lunes, 30 de julio de 2012

La otra voz*


Es la intérprete oficial de Cristina Fernández, a quien traduce en vivo –durante los discursos- al lenguaje de señas. Y en marzo de este año, luego de una interminable disertación presidencial en el Congreso Nacional, llegó a los medios –azorados por su resistencia física- bajo el incorrecto apodo de “La Muda”. Detrás de esta polémica etiqueta está Mabel Remón: hija de sordos, traductora prematura, hábil analista del lenguaje político y dueña de una historia signada por los ruidos domésticos, los pájaros y las palabras no dichas.


(c) Tomás Linch




Recuerda que tenía tres años. Recuerda que estaba en la sala de espera del Hospital Naval de Buenos Aires acompañando a sus padres –sordos- a una consulta médica. Recuerda que los turnos –en ese lugar- no eran anunciados por parlante sino con señales luminosas y que entonces ella, la única oyente de la familia, no estaba obligada a avisar nada y podía jugar en paz: cuidada por los adultos a los que ella –a los tres años- ya cuidaba.


Recuerda que en algún momento titiló la luz del turno y que acudieron los tres –madre, padre, hija-, aunque sólo uno de ellos debía ser revisado. Cuando Fidel –su padre- entró al consultorio, ella y Aurora –su madre- se quedaron aguardando en una antesala pequeña. Alguien –recuerda- la alzó y la sentó en una mesada: ella –vestida de azul y con bordados blancos- se miraba y hamacaba los pies.


—Los zapatos –dice ahora-. Recuerdo que miraba mis zapatos.


Recuerda que tomó mate cocido y que después la bajaron al piso, la hicieron cruzar un pasillo y la llevaron con su padre. Ahí estaba también el doctor Capri (Capri: aún recuerda su apellido), y ese doctor –que era cardiólogo y muy alto- le habló a ella desde la cima del mundo.


—Tu papá tiene problemas de corazón y hay cosas que no puede hacer. Es muy importante que le expliques –le dijo. Ella entendió que estaba sucediendo algo serio. Y empezó a traducirle a su padre, en lenguaje de señas, las indicaciones médicas.


No podés ir de vacaciones, no podés ir al mar” le dijo con las manos.


“¿Y a las sierras? ¿Tampoco puede ir a las sierras?” preguntó su madre y tradujo la niña.


—Tampoco a las sierras –respondió el doctor-. Y no puede tomar helado. Sólo helado de limón.


Ella –recuerda- escuchó lo del helado y se sintió caer. La vida sin helados era atroz. “Sólo helado de limón”, le dijo a su padre y tuvo que hacer fuerzas para no llorar. “Quedate tranquila –respondió Fidel-. Podemos tomar juntos helado de limón”.

Recuerda que ese día de primavera salieron del hospital y tomaron, sí, helado de limón.


Recuerda que dos meses después murió su padre.

—Esa, la del médico, fue mi primera traducción –dice Mabel Aurora Remón en su oficina, luego de recordar.


Helado de limón –recuerda- no tomó nunca más.



Muda


Mabel Remón –intérprete oficial de Cristina Fernández al lenguaje de señas- bebe un mate cocido en su despacho. Quiere entrar en calor. Afuera hay sol pero hace un frío polar, y Remón –recién llegada de la calle- busca templar sus huesos. Unos minutos antes estuvo en Tribunales. Un hombre sordo había sido acusado de un delito y Remón fue convocada para facilitar el diálogo entre el procesado y la Justicia.

Sus dedos, tiesos, ahora rodean la taza.


—Me he pasado la vida traduciendo gente –dice, y bebe.


El despacho de Remón, ubicado a 400 metros de Casa de Gobierno, transcurre en ese limbo plano –sin temperatura y sin tiempo- de las oficinas del centro. Hay un escritorio, alguna flor, algún adorno, pero lo único que llama la atención son los retratos. Hay uno de Remón con Cristina Fernández y hay otro que la muestra junto a Néstor Kirchner. Ellos son, entre otras cosas, sus jefes: Remón empezó a trabajar para los Kirchner en el año 2002 -cuando Néstor Kirchner la convocó a su campaña presidencial- y desde entonces ha venido sumando funciones hasta transformarse en un emblema y un actor de la palabra no dicha.


Remón es, en Argentina, la única perito interprete de sordos de la Corte Suprema de Justicia (asiste a los sordos que tienen problemas con la ley), es directora del Programa Nacional de Asistencia para las Personas con Discapacidad en sus Relaciones con la Administración de Justicia (ADAJUS) y es la traductora oficial de los discursos presidenciales al lenguaje de señas: una función que viene cumpliendo largamente, pero que la hizo conocida en términos masivos recién en marzo del año 2012, cuando Cristina Fernández abrió las sesiones legislativas con un discurso de más de tres horas que fue transmitido y traducido en simultáneo, y que despertó las ironías y el desconcierto –pues Remón no se cansaba- de toda la teleaudiencia.


Pasada la primera hora de discurso, muchos empezaron a hacer bromas sobre la resistencia física de la intérprete de señas, hasta que Twitter capitalizó una parte de ese humor social y estalló con #lamuda: un hashtag que llegó a ser la palabra más nombrada en todo el mundo (estuvo primera en el llamado “Trend Topic”), que luego desvelaría al periodismo gráfico, radial y televisivo, y que se alimentó de comentarios como éstos:

            “#LaMuda, #LaMuda, #LaMuda corazón, acá el pueblo tuitero pide tu liberación!”
“#LaMuda suspendió sus clases de Gym. Con lo de hoy ya tira para 4 meses”.
“Anti doping para #LaMuda”
Uno puede estar cansado’ dijo CFK y #LaMuda se señaló a sí misma".
          
—Todos se reían, pero nadie se fijaba que esto es una prestación para personas con discapacidad. Por eso preferí casi no dar entrevistas. Y en cuanto al cansancio, la verdad que tres horas no son nada: he estado mi vida entera señando y nunca tuve tendinitis por eso.


En los registros audiovisuales de ese acto –que hoy están subidos a Youtube- no puede verse a Remón. En la pantalla, en un cuadro pequeño dispuesto en el ángulo inferior derecho, sólo se ve una mujer –contratada por el canal de televisión del Estado- que desde un estudio traduce para la audiencia, y que luego –pasada la primera hora de discurso- es reemplazada por otra. Remón es, pues –y como siempre-, esa delgada marca de presencia: la mujer que sin reemplazos –y sin detenerse un segundo- está fuera de cuadro, al lado de Cristina Fernández, “señando” las palabras para los asistentes sordos que hay en el recinto y diciendo –casi como en su primera infancia- qué cosas debían hacerse en Argentina, y qué cosas no.


La primera vez que hizo algo parecido fue en el año 2002, junto a Néstor Kirchner y en Parque Norte: un reducto usado por los candidatos para cerrar sus campañas.


—Me acuerdo de que Kirchner dio su discurso y yo hice la traducción, y cuando todo terminó se me acercó y me dijo: “Che, piba… ¿vos dijiste lo que yo dije, o dijiste que eran todos unos…?”. “No, no –le contesté-. ¡Si lo aplaudieron es porque dije lo que usted dijo!”. Su duda era lógica: no había forma de chequear que yo estuviera diciendo lo correcto.


—¿Era difícil traducir a Kirchner?


—No. Él tenía la cualidad de las personas que ven todo al mismo tiempo: expresar ese “todo” en el transcurso de una hora a veces no es fácil. Pero como esa es una limitación bastante usual en el terreno de los sordos, a los que les cuesta reducir la inmensidad visual a un código discursivo, yo no tenía problemas. Kirchner era encantador. Me acuerdo que era un poco impuntual, porque siempre lo estaban deteniendo en algún lugar. Y cuando llegaba tarde al acto me decía “che, piba… ¿se te fueron los tuyos?”.


Por este tipo de cosas, el día que Néstor Kirchner murió Mabel Remón estuvo 24 horas apostada en el velorio. Desde allí vio –dice- a Cristina Fernández juntar cosas del piso, ser una cálida anfitriona del dolor y retar a los granaderos por estar parados cada vez más cerca del cajón.


—Ella también es muy humana –dice-. No es como cualquiera de nosotros, pero tiene gestos que otros funcionarios de menor jerarquía jamás tendrían.


—¿Sus discursos son fáciles como los de Kirchner?


—No, son más complicados. No por los términos que usa, sino por la modalidad del discurso. En los viajes oficiales muchas veces tengo que interpretar a otros funcionarios, y veo que todos tienen la misma fórmula: lo más importante es el principio y el final, el centro es información, y todo se adapta al tipo de audiencia que tengan. O sea que en general sé lo que van a decir todos, y si no me adelanto a la palabra de ellos es para mantener las formas. Pero con la presidenta es distinto: ella maneja una dualidad que me apasiona: la de lo formal y lo informal. Quizás está con el discurso y de repente dice “¿te acordás?” y lo interpela a un funcionario de segunda fila y después continúa por la misma línea por la que había dejado. Eso me exige estar alerta para transmitir no sólo lo que la presidenta dice sino también sus intenciones. A veces me dicen que hago sus mismos gestos, y quizás sea cierto. El desafío está en la interpretación, pero ya no en las señas: las señas las hago desde que nací.


Nacida y criada




Recuerda que fue criada en un hogar de sordos –sus padres, sus cuatro tíos- en el que el silencio era imposible: los cacharros de cocina se golpeaban, las sillas se arrastraban, y todo –sin el aviso del ruido- se rompía con facilidad.


Recuerda que ella –sin radio, sin timbres, con ruidos: sin concebir otra forma de vida- leía todo el tiempo como si buscara calmar una sed. Y que su madre –quien también leía- un día se enteró a través de un libro de las cualidades de los pájaros: supo, su madre, que los pájaros cantan. Y llenó la casa de cardenales para que su niña –Mabel- conociera los sonidos bellos.


Recuerda que esa madre, un día, le explicó también lo de su nombre: se llamaba “Aurora” porque había nacido en el alba y “Mabel” porque era un fonema que su padre –Fidel- podía pronunciar: Mabel tiene be labial, ele suave, vocales y consonantes separadas entre sí.


—Mabel –pronuncia ahora Remón. Y lo que suena es un aire de hilos livianos: un soplo en la mañana.


Mabel.

Recuerda entonces que murió su padre, que pasó el tiempo y que a los nueve años tuvo que ser ella la que tradujera el juicio sucesorio, por lo que temprano conoció el lenguaje jurídico, las discusiones y las diferencias de criterio (y entonces a los nueve años aprendió a mediar). Y recuerda finalmente que -a pesar de todo ese trajín- tuvo que pasar más de una década para que ella entendiera que su casa era distinta de las otras: que ella vivía en un hogar de sordos.

—Cuando iba a lo de mis amigos no notaba que se hablaba más. Lo único que me llamaba la atención es que en sus casas los retaban por no hacer caso. Había un grado de violencia verbal del que yo no tenía registro. A mí eso no me pasaba. Nadie me ponía los límites de la palabra. Y me trajo problemas. Quizás en la escuela me ponían en penitencia porque en el aula yo no pedía permiso para ir al baño. Y es que yo en mi casa no decía “voy al baño”: para qué. Iba directamente. Y en la escuela yo hacía como en mi casa.


Ese silencio profundo –el cultural- hizo que Remón, en la adultez, terminara diplomándose como la única perito intérprete de sordos de Argentina. Desde entonces –hace dieciocho años-, su objetivo es asistir a las personas sordas para que puedan defenderse y, en muchos casos, incluso para que sepan de qué se las está acusando.


—A veces ni siquiera entienden el delito que cometieron. Las personas ciegas pueden expresarse en el mismo idioma que habla el resto, pero las sordas siempre son traducidas: no existe para ellas la primera persona. La falta de audición les impide contarse a sí mismas y las priva del conocimiento de la norma social. Si una persona sorda, por ejemplo, está en un bar y lee los labios de todo el mundo, no sabe que eso está mal: no sabe que esa información a la que accede es privada. No tiene forma de saber que esas palabras no están siendo escuchadas por el resto. Y este factor, que parece un detalle, a veces desencadena historias desgarradoras.


Remón busca un papel, lo extiende: pide reserva. Es parte de un expediente que llegó al ADAJUS (el Programa que Remón preside, y que fue creado el año pasado por Cristina Fernández) y en el que hay, sí, el relato de un desgarro. El papel cuenta la situación de un joven sordo que -incapaz de saber qué es el verbo “ser”, de conocer otro grafismo que el de su propio nombre, de identificar las fechas importantes de su vida y de dar las razones por las que una cicatriz le surca el pómulo- ahora debe explicarle a un Tribunal por qué robó.


“Su conocimiento sobre el bien y el mal es limitado” escribe Remón en el oficio, y mientras miro los papeles Remón hace un silencio que parece involuntario: para que Remón hable –cuestión de costumbre- hay que mirarla a la cara. Así hace en los actos públicos –donde canta el Himno mirando a los ojos de “los suyos”- y así parece hacer, también, en todas las otras partes.

—Esta gente –dice finalmente- después llega a la cárcel y es todavía peor: no tienen con quién hablar, y cuando me ven llegar y ven que hablo por señas lo primero que hacen es llorar. Y yo lloro con ellos.

Remón ahora no llora, pero sus ojos cargan un pesar tranquilo: apaciguado. Dentro de unos minutos, cuando salga a la calle para hacer las fotos, Remón mirará al cielo y dirá que los sordos –tal es la indefensión- ni siquiera saben lo que sabemos todos: que el sol brilla en silencio.

—Fijate qué soledad más grande: intuyen que la lluvia hace ruido, pero no saben nada sobre el sol -dirá Remón cuando camine rumbo a Casa de Gobierno. Y mientras hable el sol, calladamente, le calentará las manos.




* Publicado en la revista YA del diario chileno El Mercurio