junto a Robert Duvall. La cita fue en el celebérrimo restaurante Arzak: tres estrellas Michelin y cultor de la ingeniería gastronómica à la Ferrán Adriá. Pronto empezaron a caer los platos: miniaturas gourmet que se comían de un bocado y que obligaron a Luppi y a Duvall a estar dos horas y media esperando y tragando, tragando y esperando.

—¿Te gustó la comida? –preguntó Duvall a la salida.

—Muchísimo –contestó Luppi-. Lástima el trámite.

Ese día, Luppi reafirmó su gusto por la comida de cuchara. Él, dice, prefiere el guiso. El guiso bien hecho. El guiso carrero, el locro, la carbonada, el potaje de lentejas, las arvejas con huevo y choricito, la polenta con salchicha, la sopa de garbanzo con cebolla y tomate triturado: esa comida.

—Esos platos que si te caés adentro te ahogás. Eso me gusta. A mí Arzak y Ferrá, con todo respeto, no me crean ningún tipo de jugo. Si tuviera que pagarlo yo, no aparezco en mi puta vida. Prefiero ir al Cuartito.

—Tu elección parece una cuestión de ideología más que de gustos.

—En parte, sí. Pero sólo en parte. El Cuartito tiene la mejor pizza del mundo. Pero después, sí, hay algo que me molesta mucho y que hace al costado perverso del mundo de la comunicación: te quieren hacer creer que si algo es muy caro tiene que ser bueno. Y yo me niego a eso en cualquier ámbito. Aunque pueda, yo no compro sacos de 700 pesos. Hacerlo me parece de una absurda complicidad. Del mismo modo, ir a comer a lugares caros porque seguro son buenos también me parece una gilada.

—Estamos en Palermo.

—Bueno, yo desafío a todos los restaurantes del barrio: háganme ahora mismo un viejo puchero como en mi casa. Un puchero comme il faut. Un puchero que remita a la calidez de la cocina, al humo, al hollín en la pared, a la gente reunida, a las tías con sus culos: háganme ese puchero.

—¿Cocinás?

—Sí. Me gusta cocinar y me gusta que la gente se siente a comer. Yo quisiera tener una hilera interminable de hornallas, de las que salga una comida también interminable.

—Ésa sería la categoría: “comida interminable”.

—Hay un nombre para eso. Hace un tiempo, en España, un tipo sacó un libro llamado La comida de los mayores, donde explica que las comidas más fabulosas de la historia se hicieron con lo que había en casa. Si leés cómo se descubrió el revuelto gramajo, el tiramisú o la pizza, vas a ver que esa comida tiene la impronta de la exploración de la alacena. Todos eran platos que exigían volver a la condición inicial de un alimento virgen: si lo único que tenías era plátanos, pues entonces buscabas veinte formas distintas de cocinarlos. Si tenás carne lo mismo, y lo mismo si tenías verduras.

Luppi dice “verduras” y súbitamente recuerda a un señor. Se llamaba Joanin Mussi y tenía una quinta enorme allá en Ramallo, allá en la infancia. Cuando Luppi niño iba con la bolsa de la compra, don Joanin siempre le decía, antes de irse, vení pibe.

—Vení pibe, sentate. Tomate una sopa.

Y Federico tomaba. Y luego, cuando su madre se enteraba, le decía lo mismo que diría cualquier madre:

—Pero si yo también te hago una sopa rica, nene, ¿qué tiene la sopa de don Joanin?

Luppi recrea la escena mientras arrastra el pan sobre el último resto de salsa que queda en el plato.

—No sé qué tenía, pero todavía me acuerdo.

Un plato ya blanco, ya limpio, en el que Luppi empieza a reflejarse.

jueves, 10 de marzo de 2011

Queríamos tanto a Sylvia

El 11 de febrero de 1963 –hace 50 años- la escritora Sylvia Plath se suicidó metiendo la cabeza en el horno. Y con ese singular final concluyó una vida que puede leerse como una pieza narrativa en sí misma –Sylvia estuvo internada en un psiquiátrico, recibió electroshocks, quiso matarse demasiadas veces, se casó con un hombre bello y talentoso-, aunque también como una representación descompuesta de lo que era –y en cierto modo sigue siendo- el mito de la realización femenina.

Sylvia fue una gran escritora. Su vida reunió todos los atributos para volverse película de Hollywood –de hecho, se filmó una y el papel lo interpretó Gwyneth Paltrow- pero lo cierto es que su obra fue muy superior a cualquier mito decorado por el marketing. Ni siquiera es que lo suyo fuera un don: era el resultado de una virtud y una filosa mirada poética, pero principalmente de la búsqueda extenuante y dolorosa de la perfección. Sylvia estudiaba las palabras como un entomólogo estudia las partes de un insecto. Las desarmaba, las miraba, las hacía dialogar con el resto del cuerpo y las ponía a trabajar en pos de un objetivo: la trascendencia literaria. Porque Sylvia, lo dicho, era una gran escritora. Una mujer de letras exquisitas que un día se enamoró del poeta Ted Hughes; que otro día parió dos hijos; y que un tercer día supo lo difícil que puede ser buscar el prestigio vocacional, estar casada con un escritor igualmente ambicioso y llevar adelante una casa y una crianza bajo una premisa incuestionable: como Hughes necesitaba cultivar su perfil artístico, ella –por épocas- debía enseñar en universidades para llevar un ingreso fijo al hogar.

Ella aceptaba este reparto de tareas. Porque Sylvia -lejos de ser “la loca” que tantos biógrafos retratan- era una mujer empeñada en “ser plena” y seguir los preceptos morales que la “plenitud” deparaba a una mujer de clase media americana: quería casarse con el marido perfecto, ser una esposa perfecta, ser una madre perfecta y ser perfectamente feliz. El problema –la fisura- es que también quería escribir. Y que vivía oscilando en la eterna contradicción que sintetiza en una línea de su poema “Los maniquíes de München”: “La perfección es terrible –dice-, no puede tener hijos”.

Pasó desde entonces medio siglo, y lo curioso es que la historia de Sylvia es de una rotunda actualidad: las mujeres, salvo excepciones, siguen pagando por su vida emancipada. En su libro ¿Quién paga? El dinero en la pareja del siglo XXI, la periodista Leni González habla de las diversas formas en que esposas y concubinas absorben los costos domésticos de “ser independientes”. Las mujeres, se deduce de los casos presentados en el libro, pagan porque mantienen a un preclaro que se cree Baudelaire y no quiere “transar con el mercado”; pagan porque el marido se quedó sin trabajo y si bien se apaña como amo de casa –lleva a los nenes a la escuela, hace la comida- el baño no lo limpia ni amenazado de muerte; y pagan porque ante dos personas que desean crecer profesionalmente –por caso, un varón y una mujer quieren hacer sendos posgrados-, la prioridad suele ser para el hombre.

Las mujeres de hoy, en síntesis, se parecen bastante a las mujeres “libres” de hace medio siglo. En ese entonces –ciudad de Boston, fines de la década de 1950- Sylvia Plath dedicaba media jornada a la escritura, mientras que Ted Hughes le destinaba al arte una jornada completa. Linda Wagner-Martin, autora de –a mi entender- su mejor biografía, cuenta algunas escenas muy tristes: Sylvia pasando la aspiradora entre los pies de Hughes mientras él escribía y tiraba papeles al suelo; Hughes riñiendo a Sylvia en público, por no haberle cosido algún botón de su ropa; y Hughes haciendo listas de temas sobre los que él creía que ella podía escribir.

El gran logro profesional –y personal- de Sylvia fue zafar de esas listas. Y animarse a escribir –como lo hizo en un poema- “Yo/ Soy la flecha”. El detalle es que Hughes no soportó ese cambio –o al menos eso se deduce de lo que vino después- y se buscó una amante y luego promovió un divorcio, y la dejó a Sylvia –de por sí un insecto frágil: una palabra- lírica, filosa y sola; peligrosamente a la intemperie. En ese estado, entonces, Sylvia metió la cabeza en el lugar que oficiaba como destino de toda mujer de su época: el horno. En mis ratos más morbosos hasta puedo imaginarla: un 11 de febrero de hace 50 años, durmiéndose y muriéndose con las ondinas del gas, y escribiendo, de esa manera iracunda y femenina, su último poema.