lunes, 28 de octubre de 2013

Pájaros *


Beverly va a la cárcel por matar a su vecina. La mandan a un penal del conurbano bonaerense, pero unos años después deciden sacarla porque no hay quien cuide de sus hijos. Tiene diez, dos de ellos nacidos en cautiverio. Los padres son muchos, pero ninguno protege a la cría. Así que un día Beverly sale en libertad condicional y vuelve a casa, bajo la promesa de controlar su violencia y de cumplir con las visitas al psicólogo en un hospital público de la provincia de Buenos Aires.
Cuando llega al hospital todos quedan prendados del nombre. Tiene un fulgor opaco que nace en un balbuceo del aire (“Beverly”) y que muere en el cuerpo, en el pelo desmañado de Beverly, en su boca sin dientes.
Beverly tiene treinta y ocho años, hijos, nietos.
—¿Está cumpliendo con el tratamiento? –le pregunta un funcionario del Poder Judicial a la doctora B, la profesional a cargo de la mujer. Todos saben cómo es eso: Beverly va por obligación y en el hospital la atienden por obligación.
—Viene todas las semanas –dice la doctora B.
Todas las semanas Beverly va a verla. Cada vez que va, lleva a uno de sus hijos. El primero patea puertas, grita, arrastra una silla chirriante por el mínimo espacio del box de trabajo. La doctora B ofrece: vamos a hablar a la plaza. En el hospital hay una pequeña plaza para que el niño juegue.
—Yo no tengo nada de qué hablar –dice Beverly.
—¿Tiene con quién hablar de tus problemas? –pregunta la doctora B.
—No –dice Beverly-. No tengo nada de que hablar.
Ahora la madre hamaca a su niño y dice algunas cosas. Arriba hay un cielo de invierno. La doctora B la escucha, se restriega las manos, recuerda. Ella –la doctora B- también fue una madre sola. Tuvo a su hijo en los ’70, con un marido desaparecido y poco apoyo familiar. En los peores tiempos –cuando no había una casa segura- la doctora B cambió los pañales de su niño en plazas como ésta. En los mejores, dejó de tener miedo de morir. Encontró un trabajo estable, crió a su hijo, terminó una carrera universitaria sin otra ayuda que la de sus propios huesos y concursó para entrar a este hospital público en el que trabaja desde hace más de dos décadas. El hospital queda a trescientos metros de una villa de emergencia y la población que llega tiene en sus biografías el golpe de la violencia social.
La doctora B ya está acostumbrada a historias como la de Beverly. Ahora, una semana después, nuevamente en el box de tratamiento, Beverly le cuenta que le incendiaron la casa y que tuvo que huir rápidamente de la villa. Mudarse: la doctora B lo hizo infinitas veces. Una de ellas, hace mucho tiempo, tuvo la velocidad de los incendios. En los 70 hubo que irse de un departamento en diez minutos; la casa quedó llena de cosas y vacía. Durante meses la comida se pudrió en la heladera.
—¿Y ahora dónde vive, Beverly?
—En otra villa.
Beverly tiene al niño a su lado. Está sentado y sorprendentemente quieto. La doctora B le habla.
—Hoy te portás muy bien –dice.
—Este es otro hijo –aclara Beverly.
La doctora B pide disculpas, habla con el niño, le hace preguntas: cómo te llamás, cuántos años tenés. Mientras habla piensa en el incendio y todas las palabras –cómo te llamás, cuántos años tenés- se van quemando en el acto. El niño no responde a nada. Frunce el ceño en un profundo y sólido enojo. A su lado Beverly habla. Dice que no recuerda cómo ocurrió eso. Que eso se hizo con un cuchillo. Que la casa se la incendiaron por eso. Que necesita un trabajo. Que pensó en ponerse un puesto de choripanes en la puerta de su nueva casa. Que su nueva casa por el momento consiste en cinco chapas: cuatro paredes y un techo. Que no tiene horno ni parrilla, pero que ya encontrará dónde cocinar la carne. La doctora le dice: Beverly. ¿Le parece que eso pueda dar dinero?
Beverly resopla y niega con la cabeza. A su lado el niño habla por primera vez.
—No se llama Beverly –dice-: se llama mamá.
La doctora B sonríe. “Lindo” piensa –también piensa “triste”-, y abre su cartera y saca un papel y un lápiz que le entrega al niño. Luego lo invita a dibujar. Mientras Beverly sigue hablando y la doctora escucha, el niño entonces dibuja círculos –un cuerpo, una cabeza-, dibuja rayas –piernas, manos, cabellos- y dibuja varias decenas de líneas onduladas: pájaros.
Pájaros de alas curvas como una letra empeñada, como el signo final de una pregunta.
  

 * Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.

jueves, 17 de octubre de 2013

La década honesta*



Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo. A lo largo de esta última semana logré tomar unas notas pero no encontré el momento de sentarme a responder una única pregunta: ¿Qué nos pasa a las mujeres a los treinta años? Fue difícil encontrar una respuesta simple, pero sobre todo fue difícil empezar. Entrar en la “década del treinta” implica, entre tantas cosas, vivir siempre con la sensación –o más bien la certeza- de que nos falta tiempo. Hago una lista. En  estos siete días que pasaron hice –tal vez todas hagamos hecho- más cosas de las que entran en una sola paciencia. Uno: terminé un texto muy largo para un medio que no sólo pone en juego mi bolsillo sino también ese capital intangible que uno empieza a defender estas edades y que es el prestigio. Dos: jugué dos partidos de tenis con solo cinco horas de sueño, y a sabiendas de que ese cansancio físico podría salvarme del único lastre que me atormenta: el cansancio mental. Tres: di clases, respondí correos, lloré una vez y pensé dos veces que quiero cambiar de vida y volver a tener una huerta. Cuatro: busqué en la web un lugar sin Internet para unas vacaciones y no pensé en el dinero –esto es nuevo- sino en la necesidad de tomar un descanso. Cinco: llevé a mi hijo al dentista y me hice un control médico fuera de agenda: dos amigas fueron diagnosticadas con cáncer de mama y la noticia, además de ponerme triste, me asusta. Seis: organizamos y sobrevivimos –mi pareja y yo- a una piyamada de cinco varones de ocho años, mi hijo entre ellos.
Siete: estoy acá, en la cama, a la medianoche, tratando de escribir algo y entendiendo de inmediato –como si un rayo hubiera tocado una parte muerta y la hubiera encendido- que si no pude escribir sobre los treinta años fue porque estuve sobreviviendo a lo que significa tener treinta o más años, esto es: estuve sembrando como una lunática. Estuve cumpliendo con ese mandato que dice –tal vez con razón- que es ahora o nunca. Que es ahora cuando se construye el futuro económico, que es ahora cuando se tiene y se cría a los hijos, y que es ahora cuando hay que ocuparse del cuerpo porque el cuerpo, de lo contrario, puede rebelarse con una maldad incógnita y terrible.
La década del treinta es inolvidable –por alguna razón, jamás me sentí tan poderosa como ahora- pero es también dura. Si a los veinte somos médiums –y encarnamos el mandato familiar que pide básicamente dos cosas: que estudiemos y que no nos emborrachemos tanto- a los treinta empezamos a enfrentarnos a las demandas propias y –esto es lo duro- a la obligación de dejar de ser una “promesa” para empezar a transformarnos en aquello que alguna vez quisimos ser.
A los treinta comenzamos a mostrar nuestras cartas. En mi caso, inauguré la década hace ya ocho años -pues tengo treinta y ocho- con la llegada al mundo de mi hijo, con la escritura de mi primer libro y con una mirada quizás menos romántica sobre el poder de cambio social y personal de mi trabajo. Desde hace ya unos años que escribo, como decía Isak Dinesen, sin esperanza y sin desesperación; aunque con un amor sólido por las palabras.
“Sólido”, sí. A partir de los treinta la palabra “sólido” empieza a tener sentido. Queremos que las cosas no sólo sean bellas sino que también duren, y nos preguntamos –acaso por primera vez- por la estabilidad y la decadencia de todo aquello que vive. La muerte es algo lejano pero igual nos sentimos en riesgo, y si eso no sucede el mundo entero se ocupa de recordarnos que ya no somos tan jóvenes. Alguien nos dice, en la década del treinta, por primera vez “señora”. Y la medicina prepaga nos saca de su “plan joven” y nos aumenta la cuota porque intuye que daremos un uso abundante a sus instalaciones: vamos a parir, vamos a enfermarnos, vamos a quemarnos la primera várice y vamos a tomar turnos de un modo casi deportivo y sin saber exactamente qué de todo –piel, grasa, huesos, corazón- debería preocuparnos en serio.
A los treinta es probable que estemos seguras en los terrenos del trabajo y el amor –en, digamos, la parte Cosmo de la vida- pero es también de esperar que nos hundamos en el flan de dudas que significa estar –y sentirnos- vivas. Para reducir la angustia de la duda el mercado editorial ha sacado una infinidad de opciones que hablan de los treinta años (sólo en Amazon y en español, hay unos cincuenta con títulos como Lo quiero todo y lo quiero ya: Los treinta, los años que nos cambian la vida) y el mercado gastronómico sacó, gracias al cielo, los helados: esa purificación de azúcares en la que entramos en momentos como éste, cuando ya todos duermen y estamos en paz y logramos decir –por primera vez en varios días- “Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo”.


* Columna publicada en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.