miércoles, 27 de junio de 2012

Una noche a ciegas*


El Centro Argentino de Teatro Ciego –ubicado en Buenos Aires- es la única institución en el mundo donde todos los espectáculos que hay en cartelera se hacen en la más completa oscuridad. Entre ellos hay uno –A ciegas con Luz- que sube la apuesta y ofrece un show musical acompañado de una cena. Crónica de una noche inquietante.



Estoy nerviosa. Hice en mi vida cosas más arriesgadas pero de todos modos estoy nerviosa. Alguna vez crucé el Riachuelo a medianoche, en un puente sin barandas, con un miedo real de caerme y hundirme en las aguas negras. Otra vez viajé en un tren de madrugada, sola, en un mismo camarote con un marroquí con una herida reciente en el estómago. Pasé –lo dicho- por momentos y lugares más graves, y es por eso que esto –una cena, una obra de teatro en Buenos Aires: mi ciudad- debería ser un paseo por el lado lindo de la vida.

Pero estoy nerviosa.

Todo ahí adentro –la cena, el teatro- viene acompañado de un detalle inquietante: se hace a ciegas. Esa es la propuesta de “A ciegas con Luz”, una obra gourmet en la que todo –la comida, los sonidos- transcurre sumido en una oscuridad que hasta el momento se me antoja dramática: mortuoria. Aunque muchos –los que ya fueron- digan que “te cambia la vida”, que “es una experiencia inigualable”, y que es “increíble”, “impresionante” –etcétera- lo único que sé es que durante una hora y media voy a tener que moverme y no voy a ver nada.

Nada.

Esa experiencia extrema hace que “A ciegas con Luz” sea la propuesta más ambiciosa del Centro Argentino de Teatro Ciego: la única institución en el mundo donde todos los espectáculos que se realizan –en este momento hay seis en cartel- se desarrollan en la más completa noche de las noches.

—La idea es incluir, por lo tanto en esta institución no sólo trabajan actores ciegos -explicó días atrás Martín Bondone, director general y fundador, junto con Ricardo Bentatti, del Centro Argentino de Teatro Ciego-. Acá, lo importante es que sean artistas que canten y actúen muy bien bajo las condiciones que imponemos, que son las de estar a oscuras.

Martín es joven, amable. Y ve. Aquella vez que hablamos, ambos estábamos de pie sobre el mismo empedrado donde estoy ahora: el de la calle Zelaya, pleno barrio de Abasto, una zona turística que muestra la versión que buena parte de los visitantes quiere tener de Buenos Aires: arrabalera, gardelista y con un shopping a cien metros.

—Damas, caballeros, síganme por favor.

Un hombre de traje negro sale a la vereda y nos hace una seña. Vamos a entrar y yo estoy –lo dije- nerviosa. Como no podré tomar notas, llevo un grabador que tiene una luz roja, tenue, de dos milímetros de diámetro. Lo guardo en mi bolsillo y junto con mi marido –Juan- nos integramos al grupo que se acerca a la puerta de ingreso. Subimos una escalera de mármol secundada por velas y quedamos apiñados en un pequeño salón de distribución. A mi lado una mujer se quita los anteojos. Lo demás es murmullos, penumbras, sombras desvaídas sobre las paredes.

—Les voy a pedir que apaguen los celulares y que no los dejen ni siquiera en modo vibrador o en silencio, porque la luz arruina el show –dice Martín Bondone, quien está de pie y organizando al grupo en una esquina.

—Los que se sientan un poco ansiosos sepan que los primeros cinco minutos son los peores –sigue-. Después se van a relajar y la van a pasar bien. Ahora: si ya pasaron cuarenta minutos y todavía se sienten mal, tóquense las manos y si las tienen sudadas, griten desesperadamente.

Reímos. De nervios. Somos unas sesenta personas –esa es la capacidad aproximada del local- y todas estamos hacinadas e inquietas.

—Y en relación al espectáculo, pedimos que cuando empiece el show hagan silencio –dice Bondone-. Es curioso: cuando la gente no ve nada tiende a elevar el nivel de la voz. Tendemos a pensar que tiene que ver con algo existencial, no sabemos bien qué tipo de cuestión filosófica entra en juego… Creemos que tiene que ver con que la gente siente que hay algo que ha desaparecido del mundo y para cubrir esa ausencia empieza a elevar la voz y a decir por ejemplo “QUÉ RICO QUE ESTÁ TODO”.

Todos vuelven a reír. Yo especulo. Cuando los grupos son chicos –y nosotros somos dos- las mesas son compartidas. ¿Con quién nos sentarán? Sólo pido que nuestros vecinos hablen español -hay varios extranjeros- y que no sean esas dos mujeres brutas que me dieron un carterazo en la entrada.

—Y por último: no hace falta que llamen a la persona que les va a servir –dice Bondone-. Tampoco hagan señas con la mano porque no tiene sentido. Mucha gente piensa que trabajamos con cámaras infrarrojas o algún tipo de tecnología estilo “Guerra del Golfo”. Pero no. Acá somos todos ciegos.

Eso es lo último que dice: “Acá somos todos ciegos”.

Y luego entramos.

Avanzamos en fila india, tomándonos de los hombros. Delante de mí hay un extraño –al que toco- y atrás está mi marido –que me toca. La escena recuerda a la parte decadente de las fiestas –en las que los invitados hacen un trencito-, de no ser por todo lo demás: no vemos nada.

No vemos nada.

Y decir “no vemos nada” ni siquiera alcanza porque estar a ciegas es bastante más que no ver nada: es –noto- el abismo. Es una caída libre hacia un planeta lleno de sonidos y protuberancias: el hombro de la persona que va adelante; un murmullo; el roce de una silla. Todo, de repente, se mete en la nariz y en las orejas y entre las costillas.

No vemos nada.

En algún momento la fila india se detiene. Alguien le habla al hombre que tengo adelante –para acomodarlo- y pierdo lo único que me conecta con el mundo: esos hombros. Quedo infinitamente sola por uno, dos, tres eternos segundos hasta que alguien toma mi mano.

—Vení, seguime. Ahora vamos a pasar entre dos mesas.

Es un varón. Lo agarro con urgencia y siento los nervios de Juan sobre mis hombros. Doblamos una, dos veces: no sé dónde estoy. La presión sobre los pies me recuerda que estoy de pie, pero las referencias básicas –“arriba”, “abajo”, “izquierda”, “derecha”- parecen haberse ido para siempre. No tengo brújula.

—Esta es tu silla –oigo. El hombre pone mi mano sobre una superficie dura: el respaldo de la silla. No sé qué es lo que sigue. ¿La silla está contra la mesa? ¿Debo correrla? El hombre ya se fue, pero siento su voz: ahora está acomodando a Juan. Ya no tengo ayuda. Quedo de cara al vacío y hago el intento de sentarme: aparto la silla, llego a tientas a la base y me repantigo encima sin ninguna clase de elegancia: estoy peleando por no caerme del mundo.

—Hola a todos, mi nombre es Gabriela y voy a ser la moza por esta noche.

Una voz. Una mujer. Qué queremos, pregunta: vino blanco, tinto, agua o gaseosa. Unos minutos antes, en el mundo de la luz, Martín Bondone advirtió que en la oscuridad el efecto del alcohol es peor. “Van a perder el registro de lo que toman –dijo-. Les recomiendo hacer un nudito a la servilleta después de cada vaso que les sirven. Cuando la servilleta esté llena de nudos les pedimos un taxi”.

Anudo, pues, mi servilleta. Y pido vino. El lugar ofrece Graffigna Centenario -el Malbec argentino más premiado en los años 2007 y 2008- y lo sirve en un recipiente que no es una copa, sino un vaso con la base maciza –pesada- y pensado para que ningún roce lo tumbe sobre la mesa.

—¿Y? ¿Qué tal? –le pregunto a Juan. Pero no responde. Recién luego de unos segundos dice:

—Desesperante.

—Sí, sí… rarísimo todo –dice otra voz. ¿Quién está ahí? Estamos con otra gente. Nos hablan. Estiro la mano para tocar mi plato y hundo los dedos en una textura blanda. Es –lo sabré en unos segundos, cuando asimile las dimensiones de la mesa- la comida de la mujer que está sentada a mi derecha. Metí la mano en su plato, pero ella no va a enterarse. Quizás alguien hizo ya lo mismo con el mío.

Nos presentamos y empezamos a comer.

La cena consiste en una opción de finger food (comida para comer con la mano) distribuida por pasos que se comen de izquierda a derecha. Lo que hoy hay es –de izquierda a derecha- una porción de pizza, una empanada de berenjena, una brochette de carne con verduras asadas, una carne con salsa teriyaki, otra brochette con quesos y una brochette de frutas bañadas en chocolate. Hay, además, en el centro, una canasta de pan –la canasta es comestible- y cargada con pan.

—¿Esta mano de quién es? –dice una mujer.

—Mía –dice mi marido.

—Me estás agarrando la mano, soy la camarera.

—Ah, perdón.

Escucho este diálogo y sé que no quiero olvidarlo. Me sirve para esta nota, y también para futuras peleas. Tomo mi grabador, lo cubro con mi mano, busco a tientas el botón que dice “rec” –practiqué antes, para poder encontrarlo a ciegas- y aprieto. Se enciende una luz roja del tamaño de una cabeza de alfiler, y además procuro taparla con la mano.

—Veo una luz roja, ¿¿ves???? Le veo la mano a ella que la está moviendo, ¡es una luz roja!!!!

Bueno, mi compañera de mesa es bastante insoportable. Así no se puede. Apago todo y, de ahora en más, decido irme debajo de la mesa para grabar lo que se me antoje. Total quién me ve. Soy absolutamente impune. En el instante en que lo entiendo, la oscuridad empieza a resultar interesante. Acá puedo comer sin elegancia, puedo robarle la comida a esta loca, puedo ser indecente.

—¿Ustedes tienen los ojos abiertos?

Juan habla con nuestros vecinos. Ellos responden que sí: que tienen los ojos abiertos. Estar a ciegas con los ojos abiertos –sin antifaces, sin vendas: con los ojos abiertos- es una experiencia límite. Y reveladora. La mirada del ciego, noto, carece de foco y de recorte: no está lo que entra y lo que no. Los ciegos ven todo. Creo que acabo de entender algo sobre Borges y sus laberintos.

—Estoy comiendo un pan –dice Juan. Parece una criatura. Todos, en realidad, parecemos criaturas. Comemos pan como si fuera el primer pan. Tocamos todo con vértigo. Ahora –mientras mastico- me dedico a recorrer los bordes. Del plato, del vaso, de la mesa.

—Perdón.

Le toqué la mano a mi vecina. La mesa es chica. ¿Cuánto medirá todo esto? ¿Somos muchos? ¿Estamos cerca? ¿De qué tamaño es mi plato? ¿Es cuadrado? ¿Y este pan? ¿Es mío? Lo muerdo.

—No seas caprichosa.

Momento: él –mi vecino- le está diciendo a ella que no sea caprichosa. La razón: ella pidió menú vegetariano pero ahora hay algo que no le gusta:

—La empanada es de berenjena –dice en voz baja- y a mí la berenjena no-me-gus-ta.

—No podés ser vegetariana y no comer berenjena –dice él. Yo estoy de acuerdo. Acerco la cabeza y sigo escuchando con atención. Este lugar es magnífico.

—¿Y si le pido la empanada? –me susurra mi marido.

—¿Qué? Ni se te ocurra.

—Yo puedo darle la empanada –dice la chica.

Nos escuchó. Qué peligro. Quiero más vino.

Entonces suena un piano.

Solo: un piano.

El que toca, sabré después, es Carlos Cabrera: un hombre de sesenta y tantos años, ciego de nacimiento, que durante una entrevista dirá lo siguiente: “Cuando la gente va a ver a una cantante, las mujeres miran qué tiene puesto, cómo está peinada, cómo agarra el micrófono, cómo se para, y después la escuchan. Pero acá no. Acá no tienen más remedio que escuchar. Y el hecho artístico es definitivo”.

—Bienvenidos a “A ciegas con Luz”.

De repente: una voz dulce. Junto con el piano: la voz. Y luego de la voz, un sonido ambiental de cascos de caballos, afiladores de cuchillos, cafetines porteños, autos antiguos –y un suave olor a pólvora- y el mar. Empezó la obra de teatro. Y lo que tengo, ante mis ojos, es el mundo: veo las vetas de la mesa de madera del café, veo los granos plomizos de los empedrados, veo la escoba barriendo y levantando una nostálgica nube de polvo. Mis ojos están en paz. No necesito, por este rato, ver. El vino empieza a hacer efecto. ¿Tomé mucho? No hice los nudos en la servilleta. Ahora, en la obra, hay una madre bañando a su hijo y siento las gotas finas –y el olor a talco- sobre mí.

—Trabajar en la oscuridad es absolutamente distinto –dirá días después Luz Yacianci, la cantante lírica y directora artística de la obra-. Hay una intimidad con el público muy especial, y tenés más libertad para expresarte porque no está el juicio del que te está mirando. A ciegas, podés definir a la cantante como quieras, poner los colores que quieras, y quedarte en un espacio de tu conocimiento o volar: armarte un escenario surrealista.

La voz de Luz es elegante y alada: una coreografía de cisnes. Mientras la escucho me toco las cuencas de los ojos, los huesos de la cara; me recorro y pienso: yo también era esto. Luego le toco la cara a Juan en una escena un poco cliché –parezco Hellen Keller en El milagro de Ana Sullivan- pero cargada de una curiosidad verdadera. Juan me toma la mano. ¿Estará emocionado, o lo estoy molestando? No quiero preguntar: no voy a hablar. Las palabras, los sabores, el tacto: cualquiera de estas cosas, en este mundo sin bordes, lo ocupa todo.

Y entonces una luz.

En algún momento –una hora y media más tarde- la cantante enciende una vela mínima pero con una fuerza de expansión apabullante. Detrás de esa gota quieta se va revelando lentamente una mujer: un cuerpo frágil –pálido y de huesos finos-, rodeado de varios otros cuerpos que al principio son sombras y que luego son personas.

Esto ha terminado. Allí está Carlos Cabrera –el músico- y aquí estamos nosotros. En estado de estupor. Asistiendo a un despertar que nos muestra pegados los unos a los otros, en el medio de una habitación de muros y cortinas negros, con los ojos limpios, en silencio, más ciegos que nunca: mirándonos.




* Publicado en la revista Domingo, del diario El Mercurio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fui a este espectàculo hace un tiempo y siempre lo recomiendo, lamentablemente muchos amigos queridos no se animan a ir. Jamàs me imaginè que la oscuridad despertara tanto temor entre la gente, tampoco que la gente no estè dispuesta por unas horitas a entregar el control, a abandonarse a manos de unos artistas (por cierto muy deliciosos) En fin, parece que el mundo de las certezas va ganando por ahora. Ojalà que si estàs leyendo esto le des una oportunidad a lo nuevo, te vas a sentir muy bien.