miércoles, 27 de junio de 2012

Una noche a ciegas*


El Centro Argentino de Teatro Ciego –ubicado en Buenos Aires- es la única institución en el mundo donde todos los espectáculos que hay en cartelera se hacen en la más completa oscuridad. Entre ellos hay uno –A ciegas con Luz- que sube la apuesta y ofrece un show musical acompañado de una cena. Crónica de una noche inquietante.



Estoy nerviosa. Hice en mi vida cosas más arriesgadas pero de todos modos estoy nerviosa. Alguna vez crucé el Riachuelo a medianoche, en un puente sin barandas, con un miedo real de caerme y hundirme en las aguas negras. Otra vez viajé en un tren de madrugada, sola, en un mismo camarote con un marroquí con una herida reciente en el estómago. Pasé –lo dicho- por momentos y lugares más graves, y es por eso que esto –una cena, una obra de teatro en Buenos Aires: mi ciudad- debería ser un paseo por el lado lindo de la vida.

Pero estoy nerviosa.

Todo ahí adentro –la cena, el teatro- viene acompañado de un detalle inquietante: se hace a ciegas. Esa es la propuesta de “A ciegas con Luz”, una obra gourmet en la que todo –la comida, los sonidos- transcurre sumido en una oscuridad que hasta el momento se me antoja dramática: mortuoria. Aunque muchos –los que ya fueron- digan que “te cambia la vida”, que “es una experiencia inigualable”, y que es “increíble”, “impresionante” –etcétera- lo único que sé es que durante una hora y media voy a tener que moverme y no voy a ver nada.

Nada.

Esa experiencia extrema hace que “A ciegas con Luz” sea la propuesta más ambiciosa del Centro Argentino de Teatro Ciego: la única institución en el mundo donde todos los espectáculos que se realizan –en este momento hay seis en cartel- se desarrollan en la más completa noche de las noches.

—La idea es incluir, por lo tanto en esta institución no sólo trabajan actores ciegos -explicó días atrás Martín Bondone, director general y fundador, junto con Ricardo Bentatti, del Centro Argentino de Teatro Ciego-. Acá, lo importante es que sean artistas que canten y actúen muy bien bajo las condiciones que imponemos, que son las de estar a oscuras.

Martín es joven, amable. Y ve. Aquella vez que hablamos, ambos estábamos de pie sobre el mismo empedrado donde estoy ahora: el de la calle Zelaya, pleno barrio de Abasto, una zona turística que muestra la versión que buena parte de los visitantes quiere tener de Buenos Aires: arrabalera, gardelista y con un shopping a cien metros.

—Damas, caballeros, síganme por favor.

Un hombre de traje negro sale a la vereda y nos hace una seña. Vamos a entrar y yo estoy –lo dije- nerviosa. Como no podré tomar notas, llevo un grabador que tiene una luz roja, tenue, de dos milímetros de diámetro. Lo guardo en mi bolsillo y junto con mi marido –Juan- nos integramos al grupo que se acerca a la puerta de ingreso. Subimos una escalera de mármol secundada por velas y quedamos apiñados en un pequeño salón de distribución. A mi lado una mujer se quita los anteojos. Lo demás es murmullos, penumbras, sombras desvaídas sobre las paredes.

—Les voy a pedir que apaguen los celulares y que no los dejen ni siquiera en modo vibrador o en silencio, porque la luz arruina el show –dice Martín Bondone, quien está de pie y organizando al grupo en una esquina.

—Los que se sientan un poco ansiosos sepan que los primeros cinco minutos son los peores –sigue-. Después se van a relajar y la van a pasar bien. Ahora: si ya pasaron cuarenta minutos y todavía se sienten mal, tóquense las manos y si las tienen sudadas, griten desesperadamente.

Reímos. De nervios. Somos unas sesenta personas –esa es la capacidad aproximada del local- y todas estamos hacinadas e inquietas.

—Y en relación al espectáculo, pedimos que cuando empiece el show hagan silencio –dice Bondone-. Es curioso: cuando la gente no ve nada tiende a elevar el nivel de la voz. Tendemos a pensar que tiene que ver con algo existencial, no sabemos bien qué tipo de cuestión filosófica entra en juego… Creemos que tiene que ver con que la gente siente que hay algo que ha desaparecido del mundo y para cubrir esa ausencia empieza a elevar la voz y a decir por ejemplo “QUÉ RICO QUE ESTÁ TODO”.

Todos vuelven a reír. Yo especulo. Cuando los grupos son chicos –y nosotros somos dos- las mesas son compartidas. ¿Con quién nos sentarán? Sólo pido que nuestros vecinos hablen español -hay varios extranjeros- y que no sean esas dos mujeres brutas que me dieron un carterazo en la entrada.

—Y por último: no hace falta que llamen a la persona que les va a servir –dice Bondone-. Tampoco hagan señas con la mano porque no tiene sentido. Mucha gente piensa que trabajamos con cámaras infrarrojas o algún tipo de tecnología estilo “Guerra del Golfo”. Pero no. Acá somos todos ciegos.

Eso es lo último que dice: “Acá somos todos ciegos”.

Y luego entramos.

Avanzamos en fila india, tomándonos de los hombros. Delante de mí hay un extraño –al que toco- y atrás está mi marido –que me toca. La escena recuerda a la parte decadente de las fiestas –en las que los invitados hacen un trencito-, de no ser por todo lo demás: no vemos nada.

No vemos nada.

Y decir “no vemos nada” ni siquiera alcanza porque estar a ciegas es bastante más que no ver nada: es –noto- el abismo. Es una caída libre hacia un planeta lleno de sonidos y protuberancias: el hombro de la persona que va adelante; un murmullo; el roce de una silla. Todo, de repente, se mete en la nariz y en las orejas y entre las costillas.

No vemos nada.

En algún momento la fila india se detiene. Alguien le habla al hombre que tengo adelante –para acomodarlo- y pierdo lo único que me conecta con el mundo: esos hombros. Quedo infinitamente sola por uno, dos, tres eternos segundos hasta que alguien toma mi mano.

—Vení, seguime. Ahora vamos a pasar entre dos mesas.

Es un varón. Lo agarro con urgencia y siento los nervios de Juan sobre mis hombros. Doblamos una, dos veces: no sé dónde estoy. La presión sobre los pies me recuerda que estoy de pie, pero las referencias básicas –“arriba”, “abajo”, “izquierda”, “derecha”- parecen haberse ido para siempre. No tengo brújula.

—Esta es tu silla –oigo. El hombre pone mi mano sobre una superficie dura: el respaldo de la silla. No sé qué es lo que sigue. ¿La silla está contra la mesa? ¿Debo correrla? El hombre ya se fue, pero siento su voz: ahora está acomodando a Juan. Ya no tengo ayuda. Quedo de cara al vacío y hago el intento de sentarme: aparto la silla, llego a tientas a la base y me repantigo encima sin ninguna clase de elegancia: estoy peleando por no caerme del mundo.

—Hola a todos, mi nombre es Gabriela y voy a ser la moza por esta noche.

Una voz. Una mujer. Qué queremos, pregunta: vino blanco, tinto, agua o gaseosa. Unos minutos antes, en el mundo de la luz, Martín Bondone advirtió que en la oscuridad el efecto del alcohol es peor. “Van a perder el registro de lo que toman –dijo-. Les recomiendo hacer un nudito a la servilleta después de cada vaso que les sirven. Cuando la servilleta esté llena de nudos les pedimos un taxi”.

Anudo, pues, mi servilleta. Y pido vino. El lugar ofrece Graffigna Centenario -el Malbec argentino más premiado en los años 2007 y 2008- y lo sirve en un recipiente que no es una copa, sino un vaso con la base maciza –pesada- y pensado para que ningún roce lo tumbe sobre la mesa.

—¿Y? ¿Qué tal? –le pregunto a Juan. Pero no responde. Recién luego de unos segundos dice:

—Desesperante.

—Sí, sí… rarísimo todo –dice otra voz. ¿Quién está ahí? Estamos con otra gente. Nos hablan. Estiro la mano para tocar mi plato y hundo los dedos en una textura blanda. Es –lo sabré en unos segundos, cuando asimile las dimensiones de la mesa- la comida de la mujer que está sentada a mi derecha. Metí la mano en su plato, pero ella no va a enterarse. Quizás alguien hizo ya lo mismo con el mío.

Nos presentamos y empezamos a comer.

La cena consiste en una opción de finger food (comida para comer con la mano) distribuida por pasos que se comen de izquierda a derecha. Lo que hoy hay es –de izquierda a derecha- una porción de pizza, una empanada de berenjena, una brochette de carne con verduras asadas, una carne con salsa teriyaki, otra brochette con quesos y una brochette de frutas bañadas en chocolate. Hay, además, en el centro, una canasta de pan –la canasta es comestible- y cargada con pan.

—¿Esta mano de quién es? –dice una mujer.

—Mía –dice mi marido.

—Me estás agarrando la mano, soy la camarera.

—Ah, perdón.

Escucho este diálogo y sé que no quiero olvidarlo. Me sirve para esta nota, y también para futuras peleas. Tomo mi grabador, lo cubro con mi mano, busco a tientas el botón que dice “rec” –practiqué antes, para poder encontrarlo a ciegas- y aprieto. Se enciende una luz roja del tamaño de una cabeza de alfiler, y además procuro taparla con la mano.

—Veo una luz roja, ¿¿ves???? Le veo la mano a ella que la está moviendo, ¡es una luz roja!!!!

Bueno, mi compañera de mesa es bastante insoportable. Así no se puede. Apago todo y, de ahora en más, decido irme debajo de la mesa para grabar lo que se me antoje. Total quién me ve. Soy absolutamente impune. En el instante en que lo entiendo, la oscuridad empieza a resultar interesante. Acá puedo comer sin elegancia, puedo robarle la comida a esta loca, puedo ser indecente.

—¿Ustedes tienen los ojos abiertos?

Juan habla con nuestros vecinos. Ellos responden que sí: que tienen los ojos abiertos. Estar a ciegas con los ojos abiertos –sin antifaces, sin vendas: con los ojos abiertos- es una experiencia límite. Y reveladora. La mirada del ciego, noto, carece de foco y de recorte: no está lo que entra y lo que no. Los ciegos ven todo. Creo que acabo de entender algo sobre Borges y sus laberintos.

—Estoy comiendo un pan –dice Juan. Parece una criatura. Todos, en realidad, parecemos criaturas. Comemos pan como si fuera el primer pan. Tocamos todo con vértigo. Ahora –mientras mastico- me dedico a recorrer los bordes. Del plato, del vaso, de la mesa.

—Perdón.

Le toqué la mano a mi vecina. La mesa es chica. ¿Cuánto medirá todo esto? ¿Somos muchos? ¿Estamos cerca? ¿De qué tamaño es mi plato? ¿Es cuadrado? ¿Y este pan? ¿Es mío? Lo muerdo.

—No seas caprichosa.

Momento: él –mi vecino- le está diciendo a ella que no sea caprichosa. La razón: ella pidió menú vegetariano pero ahora hay algo que no le gusta:

—La empanada es de berenjena –dice en voz baja- y a mí la berenjena no-me-gus-ta.

—No podés ser vegetariana y no comer berenjena –dice él. Yo estoy de acuerdo. Acerco la cabeza y sigo escuchando con atención. Este lugar es magnífico.

—¿Y si le pido la empanada? –me susurra mi marido.

—¿Qué? Ni se te ocurra.

—Yo puedo darle la empanada –dice la chica.

Nos escuchó. Qué peligro. Quiero más vino.

Entonces suena un piano.

Solo: un piano.

El que toca, sabré después, es Carlos Cabrera: un hombre de sesenta y tantos años, ciego de nacimiento, que durante una entrevista dirá lo siguiente: “Cuando la gente va a ver a una cantante, las mujeres miran qué tiene puesto, cómo está peinada, cómo agarra el micrófono, cómo se para, y después la escuchan. Pero acá no. Acá no tienen más remedio que escuchar. Y el hecho artístico es definitivo”.

—Bienvenidos a “A ciegas con Luz”.

De repente: una voz dulce. Junto con el piano: la voz. Y luego de la voz, un sonido ambiental de cascos de caballos, afiladores de cuchillos, cafetines porteños, autos antiguos –y un suave olor a pólvora- y el mar. Empezó la obra de teatro. Y lo que tengo, ante mis ojos, es el mundo: veo las vetas de la mesa de madera del café, veo los granos plomizos de los empedrados, veo la escoba barriendo y levantando una nostálgica nube de polvo. Mis ojos están en paz. No necesito, por este rato, ver. El vino empieza a hacer efecto. ¿Tomé mucho? No hice los nudos en la servilleta. Ahora, en la obra, hay una madre bañando a su hijo y siento las gotas finas –y el olor a talco- sobre mí.

—Trabajar en la oscuridad es absolutamente distinto –dirá días después Luz Yacianci, la cantante lírica y directora artística de la obra-. Hay una intimidad con el público muy especial, y tenés más libertad para expresarte porque no está el juicio del que te está mirando. A ciegas, podés definir a la cantante como quieras, poner los colores que quieras, y quedarte en un espacio de tu conocimiento o volar: armarte un escenario surrealista.

La voz de Luz es elegante y alada: una coreografía de cisnes. Mientras la escucho me toco las cuencas de los ojos, los huesos de la cara; me recorro y pienso: yo también era esto. Luego le toco la cara a Juan en una escena un poco cliché –parezco Hellen Keller en El milagro de Ana Sullivan- pero cargada de una curiosidad verdadera. Juan me toma la mano. ¿Estará emocionado, o lo estoy molestando? No quiero preguntar: no voy a hablar. Las palabras, los sabores, el tacto: cualquiera de estas cosas, en este mundo sin bordes, lo ocupa todo.

Y entonces una luz.

En algún momento –una hora y media más tarde- la cantante enciende una vela mínima pero con una fuerza de expansión apabullante. Detrás de esa gota quieta se va revelando lentamente una mujer: un cuerpo frágil –pálido y de huesos finos-, rodeado de varios otros cuerpos que al principio son sombras y que luego son personas.

Esto ha terminado. Allí está Carlos Cabrera –el músico- y aquí estamos nosotros. En estado de estupor. Asistiendo a un despertar que nos muestra pegados los unos a los otros, en el medio de una habitación de muros y cortinas negros, con los ojos limpios, en silencio, más ciegos que nunca: mirándonos.




* Publicado en la revista Domingo, del diario El Mercurio.

martes, 26 de junio de 2012

El ojo en la tormenta


Pepe Mateos es, además de un gran fotógrafo, el autor de una secuencia que -presentada ante la justicia- expuso la responsabilidad del ex comisario Alfredo Fanchiotti y del cabo Alejandro Acosta en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. A diez años de la masacre de Avellaneda, subo esta entrevista hecha en el año 2009 para la (hermosa) revista Nuestra Mirada.




Avellaneda. La vida profesional de Pepe Mateos tiene un punto de inflexión. La del fotoperiodismo argentino, también. Pero lo curioso no es esto sino que ese quiebre –ese comienzo- sucede en ambos casos en el mismo lugar y en el mismo día negro. El 26 de junio de 2002, en un marco de crisis generalizada y durante una de las tantas protestas sociales que se venían dando, el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde decidió impedir -a cualquier precio- que un grupo piquetero cortara un puente en el partido de Avellaneda, zona sur del conurbano bonaerense. Esa intervención supuso una represión feroz que terminó con dos piqueteros asesinados a mansalva por la Policía Federal. Se llamaban Maximiliano Kosteki y Darío Santillán y contaron con un horroroso privilegio: la muerte de uno de ellos –Santillán- fue registrada por la cámara de Pepe Mateos.

Esas imágenes lívidas, caóticas –crispantes- funcionarían posteriormente como un elemento clave para establecer las responsabilidades sobre lo que terminó llamándose “la masacre de Avellaneda”. Gracias a ese documento -240 fotos incorporadas a la causa- un comisario terminó preso; el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde anticipó sus elecciones y –efecto colateral- el fotoperiodismo amaneció en su terrible esplendor. Y estableció –como nunca antes- una suerte de manifiesto sobre el carácter “real” de la imagen fotográfica.

En un bar del barrio de San Telmo, a metros de su casa, Pepe Mateos -50 años, 22 en el oficio, 18 de ellos como reportero gráfico del diario Clarín- recuerda el episodio con ademanes austeros: no hay gestos, no hay alteraciones en la voz; la economía –se verá a lo largo de la charla- opera en Pepe como una forma perfecta del pudor.

-Ese día para mí tuvo una carga tremenda. Y lo que sucedió después superó definitivamente todo lo que yo podía pensar del fotoperiodismo.

-¿Creés que la fotografía en Argentina tuvo alguna vez, antes del episodio de Avellaneda, semejante carga documental?

-Dicho así parece un poco presuntuoso… Pero bueno, es cierto que estas fotos dieron vuelta una versión y tuvieron un valor de prueba increíble. Pero ojo, no tuvo que ver conmigo. Clarín me mandó y yo estuve ahí, en ese momento. A veces se trata de estar en el momento.

-¿Cómo te afectó eso: estar en el momento?

-De una forma muy rara. Es un poco inevitable sentir una cosa de vanidad, de orgullo, incluso hasta de delirio trascendental, de pensar “por qué me tocó estar ahí”… Yo conozco muy bien la zona, estudiaba cine por ahí y en una época iba todos los días. Y sin embargo, después de ese día toda la zona parecía distinta. Me parecía grande, inmensa, como expandida. La verdad que no tengo mucha explicación interna a lo que me pasó.

-¿Te has llevado imágenes a la almohada?

-Claro. Pensé mucho en fotos que no saqué.

-¿Reprochándotelo?

-Un poco, sí. Hubo un primer plano de Kosteki que no tomé y que me persiguió bastante tiempo. No pude tomarlo. Yo sentía que lo que estaba sucediendo superaba lo fotográfico. Fotografiaba, sí. Pero a la vez estaba muy impactado por la situación.

-La cámara no era distancia suficiente.

-No, ninguna distancia. Yo estaba ahí.



Luján. La primera vez que Pepe trabajó como fotógrafo fue a sus 28 años y en la provincia de Neuquén, oeste de Argentina (adonde se había mudado temporalmente por motivos personales). Estuvo unos años en un diario local hasta que en 1992 regresó a Buenos Aires y terminó en Clarín, donde ha cubierto –desde entonces- moda, actualidad, espectáculos, en fin: todo.

Pero antes de esos 28 años hubo otra vida. Distinta.

Hijo de una familia de carpinteros (padre, abuelo, tíos dedicados siempre al mismo oficio), Pepe creció en Luján –provincia de Buenos Aires- bajo el signo de las cosas concretas. Sólo existía lo que podía crearse, abarcarse y romperse con las manos, y la cultura del esfuerzo (físico) era también una moral. Pepe trabaja desde chico. A los diez años, luego de emplearse durante un verano usó el dinero ganado para comprar su primera cámara de fotos. Era de plástico. Con ella empezó a tomar fotos esporádicas: de un puente, de su hermano.

Luego pasaron los años y Pepe trabajó en bibliotecas, casas de alfombras, tornerías. Pintó paredes. Fue obrero en una fábrica. Hasta que un día de sus veintitantos años, le pidió a su madre aquel sobre con fotos.

-Le pregunté dónde estaba ese sobre. Y me contestó: “Ah, lo tiré porque eran fotos de nada”. Fue una frase fabulosa. No la olvido. ¿Cómo convencer a mis padres de que yo sacaba fotos de “algo”? Mis comienzos con la fotografía fueron una lucha. A ciegas. Me acuerdo cuando empecé a revelar. Un sufrimiento. La primera vez que compré químicos me los vendieron vencidos, entonces yo revelaba y no aparecía nada y yo pensaba “¿qué mierda pasa?”. Tendría 18 años. Seguía en Luján. No había nadie a quien preguntarle, porque el único que sabía en el pueblo era un fotógrafo chanta que me había vendido todo vencido. Como en mi casa existía esa cosa de hacer rendir las cosas hasta el final, una vez que terminé esos químicos me compré unos nuevos y ahí sí: fue maravilloso. Salían las fotos. Yo revelaba todo el tiempo y revelando hice todo tipo de desastres. Una vez se me volcaron los químicos arriba de la cama y mi vieja casi me mata. Mucho tiempo después, cuando yo trabajaba en el diario de Neuquén, ella dijo: “Quién hubiera pensado que, con todos los desastres que hizo, iba a terminar trabajando”.

-¿Cómo hiciste para llegar a fotógrafo con ese concepto tan desmoralizante?

-Fue complejo, porque efectivamente mi origen familiar es muy concreto y acá tendríamos que hablar de la relación con el padre, ¿no? Siete años en el psicoanalista y los siete años hablando de eso –ríe-. Cuando trabajo, me resulta inevitable preguntarme por el “para qué” de las cosas. ¿Qué sentido último tiene lo que hacés, más allá de la satisfacción inmediata y personal? Sé que hay una gran negatividad en todo ese pensamiento, algo casi nihilista, de pensar “de nada sirve todo lo que haga”. Pero bueno, en ese sentido trabajar en un diario me da una justificación existencial total, que a la vez es económica y social. Saco fotos para que salgan en el diario.

-Esa justificación te tranquiliza. ¿Pero te conforma?

-Sí, porque para mí no hay grandes divisiones entre el trabajo que se hace movido por un factor económico y el que se hace movido por otra cosa. Cuando trabajo no me doy cuenta de que estoy trabajando por dinero. Para mí, el trabajo puede gustarme o no gustarme. Y lo que marca la diferencia entre lo uno y lo otro es que exista un intercambio entre las dos partes que componen el hecho fotográfico. El acto de fotografiar debe modificar algo: debe haber un roce, una fricción entre quien fotografía y el que es fotografiado, que derive en algún tipo de pérdida. Y no me refiero solamente a personas. Podés estar fotografiando un objeto aparentemente inanimado y, ahí, algo puede estar sucediendo.

Pepe Mateos en el Bar Británico, San Telmo, (c) Pablo Corral Vega / Revista Nuestra Mirada.

Buenos Aires. Las fotos que se presentan en Nuestra Mirada son, justamente, el resultado de un intercambio sensual –táctil- entre Pepe Mateos y la ciudad de Buenos Aires. La obra –compuesta por una serie de capturas hechas a lo largo de la última década- funciona a la manera de un relato cinematográfico: cada imagen parece un fotograma rescatado al azar –no hay principio ni final evidentes- e integra el rompecabezas de una ciudad volcánica. Dos ancianas esperando lo peor, un rebaño de soldados y el ominoso poder del Estado –entre tantas otras-forman parte de una historia coral signada por la fisura: en cada foto hay algo que se rompe, una máscara partida.

Pepe Mateos supo ver, en el caos de la ciudad, una verdad. Y un orden.

-Pero con estas fotos no hay ni hubo ninguna pretensión superior. Me dejo llevar por lo que veo, que no necesariamente tiene que estar diciendo “algo”. Por ejemplo, en una época trabajaba bastante de noche y me tocaba circular por lugares donde veía gente y situaciones interesantes. Entonces empecé a trabajar sobre eso. Pero cuando empecé a ser conciente de que me estaba marcando una línea de trabajo, bueno: ahí la recontra cagué.

-Casi como con los sueños: desaparecen cuando uno se da cuenta de que está soñando.

-Igual. Cada vez que pienso “quiero esto” lo arruino. Por eso admiro a gente como Marcos López, que se configura en una dirección y va hacia ahí. Con el detalle de que, además, si a Marcos lo sacás a la calle con una cámara también es muy bueno. No es un artista que corta figuritas. Marcos es un maestro de la luz, un tipo con una visión, uno de los fotógrafos más inteligentes del país.

-Alguien que va en una dirección.

-Claro. En cambio yo siento que voy y me encuentro con las cosas. Pero tampoco me quiero subestimar. Siempre hay una intención, lo difícil es hacerla conciente. Siento que ahí fracaso. Las fotos que seleccioné para Nuestra Mirada… Siento que están bien para regalársela a la gente, pero acá no hay una obra, un cuerpo de algo… Eso siento. Igual, creo que hay un mecanismo muy autodestructivo en lo que digo sobre mi trabajo. Y a la vez a mí me sirve para seguir intentando, ¿no? En lugar de dejar de hacer fotos, sigo haciéndolas y encontrándome con mi límite.

-¿Pensaste en dejar de hacer fotos alguna vez?

-Sí, cerca del 2002. Venía de un par de años de no saber qué hacer. Hacía fotos de moda y, digamos, no era malo pero no era un fotógrafo estrella. Tampoco era maravilloso haciendo actualidad. Haciendo entrevistas, menos… Es como que hago un poco bien todo, pero no tengo una cosa que digas “uy, qué bueno lo que hago”. Y en esa época todo ese pensamiento tan particular que tengo sobre mí llegó a su punto máximo. No sentía entusiasmo por nada. Entonces en el 2002 dije “voy a salir a la calle a ver qué pasa”. Porque el deseo de fotografiar no lo perdí nunca.

Y Pepe, entonces, salió a la calle. Y “lo que pasó” fue esto: la masacre de Avellaneda, Maximiliano Kostecki, Darío Santillán, las fotos -el peso furioso de las fotos en la historia política de un país- y una verdad: que algunos trabajos -como la madera- tienen límites, volumen, cuerpo. Y permanencia.

domingo, 24 de junio de 2012

Y parirás con dolor *



 Era el 16 de abril de 2003 en el hospital Guillermo Patterson de San Pedro, Jujuy, y la vida transcurría sin que nadie fuera capaz de imaginarse nada. Los enfermos dormían, el suelo apestaba a lavandina, y diez embarazadas hacían fila para que la doctora Mónica Torres de Pilili las atendiera de una vez. Ventanas afuera, San Pedro amanecía como de costumbre: con una luz diáfana y ciega que les da a las montañas una nitidez que luego se pierde en el transcurso del día. A las ocho de la mañana, entonces, a la hora en la que todo parece más claro que lo habitual, una enfermera se acercó a Torres de Pilili casi sin aire.

-Llegó una bebé toda con sangre, doctora. Toda, ¡toda! Recién le salió a la chica y está muy pequeñita, como que le salió antes de tiempo.

Estaba envuelta en una toalla y la traían dos mujeres con la cara deformada por el susto. Decían que acababa de nacer. Que la madre había parido en el inodoro de la casa y que aún seguía en el baño, enajenada, como si alguien la hubiese abierto y embalsamado allí mismo.

-No sabíamos que tenía a la bebé adentro. ¡Si no se le notaba! Nunca dijo nada, mi dios, no sabíamos nada y ahora la Romina sigue allá y está como idiota, como ida, llena de sangre -dijo la madre de Romina, que se llama –las cosas de la vida- Elvira Baño.

Elvira jamás supo que su hija estaba encinta. Tampoco lo supo Florentino Tejerina, el padre, ni Mirta, la hermana veinte años mayor. En realidad, casi nadie en San Pedro sabía de este tema. La única que estaba al tanto era Érica, la hermana más cercana en edad -Erica tenía 22, Romina 18- pero había callado todo con una fidelidad de acero.

-Si decís algo a los papás, me mato -le había dicho Romina. Y Érica no habló.

Durante siete meses, Romina se envolvió con una faja y logró disimular su panza. No había mucho que esconder, de todos modos. Pesaba 46 kilos y las tabletas de laxantes que tomaba a diario la ayudaban a perder en líquido lo que ganaba en carnes. El 15 de abril a la noche, acompañada por Érica, tomó una tableta entera y se dejó llevar. A las siete de la mañana se sentó en la taza sin saber que iba a parir.

Más adelante, Romina contará que no recuerda ese momento. Que no sabe cómo se cortó el cordón umbilical, ni cómo es que la beba pasó del inodoro a un toallón blanco. Romina mirará hacia atrás y esa mañana será nada. O casi nada.

-Sólo me acuerdo del llanto del bebé -dirá-. Eso nomás.

La primera imagen que aparecerá, casi en sueños, será la del hospital: Romina -dirá- veía todo rojo.

-Qué te hacés la nerviosa, la mosquita muerta -le dijo, según Romina, la doctora Torres de Pilili-. Mirá lo que hiciste, loca.

La sangre no era sólo del parto: después de una breve inspección, Torres de Pilili supo que la beba había sido acuchillada. René Reyes, un policía del hospital amigo también de la familia Tejerina, se agarró la cabeza y empezó a llorar y a invocar a dios.

-Virgen santa qué hiciste Romi, dios mío, dios mío, pónganle un nombre al menos, pónganle Milagros del Socorro -dijo.

Todos le hicieron caso.

Milagros del Socorro murió dos días más tarde.

*

La noticia recorrió San Pedro no tanto porque fuera grave –suelen pasar cosas así en la zona- sino porque San Pedro es chico. La ciudad, en rigor, tiene 70 mil habitantes, pero no queda claro dónde está toda esa gente. Aun en la zona céntrica –cinco cuadras llenas de autos y comercios- los sonidos llegan con la lejanía incorporada, como si no tuvieran suficiente masa donde rebotar. Y no es sólo una cuestión sonora: en San Pedro la vida entera parece aminorar el paso. Aquí hay tiempos lerdos, animales dormidos, una iglesia, un hospital, una intendencia, algunas radios y una plaza principal. Hay también dos boliches, Pacha y Metrópoli, que le dieron al lugar una fama en todo Jujuy: se dice que en San Pedro, a sesenta y tres kilómetros de la capital, la noche se mueve más que cualquier otra en la provincia.

Es extraño, porque los boliches no son gran cosa. Vistos desde afuera, Metrópoli parece un cine porno y Pacha –con acento en la primera “a”- podría pasar por un galpón clausurado. Justamente en Pacha, detrás de un portón sucio de óxido y afiches rotos, solía bailar Romina. Y dicen que bailaba bien.

 -Cuando iban las bandas tropicales, hasta la subían al escenario para que ella bailara –dirá después Mirta Tejerina, docente, militante gremial y hermana mayor de Romina-. Y yo admito que le daba permiso para bailar. Mamá me dijo después: "¿Por qué le dabas, Mirta, por qué?", como si eso hubiera sido la culpa de todo.

 “Todo” es que el 1 de agosto de 2002 Mirta autorizó a Romina y Érica para ir a Pacha. Érica salió primera y, horas más tarde, Romina fue a buscarla al portón, pero no la encontró. En ese instante, y en circunstancias que aún no quedan claras, Romina habría sido arrastrada por un hombre hasta un Renault 9 color rojo, habría sido amenazada y habría sido violada poco después. El hombre habría sido Eduardo Pocho Vargas, un tipo veinte años mayor que vivía medianera de por medio con Romina. Ante la justicia, Vargas diría, catorce meses después, que Romina entró al auto y se dejó avanzar con gusto. Pero Romina no recuerda el gusto: dice que Vargas le tapó la boca, que la violó y que amenazó con matar a toda su familia si ella se animaba a gritar. Romina no gritó. Volvió a su casa en silencio. La familia supo todo siete meses más tarde, cuando Romina parió en forma prematura y protagonizó una escena digna de Alfred Hitchock. En pleno brote psicótico, vio en el bebé la cara del violador, tomó un cuchillo tramontina –estaba allí para raspar el verdín de los azulejos- y le dio, según dice la instrucción, diecisiete puñaladas.

Desde entonces, Romina está presa en la Unidad 3 de San Salvador de Jujuy a la espera de un juicio oral en el que probablemente le den 25 años de prisión bajo el cargo de homicidio agravado por el vínculo. Su supuesto violador, en cambio, estuvo veintitrés días demorado y le acaban de confirmar el sobreseimiento. Por este tipo de paradojas el caso Tejerina cuenta con un respaldo inédito en la Argentina. Más de 50 organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales pidieron su liberación y hasta la Corriente Clasista y Combativa de Carlos “El Perro” Santillán hizo causa común con Tejerina, a tal punto que son ellos quienes le pusieron la abogada.

Y es que detrás de Romina hay una polémica aún mayor, que gira en torno a la legalización del aborto y el infanticidio: una figura jurídica que estaba contemplada hasta 1994 y que disminuía la condena para las mujeres que mataran a su hijo durante o inmediatamente después del parto si lo hacían "para ocultar su deshonra". En caso de infanticidio, la pena era de 1 a 6 años de prisión. Pero en 1994, el Congreso derogó esta figura con el argumento de que “ni la honra ni el honor se comprometen hoy en el parto”. Desde entonces, el mismo hecho pasó a ser un homicidio agravado por el vínculo, al que le cabe la máxima sanción que prevé el Código Penal. La defensa –encabezada por la abogada Mariana Vargas- pide la liberación de Romina justificando que la violación le ocasionó una negación del embarazo y que esa crisis le generó un episodio psicótico que desembocó en homicidio. El juez Argentino Juárez, en cambio, procesó a Romina al sostener que no es inimputable porque “tuvo intención homicida para con su hija antes del hecho, cuando quiso abortar en reiteradas oportunidades y también al momento del parto”.

Jujuy lidera el ránking nacional de mujeres con –diría Juárez- “intención homicida”. La forma que tiene el Estado para medir esta práctica es el índice de mortalidad materna, que en la provincia trepa al 2 por mil, una cifra que duplica y triplica los números del Centro y Sur del país (tanto es así que, en la Puna, los registros se equiparan a los de los países más pobres de África). Y esto no es porque las mujeres mueran al parir: mueren complicadas en intentos de aborto. El derecho de pernada de los padres, padrastros y patrones hizo que en el Norte los hijos no sean, necesariamente, fruto del amor y las buenas costumbres que defienden los jueces.

En muchas zonas de Jujuy, las madres y los hijos nacen y mueren del mismo modo que nacen y mueren las llamas y los perros: sin mucho espamento. Los diarios de San Pedro siempre cuentan historias: está la del padre que vivía en el ingenio La Esperanza, que dejó embarazada a su hija y que zafó de la cárcel porque su mujer –mamá de la criatura- fue llorando a la comisaría pidiendo que lo suelten, porque el hombre era sostén del hogar. O está la del barrio Albornoz: hace poco una chica se abrazó a un poste, parió a su hijo como quien escupe y después se fue andando, como si nada, mientras que al cuerpito se lo comían los perros. Por este tipo de casos, en San Pedro ya es famosa la pregunta que Elsa Colque, maestra y militante de la Corriente Clasista y Combativa, hizo durante un discurso en defensa de Romina: “¿Ustedes saben –dijo- cuántos fetos hay enterrados en los fondos de las casas?”


La casa donde vivía Romina queda en el barrio Santa Rosa de Lima y es una construcción blanca, de tres ambientes y paredes despintadas, ubicada en el cruce de dos calles en las que abundan el polvo y los perros. Hoy vive allí una mujer ajena a la familia: su mayor preocupación consiste en juntar dinero para cambiar el inodoro.

-Nos mudamos con lo justo y… no puedo ni mirar ahí. Me da asco. Yo acabo de tener una bebé y ya le dije a mi marido: el inodoro se va de esta casa -explica. Y no explica más nada.

Desde marzo de 2001 y hasta el 16 de abril de 2003, vivieron allí las tres hermanas Tejerina. Esa casa era la síntesis de una emancipación familiar: a los 39 años, Mirta Tejerina había decidido abandonar el nido paterno. Llegó a la casa nueva en calidad de cuidadora y pocos días después sus dos hermanas –Érica y Romina- se fueron con ella.

-Yo las llevé conmigo porque quería otra vida para las chicas. No hablo de libertinaje, pero yo tuve una juventud tan... Mi papi está por cumplir los 70 el mes que viene, mi mami tiene 64. La diferencia generacional es grande… Yo no quería lo mismo para ellas.

-¿Qué es "lo mismo"?

-Hoy, a mis 42 años, estoy sola. En la casa de mis papis el sexo era eso sucio, eso peligroso, eso horrible, eso pecaminoso. Ellos decían que si un día nosotras nos aparecíamos embarazadas a mi papi le iba a dar un derrame cerebral. Eso decían. Por eso la Romi nunca contó nada, porque... ¿y si el papi se nos moría? Y además estaba el miedo a los golpes de la mami. Mi mami me pegaba a mí de chica, lo pegaba a mi hermano Julio César, que ahora tiene 35, lo pegaba con la sartén. Y también las pegaba a mis hermanas. Y yo pensé que si ellas venían conmigo iban a tener una juventud mejor.

Mirta no parece de 42 años. Luce, más bien, como una muñeca joven y herida: tiene flequillo castaño, uñas pintadas de rosa y unos ojos que se abren y se cierran como si tuvieran párpados de pez: nunca parecen cerrarse de verdad. Mirta pestañea y hace esfuerzos por no llorar, mientras ceba mate en la cocina de su nueva casa. El 14 de noviembre de 2003 se mudó con Érica a San Salvador de Jujuy, a un lugar pequeño y de aires tranquilos al que Mirta llama “nuestro refugio”. Mirta quiso irse cuando la vida en San Pedro se le volvió insoportable.

-A mi hermana la juzgan en San Pedro porque no era una ignorante absoluta, y a mí me da tanta bronca. Yo siento que mucha gente disculparía a Romina si tuviera puesta la pollera de siete colores. Y cuando ven que no, que es una adolescente común que sufrió una tragedia, entonces se ponen con la moral y el dedito. Me acuerdo de una charla con un diputado de San Pedro: “Es que estas chicas salen de noche”, me decía. “Y esas polleras cortas, y esa música que bailan, y estos jóvenes que consumen alcohol”. Sí, mami. ¡Decía eso! Decía lo mismo que el intendente de San Pedro. ¿Sabés lo que nos dijo el Julio Moisés en una charla, a la abogada y a mí? Que las mujeres violadas no existen. Que todas quieren. Si yo me pongo a hablar de los funcionarios de acá... El día del hospital, cuando a mi hermana la detienen estuvimos todo el día buscando al juez de turno, el Argentino Juárez, para que nos permitiera ver a Romina. HORAS estuvimos dando vueltas por San Pedro. ¿Sabés dónde lo encontramos? En el Casino. Porque la única forma de encontrarlo es ahí.

El caso de Romina está dividido en dos causas, que son tratadas por dos jueces distintos de San Pedro. El homicidio cayó en el juzgado de Argentino Juárez y la violación en el de Jorge Samman: un juez que, antes de absolver a Eduardo Vargas, preguntó a los testigos cuáles eran los hábitos de Romina: si tomaba alcohol, si vestía polleras cortas y si actuaba con los hombres de un modo provocativo. A los Tejerina, este modus operandi no los sorprendió. Samman ya es famoso en San Pedro por el “caso la Verón”: la historia de una chica, Olga Verón, que era violada y golpeada por su padre policía desde la más tierna infancia. Verón lo denunció varias veces, pero nadie le llevó el apunte. Una tarde, luego de una golpiza que las dejó violetas a ella y a su madre, Verón hizo una denuncia por intento de homicidio. El juez Samman la citó.

 -Ya no quiero vivir con él -dijo Verón.

 -Vuelva a su casa –contestó el juez-. Y respete a su papá, que la cuida y la quiere.

Un par de meses más tarde, luego de un manoseo seguido de golpes y amenazas, Verón decidió solucionarlo todo. Esperó a que su padre durmiera, agarró la pistola, le habló para ver si el sueño era profundo y le dio un balazo en la cabeza. Ahora Verón tiene 16 años y prisión perpetua. Es, además, la mejor amiga de Romina.

Romina y “la Verón” –como la llaman en San Pedro- están presas en la Unidad 3 del Servicio Penitenciario de Jujuy, conocido como “La Granja”: un predio de dos hectáreas cubierto por un pasto desganado y cruzado al medio por una calle de tierra. Al final de la calle están las construcciones del penal: una serie de edificios distribuidos en una sola planta y separados entre sí por callejuelas de polvo reseco por el sol. Cuando llueve, el espectáculo es francamente triste: las paredes chorrean mugre, el suelo se hunde y las celadoras corren por callejones vacíos como si fueran una curiosa versión de los chasquis: en La Granja hay un solo teléfono y la comunicación entre sectores se hace a los trotes.  Los días de sol, en cambio, este es el lugar menos peor para estar preso. Los perros se rascan bajo las copas de los árboles, las trenzas de las celadoras brillan casi con alegría y la luz cruza las ventanas como si fuera la mismísima libertad que entra al penal.

En el cuarto de visitas -al que Romina llegará en unos minutos- hay una cortina sucia y estampada con dibujos de gatitos cariñosos, una cruz torcida, un espejo, un sillón semicircular y un televisor que ya no debe servir para nada. A través de la ventana se ve estacionar un móvil penitenciario. Bajan de allí cinco mujeres morrudas, pelicortas y cuadradas. Y detrás de las chicas desciende Romina, distinta. Tiene tacos, un jean ceñido al cuerpo y una forma de andar que recuerda a ese hartazgo existencial que muestran las modelos cada vez que caminan. Acaba de llegar de una visita a su psicóloga y ahora se está acercando al cuartito. Bordada sobre la remera, a la altura del pecho, tiene una mariposa de lentejuelas plateadas: Romina titila cuando avanza. Se sienta. Mira con ojos vacíos, como si hubiese despertado de una siesta.

Antes de pisar este lugar, ella pensaba que La Granja era un camping.

-Sí… eso pensaba yo. De chica mi papá me amenazaba, a mí y a mis hermanas. Cualquier cosa que nosotras hacíamos, nos decía: “Van a terminar en La Granja”... Así decía. Ni idea tenía yo de este lugar inmundo.

Romina llegó a La Granja el 9 de mayo, después de pasar veintitrés días en un calabozo de San Pedro. La trajeron a la cárcel sus propios padres en el auto familiar, porque el servicio penitenciario no tenía coches disponibles.

-Por fin nos traen carne fresca -dijo la Verón apenas la vio entrar. A Romina le bajó la presión del susto. Tuvieron que llevarla a enfermería. Mientras la curaban, otra interna le dijo, casi al oído: “No vayas al comedor porque te van a pegar como a un sapo”.

-Eso me dijo la Claudia. A la Claudia la pegaron así, en el comedor, y ninguna celadora movió un dedo. La Claudia está adentro porque mató a su nena después de que el marido se la violara. Cinco años tenía la nenita. Y acá le gritaban todo lo que me gritaron a mí: “asesina”, “ahí va la guasa”. Porque acá les dicen guasa a las que matan a sus hijos.

-¿Y a vos te pegaron?

-Casi pero no. Tenían pensado pegarme en el comedor, que ahí las celadoras ni se meten. Me iban a pegar a la mañana, cuando fuera a hacerme el té. Pero esa mañana no fui. No les voy a dar el gusto, pensé. Y después, más tarde, cuando se calmaron un poquito, les conté por qué yo estaba ahí. Que me habían violado. Y entendieron. Y nunca me pegaron y me respetan. Porque acá me hostigan todo el tiempo. Todo. Pero yo no les doy bolilla y se quedan tranquilas. Una chica que ya se fue me dijo: “Vos a todas las has matado con la indiferencia, Romi. Las has dejado como hablándoles a las paredes”.

Romina tiene esa forma tan jujeña de decir las cosas: habla como en lamentos, como si cada palabra subiera trabajosamente una montaña antes de sonar. Cada tanto se olvida de que está hablando, o quizás se aburre, o quizás no entiende, y entonces mira por la ventana. La luz del sol le hace brillar las lentejuelas.

-Es linda tu remera.

-Esta me la trajo la Érica. Cuando me llevan a la psicóloga o al médico voy mirando ropa desde el móvil, por esa ventanita con barrotes, ¿viste? Me miro todo. Recién vi una camisita de media manga, blanca, de Yenny, ¿viste Yenny? Es talle dos, porque el de antes ya no me va, estoy más gorda de comer tanta porquería acá. Si podés contale a la Érica: esa me va bien porque me hace juego con un pantalón negro que tengo, negro con rayitas blancas.

-Sos una loca por la ropa.

-¡Sí! Cuando me van a sacar, desde la noche anterior pienso: “¿Y qué me pongo? ¿Hará frío?”. Igual estoy tratando de no ser tan pavota.

-¿Tan pavota en cuanto a no ser tan frívola?

-No, pavota porque yo prestaba toda la ropa a las chicas. Lo mismo que hacía con mis amigas cuando yo estaba afuera. Y resulta que acá yo prestaba a las chicas y me quemaban todo.

-¿Te lo prendían fuego?

-¡No! ¡Me lo quemaban! Después, cuando me la ponía yo, ya estaba como muy vista... Después me dicen que soy la nariz parada de acá. Por la ropa y lo de la planchita también.

-¿Qué planchita?

-La del pelo. De todo me hice en el pelo. Porque este no es mi pelo natural.Yo tengo ondulado, pasa que me hago la planchita. Al principio venía la Érica con la plancha, yo me alisaba el pelo y ella después se llevaba la plancha. Hasta que le insistí tanto al director, “déjeme traer una plancha, déjeme, déjeme”, que al final se cansó de mí y me la dejó traer. Al principio tuvieron la plancha secuestrada no sé cuántos días en un cuartito, porque en este lugar son así de tontos, pero ya me la dieron.

-¿Y no te da miedo de que te peguen por caprichosa?

-Pegarme no me pegan. Malcriada, de todo me dicen. Pero no me tocan. Es que yo siempre fui así. Por ejemplo, yo nunca lavé ni una olla y mañana tengo que hacer la fajina y me toca la cocina. Y yo ya le dije a la sargento que la cocina no la hago porque yo no como la comida del penal. Me da asco. Es fea. Las cocineras no se lavan las manos, encontrás pelos en la comida. Yo eso no como, y me dicen malcriada. Pero y qué. Prefiero comer papafritas del kiosco y la comida que me trae mi familia, que me la guardo abajo del colchón. Acá dan porotos, arroz con salsa, comida tumbera. Si hasta para agredirte te dicen “vos sos mondonguera”, porque la comida es como una mala palabra acá. Al juez le llegan todos los informes míos que dicen "no come - no come - no come". Y como ni toco la comida de acá, hoy le dije a la sargento que la cocina no la lavo sola, que me pongan una ayudante. Y ya me dijeron que me la van a poner.

-¿Y qué te dicen tus amigas de acá adentro sobre estos planteos?

-No tengo amigas.

-¿Y la Verón?

-No, ya no… Es que ella… es como que se confundió. Ella es lesbiana, ¿viste? Acá son todas así. Y yo ya le dije mil veces que a mí me gustan los hombres. Porque acá adentro, si hay algo que me quedó claro es eso: que me gustan los hombres. Y yo le dije a la Verón, pero es como que ella no entendió, o no sé… Yo ya no quiero saber más nada.

-¿Y te quedan amigas de las de antes?

-No. Esas ni volvieron a aparecer. Viste como es eso de que en las buenas están todas... Pero yo sé que cuando salga van a estar toditas pasando por casa.

Lo dice con el resentimiento leve, casi aburrido, que tienen las chicas a los veinte años en San Pedro. Romina entorna los párpados, se mira las uñas con desdén, y de no ser por este cuarto inmundo podría pensarse que está en su cama, un sábado a la tarde, contándole a su hermana la últimas peleas del pueblo. Antes de entrar a La Granja, Romina tenía esas reuniones. Se juntaba con amigas, se peleaba, se amigaba, tomaba sol, preparaba la ropa una y diez veces, y hablaba de su novio, el policía, uno que animaba los bailes en Pacha y que ahora dice que Romina era una puta.

Además de Érica, sólo una amiga sabía del embarazo.

-Una noche en el baile, esta chica me dice: "Pero Romina, vos estás más gorda". Porque a mí no se me notaba la panza, pero la espalda sí la tenía como más ancha. Y ahí le conté. Ella me dijo metéte una sonda, metéte perejil, tomá agua con laurel, pegáte la panza, y yo le decía ni loca, me da miedo. Y fui a varios médicos para que me sacaran la bebé. Yo les contaba que me habían violado, pero todos me querían cobrar trescientos pesos. Así que yo me ponía la faja y hacía la vida así, como normal, ¿no? Y no se me notaba, porque yo pesaba como 46 kilos.

-¿Qué es lo que más te aterraba? ¿Ser mamá tan joven, o que fuera un hijo no querido?

-Todo me aterraba. Tenía momentos de llorar sola y me ponía como loca. La pegaba a mi hermana, lo pegaba al novio de mi hermana, la pegaba a mi amiga, pero también me iba al baile y me iba al gimnasio. ¡Todo junto! ¡Si levantaba más peso que la Mirta en el gimnasio!

-¿Y recordás algo del parto?

-No. Me acuerdo del llanto de la bebé y después lo seguido que me acuerdo es el hospital y una mancha roja. Y ahora también otra cosa. Cuando escucho los gatos en celo se me viene a la cabeza la bebé, ese llanto. Me hace daño eso.

-¿Y antes qué pensabas de las chicas que se quedaban embarazadas?

-“Eso para mí, nunca”. Eso pensaba. Yo tenía compañeras en el colegio o conocía chicas del baile que se habían quedado y... y lo primero que yo les preguntaba era: "¿Y no te dijo nada tu mamá?".

*

Elvira Baño y Florentino Tejerina se conocieron hace medio siglo en el lote Barro Negro del ingenio Río Grande. Ambas familias trabajaban los cañaverales, y Elvira y Florentino terminaron juntos porque en esos casos siempre se termina así. Años después, el ingenio pasó a manos privadas y el hombre se quedó sin trabajo. La pareja se mudó al centro de San Pedro y en el hotel Vélez Sarsfield Florentino consiguió un puesto de conserje. Décadas después se jubiló, y ahora –a los setenta años, sin estudios primarios- está haciendo reemplazos otra vez en el hotel. Con ese dinero le paga a Romina la ropa y las tarjetas telefónicas.

-En el hotel lo quieren mucho a mi marido, y la gente misma aquí nos conoce qué clase de gente somos nosotros. Somos buenos vecinos y… y yo soy una persona servicial para todos, para mis tres hijas, soy una persona que cuando los vecinos me necesitan, hágame esto, hágame lo otro, cuídeme la casa, cuídeme al enfermo, yo estoy ahí. Entonces, ¿cómo me puede tocar esto?

Elvira llora y Florentino escucha con el gesto inmóvil. Están sentados en el living de su casa: un inmueble austero y fresco ubicado en el Roberto Sancho, un barrio obrero delimitado por un largo bulevar lleno de pasto reseco. Puertas adentro, la casa tiene dos dormitorios y un living con un sillón bordó en el que descansan dos muñecas de ojos siempre abiertos. Son las muñecas de Mirta, que ya no juega con ellas. Entre ambas, sentado, está Florentino: no queda claro quién está más vivo en el sillón.

-Y encima justo a la Romi le viene a pasar. Ella era la rezadora del barrio, ¿usté sabe? ¡Justo a la rezadora le viene a pasar! Por eso yo le pido a Dios… yo a veces tengo ganas de empeñar algo y conseguir un revólver y buscarlo al tipo. Se lo juro que es así. Pero a veces uno se contiene.

-Uno a veces tiene malos pensamientos –Florentino se mira las palmas de las manos-. Y yo, como le digo a Romina: “Yo quisiera estar vivo todavía para cuando vos estés afuera”. Yo le digo siempre: “Vos portate bien, hacé buena conducta”, porque ella tiene buena conducta. Pero ahí dentro están…una cosa bravísima.

-¿Bravísima en qué sentido?

-Ahí, ahí… parece que existieran.. cómo se dice estas mujeres… las lesbianas.

-¡Ah, sí! –Elvira se ríe, muestra una perfecta hilera de dientes postizos- ¡Sí! Si hasta a mí me tocaban en las requisas, jijiji. Si son así, muy brutas, muy torpes son. Y nosotros le decimos: “Romi, que no te pase a vos también”. Porque ella tiene tan buena conducta, ¿no? Y yo siempre espero que no se junte mucho con las chicas. Además porque son bravas las chicas. ¡Se cortan todas! Después les dan pastillas para que se calmen y andan como borrrrachas por los pasillos. Menos mal, le digo a Romina, que vos vas a la psicóloga y no te dan pastillas. Porque las otras… usté sabe que cuando se cortan, las celadoras las atan y las llevan a un lugar que le dicen “el chancho”, y las tiran ahí, las tienen atada en el piso. “El chancho” le dicen, será porque tienen que estar como chanchos tiradas, digo yo. Pero no las curan cuando se cortan. Las tiran, las pegan. Les tiran un tarro de esos descartables para que tomen agua así, del piso, atada. ¿Y atada cómo va a tomar? Eso le hicieron a la más amiga de Romina, la Verón. Ella vive cortándose y cortándose, tiene todas las manos hechas pomada, no sé para qué. Y yo le digo a la Romina vos nunca te cortes, hija. No vayas a quedar libre y salir de ahí toda cortada.

Romina es la hija menor de cuatro hermanos. A los cuatro años de matrimonio, los Tejerina tuvieron su primera hija, Mirta, y seis años después nació Julio César, que no vive en Jujuy. Pasaron doce años hasta el nuevo embarazo.

-Serán los nervios -dijo Elvira una tarde, viendo que la menstruación se retrasaba. Meses después nació Érica, que recibió el apodo “Nervios” a modo de extraña ironía familiar.

Cuando llegó el cuarto embarazo, el de Romina, Elvira descartó los nervios.

-Será la menopausia -dijo. Y a Romina la apodaron Menopausia.

Elvira cuenta la anécdota entre risotadas tristes. Habla de Romina como “mi chinita” o “mi negra”, mientras Florentino mira hacia algún punto fuera de este mundo.

-¿Cómo era Romina de chica?

-Cuando iba a la escuela le costaba integrarse a los compañeritos porque muy tímida era. Por ejemplo nosotros la llevábamos al gabinete, ¿cómo se llama? Lo de la psicóloga, porque con decir que a veces no quería ni pedir permiso para ir al baño y se hacía la pis ahí mismo, sobre el banquito. Ella era tímida y a veces, claro, por vergüenza se orinaba ella, y a veces yo la pegaba a ella, vos tenés que avisar, le decía. Siempre me acuerdo yo de estar volviendo de la escuela, ella con sus zapatitos con pis y yo pegándola... ¡Y se quedaba de grado siempre! Creo que en primer grado se ha quedado, después creo que ya ha ido a la secundaria y también. Y después yo no niego: a ella le gustaba salir, bailar, y bueno. Y la gente decía Romina baila lindo, qué bien que baila Romina. Y yo a veces las pegaba para que no se vayan al baile, porque siempre he sido una madre que… yo las pegaba, las pegaba, las pegaba porque yo vivo aquí y pasan por la ventana de la casa las chicas pero borrachas, usté viera. ¡Y yo era enemiga de todo eso! Y quizás el temor le hizo a Romina no contarme lo que le pasaba. Porque bueno. El mal de ella es que ha callado. Aunque la familia del violador diga que ella estaba de acuerdo, es todo mentira. El gran problema de Romina son esos silencios que ella tiene.

*

Vistas de lejos, la madre de Romina y la de Eduardo Vargas se parecen. Son mujeres retaconas, de andar lento y cuerpo desmedido, que en vez de usar las palabras se hacen entender a golpes. Por lo demás, parecen buenas señoras: ambas hicieron de su vida vecinal un mundo y ese mundo las trata con respeto. Irma de Vargas cuenta que los días en los que su hijo estuvo preso, se sintió morir.

-No me pasó nada porque no era mi hora -recuerda. Y la boca le tiembla de horror.

Irma está parada en el frente de su casa: una construcción idéntica a la de las hermanas Tejerina, donde viven también su marido y sus dos hijos, uno de ellos Eduardo, alias Pocho: un tipo de hombros macizos y lentes oscuros que ahora llega en bicicleta de un paseo por San Pedro. Antes tenía un auto –un Renault 9 rojo- pero tuvo que venderlo para pagarle el honorario a su abogado. Hace veintidós años que Vargas vive acá. Dice que tenía novia y todo, y que el caso Tejerina lo dejó absolutamente solo.

-El año pasado tuve una hija, pero estoy distanciado por todo esto. Esa Romina Tejerina me arruinó la vida a mí. Perdí mi prometida, perdí mi trabajo en Salta. Ella es una mentirosa, farsante. Ella y su hermana mayor, esa Mirta. Y su mamá también. Si ahora mi abogado las está denunciando porque pensamos que entre todas la mataron a ese pobre angelito.

-¿Pero vos nunca tuviste relaciones con Romina?

-Yo no niego que tuve relación casual con ella. Pero era muy de ocasión, porque aparte ellas vivían al lado. Igual, no son de primera vez esas chicas. Han querido tapar lo que han hecho, una estrategia mal planteada. Pero ella no era virgen, que no se haga la mosquita muerta.

Vargas habla con la voz tranquila y sinuosa, y su madre lo mira como a un tesorito. Ella cuenta, con la voz quebrada, que la libertad de Pocho se festejó con familia, vecinos, música y comida. No era para menos: el primer abogado de Pocho Vargas había dicho que su cliente admitía haber tenido relaciones con Romina cerca del 1 de agosto, pero que había sido con consentimiento. Cuando a Vargas lo detuvieron por veintitrés días –producto de esta afirmación- la familia cambió de abogado. El nuevo defensor, Miguel Ángel Míguez Agras, pronto modificó la estrategia y dijo que el tiempo de gestación que llevaba el feto no coincidía con el 1 de agosto. Como prueba, Míguez Agras presentó una tabla gestacional. La abogada de Romina pidió entonces un examen de ADN. Al principio, Vargas se negó. Pero días después, cuando finalmente aceptó hacérselo, el juez Samman consideró que la tabla gestacional era prueba suficiente y sobreseyó a Vargas sin hacerle el análisis.

En el penal, Romina recordó ese día y dijo que lloró durante horas, pero que –principalmente- se llenó de odio. La forma en que lo contó era rara y lejana, como si el odio y el llanto le hubieran ocurrido a otra persona.

-Yo me desesperé cuando me dijeron que lo habían dejado en libertad, porque encima él se burlaba de mí y de mis hermanas -dijo-. Si después de violarme yo me lo cruzaba y él me miraba y se reía. Así son en ese barrio y en ese pueblo. Y hasta inventaron que mi mamá me ayudaba a saltar la tapia para verlo a él, cualquier cosa... Ese gordo horrible. A mí el violador me arruinó mi cena blanca. Yo soñaba con la cena blanca.

-¿Qué es eso?

-Es la cena que hacés cuando terminás la secundaria. Te hacés todo un vestido de fiesta… Yo ya tenía pensado todo. Había pensado un vestido distinto a todos los demás. De dos piezas, con plumas. ¡Si las vecinas de mi mamá se reían! “Vamos a empezar a juntar desde ahora las plumas de pavo y de gallina para la Romina”, decían. Pero el violador me dejó todo en nada.

-¿Y por qué no lo denunciaste?

-Porque el gordo ese me decía que iba a matar a mi papá si yo decía algo. Y tenía miedo de que me echen de mi casa, que me peguen, que me digan cosas. Acá adentro también es así. Yo tengo que aguantar lo que me dicen las guardias. El otro día, por ejemplo, me estaban trasladando a la psicóloga y en la camioneta estaban escuchando cumbia, y una de las guardias dice: “Ah, escuchan esto, se visten así, y después dicen que las violan”. Es todo el tiempo así.

-Las debés odiar.

-A todas no… Si igual yo quería ser policía de chica. No sé... yo creo que me gusta mandar. Soy mandona yo. A la Érica siempre la tuve de acá para allá, ella caminaba detrás mío, y eso que yo era la menor. Pero ella siempre me seguía y yo la llamaba “mi sirvienta”, je. Era mala yo. Ella siempre fue pegada a mí, siempre hizo lo que yo le decía que hiciera. Cuando quedé embarazada le hice jurar que no iba a decir nada, y no dijo. Y ahora está remal. Yo le digo: “Tenés que despegarte de mí, tenés que tener tu personalidad”, porque no puede copiarme en todo. Y de a poco ella está haciendo sus cosas. De a poco la Érica está siendo como era yo cuando estaba afuera, una chica independiente.


Érica tiene una belleza de ojos grandes y rasgados, y sabe moverse con demoledora dulzura. Ahora está sentada en la cocina de su casa en San Salvador –“nuestro refugio”- y recuerda la noche en que su hermana dio a luz.

-Teníamos una cama cucheta. Ella estaba arriba, sentada por los dolores. Y yo abajo. Yo le decía: “Vayamos a bailar, así te relajás un poco”. Pero ella no tenía ganas. Así que nos pedimos una pizza. Ella casi no comió.

Durante horas, Romina siguió una y otra vez el mismo itinerario: bajaba de la cama, iba a la cocina, se sentaba un rato, miraba televisión, abría la heladera, volvía a su colchón.

-Como que ella no sabía qué hacer. Tenía la panza dura. Después me explicaron que eran las contracciones, y que además tenía más duro de lo normal por tanta faja que se había puesto. Pero nosotras creíamos que era otra cosa, ¿no? La Mirta dormía. Llamamos un taxi y nos fumos a la farmacia a comprar laxantes.

Eran las seis de la mañana. Una hora después, mientras Érica intentaba relajarse en su cuarto, Romina fue al baño y dio a luz. Mirta se despertó al escuchar el llanto, vio a la bebé, llamó a su madre. Cuando Elvira llegó a la casa, ambas -Mirta y Elvira- levantaron el cuerpo y lo llevaron envuelto al hospital. Minutos después volvió Mirta para llevar a Romina.

Mientras Érica limpiaba el baño, Romina empezaba a ver todo rojo.

-Mirá lo que hiciste, loca -escuchó que le decían.

La recibió Torres de Pilili. Y después sigue todo lo demás.




*Publicado en revista Rolling Stone, en abril del año 2008. Ahora, junio de 2012, Romina Tejerina acaba de salir en libertad luego de cumplir dos tercios de su condena.