jueves, 7 de abril de 2011

Eduardo Galeano para El Gourmet

Ahora está loco por ella, pero antes -al principio- ni la miraba. Todo comenzó hace mucho tiempo y en el medio pasaron cosas. Lo primero que pasó fue el infarto. Era 1984, era Madrid, era el fin del exilio. Él hacía las valijas para volverse a Uruguay cuando sintió un dolor agudo: un cañonazo en el pecho que lo dejó tumbado primero, internado después. Ahí empezó a pensar en ella. O bueno, a “pensar”: empezó a buscarla con las tripas. El cuerpo muchas veces sabe lo que nosotros no sabemos. Eso es: el cuerpo es más veloz que el resto.

Así pasaron veinte años: deseando. Sin concretar, pero deseando. Él volvió del exilio, se estableció en Uruguay, escribió muchos libros, amó a una mujer. Hasta que ocurrió, entonces, lo segundo. Lo del cáncer. Sesenta años de cigarro –él fumaba desde la más tierna infancia- habían dejado su ponzoña: tenían que sacarle medio pulmón. “Son las reglas del juego” pensó él, que nunca fue hombre de quejarse mucho. Le pusieron una bata, una cofia; lo acostaron y le dieron anestesia. Él aún recuerda el ingreso al quirófano: los barbijos de los médicos, la chispa del filo de los escalpelos.

—Yo –dijo al entrar- yo vengo a pagar el impuesto al placer.

El cirujano lo escuchó y quedó atónito: dicen que rió, que siguió riendo. Que reía tanto que no podía operar. Pronto pusieron más anestesia. Le sacaron el pedazo de pulmón enfermo. Y al final, cuando él se estaba reencontrando a sí mismo luego de la operación, apareció ella otra vez. Apareció con toda la fuerza de los años pasados y arrasó con cada centímetro del cuerpo y del alma.

Así fue como Eduardo Galeano se entregó, definitivamente, a la cebolla.

—Siempre me había resultado indiferente la cebolla, pasaba caminando a mi lado y ni me daba vuelta para mirarla. Era como esa compañera de trabajo a la que nunca miraste, y que de repente descubrís que es el amor de tu vida. Así me pasó. Ahora tengo una loca pasión por la cebolla. Y cuando les conté a mis amigos me dijeron claro, en muchos países es el remedio campesino para el corazón. Yo no tenía idea de eso.

—Pero el cuerpo sabe.

—Claro que sabe. Sólo hay que saber escucharlo. Y darle la palabra. El cuerpo está tan aturdido por las voces de la calle que muchas veces no podés esperar un poquito para ver qué quiere. Yo, antes de comer, siempre le pregunto a mi cuerpo: ¿Vos qué querés?

—¿Un chivito?

—No, nada de carne roja. Porque ya no tengo deseo. Mi cuerpo la rechaza y ahora me entero de que hace mal a las arterias. La comería, como dicen en Francia, contra coeur. Es una linda expresión. Creo que es tan sagrado el acto de comer que uno tiene que hacer mucho caso de lo que el corazón quiere.


La voz de Galeano llega antes que Galeano: es un sonido lento, robusto: un sonido que recuerda a ciertos vinos. Lleva camisa verde, pantalón de jean, mocasines negros. Adentro de un bolsillo, aunque no se lo vea, lleva también un cuadernito de cuatro centímetros de largo. Allí, desde siempre, hace sus anotaciones.

Que son muchas.

Galeano empezó a escribir profesionalmente en Montevideo, a los treinta años. De ahí se fue al exilio –ya tenía escritos diez libros, entre ellos Las venas abiertas de América Latina- y ahí regresó en 1985, después de una temporada de corazón y hospital. Ahora vive en el barrio del Buceo, un puerto pequeño donde Galeano todos los días escribe –su último libro se llama Espejos. Una historia casi universal- y sale a caminar.

—Hago todo lo que puedo caminando al borde del agua. Los uruguayos somos lentos porque somos caminantes. Este carácter un poco aldeano que tenemos nos ha salvado. Cuando me preguntan cuándo va a salir el próximo libro, yo digo “uy, cuando lo termine…”. Yo lo escribo y lo reescribo mil veces, soy lento. Hasta las vacas uruguayas son de parición lenta. Todo es lento allí.

—Pero ya llegaron las casas de comida rápida.

—Lamentablemente sí. Me acuerdo que fui uno de los firmantes del primer manifiesto por la slow food, que nació en Italia hace muchos años. Desde entonces pasaron los años y el mundo se ha macdonalizado mucho, lo cual me parece grave porque fijate qué contradicción la que rige hoy: por un lado, el mundo nunca fue tan injusto en la distribución de los panes y los peces; pero por otro, es muy igualador en las costumbres que impone.

—Y a la vez hay otra paradoja que nombrás en tu libro Patas Arriba: los directivos de las cadenas de comida comen platos étnicos, no comen fast food.

—Claro. No son bobos. Su negocio es uniformizar el gusto y eso es un daño cultural gravísimo porque la boca es una puerta del alma, o sea: comer es mucho más que comer. Hay algo de sagrado en ese asunto: el comer es un acto de amor compartido, hay una misa de la mesa. Hay algo de transmisión de una cultura heredada, a veces milenaria, y todo eso hoy tiende a ser aplastado por esta máquina que impone la fabricación en serie de los cuerpos y las almas. Por eso me angustia tanto ver la expansión de la llamada comida rápida.

—En el otro extremo está la comida elitista, exquisita, que se vende como “única”. ¿Qué pensás de eso?

—Que la mayor parte de esas comidas tiene mucho que ver con el esnobismo. Hace poquito murió Santi Santamaría y me dio un dolor… Santamaría estaba entre los que reivindicaban la comida de verdad, la comida que se llamaba comida y tenía gusto a comida y que no se avergonzaba de ser comida, frente a la otra comida de laboratorio, que en primer lugar miente cuando nombra los platos porque les pone nombres que te impiden identificar qué estás comiendo pero que seducen al público snob, que es el que más quiere gastar porque identifica valor y precio.

—La comida estilo Ferrán Adriá entonces…

—Yo la detesto. Ojo, no le impongo nada a nadie. Soy un tipo abierto. No digo que lo que a mí me gusta sea la verdad. Pero tampoco me voy a hacer el angelito. Las cosas de este mundo que no me gustan, yo las digo. Eso de “dime cuánto cuestas y te diré cuánto vales”, que también ha llegado a la gastronomía, me parece criminal porque mercantiliza la especie humana.

—Es ahí cuando se pierde la diversidad.

—Así es. Todo pasa a ser mercancía. Todo lo que escribo se refiere a la reivindicación de la diversidad, a la certeza de que lo mejor que el mundo tiene está en la cantidad de mundos que el mundo contiene. Y me parece que en eso la comida es fundamental. El derecho a la diversidad cultural pasa por la comida. Mi amigo Manuel Vázquez Montalbán, que ahora me dieron un premio con su nombre y eso me llena de alegría y orgullo, siempre decía que si uno habla del derecho a la autodeterminación de los pueblos, hay que incluir el derecho a la autodeterminación de la panza. Y yo le decía que sí, y que también hay que incluir el derecho a la autodeterminación de las pasiones humanas.

—Antes contaste esa anécdota en el quirófano, cuando dijiste “vengo a pagar el impuesto al placer”. ¿Todo placer, toda pasión tiene impuesto?

—Y… en el caso del tabaco sí. El tabaco a mí me dio mucho placer, sería muy injusto si olvidara que el cigarrillo me ha acompañado muy bien en horas muy duras de mi vida. Un gran amigo ha sido. Pero, por otro lado, sé que es un veneno que terminó por regalarme un cáncer, nada menos. Pero bueno: son las reglas de la vida. Todo tiene su cara y su contracara. Hay que saber que la alegría viene acompañada de mucho lío.

—El lío, antes o después, es casi la condición para que se presente la alegría.

—Y sí, gratis nada. Y hay que saber que es así. Que las barajas vienen mezcladas. Igual, claro, es mejor no tener un cáncer que tenerlo. Pero al fin y al cabo no era tan injusto.

—¿Y ahora te has vuelto un militante de la salud?

—No. Eso jamás lo haría ni con el cigarrillo ni con nada. No soy un puritano. Pero en fin, claro, los lugares comunes no mienten: es mejor ser sano y joven que viejo y enfermo. Eso es así. Pero lo que ocurre es que los lugares comunes a veces ignoran las complejidades de la vida. La vida es bastante compleja. Y buena parte de los sabores también lo son. Por eso me molesta tanto la uniformización de los sabores. Que cada cual coma lo que quiera o lo que pueda. Pero el problema es que creo que el sentido del sabor no está solamente en la lengua. Está también en la nariz que huele, en los ojos que ven, hasta en los oídos está el sabor. Entonces cuando veo una hamburguesa y la huelo y veo el aspecto… ya no hay la menor posibilidad de que mi lengua se tiente.

—¿Qué sabores te tientan?

—Soy loco por los ravioles. Te cambio la colección completa de la revista Playboy por un buen plato de ravioles. Ése es para mí un plato irresistible. Entre otros. También me gustan mucho la comida china y la mexicana. Ahora acabo de venir de México y pude darme unos festines que… Te estoy hablando y ya me emociono, las lágrimas son mitad de emoción y mitad de nostalgia, habrás visto mis ojos llorosos evocando los tacos de camarón que comí en México y que no puedo comer en ningún otro lado.

Sus ojos azules ríen. También ríen sus cejas largas y blancas y levemente rizadas en las puntas. Galeano tiene una torva mirada clara: la gravedad y la ternura conviven en el delicado pliegue de los párpados. Hace un rato, durante la sesión de fotos, puso una única objeción y tenía que ver con eso: con sus ojos.

—Por favor tapate la cara, como si no quisieras ver –le sugirió Eugenio Mazzinghi, el fotógrafo.

—Esteee… Pero que un pedazo de ojo salga –dijo Galeano.

Y fue lo único que dijo: que un pedazo de ojo salga. Que se pudiera ver.

Porque si no se puede ver, después no se puede contar.

Y el que no puede contar, se muere.

domingo, 3 de abril de 2011

Daniel Divinsky para ADN

Los cientos de libros apretados en los anaqueles; la cabeza de Geniol llena de agujas; las columnas de carpetas y papeles que se alzan torpemente sobre el escritorio y dejan en el centro un claro, un lugar donde poner las manos o apoyar la frente; el televisor Toshiba viejo y marrón; los adornos, las ventanas y los cuadros; y este hombre compacto -este hombre que es la versión libre de algún sueño de Narnia- tienen una forma de relacionarse con el aire que remite a la gravedad y a la lluvia.
Todo cae acá.
Todo busca la tierra.
—Igual voy al gimnasio tres veces por semana, no creas. Mi médico es amigo de la gimnasia y yo soy cada vez más amigo de mi médico, y a mi médico le gusta que sus amigos se conozcan entre sí.
Hasta que este hombre habla –una voz lúdica y fina- y las cosas, de improviso, se presentan de otro modo: lo que se ve, cae (eso es cierto). Pero lo que no se ve, vuela.
He aquí la vida equilibrada de Daniel Divinsky, fundador y director de Ediciones de la Flor.
—¿Por qué la actividad intelectual está tan reñida con la actividad física?
—No lo sé. Sí se que hay una cuestión muy especial en la Argentina, que se relaciona con que en la dictadura el fomento del deporte tuvo una especial significación. Yo, que me fui luego de estar preso en 1977 y volví en 1983, cuando llegué me encontré con una patria deportista que no existía cuando yo me había ido. Los sectores de clase media que podían haberse dedicado anteriormente a otras inquietudes intelectuales se habían volcado a la vida de country club, que marcaba una sociabilidad bastante particular. Porque el deporte no está mal en sí mismo, el problema es cuando se hace como reacción a la represión de otras cosas.
—O sea que usted volvió del exilio y se encontró con un país atlético.
—Sin duda. Un país que no tenía mucho que ver conmigo.

Antes de dirigir la editorial independiente más longeva de Argentina (con cuarenta y tres años en el mercado), y de ser el mayor veterano local que tiene la Feria del Libro de Frankfurt, y de ser el primer –y en algunos casos único- editor de Quino, Roberto Fontanarrosa, Sendra, Caloi, Rodolfo Walsh, Maitena y Liniers, y de recibir premios y homenajes (de la Biblioteca Nacional, del Congreso de la Nación, de la Fundación Konex, de las escuelas de periodismo TEA y Deportea) y de recibirse de abogado con diploma de honor a los veinte años. Antes, en síntesis, de todo lo que pueda formar parte de una sorprendente hoja de vida, Divinsky fue un niño que a los cuatro años se enfermó y que en su lecho de enfermo empezó a leer.
Fue una nefritis; un problema de riñón de curación muy lenta.
—Además tenía dos tías docentes, solteras, que me estimulaban mucho y me enseñaron a entender los libros como fuente de entretenimiento. Me acuerdo de uno que se llamaba Cómo divertirse en un día de lluvia. Era un libro traducido que, entre las miles de propuestas, tenía una de hacer muñequitos con limpiadores de pipa, como si en todas las casas hubiera limpiadores de pipa. Pero bueno: gracias a esas cosas entré a la primaria sabiendo leer de corrido, marcando las pausas… Las maestras me llevaban a sexto grado para que los chicos vieran cómo se debía leer, o sea: a ojos de mis compañeros yo era un asco. Pero para mi fue una ventaja comparativa y desde entonces leo todo lo que me pasa por delante.
—Una compulsión.
—Algo así. Me entero antes de lo que leo que de lo que oigo, lo que no es necesariamente bueno. Presto más atención cuando leo que cuando escucho.
—¿Hay libros que de antemano no le interesen?
—No descarto nada, pero tengo algo con las ciencias duras. Admiro que la gente lea a Paenza y me encanta que a Paenza, que es un buen tipo, le vaya bien. Pero jamás leería un libro que tenga siquiera un acercamiento amistoso a las matemáticas. Y no es que haya sido malo en matemáticas. Tuve el mejor promedio de todo el secundario, pero no me gustaban. Me acuerdo que en el año ’58, cuando fui a anotarme a la carrera de Ingeniería, vi el plan de estudios y salí disparando.
—¿Y por qué había pensado en anotarse en Ingeniería?
—Porque quería estudiar Letras pero mi padre, médico, me había convencido de que iba a tener que ganarme la vida y de que eso no iba a ser posible si estudiaba Letras. Así que fui a anotarme a Ingeniería con gran convicción vocacional. Esa misma tarde, cuando me escapé, me fui a Derecho y ahí decidí, también con profunda vocación, ser abogado.
—¿Fue un buen abogado?
—Fui un abogado involuntario. Que vendría a ser como los bomberos voluntarios, pero al revés.

Se sabe –lo dijo muchas veces- que era un abogado tesonero y cuidadoso: joven. Se sabe también que en esos tiempos conoció a Jorge Álvarez, un hombre que le vendía los libros de Derecho y que además tenía una editorial donde publicaban Rodolfo Walsh, Quino y Pirí Lugones, nieta de Leopoldo Lugones. Álvarez le ofreció poner una editorial en sociedad; se sabe lo que vino después: viendo las aspiraciones de Álvarez y Divinsky, Pirí Lugones dijo: “Ustedes quieren una flor de editorial”.
Y así nació, se sabe, Ediciones de la Flor. Una empresa familiar -Ana María Kuki Miller, compañera de Divinsky, también está en la dirección- fundada sobre un principio de transparencia: se sabe quiénes son los dueños, se sabe qué buscan, se sabe qué piensan.
—Voy a decir algo que sospecho que se va a leer como muy pedante: una marca fuerte de esta editorial es que publica los libros que es necesario publicar. No tengo una asamblea de accionistas a la que responder por las utilidades o pérdidas de la empresa. Por otro lado, tampoco tenemos un cuerpo de vendedores que nos exijan novedades cada mes. Nosotros seguimos vendiendo libros publicados hace veinte años y más: vendemos libros que los grandes grupos normalmente transforman en picadillo, que dejan de ofrecer porque no tienen la posibilidad de ocuparse de tal cantidad de títulos. Nosotros estamos publicando veintipico de novedades por año. Eso es un nivel muy humano, que permite que uno se acuerde de movilizarlas.
—¿Han tenido ofertas de vender la editorial a una multinacional?
—No a una: a varias. Incluso una oferta es reciente. Pero las rechazamos porque hasta el momento no lo necesitamos y porque los proyectos de las grandes editoriales nos parecen suicidas. Esa obligación de vivir de novedad en novedad es insostenible. Por eso, en la crisis de fines de 2001 y comienzos de 2002 los grandes grupos sufrieron mucho más: no podían alimentar toda la estructura que tenían montada porque no había mercado que absorbiera tantas novedades. La lógica de las novedades sobrevive porque cada tanto aparece un éxito como los de Stamateas, Coelho y Paluch, que financia todos los demás fracasos.
—Tomando este tipo de fenómenos se puede decir, estadísticamente, que no es cierto que la gente no lee. ¿Leer a Paluch es mejor que no leer nada?
—Sí, porque uno puede equivocarse y deslizarse y terminar leyendo cosas de mejor nivel.
—¿Qué hay del ego de un autor de best sellers? ¿La vanidad de un escritor es proporcional a su éxito literario?
—En absoluto. Hasta los escritores más modestos tienen unas reservas narcisísticas que nunca dejaron de sorprenderme. Yo no quiero opacar las honras fúnebres que mereció el talento literario de Fogwill, pero De la Flor fue la única editorial que se atrevió a publicar Los Pichiciegos en 1983, cuando el manuscrito había paseado por una cantidad de editoriales que lo habían rechazado por temor a alguna represalia. Yo lo leí fascinado, hicimos inmediatamente el contrato y fue el primer libro que decidí publicar sentado en mi escritorio al regreso del exilio. Y el libro tuvo buenas críticas, pero se vendió muy poco. Y Fogwill tuvo una reacción absolutamente disparatada y dijo que el libro no se vendía porque yo le había hecho una tapa horrible. Lo dijo en términos mucho menos publicables. Y en realidad fue una tapa muy discreta: como los conscriptos en Malvinas sólo podían entrar en calor bebiendo licor Tres Plumas, que era una especie de brandy de mala calidad, el diseñador de la portada había hecho un motivo con plumas que no era para nada bélico. Y ahí Fogwill apareció a los gritos en la editorial diciendo que el libro no se vendía por esa tapa espantosa.

Relaciones exteriores

El de Fogwill fue un problema menor. El libro que más dolor le causó a la editorial –suponiendo que el problema era el libro- no fue Los Pichiciegos sino Cinco Dedos: una fábula infantil, publicada en tiempos de dictadura, que sostenía que “la unión hace la fuerza”. Un decreto la prohibió diciendo que el libro “preparaba a la niñez para el accionar subversivo” y en algún momento Divinsky y Kuki quedaron presos y a disposición del Poder Ejecutivo.
Fueron 127 días de encierro.
—Estuvimos juntos casi un mes y medio en Seguridad Federal, antes de ser trasladados cada uno a una cárcel distinta, y para lograr un mejor trato desarrollamos estrategias que ninguno sabía que tenía. Yo intentaba tener poco contacto con los policías, pero Kuki jugaba con ellos interminables partidos de chinchón, que a mí me aburre muchísimo. Finalmente no tuvimos un maltrato mayor que el que resultaba de la situación. Digamos que fuimos unos privilegiados absolutos. Creo que ellos pensaban que éramos empresarios y estábamos presos por algún delito económico. Por eso nos trataban bien.
—Compartir la celda ya era un privilegio.
—Sí, rarísimo. Hasta teníamos un calentador eléctrico para preparar los alimentos que nos llevaban nuestras familias. Me acuerdo de algo: por esa dependencia siempre pasaba la gente que salía en libertad, gente que había cumplido su detención y quedaba ahí veinticuatro horas. Entonces un día llegaron unas chicas que venían de alguno de los penales y mi mujer les ofreció café, les dijo que su marido estaba durmiendo todavía…Y después de tomar el café y comer unas galletitas, una de las chicas le preguntó: “¿Y ustedes por qué viven aquí?”.
Divinsky y Kuki Miller fueron liberados gracias a la presión de las asociaciones de editores internacionales encabezada por Rogelio García Lupo. Una vez afuera, salieron del país –la suegra de Divinsky quedó a cargo de la editorial en Argentina- y pasaron buena parte del exilio en Venezuela, junto a su hijo pequeño.
En una ponencia en el Congreso de la Lengua Española Chile 2010, Divinsky usó un ejemplo de sus años en Venezuela para hablar de todos los idiomas que conviven en la palabra “castellano”. En el exilio debió pensar qué tipo de español hablaría su hijo: “La idea era que el exilio duraría lo que impusiera la dictadura –dijo Divinsky en Chile-. Y como quería preparar a mi hijo para ser idiomáticamente argentino al regresar, le hablaba utilizando sinónimos en la misma frase. Podía decirle «Cerrá —cierra— el grifo, la canilla, la llave» para indicarle que no dejara correr excesivamente el agua del cuarto de baño. Alguna deidad protectora de la salud mental de los niños, o la inveterada cordura de su madre, salvaron a nuestro hijo de la esquizofrenia”.
—Yo hablaba tres idiomas distintos, sí. Porque al argentino y al venezolano debías sumarle el lenguaje para comunicarte con las empleadas domesticas dominicanas. El otro día recordaba una publicidad en Caracas que alentaba a la gente a disponer razonablemente de sus residuos y decía “bota tu pote en el pipote”. Eso quería decir “tirá tu lata en el tacho”. ¿Alguien puede decir, a esta altura, que el castellano es un idioma único?
—Hay editoriales que no parecen registrar esta diversidad. Hay libros en español muy difíciles de entender.
—Algunos de Anagrama son ilegibles. Es algo que hablé con Jorge Herralde, el director de Anagrama, una editorial que por cierto me agrada mucho. Podrían adoptar no sé si un castellano neutro, pero al menos no el argot de los barrios bajos de Barcelona. En el caso de Trainspotting, que es uno de los más notorios, Herralde argumentó que la película Trainspotting en Inglaterra se daba con subtítulos en inglés para que la gente entendiera la jerga de estos personajes del submundo de la droga. Entonces el traductor de Anagrama lo había traducido bajo la jerga de los traficantes en Cataluña.
—Raro.
—Sí. Creo que es una especie de ombliguismo, de considerar que la lengua de los españoles es la verdadera y las latinas son variantes falsas. Nosotros, en el caso de la ficción, tratamos de traducirla al castellano argentino y si no hay más remedio al de Buenos Aires. Pero si es un ensayo buscamos un idioma más neutro, que se pueda entender bien en todo el mundo hispanoparlante.
—¿Es cierto que John Berger quiso que lo tradujeran al porteño?
—En realidad hubo una cosa muy especial. En su fantasía de izquierdismo infantil de tipo talentosísimo y brillante, él quería que hubiera una edición rioplatense de su novela King, que transcurre en una villa miseria y está contada por un perro. Él creía que si se traducía al castellano del Río de la Plata las clases populares leerían la novela. Nosotros aceptamos, pero Carmen Balcells, que es su representante y no da puntada sin hilo, quiso colocarnos un combo con otros dos libros muy antiguos de Berger, y ahí no lo hicimos. De todos modos, hemos publicado dos libros suyos, Mirar y Cada vez que decimos adiós, y hemos mantenido una correspondencia muy linda con su mujer. Todo por fax.
—¿Fax?
—Berger es muy especial. Vive en los Pirineos y… Es gracioso. Una vez el Consejo Británico quería invitarlo a la Argentina y nos pidieron el número de fax y él respondió que quería venir, pero preguntó si podía hacerlo en barco porque no creía que esos viajes tan largos pudieran hacerse en avión y porque decía que la aviación comercial era una especie de ideología que se le imponía a la gente… Un poco de delirio. Por cierto: Berger ya tiene correo electrónico.
—¿Y usted cómo se lleva con Facebook, Twitter, las novelas en 140 caracteres?
—Eh… No, no fumo.
—El avance de Internet supone, entre tantas cosas, una gran piratería. ¿Cómo lo resuelven?
—Hemos tenido éxito con un portal francés que había puesto los libros de Quino argumentando que no sabían que había derechos sobre esos libros. ¡Absurdo! Luego tenemos una causa contra Taringa! porque han metido una cantidad de libros que tienen derechos. Y ha ido prosperando. Y después está esto –toma una pila de libros-. Esto que ves acá son libros pirata con la factura de compra. Los voy a llevar en los próximos días a Tribunales. De Operación Masacre hay ediciones hasta más lindas que la auténtica, pero los de Fontanarrosa son tan espantosos que les haría un juicio por piratería y otro por mal gusto.
Divinsky muestra las réplicas y luego invita a bajar al subsuelo: el vergel de los originales; la madre nodriza de esta casa. En el sótano de Ediciones de la Flor hay anaqueles morrudos con infinitos libros que nombran la literatura en términos numéricos pero también cromáticos: acá hay muchos ejemplares –Liniers, Fontanarrosa, Maitena, Mafalda- y hay un derrame de colores vivos.
Un tiempo atrás, la escritora Luisa Valenzuela bajó, miró y tuvo un ataque.
—Le agarró como una fiebre –dice Divinsky-. “Ay, qué lindo, ¿puedo agarrar uno?” dijo. Pero no podía parar, se quería llevar todo.
Lo naranja, lo azul, lo violeta, lo verde.
—Todo –repite Divinsky. Y cuando dice “todo” habla –parece hablar- no tanto de los libros como de la felicidad.