miércoles, 28 de diciembre de 2011

La máquina de mirar


Carolina Aguirre y sus dos hermanos ya son grandes. Promedian los veinte años. Trabajan. No necesitan pedir plata. Viven juntos. Viven con su madre. Conciente de todo esto –de que ya son grandes, de que están juntos, de que trabajan- su madre los reúne en el living de la casa y les hace este anuncio:

—Me voy a vivir sola.

Luego dice otras cosas: que ya los crió, que ya tienen un sueldo, que la casa es barata (no tiene expensas: sólo hay que pagar la luz, el gas, el teléfono, el almacén); que su padre –el de ellos- armó una nueva familia y que ahora es Su Momento: el momento de ella.

—Es MI momento. Me alquilé un departamento.

Los hijos escuchan y asienten. Tampoco tienen opción. A lo largo de los días, ven cómo su madre va armando golosamente su ajuar de mujer nueva. Compra doce copas de champagne, doce de vino, doce de brandy.

—¿Pero cuándo tomaste brandy mamá? ¿A quién vas a invitar a tomar brandy? ¿A tu amiga Susana? ¿Qué te estás imaginando mamá? -pregunta alguno de ellos. La madre responde con grandilocuencia:

—Voy a hacer fiestas.

Luego se va. La vida pasa.

Trece años después, sentada en un living pequeño, Carolina Aguirre recuerda aquella escena mientras sirve delicadamente un té de jazmín.

—Ahora están todas las vitrinas con las copas polvorientas –dice-. Nunca invitó a nadie. Y esa vitrina resume algo de lo que ahora quiero contar.

Lo que quiere contar está en El efecto Noemí: el primer libro que Aguirre –quien, junto a Hernán Casciari, es probablemente la bloguera más popular de América Latina- escribe por afuera del soporte 2.0; y una historia que desarma, una tras otra, con un alterne inquietante de piedad y malicia, todas las fantasías que rondan la idea de la “nueva soltería”.

El efecto Noemí narra la historia de un hombre (Boris) que decide abandonar a su mujer (Noemí) y sale corriendo tras la tentación de volver a las pistas sin tener en cuenta que “las pistas” suelen estar más lejos –o más sucias- de lo que parecen. Pronto, sumido en los vaivenes de un Paraíso falso, Boris empieza a entender que Noemí –lo más parecido a una mujer Utilísima- es insoportable, sí, pero sabe de él –de Boris- mucho más de lo que él mismo supo nunca. Así es que Boris, urgido por recuperar ciertos sabores domésticos irreemplazables, empieza a colarse secretamente en su casa anterior –cuando Noemí no está- para saquear la heladera y buscar entre la comida alguna huella de la nueva vida de su ahora ex mujer.

Este trajín es el relato central de El Efecto Noemí, una novela que –con luminosos trazos de cinismo- logra nombrar el tránsito extraño y muchas veces gris en el que se define y se construye el amor de las parejas. Los rituales alimentarios, laborales y amistosos son, en este caso, un terreno aplastante que refleja el costado más bochornoso de las sociedades de consumo. Y son, a la vez, la parte visible de una estructura narrativa que Carolina Aguirre conoce largamente –sus blogs siempre trascendieron por la buena construcción de escenas, personajes y diálogos- pero que esta vez se armó por afuera del soporte digital.

El Efecto Noemí es el primer trabajo que Aguirre escribe a ciegas.

—Fue la primera vez que escribí sin interactuar con lectores por Internet, y fue un proceso largo, muy solitario, en el que dudé mucho. Para cualquier otro escritor será normal, pero a mí me resultó tremendo avanzar sin saber si esa escritura tenía un sentido, o si no le importaba a nadie.

Aguirre es –entre tantas cosas- autora de los blogs Bestiaria (visitado por más de un millón y medio de lectores; premiado en varios certámenes de Estados Unidos, Alemania y América Latina, y transformado en libro en 2008), La Peleadora (que llegó a tener 16 mil visitas diarias y le valió un contrato para escribir una película para Patagonik), Ciega a Citas (publicado bajo el seudónimo de Lucía González, llevado a la televisión por la productora –quebrada- Rosstoc y recientemente vendido a la cadena estadounidense CBS) y Wasabi (un completísimo blog gastronómico que tiene varios miles de seguidores). Y es uno de los autores latinoamericanos que mejor entendió la narrativa en sporte 2.0. Pero todo ese antecedente pareció perder peso ante El Efecto Noemí: el primer libro concebido en papel. El primer –para muchos- rastro literario.

—Siento que este libro es lo primero que es mío –dice Aguirre.

—Para el canon, un escritor de blogs no es escritor “de verdad”. ¿Tu sensación tiene que ver con eso?

—Supongo que sí. Con este libro tengo mucho más nervio que con los anteriores. En el mundo literario se percibe que un libro es más serio que un blog, y tengo que aceptar que son las reglas del juego. Pero eso no significa que esté de acuerdo. Ese debate sobre qué es literatura y qué no, y qué da prestigio y qué no me parece una imbecilidad intelectual. Yo no lo pienso en esos términos. Para mí todo lo que escribo es importante y lo único que me da paz es escribir mejor que antes. Además, todos sabemos que publicar en papel no es garantía de nada, y que hacer un texto deliberadamente “intelectual” tampoco es garantía de nada. Me cansan esos autores que quieren decir algo y fuerzan a los personajes para “comunicar su símbolo” o su “tema”. No quiero escribir para mí, para lucirme, para decir “mirá qué virtuosa soy, mirá qué frase te armo”, ¡no! Me interesa que me lean por placer, no porque “me tienen que leer”. No me interesa el lector del canon y no me interesa el lector sufrido que se da con el látigo.

Esto es ficción

El primer trabajo de Carolina Aguirre fue en una carpintería familiar. Su tarea consistía, entre otras, en ir al aserradero, elegir la madera y ver cómo un tablón de cedro rasposo devenía, días después, en una mesa de brillo impenetrable. Durante esos años –años que le supusieron una lenta asfixia- Aguirre conoció la parte buena –y también la ominosa- de los oficios terrestres. Todo se construye, supo. Las mesas, las historias, las vidas de los otros: sólo hay que saber poner las partes en el lugar correcto.

Aguirre renunció al trabajo. Se anotó de noche en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, y se empleó de mañana en un call center. Eran seis horas de trabajo –frente a las catorce de la carpintería- y le permitían dedicarse durante media jornada a la escritura. Así fue que Aguirre empezó a escribir el blog Bestiaria: un glosario de mujeres que eran clasificadas según su forma de divorciarse, el arco de su nariz, la pose del dedo meñique al tomar una taza de té, su rol en la escuela secundaria, el contenido de su cartera, el grado de impaciencia para disolver un caramelo en la boca o la relación con su padre; y una suerte de manifiesto que –sin buscarlo- ponía en jaque todos los clichés de la literatura para mujeres.

Bestiaria no era chick lit. Era, a decir de Aguirre, un bisturí; un rayo de luz que descubre las imperfecciones en el pliegue de una tela.

—Al principio se me metió en esa bolsa porque Bestiaria salió durante el supuesto boom de la chick lit. Pero la chick lit es un invento de los editores. Y cuando es un invento de los editores y no nace de la propia escritura de alguien, no existe. Yo no escribiría chick lit ni con seudónimo, aunque me lo han ofrecido. Si quiero hacer plata escribo un comercial de Raid. Pero un libro es lo último que haría por plata.

—La idea del “trabajo mecánico”, de lo que sólo se hace por dinero, es recurrente en tus libros. En Ciega a Citas la oficina periodística ocupa un lugar importante. En El Efecto Noemí, la oficina de Boris es uno de los escenarios más decadentes del libro. En el blog La Peleadora eran usuales las discusiones con empleados que hacían su trabajo en “modo automático”. ¿Por qué esa recurrencia?

—Porque odio las oficinas. Yo misma trabajé en una empresa catorce horas por día y lloraba todo el tiempo. Son un ámbito aplastante y asfixiante, y a la vez son un tema que a la gente le molesta mucho que le mencionen. Cuando hablo de eso la gente reacciona mal; parece que uno tiene que mostrarse satisfecho y feliz con lo que tiene. La vocación es un tema tabú. No se puede hablar de la vocación, de los sueños perdidos, de que querías ser bailarín y terminaste archivando cosas. Y en general, como de eso no puedo hablar, me gusta ponerlo en mis libros.

—La gente parece usar un criterio publicitario para hablar de la propia vida: no hay lugar para la desilusión o la grieta.

—Tal cual. De hecho yo escribo comerciales, y cuando empecé me llevé un tremendo chasco. Yo era de las que creían que la publicidad estupidizaba a los espectadores, o al menos los nivelaba para abajo. Y después, cuando empecé a ver lo que decían los focus group, cuando supe lo que pedía realmente “la gente”, entendí que el problema es más grave de lo que parece. La gente no quiere verse a sí misma en las publicidades. Hubo un caso muy famoso de un jabón en el que todas las mujeres pedían “mujeres reales”. Cuando las pusieron en pantalla la respuesta en los focus group fue: “No queremos ver estas gordas”. “Pero miren que son iguales que ustedes…”. “No importa, sáquenlas de ahí”.

—En esos casos la literatura es un caballo de Troya. “Lo impresentable” llega al lector en calidad de ficción.

—Claro. Cuando la vida gris o la apariencia horrenda le pasan a un personaje, la gente las tolera un poco más. Ahí me desquito.

El Efecto Noemí tiene un agudo trabajo sobre la construcción de personajes imperfectos, pero sobre todo verosímiles: un métier que Aguirre ejercitó en la Escuela de Cine –donde estudió guión- y también en la carpintería, donde aprendió que es importante que las cosas –además de ser lindas- funcionen.

Los personajes de Aguirre funcionan. Y para que eso suceda, ella trabaja la escritura no sólo desde el propio oficio, sino también desde el propio cuerpo. Durante la hechura de El Efecto Noemí, Aguirre se duchaba en las mañanas pensando qué iba a hacer durante el día ella (“primero voy al correo, después al supermercado, después me siento a escribir…”) y qué iba a hacer durante el día Boris (“¿Hoy qué hace? ¿Juega al papi fútbol? ¿Va a lo de Noemí?”). Y durante Ciega a Citas, Aguirre directamente le cedió la firma a su personaje: la autora era, supuestamente, Lucía González: una periodista treintañera y con cierto sobrepeso que tenía 258 días para encontrar un novio al que llevar al casamiento de su hermana.

Con Ciega a Citas –que acaba de ser vendido a la cadena estadounidense CBS-, Carolina Aguirre devino la primera hispanoamericana en llevar un blog a una serie de televisión; y a la vez terminó metida en una trampa. Como el blog y el libro estaban firmados por Lucía González, la promoción del libro tuvo que ser hecha, sí, por Lucía González.

—Sólo podía dar entrevistas por mail y por radio. Además tenía dos celulares, uno mío y otro “de Lucía”, porque en un mes había sacado Bestiaria y dos meses después salió Ciega a Citas y tenía que hacer la prensa de las dos.

—¿Con la radio cómo hacías?

—Cambiaba la voz. El problema es que no podía imitar la voz y a la vez ser graciosa.

—Toda la energía se iba a la imitación.

—Y sí. Además había gente que me preguntaba cosas que yo no sabía del personaje, cosas como “¿Cómo fue cuando tenías doce años y tu madre…?” Tenía que inventar en vivo y era desesperante. Incluso cuando se supo que Lucía González era yo, a mucha gente igual le costaba entender. Por ejemplo, una vez a Víctor Hugo tuve que pararle una entrevista al aire porque me había presentado como Carolina Aguirre pero me hacía preguntas como si yo fuera Lucía. Capaz que me decía: “¿Pero qué sentiste cuando viste a tu mamá hacer una apuesta con tu hermana y…?”. “Estee… No sentí nada porque… no pasó”. “Ah, eso no pasó. Pero tu relación con tu madre…”. El tipo seguía y seguía, y tuve que parar y decir: “Víctor Hugo, esto ES FICCIÓN. Es todo ficción. Me inventé todo. No existe nada”. Ahí hubo un silencio y dijo: “Bueno, vamos a saludar a Carolina…” y ahí terminó la entrevista. Fue horrible.

La paz

Es otro día; es otro lugar. En este bar de Palermo hay anaqueles con libros, bossa nova en el aire, y una luz floja que atraviesa el techo –vidriado- y se desploma sobre las mesas vacías. En el bar hay sólo una mujer y está sentada, de espaldas, hablando por teléfono.

—¿Ves? –dice Carolina Aguirre cuando llega-. Si estuviera sola me sentaría allá.

Señala con la nariz la mesa contigua a la mesa ocupada. Ese es, para Aguirre, el balcón con vistas al único escenario interesante de este mediodía: una mujer hablando. De nada. A Aguirre le gusta revolver entre los restos del lenguaje de los otros. En bares, oficinas, colas de supermercados, programas de la tarde: es ahí –y no en el camposanto del ingenio intelectual- donde Aguirre busca sus palabras.

—Observo todo el tiempo. No es algo que yo pueda decidir. Si voy a una reunión que no me importa igual escucho todo y me la paso preguntando estupideces. “¿Cuántas horas trabajás? ¿Te gusta? ¿Qué hacés en tu oficina? ¿Te llevás la comida en un tupper?” Los vuelvo locos. TODO me interesa. Me la paso almacenando información, clasificando gente…

—¿Y nunca desconectás? ¿En algún momento tenés paz?

—Me gusta escuchar cómo hablan porque todo el tiempo tengo algo en mente. Con un amigo estamos todo el día escuchando qué puede funcionar para un personaje que estamos escribiendo juntos, y capaz que nos juntamos a tomar el té en un bar y nos sentamos al lado de una persona y nos quedamos callados, a veces una hora, mirando nuestros celulares…

—¿Pero tenés paz?

—Y de repente escuchamos algo maravilloso y nos decimos por lo bajo “escucháescucháescuchá no lo puedo creer, dijo la palabra ‘tocaya”… Y después pensamos bueno, ¿a quién habrá votado esta persona que dice “tocaya”? ¿A Rodríguez Saa, que hace las casas de 90 pesos y hace rendir la plata? ¿A Cristina porque perdió un nietito? ¿Vota a Mauricio Macri porque es rubio? Podés pasarte horas pensando en la psicología de un personaje y eso incluye hasta el timbre de voz…

—Decía si…

—Me acuerdo que la primera vez que tuve que dar una entrevista por radio como Lucía González yo no tenía la voz, y tenía que salir al aire en diez minutos y estaba desesperada y me había sentado en un bar al lado de una mujer, y la mujer se puso hablar y dije: “Bueno, no puedo inventarme una voz de la nada pero sí puedo imitar una voz”. Entonces me fijé en esa mujer, que estaba hablando con un cliente y era arquitecta y tenía la voz así –hace una voz aguda y pastosa-, y la escuché un rato y después la imité todo el tiempo, entonces no: la verdad que nunca tengo paz.
Y lo dice sin ningún subrayado en especial. Como si dijera: esta también es información sobre mí.




Publicado en el suplemento ADN del diario La Nación, diciembre de 2011

martes, 20 de diciembre de 2011

Diez trucos infalibles para no escribir



Uno. Hacer algo con tierra. Plantar habas, pimientos y flores. Hundir caracoles en sal. Matar insectos. Seguir hormigas como se sigue la huella de un crimen.

Dos. Nadar. Inhalar de costado, retener el aire, soltarlo en cuatro brazadas, ver las burbujas saliendo de la nariz. No pensar en palabras: solo en burbujas.

Tres. Apoyar el oído sobre el pecho de alguien. Sentir el latido. Sentir la fragilidad del cuerpo y hundirse en un sopor de comodidad y angustia. Amar.

Cuatro. Poner música en el living. Bailar de modos indebidos. Tomar la guitarra y soñar con ser la nueva Janis Joplin. Procurar que nadie, en tu casa, se entere de cosa semejante.

Cinco. Fascinarse con la televisión basura. Ver Cops, Bailando por un sueño y las experiencias paranormales del canal Infinito. Ver programas del corazón. Escuchar los problemas de cama y celos de gente ordinaria. En algún momento, pronunciar la frase: “Ella tiene razón”.

Seis. Viajar a Montevideo y caminar por la Rambla. Sentir el ruido del viento y del agua y no saber qué ruido pertenece a qué cosa. Mirar el mar. Llorar por nada en especial: por solidaridad con el mar.

Siete. Ir a una tienda grande y probarse vestidos de fiesta. Mirar los precintos de seguridad. Fantasear con robar todo. Luego recapacitar. Entender que ya no vas a fiestas. Comprar dos remeras y pensar en la palabra “oportunidad”.

Ocho. Criticar a alguien por teléfono mientras se lava un plato, se hace una cama o se lleva a cabo cualquier otra acción vinculada al tedio. Compadecerse de las vidas de los otros.

Nueve. Hablar con tu abuela. Empezar con temas de salud y terminar hablando de delincuencia juvenil. Decirle que sí a todo. No pensar en su muerte. No pensar en la muerte de nadie querido, nunca.

Diez. Hacer un asado e invitar –entre tantos– a una persona sociable y otra sobreinformada. Pasar la noche tomando vino; dejar que los dos invitados entretengan al resto. Luego hacer el amor con tu pareja y dormir. No dejar que las palabras interrumpan el sueño, ni ninguna otra cosa.



Publicado en El Malpensante, diciembre 2011.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Palabra

Me mudé a un cuarto en las alturas.
Escribo y veo la hiedra sobre el muro.
Llueve, al fin.
El jardín vibra.
La bestia en mi cerebro dice:
quieta.

viernes, 21 de octubre de 2011

XY

Volviendo con Joaquín del jardín, le pregunto por qué le gusta A y no B, teniendo en cuenta que B es tan ingeniosa y simpática.
-Ah, ya sé -le digo-. A es más coqueta, más mimosa...
-Y no habla mucho. No me gustan las que hablan mucho.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Puntos de vista

Abro una carta del SMG Group en la que leo que “en estos tiempos de incertidumbre económica” nunca está de más tener un Seguro por Muerte Accidental. Si pago 88 pesos por mes, y en el medio me pisa un auto, me ahogo, o sufro cualquier otro accidente fatal, el SMG Group le da a mi hijo 800 mil pesos. Un poco impresionada se lo digo a mi marido, y su única respuesta es:
—¿Tanto???

martes, 27 de septiembre de 2011

Autobombo



"En Lanús hay un barrio llamado Villa Giardino, al lado de otro de terrenos tomados llamado Acuba. Entre ambos, un muro y un conflicto que sintetiza el espíritu de un territorio que parece inabarcable: el conurbano bonaerense. Josefina Licitra cuenta esta historia con maestría, sin pretensiones de corrección política y con una claridad que conmueve. El resultado es un relato clásico y a la vez complejo, donde no hay buenos y malos y donde las palabras, lejos de encubrir, arrojan una verdad a la cara".

"Puedes mandar a Josefina a un desierto y conseguirá una historia. Hablará con las piedras, las dunas y las nubes y te mostrará lo conmovedoras que son sus vidas.
Su relato va del género policial al drama judicial. Pero sobre todo, nos enseña las caras oscuras de nosotros mismos. Sus personajes, como Marcelo o Baldassarre, encarnan las partes que no queremos ver de la Sudamérica triunfalista del siglo XXI." Santiago Roncagliolo

"Josefina viajó hasta un lugar del conurbano bonaerense que, décadas atrás, pudo ser un jardín pero terminó en desangradero. Volvió con este relato intenso en el que se mezclan cloacas, curtiembres, ríos pútridos y muertos jóvenes, una historia de vecindad amarga de los que tienen poco contra los que no tienen nada, aunque todos hayan llegado hasta allí buscando más o menos lo mismo. Y aunque, por supuesto, ya nadie se acuerde de eso." Leila Guerriero

sábado, 24 de septiembre de 2011

Nostalgia

Recién, haciendo nada en especial, me recordé a mis trece años llorando frente al espejo del baño porque nunca, nunca, nunca conocería a Don Johnson.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Singular

En el vestuario del club las viejas se bañan, se secan, se visten.
—Bueeeno –dice una-, me voy a almorzar, me duermo una siesta y recién después lavo los platos.
—El plato –dice otra-. El plato.

Mujer hablando por celular en el colectivo

“No, no, yo te digo: Albertito es la JOYA de la familia. Una JOYA es Albertito. Vos lo llamás, le decís lo que necesitás, y él eh… cobra. Y vos vieras cómo te lo resuelve. Una joya. Todas las familias tendrían que tener un Albertito”.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Nada


Nada en mi escritorio puede sobrevivir bajo el agua. Los papeles, las fotos y los lápices se arruinan; yo no. Nado porque las gotas tocan partes que no veo de mí. Soy líquida y liquen. Me rodean el miedo y los azulejos azules. ¿Y si me quedara acá abajo? ¿Y si abriera la alcantarilla del fondo y me fuera yo también, temerosa y azul, por una cañería de ruidos guturales?
El agua es el mejor lugar para llorar en secreto.
Me gusta hundirme, encogerme, pegar las plantas contra la pared y disparar como un látigo, una bala efervescente, una raya que desova estelas de burbujas blancas a su paso. Avanzo con el pecho al ras del suelo, cuento venecitas. Los cuadrados son como edificios de una ciudad triste, y sobrevuelo todo eso –la melancolía y el tedio- hasta quedarme sin aire y dejar que el agua me suba -me suba y me salve- y me deje abrir la boca para decir: ahhh.
Ahhhh.
Qué lindo es respirar.

viernes, 26 de agosto de 2011

Claudia Piñeiro para ADN


Hay algo que la niña, de pronto, sabe. Está recostada en la cama de su madre, en la duermevela de la tarde, quizás un fin de semana, seguramente en Burzaco, seguramente a fines de 1960. Está ahí, la niña, durmiendo o mejor dicho: intentando dormir, intentando vaciarse de todas las palabras cuando de improviso llega eso: la certeza. Como una hiedra que trepa, como una oscuridad que le va tomando el cuerpo y recién a lo último llega a la cabeza, la certeza avanza y se transforma en pensamiento, y ese pensamiento dice: la muerte es.

La muerte, es.

Todo lo que está acá: el techo, la cama, los árboles, tu madre, vos misma, Claudia Piñeiro: todo va a morir. Todo va sumirse en un abismo eterno y no hay nada que puedas hacer al respecto.

—Mamá.

Claudia abre los ojos, llora.

—Mamá.

Su madre se acerca, escucha las angustias de su hija, explica lo que está a su alcance. Su madre –que décadas después morirá de Parkinson; que décadas después será nombrada en el honesto libro Elena sabe- dice lo único que puede decirse en estos casos:

—Pero si sos una nena, qué te vas a morir.

Claudia se le queda mirando: su madre no la entiende. No entiende que la certeza de la muerte la declara a ella, Claudia Piñeiro, muerta.

—Desde muy temprano tengo conciencia de que la vida es finita. Y eso cambia mucho a una persona.

Cuarenta años más tarde, en el bar Rond Point –donde ha escrito fragmentos de todas sus novelas- Claudia Piñeiro habla sin seriedad y sin sonrisas. Como si dijera: es.

—Pero bueno. Saber eso tiene algunas ventajas.

La muerte, es.

*

Tres hombres flotando, muertos, sobre una piscina de aguas calmas. Una anciana sentada en un banquito y esperando que le haga efecto una pastilla. Un arquitecto dibujando un edificio que jamás va a construir. Una escritora esperando en su departamento que el diario de la mañana golpee contra la puerta. Una mujer escondida atrás de un árbol, viendo cómo su marido discute con su amante y la empuja y la mata por accidente.

Cuando empieza a trabajar en un libro, Claudia Piñeiro no parte de ideas en abstracto sino de imágenes como éstas: construcciones enigmáticas que la acometen de un modo inesperado –como si fueran sueños o visiones o fenómenos de la naturaleza- y de las que Piñeiro va rielando, a lo largo de los meses, una historia mayor, una estructura, un esqueleto que permite que los muertos en el agua se transformen en Las viudas de los jueves; que la anciana de la pastilla se convierta en Elena sabe; que el arquitecto sea el personaje principal de Las grietas de Jara; que la escena del árbol y la amante de lugar a Tuya; y que la escritora sea la figura fuerte de Betibú: el último de todos los títulos; una novela de lectura fácil y estructura compleja que vuelve a instalar a Piñeiro en el lugar incógnito de una autora de best séllers.

Nadie sabe –y todos quieren saber- cómo hace para vender. Nadie sabe –y todos quieren saber- si hay una fórmula, un mapa del tesoro, una especulación secreta que la deposite en el lado próspero de las palabras.

De todo esto, Piñeiro sólo sabe algunas cosas: que hay que cuidar las estructuras del relato para que sean hilos sólidos pero a la vez invisibles. Que no importa tanto si un personaje es alto, bajo, rubio o morocho, como qué hacen esos personajes ante ciertas situaciones límite. Que los nombres de los protagonistas deben elegirse con infinito cuidado porque en el nombre –sobre todo en el apellido- yace la historia familiar del personaje. Que dentro de la historia –principalmente, si puede leerse como un policial- el lector nunca debe saber más que el narrador. Esas cosas sabe.

Pero las otras, no.

Alguna gente que la conoce y la quiere –este es un dato: mucha gente quiere a Claudia Piñeiro- tiene, sin embargo, hipótesis.

Dice Guillermo Martínez, escritor: “Un elemento que, creo, resultó inicialmente atractivo en su escritura fue el de develar un mundo relativamente oculto y hasta ese momento ‘no escrito’: la intimidad del country. Ese mundo aparece a la vez dentro de un relato policial, que tiene un público propio, fiel e interesado en nuevas variantes. La parte más abierta y saludable de la crítica valoró también que sus novelas abordan indirectamente las consecuencias sociales del menemismo, el derrumbe del 2001, etcétera, lo que les da el plus de ‘seriedad’, más allá de lo ‘meramente policial’ que parece necesitar la crítica para aceptar una novela policial”.

Dice Alberto Díaz, director editorial de Emecé, elegido Editor del Año por la Fundación el Libro: “Confieso que en el año 2005 leí Las viudas de los jueves más como curiosidad sociológica que por interés literario. Error. De su lectura descubrí que éste no era un libro más: había un lenguaje solvente y perfectamente adecuado al tema, capacidad para construir personajes y contar una historia sin fisuras, concienzudo detalle de un microcosmos que la autora logra elevar a categoría universal, y que en algunos momentos recuerda a Arthur Miller… A partir de entonces leí todos sus libros. Ya es posible hablar de una ‘obra’ y de una autora con voz propia”.

Dice Cristian Domingo, compañero de Piñeiro en un grupo de lectura y escritura al que Claudia aún hoy concurre, y uno de los primeros lectores de Betibú cuando aún estaba en proceso: “No creo que la suya sea una fórmula secreta, al estilo Coca Cola. Lo que convoca tanto es qué cuenta y cómo lo cuenta. Casi todos los lectores, a pesar de lo que creen algunos snobs literarios, abrimos un libro esperando que nos cuenten una buena historia. A su talento hay que agregarle aquello que decía Arlt: la prepotencia de trabajo. Cree en esto y lo practica rigurosamente. Además de que es sincera, humilde y generosa, algo que creo que es apreciado entre sus colegas, generando ese afecto que la aparta de las camarillas literarias”.

Dice Julia Saltzmann, a cargo de Alfaguara, la editorial de Piñeiro: “Tratándose de Claudia Piñeiro, me parece fuera de lugar hablar de fórmulas. La fórmula es una receta que cualquiera puede seguir valiéndose de determinados ingredientes y dosis, y no creo que las novelas de Claudia nazcan de este tipo de procedimientos. Si la pregunta, en cambio, es por qué sus libros son muy leídos, diría que es, además de por su indudable solvencia narrativa, sobre todo porque son cercanos: los lectores pueden encontrarse a cada paso con situaciones similares a las que han vivido y con formas de diálogo familiares. En cuanto a los temas, Claudia parece tener unas antenas poderosas para captar preocupaciones o asuntos que están en el ambiente. Y finalmente, creo que a todo esto se suma un factor que también resulta convocante, que es la crítica social que impera en sus libros, que proviene de un deseo muy genuino de manifestarse respecto de asuntos que nos afectan a todos como sociedad. Aunque muchas veces se la considere una escritora de novelas policiales, en la raíz de lo que hace Claudia está la dramaturgia, aquello que sí o sí quiere ser dicho en voz alta, no lo propio del secreto”.

Dice Rosa Montero, jurado del premio Clarín de Novela (que fue otorgado a Piñeiro por Las viudas de los jueves): “La verdad es que nunca se sabe por qué se vende un libro. Leo novelas superventas que me parecen horrendas y un tostón y luego hay libros maravillosos que de pronto no se venden nada. Pero en algunas felices ocasiones, como ésta, obras que te parecen apasionantes, maravillosamente escritas, con emoción, ritmo, humor, inteligencia y contenido, resulta que además se venden un montón. Cosas así son las que te hacen sentir confianza en el ser humano”.

Dice Claudia Piñeiro:

—No he tenido problemas por escribir libros populares. Aunque sí, a veces, hay un prejuicio de gente que dice “yo best sellers no leo, así que no leo lo que vos escribís”. Pero bueno. Cada uno tiene derecho a elegir qué leer. Yo tampoco leo todo lo que sale.

Y no sonríe. Y no está seria.

Como si dijera: es.

*

En el country La Maravillosa, en una casa con mesas de mármol y adornos de plata, sobre un sillón de terciopelo verde, hay un hombre degollado. La noticia llega pronto a las redacciones y en el diario El Tribuno deciden contratar a Nurit Iscar: una escritora de pasado exitoso y presente deslucido –su último libro recibió pésimas críticas, y desde entonces sólo trabaja de escritora fantasma- que pronto es enviada a vivir al country para escribir “desde adentro” y en clave de non fiction sobre las hipótesis del crimen.

Cuando llega a La Maravillosa, Nurit no sólo queda de cara al misterio de un asesinato (que luego derivará en varios). Debe internarse, también, en la incógnita mayor que supone vivir en un barrio cerrado. Interminables pedidos de datos en la entrada, calles despobladas, casas vacías y empleadas domésticas denunciadas por robarse un queso forman parte de un mundo que Nurit descubre con la boca abierta.

Algo parecido –pero sin muertos, y sin fracaso literario- le sucedió a Claudia Piñeiro trece años atrás, cuando se mudó al country de zona norte donde hoy vive y donde terminó escribiendo todos sus libros. Vino con su marido arquitecto –del que ya se separó- y con tres hijos que hoy tienen 13, 15 y 17 años.

—Me costó mucho adaptarme. Sentí una soledad muy grande, una abstinencia de no poder salir a la esquina y tomarme un café. Yo tenía una sensación que luego le presté a Nurit: la idea de que acá nada puede pasarte. Ni para bien ni para mal: nada. Me acuerdo que una vez iba hablando con una amiga acá adentro y le decía: “¿Pero con quién podés llegar a cruzarte acá…?”, y justo en ese momento pasó Nicolás Repetto, en la época del primer Sábado Bus, que era un éxito. Guau, dijimos. Nos pasó algo.
Es mediodía de un martes y en el living –sillones claros, ventanales, y una vista que da a un césped lacio, una pileta, árboles- Claudia Piñeiro sonríe con sus ojos azules. Su voz es plácida: fina. Todo lo demás es silencio.

—Igual no creas. Con el tiempo las cosas cambiaron. Ahora todo está tranquilo, pero acaban de irse catorce chicos que se quedaron a dormir. Hay escritores que sólo pueden trabajar de noche, cuando nada se mueve, je. Yo no.

Sin rituales, sin horarios malditos, sin botellas de ginebra, sin tormentas visibles: en este lugar con luz, Piñeiro escribió cinco novelas –además de dos obras de teatro, un ensayo histórico y dos libros para niños- que la transformaron en una de las autoras más populares de Argentina. Tuya es usada en las escuelas secundarias para iniciar a los estudiantes en la lectura. Las viudas de los jueves –ganadora del Premio Clarín- tiene cientos de miles de ejemplares vendidos y fue llevada al cine por Marcelo Piñeyro. Elena sabe está terminando de ser adaptada para teatro con dirección de Marcelo Moncartz e Inés Cuesta. Las grietas de Jara –ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz- también irá a la pantalla grande, esta vez dirigida por Julia Solomonoff. Betibú no baja del ranking de los más vendidos desde el mes de su lanzamiento. Y todos los libros, en definitiva, terminaron colocándola en un pedestal que a veces no es sólo simbólico. Una tarde de Navidad, caminando con su hija por un shopping, Piñeiro llegó a una librería donde se alzaba una montaña de ejemplares que en la cima, como una estrella de Navidad, estaba coronada por el rostro de Claudia.

—Fue impactante. Con mi hija nos miramos, dimos media vuelta y nos fuimos.

—¿Por qué?

—Porque noto que mis hijos necesitan preservarse de algunas cosas. Esto lo he visto mucho con los hijos de otros dramaturgos o escritores: en la obra de sus padres hay demasiada información, y ellos raramente quieren acceder a eso.

—Tus hijos, entonces, no han leído tus libros.

—No les impongo nada. Las novelas están ahí, y si quieren pueden leerlas. Pero yo no los obligo a leer ningún libro, menos todavía si es mío. Además, me parece que la cabeza de la madre está demasiado abierta ahí, y ellos son chicos y les va a costar ver qué es fantasía y qué es verdad, y quizás empiecen a pensar: “¿A mi mamá le habrá pasado esto que dice ahí?” Si eso pasa con los lectores adultos, ¿cómo no les va a pasar a ellos?

—¿Te molesta ese equívoco?

—Es raro. Con Elena sabe se me ocurrió contar que mi mamá, al igual que la protagonista, había tenido Parkinson, y eso dio lugar a todo tipo de malos entendidos. Una vez Rosa Montero me dijo: “Nunca hay que decir que algo es autobiográfico porque la gente lo interpreta mal”. Y tenía razón. La relación entre madre e hija en el libro es mala, y tuve que aclarar mil veces que mi relación con mi mamá no era mala, a pesar de que había un montón de situaciones en el libro que tenían que ver con nosotras y de las que mi madre, que tenía muy buen humor, se habría reído.

—Igualmente, Elena sabe es un libro muy duro.

—Sí. La enfermedad es dura. Es difícil de mirar. Mientras mi mamá estaba enferma yo noté que hay mucha gente que no puede mirar a los enfermos. Y el enfermo empieza a perder la mirada del otro. Entonces, veo que Elena sabe es como un primer plano de ese cuerpo. Si querés leer la novela tenés que ver todo lo que aparece ahí, y algo te va a doler.

—A vos también te habrá dolido.

—No siempre es agradable ponerte a sacar todo eso para afuera. No todo el mundo se atreve. Cuando doy clases me pasa que hay gente que trae historias y a veces te das cuenta de que esas historias tienen algo tremendo detrás y que no logran sacarlo porque es doloroso. Y a la vez, al no poder sacarlo se quedan en la superficie de la historia. El tema es poder nombrar. El recuerdo, la escritura tienen que ver con poder nombrar. Y para poder nombrar hay que tener una cierta valentía.

—Hay que escribir desde la fisura, entonces.

—De algún modo, sí. Las fisuras que tienen los personajes no necesariamente son todas propias, pero son fantasmas que uno conoce y que finalmente te permiten construir al personaje. A mí no me interesan mucho los personajes íntegros, porque no me los creo. El ser más íntegro alguna fisura debe tener, y esa grieta a su vez es el punto de empatía con el lector, que tampoco es íntegro.

—Nurit Iscar, la protagonista de Betibú, es una escritora de best sellers que se cayó del podio. Más allá de las diferencias entre ficción y realidad, da la sensación de que ése podría ser un temor tuyo.

—Sí, claro. Lo que más le presté a Nurit son fantasmas. Temores de lo que me puede pasar en unos años, cuando mis hijos tengan 20 y ya no me necesiten tanto. Fantasmas respecto de qué pasa si alguna vez sacás un libro que no le interesa a nadie. ¿Qué hacés? ¿Seguís escribiendo? ¿No seguís escribiendo?

—A su vez, dentro del libro esas preguntas aparecen en un contexto de mucho humor negro.

—Es que ése era un objetivo. Quería reírme de algunas cosas que tenían que ver conmigo. El regreso al escenario del country también se relaciona con eso. Tengo amigos escritores que llegaron a ser encasillados en un tema y se matan por correrse de ese tema, por aclarar todo el tiempo que ése no es “su” tema y que fue sólo “ese” libro, y me dije: ¿Qué pasa si lo hacemos al revés? ¿Qué pasa si vuelvo al country pero la historia es totalmente diferente? Y eso es lo que hice: mientras que Las viudas de los jueves tiene un punto de vista endogámico, en Betibú no hay nadie “de adentro” que cuente la historia.

—¿Te leen tus vecinos del country?

—No lo sé. Hace un tiempo una persona me dijo: “Así que escribiste otra vez sobre el lugar donde vivimos”, y le contesté que era un error: todos esos lugares son parecidos. Igualmente, con Las viudas pasó que el libro se vendía muchísimo y había ganado un premio importante, y el éxito creo que en eso te protege.

—Pero ese éxito también debe tener un doble filo. Betibú es el cuarto título que publicás luego de Las viudas…, y sin embargo en las contratapas de tus libros se te sigue mencionando como “la autora de Las viudas de los jueves”.

—Sí. Ese libro me produce una sensación ambivalente. Por un lado le estoy sumamente agradecida al libro y al Premio Clarín, por lo lindo que es que te conozcan un montón de lectores. Me pasa que si voy por la calle y alguien me para y me dice “leí tu libro”, sé que es Las viudas… Pero por otro lado pensás: “Basta, ya hablemos de otro…”.

—Sobre todo porque los otros libros, en mi opinión, son incluso mejores.

—Totalmente. Las viudas… tampoco es el libro que a mí más me gusta. El periodista Vicente Muleiro, que me acompañaba a algunas charlas organizadas por el suplemento Ñ, me decía que yo quería ser la viuda de Las viudas de los jueves. Y algo de eso hay.

*

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue muchas cosas. Fue, en primer lugar, una niña. Una niña que escribía muy bien. Sus composiciones se leían siempre en los actos escolares, y las maestras le decían a su madre –la de Piñeiro- que guardara esos cuentos y la madre los guardó en un lavadero. Un lavadero que un día –años después- se inundó.

—Mis carpetas de Ciencias Económicas estaban en un lugar privilegiado dentro de la casa, pero mis cuentos estaban ahí. No quedó nada.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue una contadora eficiente –el mejor promedio de su promoción en Ciencias Económicas- que trabajaba para un estudio importante, y que solía llorar en el ascensor de la empresa.

—Eso lo conté en algunas entrevistas, y desde entonces me ha pasado de encontrarme con ex socios de ese estudio que me preguntan: “¿Fui yo el que te hizo llorar?”. Je. Todos creían que podían haber sido. En ese estudio debemos haber llorado varios.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue una mujer de veintinueve años y tailleur inmaculado que subió a un avión rumbo a San Pablo con el fin de hacer un inventario en una fábrica de tornillos. Para no pensar en los tornillos –para no seguir llorando- Piñeiro abrió el diario, y vio un aviso: la editorial Tusquets convocaba a un concurso de novela erótica llamado “La sonrisa vertical”. Piñeiro decidió presentarse. Pidió licencia en el trabajo para dedicarse a escribir, y escribió. Y con esa primera escritura salió finalista del premio.

—Ahí pensé: “Esto puede que funcione no sólo por placer. Acá hay algo”.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro escribió, finalmente, en el año 2005, Las viudas de los jueves: una historia que trabajó en el taller de Guillermo Saccomanno y que la terminó instalando como autora de renombre en el escenario literario argentino primero, y en el internacional después.

Ahí fue cuando Las viudas de los jueves, al menos en la vida de Piñeiro, dejó de ser un libro para transformarse en un punto de partida: Piñeiro, ante los ojos de todos, empezó a nombrar. Así llegó Tuya, un thriller de humor ácido –escrito antes de Las viudas..., pero publicado después- que se lee en una sola noche de insomnio. Llegó Elena Sabe: un relato honesto y lacerante sobre la enfermedad y la vejez. Llegó Las grietas de Jara, una metáfora sobre el desmoronamiento –familiar y social- que tiene de telón de fondo la cara oscura del boom inmobiliario. Y llegó Betibú: un policial de lenguaje llevadero y exacto, que Piñeiro construyó cruzando humor, fantasmas y varias páginas de medicina forense.

—Sí, leo libros de medicina forense. Tengo dos que se usan en la Facultad. Si el primer asesinado muere degollado, yo tengo que leer todas las posibilidades de degüello que hay: para arriba, para abajo, con un chorro de sangre en la mano, con la mano limpia… –enumera con una voz dulce, delicada: maligna.

—¿Y nunca hablaste con un forense?

—No. Lo que pasa es que no conozco a ninguno.

Los ojos de Piñeiro –azules, oscuros- se detienen en alguna observación remota.

—Pero sería bárbaro, ¿no? No podés hablar con mucha gente de cómo es un degüello.

Silencio.

—De la muerte, bah.

De la muerte. No podés, dice Piñeiro, hablar con mucha gente de la muerte.

viernes, 24 de junio de 2011

Adriana Lestido para ADN

Foto: Andrea Knight.

La mujer se levanta a las cuatro de la mañana. Calienta el agua y toma los libros, la birome, el mate, las galletas. Toma la carpa. Luego sale a la calle de arena y camina. Arriba hay un cielo traslúcido: la anunciación del día que todavía no empieza. La mujer avanza hasta la playa. Monta su carpa, se hinca frente al mar, respira. La mujer respira. Como si fuera un acto de limpieza –y no otra cosa- respira. Es verano. Pronto el sol muestra su borde incandescente. La mujer se estira, medita, hace yoga, desayuna. Lee. A veces escribe. A veces nada. Las horas van pasando y la gente llega con sus bolsas y sus ruidos. A las once de la mañana la mujer se va.

Y al día siguiente todo es igual.

Y al día siguiente.

Y al día siguiente.

Hasta que un día la mujer se levanta pero no va a la playa. Hace su bolso y parte de viaje. Se va hasta un bosque, una provincia, una persona: otro lado. Y toma una foto. Y en la foto que toma están la playa, los días, las horas tempranas. Está el silencio. La mujer, más que hacer una foto, realiza una captura de su propio pasado.

Así trabaja Adriana Lestido.

Por eso sus imágenes, además de producir belleza, duelen.

—Cuando estoy viviendo en Gesell voy a ver casi todos los amaneceres. Sentir el poder del día cuando se hace es infinito. Sobre todo en verano. Esas son horas de limpieza.

Ahora está en Buenos Aires. Toma mate en un departamento chico de San Telmo y desde la ventana -en un piso noveno- pueden verse los techos, las terrazas, los alféizares, en fin: la ciudad de la que huyó. Lestido viene cada vez menos a este sitio y su casa, a esta altura, transcurre en el trance de los lugares vacíos: están los libros, está el laboratorio, están las plantas. Pero el alma de Lestido, no.

El alma está en el mar.

—Es el paisaje que más amo. Aunque lleva un tiempo encontrar un equilibrio allá. Cuando hago clínicas, que son espacios de conexión con uno, trato de llevar a mis alumnos a la sierra o a un río, porque el mar puede desequilibrarlos: el mar es pesado.

Ahora sonríe: una línea fina –blanca- sobre el rostro oscuro.

—Pero yo estoy bien. Aparte me hice muchos amigos allá. Es una linda forma de estar sola.

*

Adriana Lestido es una de las fotógrafas documentales más influyentes de las últimas décadas. Fue la primera fotógrafa argentina en recibir la prestigiosa beca Guggenheim. Ganó premios y subsidios como el Hasselblad (Suecia), el Mother Jones (Estados Unidos) y el Konex. En 2010 fue nombrada Personalidad Destacada de la Cultura. Y su obra integra las colecciones de museos de Argentina, Estados Unidos, Venezuela, Francia y Suecia. Pero esto en realidad no explica nada.

Guillermo Saccomanno, prologuista de algunos libros de Lestido -y vecino suyo en Villa Gesell- reescribe todo lo anterior de la siguiente manera: “A través del tiempo Adriana fue depurando su visión, volviéndola más austera y a la vez más poética. Lo que sugiere no sólo un enorme dominio del oficio sino de la transmisión de sentimientos. Creo que hay una sola forma de capturar estas impresiones. Y es poniéndose, sin demagogia ni pietismo, en el lugar del otro. Solidariamente. Y Adriana lo hace”. Eso dice Saccomanno. Y luego dice otra cosa: dice que frente al famoso dilema de qué hacer frente a un chico herido en un combate (si asistirlo o fotografiarlo) no hay dudas de que Adriana ayudaría la víctima y dejaría en un segundo plano la búsqueda de belleza. “Esta perspectiva ética es justamente la que la diferencia del resto de tantos de sus colegas –dice-. Y, a la vez, es la que la distingue superando lo profesional y consagrándola como artista”.

Después, claro, está lo que dice el cuerpo.

La altura de Lestido es extraña: sus piernas son largas –jóvenes-, pero el torso –con los hombros inclinados levemente hacia delante- parece habitar y a la vez producir algún tipo de noche. El cuerpo de Lestido es una callada prolongación de su pensamiento. Es eso. A Lestido le gusta que no se la sienta. No sólo cuando trabaja sino también cuando publica. Lestido quiere diluirse a tal punto que sus fotos dejen de ser suyas y la persona que las mira pueda pensarlas como propias. Le pasó con el retrato “Madre e hija” en Plaza de Mayo (1982): la tomó un colectivo feminista y la puso en las calles sin consultarla ni ponerle el crédito. A ella le gustó. Cree que sólo así –cuando el autor se vuelve anónimo- las fotos pueden crecer a través de tiempo.

—¿Te pasó con alguna otra imagen, aparte de la de la Plaza?

—Sí. Con “La Salsera”, la de la pareja abrazada. Con esa armé mi pensión vitalicia.

Ríe. Sus ojos –chicos- son dos trazos de sombra que se apoyan en una sombra mayor. Lestido está bronceada. Pero su piel no es el resultado de una apuesta estética sino de un diálogo con la luz. Lestido sabe hablar. Con la luz o con lo que sea. Para el fotógrafo Juan Travnik –ganador también de una beca Guggenheim- esta facilidad para el diálogo tiene que ver con el amor. “Al partir del amor por el otro, Adriana pone en juego un respeto y un cuidado por no dañar a ese otro, ya sea una persona, un animal o una planta –dice-. Eso hace que en sus imágenes no se encuentre esa exhibición morbosa o especulativa de las heridas con que casi se regodea -vanamente- el que supone que con la presentación de lo terrible concreta un trabajo ‘denso’ y ‘comprometido’. Si se parte del amor y de una espiritualidad profunda, termina siendo difícil caer en una torpeza como esa”.

*

Hubo una primera foto. No era suya sino de Dorothea Lange. Se trataba de uno de los tantos registros que Lange había hecho en tiempos de Gran Depresión americana. En la imagen podía verse una mujer con sus hijos, sumida en la desesperanza de esos días terribles. Adriana vio esa copia y supo, antes en el cuerpo que en cualquier otra parte, que iba a ser fotógrafa. A fines de los ‘70 empezó a registrar niños en las plazas. Y en 1982 se inició como reportera gráfica en el diario La Voz, donde estuvo hasta 1984, cuando entró a la agencia Diarios y Noticias (DyN).

En el medio de todo eso, hubo una mañana.

Una mañana de 1982, en la que habían enviado a Lestido a cubrir una manifestación donde se exigía una respuesta por los miles de desaparecidos de la última dictadura militar. Lestido –quien había entrado a La Voz hacía una semana- tenía sólo veinticuatro años y una cámara. Eso fue suficiente. Frente a ella había una madre y una hija con pañuelos blancos sobre la cabeza, gritando su dolor y su furia por un hombre -marido y padre a la vez- que aún no daba señales de vida. Ni las daría nunca. La escena reescribía, a su manera, la imagen de Dorothea Lange: el vacío, la soledad y el asco de existir armaban su geografía en ese par de mujeres.

Lestido tomó la foto. Y sucedió el comienzo.

Hospital Infanto juvenil (1986/88); Madres Adolescentes (1988/90); Mujeres presas (1991/93); Madres e hijas (1995/98); El Amor y Villa Gesell (1992/2005), Interior (2011): basta mirar los ensayos y las series que hizo a lo largo de las décadas para intuir que los cuerpos -las formas- son para Lestido el resultado de una transacción. Los cuerpos son la condición para que se presente el alma. Sin ellos no habría nada. Las imágenes de Lestido –madres, hijas, presas, niñas; ahora también paisajes- suelen mostrar lo que no puede ser dicho.

—Durante mucho tiempo se dijo que yo retrataba el universo femenino –dice Lestido-, pero no es eso: yo retrataba la constante ausencia de lo masculino, que no es lo mismo. Ese fue el eje de mi trabajo durante décadas. Pero ya no. Creo que esa parte sanó en mí. Ya vi todo lo que necesitaba ver.

Incluso ya se tomó el trabajo de volver a ver lo que había visto. En el año 2010 Lestido hizo Lo que se ve (1979-2007), una exposición retrospectiva en la que trabajó durante dos años. Cada una de esas fotos, unidas entre sí por un hilván herido, formaba –y sigue formando- la postal de un universo roto; de una soledad que se presenta como un juego de muñecas rusas donde cada ausencia lleva adentro otra ausencia. Y donde en el fondo de todo está la belleza.

Después de esa edición –con la que dio por terminado el período de las “ausencias”- Lestido tardó tres años en hacer algo nuevo.

—Uno no es una máquina –explica-. Antes de hacer algo, uno está obligado a preguntarse: ¿Para qué lo hago? ¿Para estar en el candelero? ¿Para hacer una muestra por año? ¿Para que no se olviden de mí? ¿O se trata de una necesidad vital, evolutiva? Yo estoy todo el tiempo en frecuencia creativa, pero por ahí paso mucho tiempo sin hacer una foto. Y no me preocupa. No soporto la pregunta “¿en qué proyecto andás?”

Lestido resopla.

—Y yo no ando en nada, qué sé yo: estoy mirando el amanecer. Y la verdad que eso me alimenta más que montar una escena de creación sólo para que se suponga que estoy haciendo algo. Frente a tanta imagen y tanta nadería, prefiero preguntarme: ¿Llego al hueso con lo que estoy haciendo? ¿Me transforma lo que hago? ¿Podría vivir sin hacer lo que hago? ¿Entonces para qué lo hago? ¿Puede transformar al otro lo que hago? ¿Puede sentir propias las imágenes? ¿Le da ganas de hacer fotos? Ése es el compromiso que uno debe asumir.

—El compromiso del arte entonces es con uno mismo.

—Sí. Hay una malversación del concepto de arte y de compromiso. Creo que el compromiso tiene que existir, pero con uno. Uno tiene que saber detenerse. Todo es cuestión de parar, vaciarse y hacer espacio para llegar al hueso. La creación para mí es eso: espacio y limpieza. Para mí no existe la página en blanco: la página está llena de cosas y tengo que depurar para poder conectar. Yo conecto desde el vacío y eso lleva muchísimo trabajo.

*

Lestido empezó a tomar fotos con una cámara de su padre. Estaba guardada en el ropero de su casa, en el barrio de Mataderos, a pocos minutos del mercado de Liniers. La cámara tenía fuelle y es de suponer que las fotos de la infancia –Adriana a los cuatro, cinco años- fueron tomadas con ese artefacto. Pero ella no recuerda a su padre con la cámara. Sólo recuerda lo otro.

En 1961, él cayó preso por estafa. Ella tenía seis años; él 31. Él quedó en la cárcel de Caseros hasta que Lestido cumplió doce; ella iba a visitarlo. Luego creció. Estudió Ingeniería. Le gustaban las matemáticas, pero en cuestión de meses la carrera le pareció un espanto. Lestido no entendía nada. Cursó las materias durante 1973, y mientras tanto empezó a militar en una franja estudiantil. Así conoció a Willy, un estudiante que leía a Marx, Lenin, Mao.

—Yo también leía –dice Lestido-, pero por obligación.

Empezaron a militar en la Vanguardia Comunista. A esa altura, Lestido no era valiosa como alumna pero sí como militante. No recuerda si estudiaba algo. Sí recuerda que, llegada la dictadura militar, se fue de la facultad porque había llegado la proletarización.

—Me fui porque tenía que entrar a trabajar en las fábricas. ¡Dios mío! Trabajé un día en una fábrica textil pero no me lo banqué. Jamás en mi vida había cosido a máquina. Mi trabajo era cortar las hilachas de unas telas y reponerles los trozos de telas a otras compañeras. Hasta que un día les dije a mis compañeros: “No puedo”. “Bueno -me dijeron-. Entonces estudiá enfermería; la revolución necesita enfermeros”. “¿Pero no puede ser medicina?” les digo. “No: enfermeros” me dicen.

Lestido estudió enfermería durante un año. Hasta que un día tuvo que preparar el cuerpo de un anciano muerto y no lo soportó. Huyó. Y de alguna forma que ni siquiera ella recuerda del todo, llegó 1978. Que es lo mismo que decir el año negro.

—Desaparecieron Willy y un montón de amigos. Él tenía 29 y yo 23. Tiempo después decidí estudiar cine. Fue en el ‘79. Recién hace unos años me cayó la ficha de que su ausencia algo tendría que ver con mi trabajo. La necesidad de registrar las cosas con imágenes, supongo. De poner, ante lo ausente, la imagen.

Lestido empezó a hacer fotos el año en que Willy desapareció. Y empezó a analizarse cuando empezó a hacer fotos. Las dos eran formas distintas de conocimiento: si faltaba una u otra, Lestido sabía que se derrumbaba.

Hoy –a treinta años de ese año- Lestido no se rompe tan fácilmente. Pero reconoce sus propios pilares. Y siguen siendo –palabras más o menos- los mismos.

—El análisis y la fotografía van en una misma dirección: te ayudan a ver aquello que tu ojo no ve. Yo no fotografío lo que vi, porque si ya lo vi… ¿para qué lo quiero en papel? Lo que quiero ver es lo que no ve mi ojo. Fotografío lo que percibo pero no llego a ver.

—¿Por eso tus fotos siempre son en blanco y negro?

—Creo que sí. En los sueños uno no se acuerda del color. No es que soñemos en blanco y negro: simplemente, es imagen sin color. Y lo mío es eso, más que nada: no es que ame el blanco y negro. En realidad quiero sacarle el color a la imagen.

Su último trabajo fue un encargo de Insud: un grupo económico con un brazo filantrópico que le pidió a Lestido que hiciera un registro de la labor de conservación del medio ambiente y de lucha contra las enfermedades de la pobreza (chagas, dengue) que el Grupo tiene en ciertas provincias de Argentina. Lestido aceptó. Pero lo hizo a su manera. Tomó su cámara Leica y su libreta de notas, y se fue sola a recorrer los pueblos. El resultado es un libro donde la naturaleza tiene la misma entidad que las personas, y donde hasta las orquídeas se desnudan de todo color.

—En México también me pidieron que hiciera un laburo en unos bosques y… bueno. Capaz que imaginaban algo verde.

Se ríe.

—Pero yo quiero ir cada vez más a lo esencial. No sé bien por dónde, pero sé que la Naturaleza me va a guiar.

El trabajo, que ahora está en las librerías, se llama Interior.

No podría llamarse de otra forma.

martes, 14 de junio de 2011

Aurora Venturini, para Revista Ya (diario El Mercurio)



La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, es una ciudad de casas bajas, veredas anchas, árboles robustos. Pájaros.

—Nena, ¿vos conocías La Plata ya?

—Nací acá.

En una calle común –una calle inmersa en una eterna siesta- hay una casa también común.

—¿Y qué apellido tenés, nena?

—Licitra.

Primero se ve una puerta pequeña, luego un pasillo, finalmente otra puerta.

—¡Licitra! Yo me acuerdo de Ducezio Licitra, ¿era tu abuelo? Él era profesor de italiano en la escuela Normal donde trabajé yo y tu abuela era Maite, ¿no? Ella fue mi compañera y yo era muy amiga de su madre, que era la directora de la escuela.

Detrás de la segunda puerta hay un departamento de tamaño moderado con espacio para un baño, una cocina, un patio, un dormitorio y este living.

—¿Y tu abuela cómo está? –se toca la sien- ¿Está bien de la cabeza? ¿Y de físico?

—Está bien, tiene que cuidarse con la comida pero...

—Ah, está gorda entonces.

El living tiene paredes de un verde limón muy claro, y sobre las paredes hay fotos de Eva Perón, algún ángel de cerámica, una imagen de Jesús, un afiche de la película El Pibe, una foto de Borges con su madre, y diplomas enmarcados.

—Yo peso 50 kilos nada más. Siempre fui de poco comer. Siempre fui muy desganada. No tomo vino. Ahora para las fiestas apenas un poco de champán. Pero siempre pesé igual. Sólo comía para tener presión, mirá lo bien que estoy.

El cuerpo de Aurora Venturini es una rama. Una rama donde cuelgan, prolijamente, los colores y las cosas: un tailleur de lino gris, unos aretes dorados, un prendedor también dorado, un rouge marrón con brillo tornasol. Arriba, como una pequeña copa de árbol, el cabello castaño –levemente rojizo- se curva quietamente sobre el rostro óseo, pequeño, maquillado.

—¿Vos comés? Sos flaquita vos. Es lindo ser flaquito. ¿Querés comer algo? Tengo un arrolladito comprado porque yo no sé cocinar, nunca me salió, nunca me interesó. Siempre fui una inútil, por eso me separé dos veces. Cada matrimonio fue una guerra. Pero yo no acuso a los hombres. Me acuso a mí. No se puede vivir conmigo.

—¿Qué es lo difícil?

—Que lo único que me importa es escribir. Ese es el comienzo, el transcurso y el fin de mi vida. Es lo único que he tenido.

Aurora calla y mira a los ojos. Se la ve serena y afilada como un escalpelo que descansa sobre la mesa limpia de un quirófano. Al alcance de su mano –nudosa- hay una computadora portátil. La usa sólo para mandar mails; el resto de las cosas las escribe a máquina. Porque Aurora Venturini –hay que aclararlo- escribe. No es lo único que ha hecho -también fue docente, psicóloga, traductora de italiano y francés, jinete de salto en el Club Hípico de La Plata, y amiga íntima de Eva Perón- pero la escritura es, de todas, la actividad más acabada, silenciosa y vital que Aurora llevó a cabo en estas décadas. A lo largo de sesenta y cinco años publicó más de treinta libros –poesía, narrativa, ensayo, crítica e investigación- de cuya existencia poca gente estaba al tanto. Pero a ella no le importó. Nunca escribió, dice, pensando en la mirada de los otros.

—Yo siempre me pagué mis ediciones porque no me gustaba ir a pedirle nada a nadie. Y después gané muchos premios, pero locales. De la provincia, del municipio, después tengo uno en Verona porque escribí sobre Verona... Pero eran premios que no retumbaban afuera. Hasta que en Página/12 me premiaron y ahí sí.

Aurora –su voz rasposa, lijada: vieja- sonríe.

—Ahí todos se dieron cuenta de quién soy yo.


La prima


Aurora Venturini, de ochenta y nueve años, recién se hizo célebre a los ochenta y seis. En ese entonces, había enviado un manuscrito al Premio de Nueva Novela organizado por el diario matutino Página/12 y su texto provocó estupor, ganó y se convirtió en un libro: Las primas.

Y en Las primas pueden leerse cosas como ésta:

“Betina sufre un mal anímico. Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.

Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.

Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo”.

Cuando leyeron esto –por no hablar del resto del libro- los miembros del jurado –entre otros, los escritores Guillermo Saccomano, Juan Sasturain, Alan Pauls, Rodrigo Fresán y Juan Forn- se dejaron llevar por la frescura y la fiereza y creyeron que se trataba de un joven talento. Pero abrieron el sobre con la identificación del ganador, y era Aurora: una octogenaria con un curriculum tan largo como su propio olvido. Días después, Liliana Viola, periodista de Página/12, llamó a Aurora para avisarle que tenía altas posibilidades de ganar el concurso.

–¿Aurora Venturini? –dijo.

–Sí, señorita.

–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?

–Sí, señorita, me presenté con Las primas.

–¿Sabe que está entre las 10 finalistas?

–No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.

Con esa última frase, Aurora estaba haciendo un guiño a Gustave Flaubert, a quien se le atribuye falsamente una frase similar -“Madame Bovary soy yo”- que se habría usado para defender la entidad de una obra que en su época fue altamente cuestionada. Al igual que Madame Bovary, Las primas también es un libro incómodo para su época: en tiempos de corrección política, Aurora se despachó con un relato ácido y falsamente candoroso sobre una familia donde abundan los mundos hostiles, los deformes, los silencios terribles y la gente con retrasos cognitivos.

—Estos personajes son figuras recurrentes no sólo en Las primas sino en buena parte de sus libros, incluido Nosotros, los Caserta, que acaba de salir. ¿Por qué?

—Porque en mi familia hay unos cuántos. Eso pasa cuando en una familia se casan entre primos para defender alguna herencia, un apellido, esas cosas de antes. Y claro, la sangre repetida si no es pura y sana siempre va a traer esas dificultades. Pero es gente buena. Es otro plano, digo yo. Gente buena.

—¿Ellos no se molestan con sus dichos?

—Cuando vieron el libro dijeron “somos nosotros”. Pero yo les dije que no eran. Y al final dijeron “bueno, total no importa”. Mucho no se dieron cuenta, creo.

—La protagonista, Yuna, tiene un problema de dislalia…

—Yo no. Sólo tengo problemas con la habilidad manual.

—Pero digo: Yuna tiene problemas para pasar de la palabra abstracta a la palabra hablada. La pregunta es si usted nunca tuvo…

—¿Autismo decís?

—No, no digo autismo. Me refiero al problema de Yuna: piensa una cosa pero después dice otra.

—Ah, sí, pero eso nunca me pasó. Ese problema es de una prima mía. Pero tampoco se enteró.

—¿Tiene hermanos?

—Hay dos chicas. Dos muchachas. Hay una que no sé si vive. La otra la veo de cuando en cuando.

—No tiene trato con ellas.

—No. Estoy desapegada, digamos. Yo quiero estar en mis cosas. Si no, no podría haber escrito tanto.

—¿Qué es para usted la familia, entonces?

—Un inconveniente. Salvando la familia, podés hacer lo que quieras. Pero no te estoy aconsejando, ¿eh?

Aurora nació en La Plata. Su padre tenía seis caballos, era jugador, dilapidó su dinero en el hipódromo y un día se fue de la casa. Su madre era docente y era –a ojos de Aurora- una pobre mujer sola. En el medio de todo eso, Aurora creció como pudo, estudió como pudo, se hizo peronista –también como pudo-, y con esa última elección logró lo que ningún amor había logrado: que su padre regresara. El hombre –antiperonista- retornó a la casa sólo para echar a Aurora del hogar. Luego de echarla, él volvió a irse y en algún momento murió –Aurora no sabe cuándo- y años después su madre también murió –y Aurora no la lloró.

—La única que me visita es una prima. No quiero que venga nadie más. Me desordenan todo. Siempre que viene mi prima me pregunta cómo hago para meter tantas palabras a través del cablecito de la computadora.

Aurora mira la mesa. Sólo están la máquina y sus manos: el hueso de sus manos.

—¿Y usted qué le dice?

—Que no sé. Que nadie sabe.


Suerte


Desde que ganó el premio de Página/12, Aurora obtuvo varios otros premios –entro ellos el “Otras voces, Otros ámbitos” de El Corte Inglés de España-; recibió infinitos elogios del escritor Antonio Vila Matas –quien publicó una reseña de Las primas en el diario El País-; fue traducida al francés y al italiano; fue llevada al Teatro Nacional Cervantes –donde se adaptó su libro a una obra de teatro llamada “Las primas o la voz de Yuna”; devino columnista de Página/12; y su nuevo título –que en realidad es la reedición de uno viejo, llamado Nosotros, los Caserta- acaba de ser publicado por Random House.

—Ahora me reconocen, me hacen notas, me publican en editoriales grandes, ahora soy bárbara.

—¿Por qué antes era ninguneada?

—Porque yo era peronista. Tenía lindas cosas escritas, pero nadie me daba bola.

Aurora conoció a Eva Perón cuando armó su Fundación en La Plata. Para ese entonces –fines de la década de 1940- Juan Domingo Perón había llegado a la ciudad y un grupo de universitarios -Aurora entre ellos- había ido a recibirlo. El encantamiento fue instantáneo: Aurora, de familia radical, se sintió peronista para siempre. Consiguió un puesto en el área de Minoridad del gobierno bonaerense –Aurora era licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación- y luego le pidió al gobernador –con cuya mujer tenía trato- que le presentara a Eva Perón, pues quería trabajar con ella. Tiempo después, Aurora estaba trabajando en la Fundación.

—Nos hicimos muy amigas con Evita. Era muy buena persona, muy bella, un cutis perfecto, un encanto. Me acuerdo lo contenta que se ponía tu bisabuela cuando yo iba a ver a Evita. Tu bisabuela tenía un tapado de tigre, ¿no se lo conociste? Qué chiquita era tu bisabuela. Era –Aurora baja la mano- una cosa así tu bisabuela, no sé cómo tu abuela nació tan alta. Tu bisabuela siempre me preguntaba por Evita.

—¿Y usted qué le contaba?

—Que era una mujer buena. Yo no sé por qué la criticaban tanto, nadie hizo por los pobres lo que hizo Evita Perón. Yo la quise mucho. Me acuerdo de los últimos días de la señora. Muy sola estaba. Ya no servía. Así somos. Yo me acostaba al lado de ella y la ayudaba a pasar el tiempo contándole chistes. ¡Cómo le gustaban los cuentos! “Contame el del burrito” me decía. “Contame el del judío”. Cómo le gustaba el del judío.

Aurora cuenta el chiste del judío. También el del burrito.

—Ves que no son cuentos pornográficos. Había algunos un poco zarpados nomás, pero a ella la divertían. Estaba tan enferma… Si no me pedía chistes, me pedía que le hablara de Heráclito. Yo le decía: “El tiempo es una entidad metafísica y no corre: el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto”.

—¿Cómo se relacionaba Eva Perón con la idea de su muerte?

—Ella sabía lo que tenía. Pero no se resignaba. Cuando el doctor le dijo lo del cáncer ella le pegó un carterazo tremendo. “¿Yo voy a tener cáncer? No tengo tiempo” gritó. Ella se murió demasiado pronto. Como Néstor Kirchner. Algunos se mueren pronto y otros muy tarde. Mirá a Perón: se volvió un viejo chocho, se casó con la enana y lo manejaban todos. Mejor que se hubiera muerto el día que bombardearon la plaza.

Cuando llegó el golpe militar de 1955 –que destituyó a Perón de la presidencia y se anunció con un bombardeo sobre la Plaza de Mayo- Aurora se exilió en París, donde vivió entre la crema de la intelectualidad existencialista. Allá tomó clases con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, estudió psicología en el Instituto de París, compartió noches de juerga con Albert Camus y Juliet Gréco y bebió tanto pernod que años después se volvió abstemia. “Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. Él se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: ‘Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí’. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras” dijo Aurora hace cuatro años, en su primera entrevista con Página/12. Pero ahora sólo dice esto:

—En París me quedó una amiga, Juliet Gréco, aunque no sé si murió. ¿Murió Juliet Gréco?

—No sé.

Aurora estira la mano –el nudo de sus dedos- y toma un pastillero de tres pisos. De un compartimento saca una pastilla rosa –fluorescente- y se la apoya en la lengua. Luego busca el agua, traga, respira hondo.

—Sí, sí: murió Juliet Gréco. Igual si estuviera viva no puedo ir a verla. Desde hace seis años que no viajo. No puedo viajar con todas estas pastillas, a ver si en la aduana dicen que son drogas, y además viajar para qué. Ya viajé mucho. Ahora me cuesta subir escaleras, tengo miedo a las escaleras mecánicas, y todos mis amigos están muertos.

—¿Y usted qué piensa de eso?

Aurora mira: algo –un silencio- se raja en sus ojos.

—Se fue otra, qué suerte: yo todavía estoy. Eso es lo que pienso.

lunes, 13 de junio de 2011

Taller de crónica periodística

Cómo contar historias reales. Cómo producir mirada. Cómo buscar y organizar la información. Cómo autoeditar un texto. El objetivo de este taller es transformar un “hecho” en una pieza periodística ágil, sólida, publicable y con cualidades propias de la literatura. Para ello, se trabajará sobre textos de los alumnos y sobre piezas clásicas y contemporáneas de no ficción.
El taller durará 8 clases. Fecha de inicio: 5 de septiembre. Cupos limitados.
Informes: josefinalicitra@gmail.com

martes, 3 de mayo de 2011

El primer año del resto de nuestras vidas*

Parezco muerta. En las fotos y las filmaciones posteriores al parto todos están sonriendo y acunando al niño pero yo, en un segundo plano –dios mío, por qué no me habrán tapado- parezco muerta. Estoy tendida en una cama de hospital y tengo la piel pálida, los ojos cerrados, el cabello enmarañado y la boca abierta en forma de “A”, como si mi último aliento hubiera ido acompañado por la palabra “basta”.
A mi alrededor –a juzgar por los videos que estoy viendo- la gente ronda. Mi marido filma y hace chistes. Mi madre dice algo como “yo lo voy a alzar recién a los seis meses” pero después va y alza al bebé. Luego van llegando las visitas: abuelos, suegra, cuñado, tíos, amigos. Todos circulan, hablan en voz baja y hacen ruido de desenvolver regalos. Más tarde llegan los hijos de mi marido. Qué chiquitos están. Miran a través del cristal de la cuna y hacen un gesto de callado estupor. “Creo que se parece a mí” susurra uno de ellos. Alguien les da charla: alguien intenta hacerlos sentir importantes. Los niños se sientan en un sillón. Hablan con mi madre. Mi tío conversa con mi prima. Mi amiga le dice a su hijo: “Cuidadoquedatequietoniseteocurra”.
De fondo, despierto de mi sopor y pronuncio algo inteligible pero nadie se entera. Todos están felices.
Nació Joaquín.

*

Tuve un hermoso embarazo. No subí de peso a niveles preocupantes, todos me decían que estaba linda y yo pasaba los días escribiendo, comprando cosas para el cuarto del bebé y haciendo planes con Juan, mi marido, respecto del lugar donde pondríamos el trípode y la cámara cuando llegara la hora del parto. Juan tiene tres hijos de un matrimonio anterior, pero aún así tuvo el amoroso gesto de acompañarme en muchas de mis ñoñerías de madre primeriza: fuimos juntos al curso de preparto, juntos le cantamos canciones al niño (o sea: le cantábamos odas enteras a mi propia panza) y juntos nos alegramos cuando un familiar lejano nos regaló el “Libro del Bebé”: un cuaderno con espacios en blanco para llevar un diario del primer año de vida.
Ahora, a casi seis años del nacimiento de Joaquín, leo el Libro del Bebé –que empezó a ser completado en los días posteriores al parto- y me siento embaucada por mí misma. “Estos fueron algunos de los regalos que recibió Joaquincito: muchos perritos de peluche, algunos juguetitos, ropita, una mamaderita y este libro. ¡Ah! ¡Y un hermoso dinosaurio Barney!”. ¡Ey! ¿Por qué escribía así? ¿Qué pasó? La pregunta ya no alude a mi coeficiente intelectual sino –todavía peor- a mi honestidad. Si me guío por el Libro del Bebé, parece que mi primer año de maternidad fue hermoso (“hermosito”). Pero de acuerdo con mi propia memoria fue un año duro. Lindo –sanador- pero duro.
Desde el primer minuto: duro.
El parto, contra todos mis pronósticos de embarazada optimista, fue un martirio. Los detalles son muchos y son tediosos, pero la conclusión es que luego de seis horas de un trabajo extenuante –yo me negaba a la cesárea- alguien dijo algo como “nena, ya no se puede esperar más”, me puso anestesia y me llevó casi dormida al quirófano.
No vi nacer a mi hijo.
La primera imagen que recuerdo es la de Juan sosteniendo a un bebé y diciendo “este es Joaquín”. Luego parece que volví a dormirme. Juan dice que lloré.
Esa, quizás, debería ser la primera foto del Libro del Bebé.

*

Una mañana subía una escalera con mi hijo –de entonces cuatro meses- cuando pisé mal un escalón y perdí el equilibrio. No fue ni siquiera un tropezón: fue una vacilación, una fracción de segundo que quedó por afuera de las marcas del tiempo. Al final no pasó nada: pronto recuperé el control. Pero en ese lapso casi microscópico sucedió algo que dejó una marca: cuando vi la posibilidad de una caída, sin pensarlo acomodé el cuerpo de manera que –en el caso de que el azar necesitara romper algunos huesos- la única candidata al desastre fuera yo.
No sé si fue amor o fue instinto. Sólo sé que esa mañana, con las posibilidades de la salvación y el daño llegó, también, una certeza ulcerante: entendí que mi cuerpo ya no era mío. Entendí que mi tiempo –otra clase de cuerpo- tampoco era mío. Y entendí que ese cambio de rumbo, que algunas décadas atrás se vivía sin grandes dramas (el destino de las mujeres casi siempre estaba signado por un hombre) podía llegar a ser –y es, de hecho- una fuente de conflicto: si querés ser dueña de tus pisadas, quizás no sea buena idea tener un hijo.
Porque ser madre es –todo junto- florecer y morir un poco.
Y a mí me gusta.
Necesito morir y necesito florecer. Todo el tiempo.

*

Les mando un mail a mis amigas con hijos. Les pido que me escriban, en cuatro líneas, un resumen de su primer año de maternidad. Lo primero es que no escriben cuatro líneas: me mandan muchos párrafos, muchos mails, no pueden parar de desahogarse. Raro: pasa el tiempo, los hijos crecen y las mujeres necesitamos seguir hablando del primer año del resto de nuestras vidas.
Estas son las respuestas.
Amiga 1: “¿Si fui feliz? No lo sé. Tenía demasiado sueño, demasiado miedo y demasiado todo para darme cuenta. Podría resumirlo así: fue el año en que aprendí a no ser yo. Alguien me reclamaba y yo tenía que llegar. También fue el año en que me separé. La experiencia ‘niño’ fue devastadora para ‘la pareja’. Mi hijo tenía cólicos y yo no dormí hasta los siete meses. El pediatra me consolaba con la frase ‘los bebes con cólicos son propios de madres inteligentes’. Un año después de separarme estaba saliendo con el pediatra”.
Amiga 2: “Los primeros tiempos no fueron malos. No me sentí ni tan angustiada ni tan puérpera ni tan desbordada. Pero a partir de los seis meses me vino la angustia toda junta. Primero porque no sabía cómo llevar mi vida laboral y reubicarme, y segundo porque mi preocupación por eso enojó mucho a mi marido. Yo sentía que estaba haciendo bien las cosas, hasta que me tocó lidiar con algo que no esperaba, que fue la mirada del padre. Ahí tuve conciencia absoluta de lo que es —metafísicamente hablando— estar solo en este mundo”.
Amiga 3: “Una de las primeras cosas que pensé ese año fue: ‘¿Dónde está el padre de esta criatura?’ Esa pregunta me surgía sobre todo cuando mi hijo se dormía y yo pensaba ‘uff, por fin’ y entonces en vez de descansar trataba de leer un poco y de probarme el pantalón a ver si me entra y ya que estamos mejor limpio y desinfecto la casa y… listo, se despertó. No podía creer que eso fuera a ser así para siempre. La literalidad con que me había tomado eso de que ‘mientras el nene duerme vos dormís’ me hizo sentir un poco estafada. Me recuerdo esperando que mi marido llegara del trabajo para ir corriendo a comprarme cigarrillos y estar un rato sola".
Amiga 4: “Una mañana le tiré a mi pareja un pañal sucio desde unos cuatro metros de distancia, sobre la cabeza, al grito de ‘¿por qué si yo escucho a la nena vos no?, ¿por qué no te levantás si estoy agotada?’. Yo veía volar el pañal, como en cámara lenta, y sabía que estaba haciendo algo terrible, y aun así nada podía evitarlo porque el pañal tenía que volar, el tipo tenía que despertarse”.
Amiga 5: “Me acuerdo del olor. Fue el primer año que viví con un eterno olor a cuajada a la altura del hombro. Me acuerdo de eso y del estado de alerta, casi de terror, en el que vivía a la espera del ‘despertar de la bestia’. Como decía el tipo de Perdidos en Tokio, ‘la vida que conociste hasta entonces desaparece para siempre’. Sí, son redondos y divinos, pero a cambio se llevan puestas tus noches, tu descanso, tu tranquilidad y tu hígado. Por suerte la Naturaleza es sabia y después te olvidás de todo. Pero igual estaría bueno que las mujeres comenzaran a sincerarse un poco y a decir que el primer año del bebé es una pesadilla”.

*

“¿En qué nos transformamos las mujeres luego de ser madres?”. Años atrás, me invitaron a un programa de televisión para hablar de esto. La invitación respondía a que tenía un hijo –en ese entonces, de un año- y a que en esos días, en una columna de opinión en la revista Newsweek, había explicado que yo amaba –y amo- a Joaquín, pero que aún así a veces fantaseaba con dormirlo de un soplido y recuperar mi vida.
Fanny Mandelbaum, sesenta y tantos años, uno de los tres conductores del programa, se espantó con el planteo. Mex Urtizberea, cuarenta y tantos años –varón, por sobre todas las cosas- se sorprendió con el planteo. Y Carla Czudnowsky, más o menos de mi edad, entonces madre de una criatura de dos años, se puso de pie y pidió un aplauso.
—Yo tuve una depresión posparto, sentí que mi espíritu había abandonado mi cuerpo –admitió Carla-. Me pregunté si podría volver a ir al baño sola, si alguna vez volvería a tener sexo mañanero, si mi cuerpo y mi tiempo iban a volver a ser míos. A veces una extraña esa otra persona que una fue, esa otra vida que vivió. Porque amamos a nuestros hijos, pero también nos cansan y nos confrontan con nuestras propias miserias. Y eso es desesperante.
—La desesperación es un lujo que ustedes pueden darse -interrumpió Fanny-. La mamá del interior que vuelve del hospital y la esperan cinco chicos en la casa y tiene que atender al marido que es machista no se sienta con el bebé en brazos y se pone a llorar. Lo pone en la cuna y empieza a trabajar, chicas.
Fanny –a quien adoro- nos retó.
Fanny –a quien adoro- no entendió –o no pudo entender- que yo no tengo cinco hijos, que no vivo en el interior y que mi vida está llena de angustias estúpidas que –con el paso de los años- he terminado por catalogar como angustias a secas.
He llorado porque no me entraba el pantalón.
He llorado porque una blusa nueva se manchó con vómito.
He llorado, sobre todo, sin saber por qué lloraba.
Y entre llanto y llanto, he visto pasar el primer año.
Vuelvo, ahora, a mirar el Libro del Bebé. Vuelvo a leer todas las pavadas en diminutivo que escribí esos días -“A Joaquín le gusta dormir con la jirafita Fita”, “las primeras comidas de Joaquín fueron raviolitos, pescadito y ¡todo lo que comían sus papis!”- y pienso que sí: que yo era una tarada y una mentirosa. Pero también pienso –quizás por piedad- que las palabras tontas envuelven, en la hondura de su fruslería, un miedo serio, un miedo profundo. Un miedo tan feroz –y tan impresentable- que lo tenemos que esconder.


* Publicado en la revista YA del diario chileno El Mercurio.

lunes, 2 de mayo de 2011

Pepe Mujica para Orsai



Acá.

José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, vive acá.

En la entrada del rancho hay una cuerda donde cuelgan las ropas de un niño –pobre-; una casucha de ladrillo gris a medio hacer –pobre-; un desmadre de juncos, pastos crecidos, yuyos; una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros. Chuchos que circulan con el paso lerdo de los animales viejos y que cada tanto buscan esquinas de sombra allá en el fondo, pasando unos arbustos, en la casa de José Mujica.

Allá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, descansa allá: en cuatro ambientes de paredes desconchadas donde hay una cocina, un sillón rojo, una perra de tres patas –la mascota de Mujica es tullida- y una estufa a leña. Desde ese bajofondo austero, casi marcial, este hombre emergió infinitas veces –primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial- a recibir a la prensa.
Y “recibir”, en el planeta de Mujica, es un verbo imperfecto.

Mujica ha recibido periodistas recién bajado del tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz.

Mujica ha recibido periodistas con un afectuoso cachetazo y con esta frase:

—Cortala con el bla bla y andá a laburar, que es lo que necesita el país.

Mujica ha recibido periodistas en días preelectorales, con alpargatas pero sin dientes –bueno, ha dado conferencias de prensa enteras sin dientes-, jugando con su perra rota y haciéndose cortar el pelo por un desconocido que había ido a pedirle trabajo.

Mujica ha recibido periodistas la mañana misma de los comicios presidenciales y los ha recibido en pijama, con la barba crecida y con las encías rumiando esta única frase:

—A pesar del ruido, el mundo hoy no va a cambiar.

Era, ese entonces, la mañana del 29 de noviembre de 2009. Y aunque el mundo no cambió, ese día el Uruguay torció su propio rumbo: con el 52% de los votos –ganados a Luis Alberto Lacalle en un ballotage-, Mujica se convirtió en el presidente más impensado del Uruguay y probablemente de la tierra. No sólo por su austeridad llevada hasta el paroxismo sino por su pasado, que no es otra cosa que el origen de todo lo demás.

Mujica militó en el Movimiento de Liberación Nacional–Tupamaros (MLN-T, una guerrilla que nació y se fortaleció al calor de la revolución cubana); estuvo dos veces preso en una cárcel que hoy –maravillas de la globalización- es un shopping; huyó de ese penal en uno de los escapes más espectaculares que tiene la historia carcelaria universal; vio demasiados amigos morir y esperó demasiadas veces la muerte propia; estuvo diez años aislado en un pozo –durante la dictadura militar de 1973-, donde sobrevivió a la posibilidad de la locura; y llegada la democracia festejó esa sobrevida del único modo posible: arando y militando. Esta vez, desde un marco legal.

En 1995, Mujica devino el primer tupamaro en ocupar un puesto como diputado nacional. Luego fue senador. Después fue ministro. Y a fines de 2009 se transformó en el primer “ex guerrillero” en llegar a la presidencia del Uruguay y en completarle el sentido a una lucha ideológica por la que se inmoló buena parte de América Latina.

—El Pepe llegó, primero, porque sobrevivió –dirá días después José López Mercao, compañero de Mujica en la cárcel de Punta Carretas–. Segundo, porque el movimiento armado salió muy honrado frente a la población: siempre estuvo esa idea de que los tupamaros eran buena gente. Y por último, porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy enamorado, muy zorro y muy austero.

Hoy, Mujica se traslada en un Chevrolet Corsa más bien viejo. No usa corbata. No tiene celular. No tiene tarjeta de crédito. Prohíbe a los empleados de gobierno usar Facebook o Twitter o cualquier cosa parecida. Tiene una esposa –la senadora Lucía Topolansky- tan asceta como él. Y no vive en la residencia presidencial sino en esta chacra flaca de Rincón del Cerro: un páramo rural -a veinte minutos de Montevideo- donde el campo es más un esfuerzo que un vergel.

Mujica pasa aquí sus días desde mediados de la década de 1980, cuando salió del pozo carcelario con la certeza de que –todo junto- volvería a la política y se compraría una granja. Lo acompañan Lucía Topolansky –también tupamara, y tercera en la cadena de mando de Uruguay-; Manuela –su perra de tres patas-; dos familias que, por no tener lugar mejor donde caerse muertas, fueron a hablar con Mujica y recibieron a cambio un pedazo de tierra dentro de esta misma estancia (por eso la construcción gris a medio hacer; por eso las ropas de niño colgando de una cuerda); y dos hombres uniformados que ahora se interponen en la entrada y dicen, amablemente, lo que vinieron a decir:

—Pida una entrevista en la torre presidencial.

Desde que asumió su cargo, Mujica –famoso hasta entonces por su disponibilidad mediática- dio sólo tres entrevistas y todas fueron a un único medio. La razón: sus jefes de prensa saben que Mujica habla del mismo modo en que vive -sin cortesías y con la casa en construcción- y, ahora que es un mandatario, quieren cuidarlo. Para eso ponen infinitos filtros y para eso, entre otras cosas, está esta guardia: dos tipos de pecho hundido, acompañados por un perro labrador que se tira panza arriba y recibe mis caricias.

—Esta es la casa del presidente –dice uno de ellos.
—Además el presidente no está –dice el otro.
—Ah –digo yo.

Nos miramos en silencio.

Atrás de estos dos hombres se ve la ropa gastada pendiendo de una soga, la casa a medio hacer, los juguetes de niño entre los pastizales. Pero lo que no se ve es lo otro: el inmenso cúmulo de duda que se yergue sobre este escenario de insólita simpleza.

Porque José Mujica vive acá, eso está claro.

La pregunta es cómo eso es posible. La pregunta es por qué.

*

—Yo no quería que Pepe fuera presidente.

Julio Marenales es uno de los líderes históricos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) y es visto por Mujica como “un hermano”. Militaron juntos, juntos cayeron en el penal de Punta Carretas, juntos también se fugaron, y juntos –aunque separados en distintos establecimientos- padecieron diez años de encierro en los pozos cuartelarios. La distancia entre Marenales y Mujica llegó recién en este último tiempo: Mujica fue avanzando en el terreno político, mientras que Marenales –si bien respalda a Mujica- se quedó en la organización. Hoy representa el ala radical y se ha transformado en una suerte de guardián de la pureza ideológica del Movimiento.

—El Pepe no puede hacer una presidencia con las ideas que tenía como tupamaro. Ha tenido que adaptarse. Se amoldó al pensamiento general del Frente Amplio, que es una fuerza donde hay trabajadores pero también empresarios, y a los empresarios les gusta el sistema capitalista. Por tanto las ideas que sustentó el compañero Mujica años atrás las tiene, supongo, en el congelador. Es decir: el Pepe no va a hacer la revolución. Lo que no quita que este sea, por lejos, el mejor gobierno que tuvo este país.

Marenales sonríe: tampoco tiene demasiados dientes. Algo pasa con los tupamaros y sus dientes. Quizás sea el paso del tiempo, pero tampoco: el tiempo se ha vuelto una forma cortés de explicar las cosas. A Marenales, en cualquier caso, siempre le dijeron El Viejo. Ahora tiene ochenta y un años pero arrastra ese apodo desde que tenía treinta y tantos. En ese entonces, junto a Raúl Sendic (máximo líder de la organización, ya muerto y hoy mítico) fundó el Movimiento que luego albergó a Mujica y a buena parte de la cúpula que hoy gobierna el Uruguay.

Una historia muy breve –puerilmente breve- del MLN-T sería, más o menos, así: los tupamaros surgieron públicamente en el año 1966, en apoyo a una revuelta de cañeros de azúcar –los asalariados más pobres del Uruguay- y en un contexto de presión social fuerte: el fin de la posguerra europea había traído aparejado una mayor producción industrial en el Primer Mundo, y eso significaba que América Latina había empezado a llenarse de productos importados y a ver la debacle de su industria nacional. Hacia 1968, Uruguay dejó de ser “la Suiza de América” y se metió de lleno en el fango latinoamericano: empezó a tener despidos, problemas gremiales, militarización de los espacios de trabajo y un endurecimento del Estado que hacía flamear el fantasma de un golpe militar.

En ese contexto surgió el MLN-T: una organización armada que –alentada por el triunfo de Fidel Castro en Cuba- creía que la revolución era un destino posible y cercano, y que en cuestión de meses logró crear su propia mística. Cada vez más gente simpatizaba con el MLN-T. Esto se debe a que los tupamaros no tenían el gatillo fácil y a que empezaron a emprender maniobras delictivas que muchas veces favorecían a las clases bajas. Además de los procedimientos estándar (robo de armas, de bancos, vaciamiento de financieras, secuestro de algún embajador, etcétera) cada tanto detenían un camión de mercadería y la repartían entre los asentamientos de la zona.

Esa propaganda hizo que la organización creciera de un modo exponencial. Hacia 1971, el Movimiento –que había nacido con 200 miembros- llegó a tener 5000 integrantes activos, con un radio de influencia de 30 mil personas, y eso lo transformó en el fenómeno de más rápida acumulación de fuerzas en la historia de cualquier asociación política.

Fue ese crecimiento –y lo dicen ellos mismos- lo que los arruinó. A más gente, empezó a haber también más errores. Para el momento en que llegó la dictadura militar –que en Uruguay sucedió entre 1973 y 1985, con el golpe de estado de Juan María Bordaberry- el Movimiento estaba débil, con demasiadas muertes a cuestas –propias y ajenas- y con muchos miembros en la cárcel. La cúpula militar aprovechó esa flaqueza y le asestó el mayor golpe a la organización: identificó a los nueve cabecillas del MLN-T y los confinó durante diez años en calabozos subterráneos ubicados ya no en cárceles, sino en cuarteles. A esos hombres se los llamó “los nueve rehenes”; eran el recurso que tenían los estrategas de la dictadura para asegurarse de que el MLN-T no siguiera accionando: cualquier movimiento en falso y les mataban un líder.

Los nueve rehenes fueron Mauricio Rosencof (escritor, actual director de la división de Cultura de la Intendencia Municipal de Montevideo), Eleuterio Fernández Huidobro (hoy senador), Raúl Sendic (muerto en París en 1989), Henry Engler (experto en neurociencias), Adolfo Wassen (muerto de un cáncer de columna meses antes de que pudiera salir en libertad), Jorge Zabalza (hoy distanciado del Movimiento), Jorge Manera (también distanciado), Julio Marenales y José Mujica.

De todos ellos, se dice que Henry Engler y José Mujica fueron quienes salieron más perturbados. Engler, hoy establecido en Suecia, fue candidato al Nóbel de Medicina y protagonizó un documental –El Círculo- que cuenta su proceso de locura en el encierro. Y Mujica dice que llegó a hablar con ranas y hormigas.

Marenales tiene una explicación para esto:

—Si pasás doce años en un espacio de un metro cuadrado, las experiencias son tan limitadas que tenés que hacer un gran esfuerzo por distinguir si las cosas las pensaste, las viviste o las soñaste. Todo el movimiento se hace con la mente y eso es peligroso. Todo, en un punto, puede volverse ficción.

Marenales jadea cuando habla: es apenas una aspiración de más, el comienzo de una asfixia que luego se apaga. Sus manos son grandes –fue carpintero- pero el resto de su cuerpo se ve pequeño, delgado, incluso joven. Los años de confinamiento deben significar algo en el aspecto de este hombre: hay un tiempo muerto en el rostro de Marenales; un velo invulnerable.

La última vez que lo detuvieron –en 1972- Marenales arrojó sobre su captor una granada que no explotó. En respuesta recibió catorce tiros de metralla.

—Sobreviví de milagro –dice.

Todos, agrega, han sobrevivido de milagro.

A unos metros de distancia, un ventilador echa aire sobre una bandera de los tupamaros. La casa huele a papeles viejos. Todo acá parece más viejo que sus años. Este lugar existe desde 1986, cuando terminó la dictadura. Y ya en 1989 se decidió que el MLN-T seguiría funcionando y mantendría este local, pero se integraría al sistema político con otro nombre, el Movimiento de Participación Popular (MPP), al que Mujica pertenece. El MPP, a su vez, pasó a integrar el Frente Amplio: la coalición de partidos de izquierda que desde hace dos períodos –primero con Tabaré Vázquez y ahora con Mujica- gobierna el Uruguay.

En un rincón de la sala principal hay un cesto de basura forrado con un afiche de Mujica. Se lo ve peinado, limpio: presidenciable.

—Al Pepe lo bañaron para esa foto –bromeará después Eleuterio Fernández Huidobro.
—Al Pepe lo pusimos nosotros –dice ahora Marenales-. Siempre trabajamos como colectivo. Más allá de las características personales de cada compañero, nosotros no creemos que la historia avance sobre la base de hombres brillantes.
—¿Pero por qué eligieron a Mujica y no a otro?

Marenales se acomoda la montura de los lentes –dorados- sobre los huesos –finos-, se reclina hacia delante, habla:

—Porque el Pepe tenía una ventaja. A nosotros en el Frente Amplio no nos querían mucho. Decían que éramos unos palurdos. Pero Pepe tenía tres apoyos: el de nuestras espaldas, porque en el Movimiento lo hemos sostenido como hemos podido. El de su propia historia, porque Pepe viene de trabajar la tierra y nunca sintió la bota del patrón arriba, siempre trabajó más o menos por cuenta propia. Y el de los de abajo. Fueron ellos los que lo llevaron a la presidencia. Por eso el Pepe tiene un gran compromiso con la gente humilde. Y tenemos que ayudarlo a que lo cumpla. Porque no lo está cumpliendo.

Marenales no ha querido ocupar cargos en el gobierno. Hay quienes dicen que esta negativa responde a que está clínicamente loco -un oportuno sinónimo de “inadaptado”- pero quizás exista otra forma de verlo: para que haya un Mujica dirigiendo el país, debe haber un Marenales diciéndole al oído: no olvides.

—No olvides lo que alguna vez fuimos. No olvides el objetivo. Eso le digo. Lo que pasa es que lo veo cada vez menos.

En las casi inexistentes fotos de esa época, hay una imagen que lo tiene a Marenales de perfil. Es el año 1968, lo están llevando preso a Punta Carretas, y lo que se ve es un hombre de nariz recta, pelo renegrido, ceño fruncido y rostro hermético. El hombre sólido que Marenales fue y sigue siendo.
Un hombre planeando, en ese mismo instante, su fuga.

*

“Shopping Punta Carretas”: eso se lee en la entrada. El nombre está tallado sobre el ingreso al centro comercial, en un frontis de principios de siglo XX, en el mismo lugar donde antes decía “Cárcel de Punta Carretas”. Antes todo esto era gris, pero ahora tiene el color que la imaginación neoliberal reserva para estos casos: beige. Todas estas mierdas siempre son beige.

A la izquierda del ingreso hay un Mc Café, a la derecha un restaurante que dice Johnny Walker, y al fondo está el shopping, que es igual a todos los shopping de la tierra: pisos relucientes, bolsas con moño y el vapor de una música que no llega a ser fea: es fría.

Cuesta imaginar en qué parte de este lugar habrá estado Mujica; en qué parte estos tipos habrán tramado su fuga. ¿En el local de Lacoste? ¿En el de medias Sylvana? Ahora hay un techo de vidrio y se puede ver el cielo, ¿pero antes? ¿Qué tamaño tenía el cielo de antes? En la sede del MLN-T, a espaldas de Julio Marenales, había una maqueta de la cárcel: se veía –en corte transversal- un penal de casi cuatrocientas celdas divididas en dos planchadas de cuatro pisos cada una, separadas por un patio central.

Allí –aquí-, en 1970, llegó Mujica con el cuerpo cosido a balazos, luego de haber pasado tres meses en el Hospital Militar. El derrotero había empezado tiempo atrás en el bar La Vía, el lugar al que había acudido Mujica –junto a otros tupamaros- para planificar el robo a una familia millonaria de apellido Mailhos. Esa noche un policía reconoció a Mujica acodado en la barra y llamó para pedir refuerzos. Cuando llegaron, Mujica ayudó a escapar a sus compañeros pero no pudo zafar. Un policía lo encañonó; estaba nervioso.

—Ojo, que se te puede escapar un tiro –le dijo Mujica.

Y el tiro se escapó.

Mujica llegó al Hospital Militar con seis balas en el cuerpo. Pero vivo. Y tres meses después fue enviado a Punta Carretas: un lugar que -en comparación con lo que vendría después- se parecía bastante a una escuela de adolescentes pupilos.

Allí -¿aquí? ¿se puede seguir diciendo “aquí”?- los militantes formaban nuevos compañeros (delincuentes comunes que terminaron sumándose al Movimiento) y entrenaban su costado estoico para hacer la revolución: sus celdas estaban limpias, sus cuerpos eran atléticos, y sus cabezas, en fin, a esta altura se entiende cómo trabajaban las cabezas de estos tipos.

—Yo daba cursos de táctica y enseñaba a hacer explosivos –contó Marenales en la sede del MLN-T-. El nivel de exactitud de los dibujos era muy alto. Si en una parte había que hacer un tornillo y el compañero dibujaba un redondel, entonces yo le decía: esto no es un tornillo. Es un clavo. El tornillo tiene una ranura para el destornillador. A ese nivel de detalle. Había que ser prolijos. Con los explosivos te equivocás y es la única vez que te equivocás.

Cada vez más presos comunes empezaron a ver en los tupamaros un grupo admirable, y algunos ladrones sumaron su conocimiento a la causa: enseñaron, por caso, a hacer un boquete en la pared en apenas un minuto, trabajando ya no sobre los ladrillos sino sobre la mezcla que los une. Gracias a eso, todos los muros del penal –e incluso algunos techos- tenían su agujero y todas las celdas estaban secretamente conectadas entre sí. Esa ingeniería permitió la histórica huída del 6 de septiembre de 1971.

—Queríamos armar un plan de fuga que no sólo significara volver a la libertad, sino que fuera un duro golpe para el gobierno –dijo Marenales-. Queríamos abochornarlos.

El 13 de agosto de 1971, a las siete de la mañana, tras el primer control de presos en las celdas, los internos empezaron a cavar debajo de una cama. Metían la tierra en bolsas confeccionadas previamente con las sábanas del penal, y esas bolsas iban debajo de la cucheta. Cuando esa superficie se llenaba, se abría el boquete que conectaba las celdas y se pasaba las nuevas bolsas a la cama del cuarto de al lado. Así, en absoluto silencio, dos pisos del penal se saturaron de escombros. La requisa de pisos sucedía cada 23 días, y es por eso que los tupamaros tenían poco más de tres semanas para hacer 40 metros de túnel.

José López Mercao, celda contigua a la de Mujica, luego recordará esta anécdota:

—Una vez el Pepe agarra y dice: “¡Rápido! Tapen todo que el penado de arriba que es terrible ortiba está golpeando y dice que hay ruido acá abajo, ¡tapen que se nos cae todo!!!”. Nos pusimos locos. Metimos escombros, encajamos yeso, lo pintamos arriba, le pusimos secante y después nos quedamos esperando; nunca en mi vida hice algo tan rápido. Y cuando terminamos ese viejo hijo de puta nos dijo: “No, era pa’ver qué tiempo llevaba tapar todo nomás”.

Luego de trabajar más de quinientas horas sin parar –y de atrasarse un día-, en la noche del 6 de septiembre de 1971, 111 hombres (106 guerrilleros y 5 presos comunes) se dieron a la fuga en un operativo que ellos mismos denominaron “el abuso”.

—El abuso –dirá López Mercao- porque lo que hicimos fue un abuso.

Los uruguayos tienen ese humor.

*

—El abuso se le ocurrió a Mujica. Había varios planes de fuga, pero la más famosa nació en una idea de Pepe. Él tuvo la idea de perforar todas las paredes. Y luego esa idea era como la invención de la rueda: abría varios planes de fuga; servía para muchas cosas más.

Eleuterio Fernández Huidobro es, aparte de senador nacional, el otro tupamaro al que Mujica denomina “hermano”.

—Pepe siempre fue pragmático. Estaban los teóricos, que para hacer una cosa la complican, y estaba Pepe, que venía de trabajar la tierra. Como dice el aforismo, el Pepe piensa como Aristóteles pero habla como Juan Pueblo.

Huidobro está acodado sobre una mesa de bar. Su forma de mirar –esquiva- sumada a la gordura y el cansancio de su rostro –flojo- hacen pensar que este hombre alguna vez estuvo más entero. Hay años que duran para siempre: tal vez sea eso.

Hay años que no terminan nunca.

Al igual que Mujica, Huidobro estuvo en Punta Carretas, salió con “el abuso”, pasó por la Cárcel de Libertad (insólitamente ubicada en un pueblo llamado Libertad) y terminó en los cuarteles: sótanos con celdas de 1,80 x 0,60 donde los nueve rehenes debieron pasar diez años de su vida. Esa última etapa fue brutalmente distinta de las anteriores: los rehenes eran separados en grupos de tres –cada terna iba a un cuartel distinto-; los presos estaban completamente aislados entre sí; prácticamente no percibían comida ni bebida; no los dejaban ir al baño; y menos aún recibían cartas o visitas.

Huidobro compartió cuartel con Mauricio Rosencof y Mujica. Apenas podían comunicarse, pero a lo largo de los años lograron ponerse de acuerdo en un punto: no había que enloquecer.

Rosencof empezó a escribir mentalmente: eran poemas de versos cortos, a veces de una única palabra, para que fueran más fáciles de memorizar.

Yo
no
estoy
loco,
digo.
¿Por qué
me miras?
Yo
no
estoy
loco,
digo.
Ronda
el cuervo,
dice.
Miro
su nido.

Cosas así escribía Rosencof, quien consiguió entablar largos diálogos con su calzado y al salir del penal publicó su bello, inolvidable libro de poemas Conversaciones con la alpargata. Huidobro, por su parte, pasó años enteros imaginando que corría por la playa y meaba en cualquier lado. Y Mujica se hizo amigo de nueve ranas y comprobó que las hormigas, si se las oye de cerca, se comunican a gritos.

En Mujica, la completa biografía escrita por Miguel Ángel Campodónico, Mujica sintetiza de este modo su paso por los cuarteles:

—Yo no soy afecto a hablar de la tortura y de lo mal que lo pasé. Incluso, me da un poco de bronca porque he visto que a veces ha habido una especie de carrera medida con un torturómetro. Gente que se complace en repetir “ah, qué mal la pasé”. Y lo que yo digo es que la pasé mal por falta de velocidad, por eso me agarraron. En definitiva, la vida biológica está llena de trampas tan inconmensurables, tan trágicas, tan dolorosas, que lo que me pasó a mí fue una pavada.

A partir del tercer año de encierro, los nueve rehenes empezaron a recibir material de lectura. No había permiso para ciencias sociales o novelas, pero daba igual: todas las palabras a esa altura eran ficción. Mujica se dedicó a las matemáticas y a la revista Chacra.

—Después, el Pepe me ponía al tanto de sus lecturas y me hablaba de la Pampa húmeda –dice Huidobro. Pero cuando dice “hablar” en realidad se refiere a otra cosa: con el paso del tiempo, Rosencof, Huidobro y Mujica idearon un sistema de diálogo mediante golpes en la pared. De acuerdo con este modelo, las letras del abecedario estaban divididas en grupos de cinco. El primer golpe identificaba el grupo, y el segundo golpe daba el orden de la letra dentro de ese grupo.

—Cuando le tomábamos la mano, hablábamos hasta por los codos. De eso no te olvidás más. Es como un segundo lenguaje que te queda para siempre.
—¿De qué hablaban con Mujica?
—Él generalmente me hablaba de agro, de cómo mejorar la productividad del campo. Igual, cuando tenés mucha hambre, hambre por años, no hay comunicación que no empiece o termine en comida. Con Pepe hablábamos de boñatos, chanchos, vacas, pero en realidad estábamos hablando de chuletas.
Por falta de bebida y alimento, Mujica se enfermó gravemente de la vejiga y los riñones. No queda claro qué tenía, pero sí se sabe que necesitaba ir seguido al baño, que no lo dejaban salir de su celda y que hoy tiene un solo riñón. Para curarse debía tomar dos litros de agua por día. Pero en las buenas rachas los militares apenas le daban una taza. Con esa taza Mujica terminó haciendo lo único posible: recicló sus propias existencias. Bebió su pis. Todos allí bebieron su pis.

Años después, cuando en los cuarteles advirtieron que la situación de Mujica era clínicamente grave, los carceleros empezaron a hidratarlo con una cuchara de té y permitieron que su madre, Lucy Cordano, le llevara una pelela.

Era una pelela rosa.

Desde ese momento, Mujica llevó su pelela bajo el brazo cada vez que lo cambiaron de cuartel –eso sucedía cada seis meses-, y también lo hizo en 1983, cuando las presiones de organismos internacionales lograron que los nueve rehenes fueran trasladados al Penal de Libertad.

—Cuando después de diez años nos devolvieron a Libertad, asunto por el cual peleábamos, para nosotros fue un paraíso –dice Huidobro-. Nosotros éramos felices, a los más altos niveles de felicidad que tú te puedas imaginar, porque teníamos medio paquete de cigarros y un lugar donde ir a mear.

En Libertad había media hora de recreo por día, los reos discutían de política y hasta se jugaban partidos de fútbol. Pero Mujica no mejoraba. Nada lo sacaba de su propio encierro. Finalmente lo vio un médico y se tomó la decisión: Mujica trabajaría en el cantero floral del penal.

Algo volvió a Mujica, cuando Mujica volvió a la tierra.

—He dicho por ahí que soy casi panteísta –dijo en la biografía de Miguel Ángel Campodónico-. Y cuando digo que hablo con las plantas, por supuesto que no estoy diciendo que realmente hable con ellas, sino que trato de interpretarlas. Hay una multitud de lenguajes, de señales, que naturalmente a partir del momento que los conozco me despiertan admiración. Son todas formas organizadas por la naturaleza para mantener la lucha por la vida. Un terrón debe ser un laboratorio entero, tan complicado que el hombre no está ni en condiciones de remedarlo. Se puede ser religioso por analfabeto. Pero también se puede tener una actitud religiosa cuando se empieza a saber y se comprende que no se sabe nada.

El 14 de marzo de 1985, cuando cayó la dictadura y Luis María Sanguineti asumió la presidencia de Uruguay, los nueve rehenes fueron amnistiados y puestos en libertad.

Mujica salió del penal con la pelela en la mano, florecida de caléndulas.

*

Un hombre llega en moto Vespa al Parlamento. Tiene el pelo alborotado por el viento, un pantalón de jean, campera negra, bigote. Deja la moto estacionada en la entrada.

—¿Cuánto piensa quedarse? –le dice el guardia.
—Si no me rajan antes, cinco años –contesta el hombre.

Esto –dice una leyenda que nadie niega con mucho énfasis- habría sucedido el primer día en que José Mujica, primer tupamaro diputado, llegó al Parlamento. Era 1995 y en esa misma jornada –transmitida por cadena nacional- tomaba juramento como presidente por segunda vez Julio María Sanguinetti, por lo que el prescinto estaba lleno de embajadores, mandatarios invitados, jerarquías de la iglesia y solemnidades varias.
Pero Mujica entró así: pelos revueltos, jeans, ninguna corbata.

—Yo pensé: van a creer que es una maniobra publicitaria –dijo Huidobro en el bar, días atrás-. Ellos no saben, como yo sé, que la campera es nueva. Que el vaquero es nuevo. Que se peinó. Y que nunca más volverá a estar tan arreglado. Como le decía Sancho al Quijote: cada quien es como dios lo hizo, y aún peor muchas veces. Aún peor.

La llegada de Mujica al Congreso significó un cambio para la política uruguaya. Primero, porque se modificaron los usos y costumbres de la cámara –por ejemplo, llegó el mate a las sesiones legislativas-, y en segundo lugar porque esa formalidad arrastraba una modificación de fondo: Mujica usó su banca para recorrer el país e incorporar a sus discursos lo que ya tenía, desde chico, incorporado a su vida: la presencia de los sectores rurales.

Mujica -hijo de una floricultora y de un padre ganadero que se fundió y se murió pronto- dio su primera disertación en el Palacio Legislativo sobre el tema del pasto.

Y del pasto pasó a la vaca que se comía al pasto.

Y de la vaca pasó al país ganadero.

—Los que creían que el Pepe era un problema de comunicación pasajero, un producto efímero, erraron –dijo Huidobro-. Pepe fue uno de los mejores diputados de esa legislatura, un brillante orador. Él le ha dado voz a todo el interior uruguayo y ha tenido una especie de noviazgo entrañable con el público.

La llegada a Diputados fue sólo el comienzo. Cinco años después, Mujica fue electo senador. Y en 2004 su figura resultó clave para que la izquierda, comandada por el moderado Tabaré Vázquez, llegara por primera vez al poder. Mujica participó del gobierno de Vázquez como ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, y emergió airoso de ese cargo. Tanto que en el 2009 ganó por paliza las internas del Frente Amplio para ser candidato presidencial, y encaró las elecciones nacionales con propuestas impensables para cualquier candidato del siglo XXI.

Mujica propuso discutir la propiedad privada de las grandes extensiones de tierra, levantar el secreto bancario, “importar” campesinos de Perú, Bolivia, Paraguay y Ecuador para que trabajen las zonas rurales “porque los montevideanos pobres acá no lo hacen” y resolver el tema de la drogadicción “agarrando a los adictos del forro del culo y metiéndolos p’adentro de una chacra”.

Propuso, en fin, tomar el toro por las astas. Lo que traía dudas operativas -¿cómo se haría?- y dilemas coyunturales. Conforme Mujica empezó a hablar, se entendió que el mayor contrincante no estaba en otro partido, ni siquiera en otro cuerpo: el mayor peligro de Mujica era, en parte, su mayor capital político: su desusada franqueza. La honestidad de Mujica llegó a su punto cúlmine en octubre -a días del ballotage que definiría la presidencia a favor suyo o del liberal Luis Alberto Lacalle- cuando salió a la venta el libro Pepe Coloquios: una extensa entrevista donde Mujica –sólo por dar un puñado de ejemplos- dice que la Argentina "no es un país de cuarta, no es una república bananera", pero tiene "reacciones de histérico, de loco, de paranoico”; que "en Argentina tenés que ir a hablar con los delincuentes peronistas, que son los reyes"; que “los porteños tienen la manía de venir a bañarse acá y les gusta, porque es un paisito parecido al de ellos, pero más suave, más decente"; y que “los radicales son tipos muy buenos, pero son unos nabos".
Es decir: Mujica no dijo nada que nadie piense. Pero el mundo de la política impone sus cortesías y así fue que Mujica relativizó la mayor parte de sus dichos, salió a pedir disculpas de inmediato, bajó drásticamente sus encuentros con la prensa –una medida que aún se mantiene- y logró ganar el ballotage con un 52,53% de los votos.

—Este mundo es puro maquillaje: que esto no se puede decir, aquello tampoco... ¡La libertad está hipotecada! Una de las ventajas que tiene ser viejo es decir lo que uno piensa. Pero eso parece armar un revuelo de la puta madre que lo parió.

Eso dijo Mujica días antes de la primera vuelta electoral, en una entrevista con la revista mexicana Gatopardo, cuando ya se estaba hablando del desastre del Pepe Coloquios.

Serán, entonces, las ventajas de ser viejo.

El próximo 20 de mayo, Mujica cumplirá 76 años.

*

—Cómo le va, Rosencof, estoy en Montevideo. ¿Se acuerda que habíamos quedado en vernos?
—Nena…
—…
—Vos sabés que estoy en el hospital. Se me desacomodó el marcapasos, no sé qué lío de cables hicieron estos tipos…
—…
—…
—¿Está internado entonces?
—Sí, nena, esto… estamos en la era de la ortopedia. Me estoy desintegrando.

*

Renguea. Caminando por el pasillo del Palacio Legislativo, Lucía Topolansky, sesenta y seis años, la senadora más votada del Parlamento, tercera en la línea de sucesión a la Presidencia, tupamara, compañera –ella no dice “esposa”, no dice “mujer”, dice “compañera”- de José Mujica, avanza con un moderado desacomodo en la cadera. El Parlamento está desierto; es febrero. Los pasos resuenan de otro modo.
—Entrá –dice Topolansky. La sigo. Su despacho es pequeño: nueve metros cuadrados donde hay algunas carpetas, una ventana, un escritorio. Sobre la mesa de trabajo hay papeles, una caja con té de uña de gato y una pequeña tortuga de madera verde que mueve la cabeza como diciendo “sí”. Topolansky –cabello corto, blanco, discreto- acaricia suavemente la tortuga.

—Decime –dice. Y le digo. Le hablo de la revista. De nuestras buenas intenciones. Topolansky escucha con una sonrisa que viene acompañada de algo más: de una amable escenificación de la distancia. Todo el mundo dice que esta mujer es dura. En tiempos de militancia clandestina la apodaban “la tronca” por lo macizo de su cuerpo, y probablemente no sólo del cuerpo.

Entre los años 1970 y 1985, Topolansky estuvo presa casi todo el tiempo. Cree que ese encierro fue necesario.

—El pueblo apreció mucho que los dirigentes del MLN no se exilaran, se quedaran en Uruguay jugando la suerte de su pueblo. Toda nuestra dirigencia estuvo presa y eso a la gente le cayó bien. Esos hechos generaron prestigio. Puede parecer muy sujetivo, pero son esas razones del alma que quedan grabadas en la gente.

Topolansky es hija de una familia de clase media acomodada del barrio Pocitos y estudió en el Sacre Coeur, una escuela de monjas que se hizo conocida –entre otras cosas- por su insigne caligrafía conocida como “letra Sacre Coeur”. De ahí que no quede claro por qué dice “sujetivo”. Ni por qué más adelante dirá “produto” o “adatarse”. Hay quienes dicen que podría tratarse de una pose, pero esa hipótesis anula –o deja en un segundo plano- la posibilidad de la culpa.

Lo cierto es que Topolansky -pantalón color crema, camisa de gasa blanca- dice “sujetivo” y después, a diferencia de cualquier sindicalista argentino, se aguanta vivir del modo en el que habla. Y eso sucede desde hace mucho.

Y eso, quizás, deba ser suficiente.

Topolansky se alistó en el MLN-T a los veinte años, y desde el comienzo dio muestras de un carácter. Era 1969 y en ese entonces trabajaba en Monty: una financiera que, descubrió Topolansky, llevaba la contabilidad en negro de prácticamente todo el gabinete de ministros y de los capitostes de la oligarquía uruguaya. Cuando supo la verdad, Topolansky se preguntó qué grado de complicidad tenía con eso y qué debía hacer: si irse o denunciarlos.

Tomó las dos opciones. Se enroló en el MLN-T con su información privilegiada y junto con el Movimiento logró que todas las fotocopias de los libros contables terminaran en la puerta de la casa de un juez y desataran un escándalo político que se llevó puesto a un ministro de Hacienda. Además, claro, se fue de su trabajo.

—Cuando sos una gurisa pensás las cosas con otra cabeza. De repente, a la edad que tengo ahora le hubiera puesto más reflexión al asunto. Pero pertenezco a la generación sobre la que impactó la revolución cubana y las cosas hay que verlas en ese contexto. Estábamos convencidos de que podíamos hacer la revolución. Convencidos. Y cuando tú estás motivado, obviamente el riesgo se ve de otra manera.
En esos tiempos, en alguna de las tantas reuniones clandestinas, Topolansky -dicen que era hermosa- conoció a José Mujica. Estuvieron juntos unos meses, pero luego ambos terminaron en la cárcel: ella en Punta Rieles (desde donde se fugó, aunque luego volvió a caer presa) y él en Libertad y luego en los cuarteles. Más allá de alguna carta en los primeros tiempos, el resto del noviazgo estuvo marcado por un largo, interminable silencio.

También a eso sobrevivieron.

Cuando habla de su compañera –en el libro de Campodónico- Mujica lo hace de esta forma:

—Como los dos andábamos solos terminamos juntándonos. En la formación de nuestra pareja hubo un factor de necesidad, fue una especie de mutuo refugio. Nos reencontrmaos en una época bastante particular, bien diferente a la que habíamos dejado atrás. Creo que alguna vez se lo dije en una carta: cuando uno se aproxima a los 50 años piensa que una compañera debe ser una buena cocinera. El amor tiene entonces mucho de amistad, de cosas que faciliten la convivencia. Y creo que todo eso es lo que nos ha mantenido juntos, encajamos fenómeno.

Una necesidad, un refugio: el amor para ellos era esto.

—En aquellos años en que andábamos las corridas todo era “ya” –dice Topolansky-. Era muy difícil el después. Todo era hoy, ya, porque mañana no sé si voy a estar, y toda relación humana quedaba atravesada por esa urgencia.
—¿Pero no había flechazo?

Algo se ablanda y se aclara en el rostro de Topolansky.

—Por supuesto que existe la afinidad, el amor, el flechazo, la química o ponele el nombre que quieras.
—O sea que podía existir, entre militantes, un pensamiento como “qué lindos ojos tiene”.
—Claro. Eso es lo único que te sostiene. Te aferrás a esas cosas. La relación con Pepe pasó por tres etapas: la de los ojos lindos, luego una larga etapa de separación donde el recuerdo de eso te sirve como un oxígeno, y después una etapa que es ésta, en la que logramos reencontrarnos y reconstruir todo.
En el año 2005, Topolansky y Mujica se casaron en la cocina de su chacra. Los testigos fueron los vecinos –unos que viven en el mismo terreno, y otros que tienen un quincho en la esquina- y el evento duró poco más de una hora. Esa misma noche, el 8 de octubre, Pepe fue a un acto del MPP y mostró la libreta.
—Sí. Un día a Pepe se le ocurrió casarse y nos casamos.
—¿Pero te gustó la idea?
—Ehh… psé… en realidad en concreto no me varió en nada, ¿no? Yo siempre fui medio anarquista desde chica, veía cómo mis tías y mis primas se complicaban la vida para casarse, así que siempre tomé opciones de andar media libre. Sin ninguna atadura. Y bueno, yo no tuve ataduras de ningún tipo.

Silencio.

—No sé qué habría pasado si hubiera tenido un hijo en esa época. Pero no tuvimos.
Ni en esa época ni en ninguna otra.

Mujica y Topolansky no han tenido hijos.

Les duele.

*

Este es el quincho de la esquina. Acá celebró José Mujica cuando ganó las elecciones. Acá reunió a su gabinete de ministros. Acá trajo al venezolano Hugo Chávez cuando quiso agasajarlo, en el año 2007. Y acá, en tiempos preelectorales, montó su despacho. El lugar se llama “El quincho de Varela”, queda a cien metros de la chacra de Mujica y consiste en una construcción rectangular, con techo de paja y paredes de ladrillo, ubicada frente a un campo recién arado.

El lugar pertenece a Sergio El Gordo Varela, también apodado “el mugriento”: un comerciante mayorista de alimentos que no da declaraciones a la prensa y que durante la campaña se encargó de comunicarse con distintas empresas del Centro de Almaceneros para pedirles fondos que financiaran el acto de cambio de mando.

El interior del quincho de Varela luce así: hay un piso de layota desgastado, un techo del que cuelgan dos banderas –una del Frente Amplio, otra del Uruguay-; varias imágenes del Che, Neruda, Allende y Chávez, mesas hechas con tablones donde alguien pintó “Pepe presidente”, un puñado de perros astrosos, y juguetes de niño tirados por el suelo.

Una mujer gruesa y de ropas desteñidas se acerca, espanta los perros, se limpia el sudor de la frente y dice:

—Bueno, esto se arregla un poquito más cuando vienen ellos.

*

Los funcionarios del gobierno que pertenecen al Movimiento de Participación Popular (MPP) tienen tope salarial. Lo máximo que pueden ganar son 37 mil pesos (1900 dólares), y eso significa que la mayoría –entre ellos Huidobro, Mujica, Topolansky y el ministro Eduardo Bonomi- cobra en mano apenas el 35 por ciento de su sueldo. Los excedentes van al Fondo Raul Sendic (donde se otorgan microcréditos a proyectos –en su mayoría cooperativos-, sin tasas de interés, sin papeles firmados y sin la exigencia de pertenecer al Movimiento) y a un Fondo Solidario con el que se auxilia a los militantes del MPP que estén pasando por una urgencia económica.

En su despacho, Eduardo Bonomi, ministro del Interior, considerado la mano derecha de Mujica en el gobierno, explica el tope salarial de esta manera:

—Es muy fácil dar lo que te sobra. La cuestión es dar lo que no te sobra.
—¿Pero nunca te da ganas de comprarte un plasma?

Bonomi se masajea el labio inferior.

—Eh… Yo vivo en una cooperativa de viviendas. A esta altura terminamos de pagar la cuota entonces sólo pagamos los gastos comunes. Tenemos un auto del 94… A ver: la austeridad de Pepe es única, pero que Pepe haya llegado no es casual.
—¿Nada cambió en Mujica?
—Operativamente Pepe tiene más responsabilidad. Pero es la misma persona. Sigue levantándose y haciéndose el mate y escuchando los pajaritos. Pero casi todos somos así. Yo me levanto a las 6, escucho las noticias...
—¿Pero no hay ninguna pose por parte de Mujica?
—No, es así. Es así. Él es así. Qué pose. La vida del Pepe es muy sencilla y pasa por la tierra. Cuando uno sale de licencia y se va al monte o a la playa, Pepe se va a trabajar la tierra. Y los domingos, mientras todos descansamos, él madruga para trabajar la tierra. Si no hace eso, no descansa. La tierra es el lugar donde Pepe ordena sus ideas. Cada cual es como es.

Otra vez se toca: su labio inferior es –se ve- mullido.

—El problema es que Pepe tiene una cultura mucho más alta y grande de lo que representa su forma de hablar.

El despacho de Bonomi es ministerial pero austero: hay maderas lustrosas, muebles fuertes, sillones y cortinas de pana. Si cruzara la puerta de su oficina, Bonomi saldría a la galería del ministerio y vería un edificio igualmente fuerte y medido: apenas cuatro pisos balconeando sobre un patio central, y en el medio un obelisco con la inscripción “Homenaje a los caídos”. Dispuestas sobre el monumento, distintas placas de bronce recuerdan el nombre de los agentes policiales muertos en servicio.

Alguien tiene que haberse reído de todo esto.

Bonomi fue acusado hace veinte años de matar a un policía. El 27 de enero de 1972, el Inspector Rodolfo Leoncino, jefe de seguridad del penal de Punta Carretas, esperaba el colectivo cuando recibió un fogonazo de disparos. La orden, dicen las acusaciones, la habrían ejecutado cuatro tupamaros, entre ellos Bonomi. Pero la habrían dado, desde la cárcel, tres militantes entre los que estaba José Mujica.

—Cuando salí en libertad, amnistiado, fui a parar con unos jueces y lo primero que me preguntaron fue si tal día a tal hora había hecho tal cosa, y respondí: “Me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN”. “Pero no le estamos preguntando eso, sino si tal día a tal hora…” “Bueno: yo le estoy respondiendo que me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN”. Cinco veces preguntaron y dije lo mismo.

El labio. Vuelve a tocarse el labio.

—Y cada vez que me preguntan respondo: me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN.

Bonomi –saco azul, pantalón gris, corbata- tiene lentes, una barba espesa y una voz profunda: todos estos tipos tienen la voz honda, encallada en algo que debe ser el pasado y su aspereza.

—Cuando durante la campaña de Mujica se rumoreaba que, de ganar, yo sería Ministro del Interior, por acá circulaban mails acusándome de esto y de cosas nuevas también. Así que cuando asumí, en la Escuela de Policía, me tocó hablar y dije que yo sabía que habían circulado mails y que no me quería hacer el bobo y que entendía que los votos que había tenido el Frente Amplio no eran un apoyo a eso que se acusaba sino mirando el futuro con un modelo de Nación con participación de los trabajadores, los productores y los intelectuales. Y les cayó bárbaro.

Bonomi vuelve a masajearse el labio.

Treinta años atrás, un tiro le partió la mandíbula y hoy no puede abrirla demasiado.

*

Costumbres de la época: cuando José López Mercao se resistió a un arresto, los militares le metieron cinco tiros y lo remataron en el suelo con un sexto balazo que le atravesó la boca. Lo creyeron muerto pero no murió: los médicos navales lo encontraron y lo llevaron al Hospital Militar. Allí recibió cuatro litros de sangre y se enteró de la presencia de Mujica: el cuadro político del que sólo conocía el nombre.

Era mayo de 1970.

—Me acuerdo que un día vino un médico con el uniforme militar puesto y me dijo: “Qué huevos que tiene Mujica, se afirmaba en la camilla y decía ‘no me dejen morir, yo soy un combatiente’. Le dimos trece litros de sangre, que huevos tiene”.

López Mercao recuerda y sonríe: tiene un rostro macizo, oliváceo, y una sonrisa por la que asoman dos dientes levemente recortados en su vértice interno: López Mercao sonríe –cuando sonríe- como un niño. A su lado está Isabel Fernández, su compañera, y por la casa rondan sus dos hijas. Todos viven en un departamento muy austero de El Cilindro, un barrio de clase trabajadora de Montevideo. En las paredes hay reproducciones de Modigliani y Van Gogh. En los rincones hay grandes ceniceros que acunan los cigarros fumados. En el living hay muebles de caña y una computadora culona. En los aparadores hay fotos recientes tomadas con una sencilla cámara de rollo: hasta las fotos nuevas parecen viejas.

López Mercao, quien alguna vez se pensó que sería el jefe de prensa de Mujica –finalmente no fue- hace el relato de toda la historia que se cuenta en estas páginas: habla de Punta Carretas, del abuso, del Penal de Libertad, de la incertidumbre de los nueve rehenes, de la llegada al poder como un baño de sentido. Y lo cuenta con un hablar grave y pausado: el Negro –le dicen “el Negro”- tiene la voz endurecida por el humo.

—¿Y vos has soñado con todo esto? ¿Te han llegado estos recuerdos en sueños?
—No –dice-. Yo no sueño.

Afuera está oscuro y llueve; suenan los grillos. Una de las hijas se acerca y busca música en la computadora del living.

—Bueno –dice Isabel-, cada vez que él da alguna nota o se reúne con compañeros en un asado y recuerdan cosas, yo después lo noto distinto. Con los años la cosa se fue apaciguando pero yo noto que te quedás mal, Negro. Yo noto que te quedás como triste. Noto que soñás.

La hija –Evelina- pone un tema de la banda uruguaya Cuarteto de Nos. El tema se llama “El día que Artigas se emborrachó”, hace alusión al primer libertador uruguayo -mítico héroe nacional que murió exiliado en Paraguay- y termina con esta estrofa: “Se emborrachó, porque la guerra perdió / y se emborrachó, porque alguien lo traicionó / se emborrachó, y la patria se lo agradeció / ¡Whisky para los vencidos!"

En términos generales la letra es graciosa y encima aquí hay cerveza, así que todos reímos. Pero el Negro, a través de sus lentes de montura fina, con el codo en la rodilla, cavila.

—La historia uruguaya es rarísima, los héroes históricos son todos derrotados con honor –dice-. Para la historia ser un triunfador no trae réditos. Miralos a Artigas, Aparicio Saravia, Leandro Gómez, Battle Ordóñez. En general, vos vencés acá y cagaste. Pero te transformás en ídolo. Miralo al Pepe sinó. Poné la otra que me gusta a mí.

Evelina obedece y pone otra. Afuera la lluvia sigue y en algún momento el Negro se levanta, tira una colilla por la ventana y se va a buscar el auto para llevarme al hotel.

—Yo te quiero contar algo, porque él nunca lo cuenta –murmura Isabel cuando su marido se va. Y luego dice esto: que al Negro le llegó una indemnización por veinte mil dólares. A los muy heridos parece que les llega, y el Negro y su mandíbula tienen puntaje suficiente para entrar en ese club. Pensando en el futuro –en sus hijas, en las operaciones maxilares- el hombre mandó los datos. Y desde que los envió empezó a dormir mal.

Una noche, Isabel encontró a su marido diciendo “no puedo”.

—No puede aceptar ese dinero. Me dijo: si lo aceptara, si buscara una compensación, sería como arrepentirme. Y yo le dije Negro, es tu cuerpo, son tus huesos, la mandíbula rota es tuya. Yo no puedo meterme en eso. No aceptes la plata si no querés aceptar la plata. Y ahí se habrá sentido liberado, porque se puso a llorar.

Isabel tiene cuarenta y seis años, ojos celestes, cabello rubio: si cada edad iluminara con una luz propia, podría decirse que a esta mujer la alumbra una luz de veinte años. En eso pienso –en la nobleza de su rostro- cuando el Negro toca el timbre para avisar que está en la entrada, esperando en el auto.

El regreso al hotel es en silencio.

La avenida 18 de julio, el asfalto mojado, el ritmo menguante de las calles céntricas: la ciudad parece una película muda; sólo se oyen los neumáticos.

—Bueno –el Negro detiene el coche-. Lo último que puedo decir es que fueron los años más lindos de la vida nuestra. No especulamos con nada. Lo dimos todo. Y ahora vivimos en un ejercicio de interpelación periódica con aquel gurís que fuimos a los veinte años. Yo no quiero hacer a los sesenta cosas que me hubieran avergonzado a los veinte. Quiero irme de la vida sin amputar partes de mí. Quizás a los otros compañeros le pase lo mismo.

Eso es lo último que dice el Negro antes de despedirse con un ademán seco –apenas una palmada- y de dejar abierta una pregunta: si esta historia debía ser sobre José Mujica, o sobre la maravilla colectiva que permitió que exista, con sencillez absoluta, José Mujica.

Este texto es, de algún modo, una larga respuesta.