lunes, 29 de octubre de 2012

Agua (o eso que escribí temprano, antes del corte de luz)



Hoy amanecimos con la ciudad inundada. Accidentes, agua, derrumbes: hemos tenido -estamos teniendo- nuestro Apocalipsis fugaz en Buenos Aires. Cuando fui a desayunar me encontré con mi cocina. Era una pileta tenebrosa. Durante la noche las hojas taparon las rejillas del patio y el agua empezó a subir hasta tomar parte de la casa. Sacamos el agua doblados al medio: nos dolió el cuerpo. Luego despertamos a Joaquín y Juan lo llevó a la escuela. 

Ahora todo está seco. Quedó apenas una mínima resaca: una línea de pasto y mugre pegada a las paredes. La miro. Ahí está la marca del ultraje. Primero voy a escribirla, pienso. Voy a escribirla para saber que existió. Después voy a limpiar.

En el medio reviso los diarios, el noticiero, Twitter. Entre todas las imágenes del caos hay una de Lanús. Conozco Lanús. Escribí sobre Lanús en el libro Los Otros:

“Carlos y su mujer, Amanda Prucnal, están juntos desde hace veintitrés años y se pasaron los últimos diez pagando tuberías. La que va del inodoro al pozo ciego. La que va de la ducha, el lavatorio y el lavarropas a la calle. La que conecta el caño de la calle con el sumidero de la esquina, que a su vez empalma con los conductos que van al Riachuelo. Pero no todos quieren o pueden pagar tanto. Muchos tienden un conducto hasta la calle y es ahí, en la calle, donde todo queda. En el mejor de los casos, sobre el asfalto está el agua estancada proveniente de la ducha, el lavatorio y el lavarropas. En el peor, los pozos ciegos –en vez de desagotarse con un camión cisterna- bombean el agua servida sobre el pavimento.

Puede haber mierda en las calzadas de Villa Giardino. No es lo normal, pero es una posibilidad que se hace más real en los días de lluvia. Si hay sol las napas están bajas. Pero si llueve demasiado las napas se desbordan, llegan hasta el pozo ciego y todo, a partir de ese momento, es mierda: el agua para beber, los ríos de las calles.

***

Carlos me invita a su casa. A un lado de la entrada están las barricadas y las bolsas de arena que pone a modo de compuerta cada vez que llueve. Luego de ingresar pido ir al baño. Minutos después toco mal un botón y todo se inunda: la pared escupe chorros de agua clara y me mojo la ropa y los pies y el suelo empieza a llenarse.

—Carlos –salgo del baño: no sé qué decir-. Perdón.

Él y su mujer responden con un gesto menor. Como si se hubiera derramado un vaso de agua. La convivencia con las aguas malas forma parte de eso: de una convivencia, de un diálogo extenuante al que se llega con los brazos cansados”.

Esto es algo de lo que escribí, así que bueno: siempre la misma historia. En Lanús y en todas las otras partes. Ahora sigue lloviendo pero en algún momento va a parar. Y luego de la inundación va a venir lo habitual: todo volverá al mar. Bajarán las napas, se aliviarán los pluviales. El agua se llevará la parte más urgente de la angustia. Saldrá el sol.

Pero quedaremos nosotros. Y eso, en algún momento, va a tener algún significado.

lunes, 8 de octubre de 2012

Fernanda García Lao y el mundo de las niñas viejas





Lo primero es el pasado. Eso empezó hace mucho tiempo. Empezó con Fernanda García Lao a los dos años de edad, expulsada del jardín de infantes.

—Fernandita molesta a su hermana –dijo la maestra-. Sería mejor que vuelva más adelante.

Aquel fue el comienzo de una vida errática. Desde entonces, en Mendoza -donde estuvo hasta los diez años-, García Lao cumplió con la educación formal no tanto por convicción como por cortesía: tuvo la amabilidad de ir a la escuela. Pero su educación ocurrió en otra parte. Alentada por un padre periodista y una madre que hacía muchas cosas, la niña empezó a leer en su casa a Ionesco, Beckett y Genet, y quedó perturbada. Igual a nadie le importó.

Salvo a Fernanda García Lao.

—Desde chica yo venía tomando… medidas –dice ahora. Y sonríe.

Pero ahora es el presente. Y lo primero es el pasado.

Siete años después, en Madrid, en un exilio familiar, el episodio escolar se repitió. Una docente de Historia citó a la madre de García Lao e hizo una intervención que arrojó luz sobre el cerebro de esa niña devenida joven.

—Fernanda podría ser brillante –dijo la docente-. Entrega unos exámenes maravillosamente escritos, pero no pone fechas ni nombres, habla de una guerra sin un puto dato. Y esta materia es Historia.

La madre asintió. Habló con su hija. La chica respondió que no le interesaba saber quién era el rey, quién ganaba la guerra y en qué siglo se desarrollaba la batalla.

—Lo único que me importa es la historia -concluyó Fernanda García Lao.

A partir de entonces aprendió algunas fechas para promocionar el año pero en la intimidad empezó a escribir como vivía, esto es: sin coordenadas vanas.

—Creo que en eso tiene mucho que ver la lectura precoz de Beckett, que nunca instala lugares. Casi no hay ni siquiera nombre propio. O hay una sigla. Y no hay territorio. Me parece que todo eso se queda viejo rapidísimo, me huele a periodismo. Cuando hay mucha mención a lo coyuntural estás comprando vejez.

Eso dice García Lao con una voz fina. La palabra “vejez” en ese timbre ingenuo produce escalofríos. Pero eso, una vez más, sucede ahora.

Antes, cuando terminaba la escuela secundaria, García Lao empezó a albergar algo grande. Quedó embarazada. Su primera hija se llamó Julieta. Con su llegada García Lao se llenó de un poder sin forma. Se sintió eterna. Empezó a escribir. Usó la máquina de su padre y tiempo después sacó su primera novela, llamada Coro de Inmorales y aún inédita. Años más tarde, en el medio de tantas otras cosas, escribió y editó cuentos y cuatro libros que hoy se consiguen: La perfecta otra cosa (traducida al francés por la editorial La dérniere goute)



3º Premio Cortázar

Muerta de hambre (primer premio de Novela Fondo Nacional de las Artes 2004, también traducida al francés)



1º Premio Fondo Nacional de las Artes

La piel dura 



y Vagabundas (que gano una mención en el Premio Internacional de Novela Letrasur 2010).



Todas esas historias, a su vez, contaron con el aval público de escritores como Luis Gusmán, Esther Cross, Juan Martini, Juan Sasturain, Martín Kohan y Claudia Piñeiro.

Así empezó a circular García Lao: como un secreto; como el tráfico de una flor extraña. Hasta que en algún momento alguien dijo en voz alta que García Lao no era normal. Y en 2011 la invitaron como promesa de la literatura a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Las fotos de esos días la muestran sonriente y con unas botas muy lindas. Ahí, finalmente, Fernanda García Lao se sintió cómoda y no importunó más a nadie.


—El 2011 fue un año fuerte. De pronto empecé a ver algunos frutos. Más allá de que uno no haga cosas para obtener resultados, que te lean tus pares y que te reconozcan algún mérito es importante. Confirma algunos rumbos, algunas elecciones que uno ha hecho.

De espaldas, en la cocina de su casa de Olivos, García Lao enciende el fuego y habla con una voz delgada: un hilo de niña o de pájaro. Afuera llueve a gritos. García Lao viste de negro –ropas negras, botas negras, uñas negras- y su cabello –negro y liviano- recuerda a las plumas de un animal pequeño. En las paredes hay pinturas hechas por ella –trazos que forman un rostro, un cuerpo: el alma de una cosa- y alguna escultura también hecha por ella. Garcia Lao es varias personas a la vez: escribió, dirigió, actuó y compuso música para obras de teatro. Como actriz, dramaturga e intérprete recorrió buena parte de América Latina. Recibió premios, subsidios y menciones incontables. Toca el piano, pinta y mete mano donde le interese.

Ahora hace mate; se la ve normal. Pero a García Lao hay que mirarla con reservas. Debajo de esa voz y de esos cabellos finos anidan las ideas que importan. Son todas sombrías. Los libros de esta chica son un resumen de abandonos, errancias, partidas, ausencias, frases afiebradas y enloquecidas búsquedas de sentido organizadas en base a una prosa indecente.

En La perfecta otra cosa siete personajes componen una historia absurda donde la locura, la familia, la iglesia, el desborde y el éxito arman un rompecabezas astillado en el que pueden leerse frases como ésta: “Mi padre era un hombre muy severo con los dientes podridos. Nunca fui su predilecta. Rosalin se llevaba todos sus mimos por lo que dede muy joven la compadecí”.

En Muerta de hambre está la vida excesiva de Bernabé: una chica gorda que decide usar su cuerpo como herramienta mortífera. “La señora que me ayudaba se fue hace miles de postres –dice Bernabé-. Ahora pido todo por teléfono. Creo que soy el primer caso, en esta ciudad de esqueletos vengativos, que se ha fijado un objetivo tan grasiento. Quiero estallar. Mi cuerpo es mi discurso. Espero que alguien me entienda”.

En La piel dura hay una actriz que oscila entre el teatro independiente y los casting de publicidad, y que debe enfrentarse a una mano –propia- que se independiza de un modo salvaje del resto del cuerpo. “No disfruto con la desobediencia –dice la actriz-. Mi inmoralidad es instintiva”.

Y el último de los libros, llamado Vagabundas, cuenta la historia de Eusebia: una mujer nacida en 1904 y condenada a pasar la vida atendiendo el hotel de un balneario desierto. Hasta que un día Eusebia se desata y se fuga del hotel en la avioneta de un pasajero, y deja a sus espaldas unas volutas de humo y un diario íntimo con un extenso manifiesto sobre las mujeres y la huída. El diario dice, entre otras cosas, esto: “Yo me quiero salvar. Y no me importa otra cosa. Mis padres han muerto. Estoy tan rematadamente sola que me da risa. Sólo hay un muchacho. Me intriga su dureza, porque los ojos parecen de otro, de alguien delicado. Me mira cuando piensa que no lo veo. Pero siempre lo tengo en ángulo. A veces siento el calor de su mirada en la nuca. No me muevo para no perderlo. Y aunque escriba sobre él, no voy a hablarle, ni a sonreír. Voy a comportarme como un espejo. Soy el resultado del cielo: un cuerpo que hierve y un oscuro ser menguante”.

Vagabundas es un libro tan insurrecto que produce espasmos.

—¿Esto es literatura femenina?

—Creo que sí. Esa idea de la literatura femenina como lugar de sensiblería romanticona quedó antigua. Define otra época y otro tipo de mujeres. Pero a partir de Frankenstein y de Mary Shelley para mí la femenina es una literatura muy poderosa, un espacio donde se pone en cuestión el cuerpo y lo tenebroso e infantil que alberga cada mujer en su interior. Las mujeres que me interesan escribiendo tienen muy presente un costado de niña vieja. Pienso en Silvina Ocampo: es una niña vieja. Marosa di Giorgio también. Clarice Lispector también. Alejandra Pizarnik también. Son todas mujeres con mucha claridad para meter el candor y la perversión en un mismo frasco. Y han dejado un eco que todavía sigue. En cambio los hombres en este momento parecen estar atravesando ese costado molusco, blando, que antes tuvimos nosotras. Pobres: están muy nostálgicos.

—En la mayoría de sus libros los hombres son sombras erráticas. En Vagabundas, por ejemplo, el hombre más fuerte se llama Manuel y es un médano.

—Sí, puede ser... El foco está en ellas. Ellos son secundarios. Quizás grises. Supongo que también tiene que ver con mi biografía. Somos todas hermanas, tengo hijas, tengo sobrinas, y mi papá que era como la figura brillante no está, y es como… su ausencia seguramente teñirá al resto de los hombres proyectados como sombras.

—Los temas de sus libros son muy raros; no entremos en detalles. La pregunta es: ¿Cómo llega a ellos?

—No diseño el tema. Trabajo más pensando en el lenguaje y en el estado del personaje. Me interesa ver cómo se construye una frase y que no haya palabras de adorno ni de relleno. El lenguaje es el personaje principal de lo que escribo. El asunto después es una excusa, casi. O sea: me parece que tiene que haber conflicto incluso en el lenguaje. Si leo una frase y siento que está muerta, no me sirve ni para dirigirme hacia otro lugar. Pero en general interviene mucho mi inconciente, y si no me salva el inconciente me salva la corrección.

—Hay mucho de escritura automática.

—Sí. Del método automático surrealista salieron todas las primeras cosas. Después con la concreción soy muy obsesiva y ahí aparece ese otro costado de dirección muy clara. No me sirve cualquier cosa. Pero en un principio la escritura tiene algo de descubrimiento arqueológico. Yo saco simplemente lo que hay cubriendo esa figura que está enterrada varios metros en mi cabeza. Voy cuidando de no romper partes. Cuando encuentro y digo “ajá, esto es una momia”, entonces voy para atrás y releo con la mirada de la momia que hallé. Y ahí empiezo a corregir en función de eso que ahora entendí.

—Hay una frase en Vagabundas: “La maternidad, la moda y el amor conspiran contra las vagabundas”. ¿Esa es una de esas verdades?

—No en mi caso. Soy el caso contrario. Con mi hija Julieta fui y vine por el mundo. Y ella participó de mi vagabundeo y es una persona que tiene una amplitud mental y muy pocos prejuicios y mucha generosidad hacia el otro que yo no observo en su generación. Es mi compañera de ruta desde hace mucho tiempo.

Fernanda García Lao tuvo su primera hija a los veinte años. Era la década de 1980. Era Madrid. García Lao estaba más interesada en la calle y en el cuerpo que en la vida de escritorio. Su padre había muerto cuatro años atrás: se había accidentado en una playa del Mediterráneo. Fernanda García Lao, entonces, quedó con su madre –española- y sus dos hermanas. Eran cuatro mujeres haciendo lo posible por vivir en calma.

Bueno, Fernanda no hacía lo posible; estaba alerta. Con la muerte de su padre sintió que perdía la conexión con Argentina y con el pensamiento. Lo que quedaba –dice- era el cuerpo: la calle, la escritura, los ojos abiertos.

—Yo tenía mucho deseo de conocer el mundo y de conocer gente y de vivir y de probarme y de sentir que el riesgo y la emoción y el amor y el otro eran tan importantes como un libro. No me interesaba leer a Borges, que era lo que se sugería en mi casa. Digamos que mi madre sobredimensionaba el rol de las buenas lecturas. “Mirá qué interesante es esto, mirá lo otro, veamos cuántos sinónimos se encuentran para la palabra ‘perder”. Había una sobrevaloración de las palabras que hoy agradezco porque la heredé, pero yo sentía que había que poner el cuerpo. No bastaba con las ideas.

Su madre, María del Amor, la imaginó periodista –como su padre- y con un programa de entrevistas propio –como su padre. Pero Fernanda García Lao se dedicó a vender relojes berretas. A escribir canciones y poemas que se le antojaban malos. En el medio de todo eso engendró y parió a su primera hija, Julieta, como quien cobra revancha. Parir, además, era otra forma de escribir.

A los veintiún años volvió a Buenos Aires, trabajó de actriz e hizo comerciales vestida de monja. Luego volvió a irse, volvió a volver y tuvo una segunda hija llamada Valentina. Amó, escribió y leyó con desesperación. Empezó a publicar. Y finalmente conoció a este hombre que ahora aparece en la cocina y dice dos cosas: que no le interesa leer. Que acaba de descubrir algo en relación a la música.

—Tito Fargo, mi pareja –lo presenta García Lao.

—¿Ese es el nombre?

—Es todo falso. Su nombre es Ruperto.

—Hola Tito.

Tito Fargo le sacó la foto de solapa a García Lao para Vagabundas. La imagen muestra el primer plano de una mujer con capucha y en la arena, en un atardecer frío entre los médanos. Esa foto quizás haya sido tomada en Punta Desnudez: el lugar –cerca de Orense- al que fue García Lao años atrás, y  en el que encontró tal viento y tal fecundidad literaria que se inspiró para construir Vagabundas. Un libro que, entre tantas cosas, tiene nombres muy raros.

— Eusebia, Bernabé, Rosalin, Demetrio. Ahora usted dice “Ruperto”. ¿Por qué usa esos nombres?

—Los busco mucho. Muchos son nombres como de otras épocas. Me permiten la libertad de no ser literal con mi tiempo.

—¿Lo literal la preocupa?

—Digamos que no me interesa reproducir lo que uno ya escucha todo el tiempo. A mí me parece que la realidad es más que eso. No me gusta hacer eco de los lugares comunes. No me parece que sea un trabajo artístico, por ejemplo, reproducir el habla cotidiana. Para eso pongo un grabador y… yo estudié periodismo y no estoy interesada en teñir de un modo testimonial a mis personajes. Estamos rodeados de frases y de acciones que no tienen sentido a los que se les da ese valor testimonial. Hay un deseo además de repetir y de ser entendido fácilmente. Y a mí en realidad me interesa la gente que no entiendo, las situaciones que me sorprenden. Creo que en el arte tiene que haber revelación. No me interesa lo del momento. Me parece que distrae.

—¿Y las marcas de época?

—Nunca pienso que tengo que hacerme cargo de mi época o de mi género porque eso ya está dado. Yo escribo como una persona de este momento. Entonces no pienso en esas cosas. Y me siento más anacrónica. Me da igual, en un punto, si lo que escribo es vanguardia o viejo. Eso no me interesa. En realidad me interesa cada libro como creación de universo. Y veo los libros todos con un sentido de obra. No de disparos en la noche.

—Usted se creó un Macondo. Eso es difícil en la literatura argentina.

—Es que cada época tiene sus lugares comunes de referencia, y yo prefiero no plantar ese tipo de banderines. Las marcas, los productos, los escritores de moda, los famosillos al paso… todo me hace ruido. Es como achicar el terreno para mí. No los uso yo y no me gusta leerlos. Tal vez porque yo no soy de ningún lugar, también.

Fernanda García Lao tiene un acento imposible: nació en Mendoza, vivió en España, regresó a Buenos Aires y decidió quedarse con algunas prendas de lenguaje de cada lugar vivido. Eso es lo único que permanece: del resto aprendió a despegarse. Y aprendió temprano. Su cumpleaños número diez, por caso, lo pasó en el aire: el exilio familiar se hizo el día de su aniversario. En el avión el equipo de básquet del Real Madrid le cantó el feliz cumpleaños y le regaló banderines; el deporte y la patria la celebraron desde las alturas. Ella también celebró. En el aire, en la tierra: celebró durante varios años. Hasta que Madrid quedó sumida, en los ’90, en algo que García Lao llama “espíritu práctico demoledor”.

—Ahí se acabó la fiesta. Creo que se está perdiendo el disfrute en el camino. Creo que se acepta muy rápidamente la pérdida de libertad. Y se transmite eso a los hijos, además: parece que es un deber perder libertad y acomodarse en lo más fácil. Lo que sea más práctico o más útil o dé mas plata, lo que permita sacar un lustre un poco más rápido. Y ahí se pierde lo más interesante de estar vivo, que es descubrir todo el tiempo y la capacidad de asombro y no dar nada por sentado.

—En Vagabundas alguien dice “mejor vivir poco y bien”.¿Usted tiene esa idea?

—A ver… Justo hoy estábamos hablando de la fantasía esta de morir joven y el club de los 27 y todas estas huevadas, y a mí me parece que si morís tan rápido tan genial no eras. Porque vivir es parte del asunto. Y sobrevivir es parte del asunto. Me parece que la cosa es encender un fuego y disfrutarlo, o sea que la respuesta es “no”. También aspiro al tiempo, je.

La risa es corta.

—La piba quería todo.

García Lao pesa las palabras. Y cuando acierta con la idea suele reír –como ahora- con un esplendor fresco y malintencionado.

No es ingenua. Nada en esta charla lo es.


martes, 2 de octubre de 2012

El ojo feroz. Un perfil de Beatriz Sarlo. *

(c) Tomás Linch


Se olfateaba una batalla. Todos estaban alerta. Beatriz Sarlo –una de las intelectuales más prestigiosas de Argentina y una de las voces que más duramente critican al gobierno kirchnerista- había sido invitada a participar de 678: un programa emitido por la televisión pública que, en los hechos, funciona como el principal brazo del gobierno dentro del universo mediático. Que Beatriz Sarlo fuera a 678 era un evento que sólo encontraba parangón en el terreno deportivo: era un duelo. Un Boca-River. Una contienda en la que apenas había dos espacios: el de vencedor y el de vencido.

—No tenía ese registro –dice ahora Sarlo-, hasta que empecé a ver que en Twitter decían “¿dónde es la previa a lo de Sarlo en 678?”. Hablaban como si fuera un partido. Ahí intuí que lo mío era más que una visita.

Sarlo había aceptado ir al programa por una única razón: acababa de publicar un libro, La audacia y el cálculo, que hacía un exhaustivo análisis del aparato cultural kirchnerista y que –entre otras cosas- la emprendía contra 678 diciendo cosas como ésta: "Es desagradable visualmente, con un panel integrado por bizarros o pedantes, sin obligaciones con el ritmo televisivo, sin beautiful people, producido en el canal público. Es pura y dura propaganda ideológica".

—Acepté ir por una cuestión, digamos, de ética del discurso –dice-. Si escribo sobre ellos tengo que ir. Pero no iba con ningún plan.

Cuando llegó vio que detrás de cámaras había periodistas de medios nacionales e internacionales, y ahí terminó de entender la trascendencia del asunto. Entonces decidió no hablar. Se concentró. En los minutos previos a salir al aire, Sarlo no quiso cruzar ni una palabra con los siete panelistas que iban a enfrentarla en ese encuentro aparentemente desigual. Tampoco los observó; evitó mirarlos. La razón era puramente deportiva: Sarlo ve mucho tenis –juega cuatro veces por semana- y sabe que los partidos se juegan en varios terrenos, entre ellos el de la mirada.

—En el tenis los jugadores no se miran: sólo lo hacen cuando se saludan al comienzo y cuando termina el partido. Por lo tanto, cuando querés discutir con alguien y sabés que la cosa viene a ganar o perder, no tenés que mirarlo. Tenés que estar en lo tuyo.

Sarlo hizo lo suyo. Se acercó al piso de grabación con un andar sereno, casi de western. Luego tomó asiento. Empezó el envío. Pasados los primeros minutos y las presentaciones de rigor, el programa –caracterizado por criticar el ejercicio periodístico ajeno- emitió un informe sobre el supuesto sesgo en la cobertura de los medios españoles en las movilizaciones que se estaban realizando desde el 15 de mayo de 2011 en Puerta del Sol. Terminado el informe, invitaron a Sarlo a opinar. Y ella dijo, en la cara de cada uno de los siete panelistas, lo siguiente:

—Este informe sobre la cobertura de prensa es lo que opino de los informes del programa de ustedes: son recortes en los cuales faltan las fuentes y se repiten siempre los mismos mensajes. Es un picadillo de lo peor de los medios, tratan de hacer creer a la gente que lo que pasa en España está siendo trasmitido así. Les aseguro que leo todos los portales españoles de noticias y hay varias perspectivas sobre Puerta del Sol.

De ahí en más el encuentro empezó a complejizarse y a volverse incómodo. Sarlo –contra todos los prejuicios- no era una intelectual de escritorio. Tenía eso que se llama “calle”. Y la calle terminó de verse cuando Orlando Barone (un panelista y periodista que construyó su carrera en varios medios –entre ellos Clarín y La Nación- y que hace algunos años descubrió que esos medios eran una basura golpista) avanzó con un discurso usual dentro del programa:

—Uno se siente más aliviado cuando en el lugar donde trabaja no hay que ocultar crímenes de lesa humanidad –dijo Barone, en referencia al Grupo Clarín de Ernestina Herrera de Noble, sospechada por la apropiación de menores durante la dictadura-. En este canal no hay que pactar con sospechados de crímenes de lesa humanidad. La pregunta es ¿se puede trabajar en...?

—Conmigo no, Barone –lo interrumpió Sarlo como si espantara una mosca-. Conmigo, NO. Barone vos trabajaste en Extra, trabajaste en La Nación, aguantaste hasta donde pudiste. Llamá a alguien de Clarín, yo soy una columnista de La Nación y trabajo tres veces por semana en radio Mitre, no voy a responder por esos medios.

Punto.

La frase “conmigo, no” fue, desde ese momento, un vértice en la vida pública de Beatriz Sarlo. Si bien Sarlo viene escribiendo y analizando el poder desde hace décadas, lo cierto es que –de la mano de esa intervención- pasó de ser conocida a ser famosa. Al día siguiente de ese cruce –en mayo de 2011- empezaron a aparecer remeras con la frase “conmigo no”. Comenzaron a circular ringtones que reproducían esa línea en los teléfonos celulares. Y se terminó identificando a Sarlo como uno de los rostros más combativos e intelectualmente sólidos del universo opositor.

—Creo que los de 678 no me conocían –dice ahora, sentada en su oficina-. No calcularon que una intelectual de aspecto académico pudiera comportarse como alguien con cultura de calle y de noche. No les entró en la cabeza. Daban por sentado que entraba al estudio una especie de aparato profesora de la Universidad de Buenos Aires. Ellos hablan de mí como una “señora de Recoleta”, barrio en el que jamás he vivido. Es interesante cómo la gente devora sus propios mitos. Ellos fueron víctimas de su propio imaginario, el imaginario con el que constantemente me hostilizan. Son zonzos. No saben observar. No saben ni son capaces de saber quién soy yo.

La oficina de Sarlo queda en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Consiste en dos ambientes luminosos que reproducen el aura de las buhardillas parisinas: hay una vista en alturas, hay una belleza reflexiva y hay un piso y varios muebles de madera con esa porosidad que absorbe –y nunca expulsa- la luz. Sarlo construyó este espacio varias décadas atrás, decidida a que el trabajo no entrara de un modo evidente en su mundo privado. A su casa, dice, las personas van a tomar whisky. Y a la oficina vienen a trabajar.

En este departamento, desde 1978 y durante treinta años funcionó Punto de Vista: una revista cultural –dirigida por Sarlo- que marcó una época y que estableció un canon antipático en el mundo literario: si un escritor no era citado por Sarlo quedaba afuera de muchas cosas. Y eso, que a Sarlo le generó varios rencores que todavía duran, era aceptado como una ley marcial pues Sarlo era –es- una analista de formación irreductible. Durante veinte años fue profesora de literatura argentina contemporánea en la Universidad de Buenos Aires; escribió veinte libros; dictó cursos en Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota; fue fellow del Wilson Center de Washington y fue profesora especial de Cambridge.

—Y ahora me voy a Harvard. Tres meses. Voy porque me pagan y porque quiero usarles la biblioteca. No sabés lo que es la biblioteca de Harvard.

Sarlo habla y fuma, con boquilla francesa, unos cigarrillos Dunhill. Los compra de a montones cada vez que viaja al exterior y luego los consume sin apuro. El modo de fumar de Sarlo tiene algo que ver con su mirada. Sarlo es metódica, pausada, analítica. Se toma el tiempo para hacer lo que –dice- en 678 no hicieron con ella: observar. Ese ojo entrenado es, desde hace mucho, uno de sus mayores capitales: además de los libros publicados, escribió durante cinco años una columna de crónicas porteñas breves en la revista Viva de Clarín, ahora escribe análisis políticos en La Nación y el año pasado –por pedido de Pablo Avelluto, director editorial de Random House Mondadori- publicó La audacia y el cálculo, uno de los análisis más hondos de los modos de construcción propagandística de Néstor y Cristina Kirchner.

Avelluto conoció a Sarlo en 1987. En ese entonces él estudiaba Ciencias de la Comunicación y encontraba en Sarlo una mirada interesante sobre –enumera- la cultura, los libros, la política, el jazz, el cine, los Beatles y las vanguardias. La vio en persona cuando la invitó a un pequeño programa de radio. Al que Sarlo fue. “Me llamó la atención que a Beatriz le interesara lo que yo pensaba o leía, o los discos que escuchaba –dice Avelluto-. Luego encontré en ella una suerte de antena para descubrir, promover, discutir y pensar lo nuevo, lo diferente, lo que escapa a lo previsible. Y el humor, un humor elegante y sofisticado, alejado del melodrama del peronismo o la izquierda más tradicional. En cierto modo, Beatriz nos enseñaba un modo diferente de ser de izquierda”. 

Sarlo se formó en los claustros, pero también en la calle. Creció en un hogar de clase media antiperonista –padre abogado, madre docente-, pero a los diecisiete años se anotó en la Universidad de Buenos Aires y se fue del hogar. Era –dice ella- la época: la única forma de construirse era romper con las normas éticas de la familia. Había que irse para ser joven en serio.

En esos años Sarlo se dedicó a dar clases de inglés y a trabajar en Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Vivía con poco: dormía en piezas y estudiaba en bibliotecas públicas. En 1970 se fue a vivir y a trabajar a Trelew y fundó una filial de la Juventud Peronista. Casi todos los miembros de esa Juventud Peronista entrarían luego en Montoneros –la organización guerrillera identificada con la izquierda peronista-, pero ella, al regresar a Buenos Aires, se apartó y se afilió al Partido Comunista Revolucionario, fuerza maoísta que tuvo algunas coincidencias con Juan Domingo Perón.

La llegada de la dictadura impactó en Beatriz tanto como en muchos otros intelectuales de izquierda. A la precariedad de la vivienda se sumó la falta de trabajo –nadie, salvo el Centro Editor de America Latina, le dio un empleo en esos años- y la clandestinidad. Empezó a vivir sin paradero fijo y sin teléfono, y armaba parte de su análisis y su estrategia leyendo los diarios en el Pumper Nic de Suipacha y Corrientes: un local –antecesor del Mc Donald’s en Argentina- donde Sarlo había observado que no entraba la policía.

Llegada la democracia, en 1983, pasó a una vida abierta pero con los mismos aprietos económicos. Alquilaba piezas, vivía con poco, iba a hacer ejercicio físico –siempre le gustó el deporte- al único lugar gratuito: el gimnasio del Hogar Obrero. Su situación económica recién empezó a mejorar a medida que se fortalecían las instituciones democráticas y había menos miedo. “Beatriz forma parte de un grupo de pensadores que aprendió a respetar los funcionamientos democráticos –dice Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación, y amigo y editor de Sarlo-. Por eso, cuando veinte años después el kirchnerismo vino a interpelarlos y a decirles que todas esas cosas que habían aprendido eran irrelevantes o lisa y llanamente expresiones de la derecha, es lógico que a Sarlo le haya molestado”.

Llegado el kirchnerismo, en el año 2003 hubo una escena que marcaría un antes y un después en la relación de Sarlo con el gobierno. Los Kirchner –principalmente Néstor- habían llegado al poder hacía poco tiempo y querían escuchar la voz de algunos intelectuales no peronistas. Julio Bárbaro –entonces jefe del Comité Federal de Radiodifusión- había convencido al matrimonio presidencial de llevar a dos de los pensadores más prestigiosos del país: Sarlo y el historiador Tulio Halperín Donghi. Los Kirchner aceptaron.

Durante el encuentro, Néstor Kirchner entraba y salía del salón –como cuentan que hacía siempre- y decía frases como “las ideas son importantes”, mientras que Cristina estaba en la mesa. Acababa de llegar de un viaje a Nueva York donde había conocido a Joseph Stiglitz y Paul Krugman y estaba –dice Sarlo- “deslumbrada con el primer premio Nobel que conocía en su vida y con la posibilidad de vincularse con los medios académicos”. Sarlo y Halperín Donghi miraban todo con escepticismo y curiosidad. Hasta que hacia la segunda hora del almuerzo, cuando se entró de lleno en el tópico “derechos humanos”, las cosas empezaron a irse de carril.

Cristina Fernández dijo que, según ella, la Argentina carecía de intelectuales y que esa falta se debía a que entre los treinta mil muertos y desaparecidos de la última dictadura militar había una generación de pensadores. Beatriz Sarlo, entonces, le advirtió que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) denuncia diez mil muertos y desaparecidos, y siguió:

—Creo que el crimen es horrible, independientemente de que hayan sido diez mil o treinta mil –dijo Sarlo-. Pero no podemos asegurar que entre estos desaparecidos había grandes ideólogos. Simplemente no lo sabemos.

Desde ese comentario, el almuerzo no volvió a ser el mismo. “Tulio, a este lugar no vengo más” le dijo Sarlo a Halperín Donghi, una vez afuera de Casa de Gobierno. Tiempo después, Sarlo supo –mediante amigos- que el disgusto había sido mutuo: los Kirchner le habían bajado el pulgar, inaugurando formalmente un desagrado que se fue polarizando a lo largo del tiempo.

—A los judíos les mataron 7 millones de personas y nunca dijeron que se habían perdido violinistas, físicos, escritores y filósofos judíos. No dijeron “acá hay un hueco” ni lo midieron en función de la pérdida de talentos, y eso que estamos hablando del asesinato mayor que hizo la humanidad. Entonces la idea de que los miles de desaparecidos argentinos, además de haber padecido un crimen contra la humanidad, establecen un hueco y que si no la política y la intelectualidad argentina serían mejores… es una idea, por lo menos, incomprobable. Típicamente criolla.

—Usted se refiere a esta idea que tenemos los argentinos de que “podríamos ser geniales, lástima que…”.

—Y… ese argumento tiene un aire argentino bastante autóctono. Por otro lado, hay algo que tienen los Kirchner y que es muy curioso: creen que el mundo empieza con su llegada. Como ellos no se ocuparon de los derechos humanos en la década del ‘80, ni tampoco lo hicieron en los ‘90, creen que el momento en el que ellos se ocupan es el “momento cero”, el comienzo.

—¿Es esa brecha entre la historia personal y el discurso político de los Kirchner lo que la llevó a dar esa respuesta en la Casa Rosada?

—Qué sé yo… Quizás no fue la respuesta más inteligente de mi parte. Admitámoslo. Si alguien quiere seguir sentado en esa mesa no hace una provocación sobre un punto que a esas personas les parece central. Pero bueno: no tenía demasiado interés en seguir sentada en esa mesa, tampoco.

Enciende un Dunhill, da una única pitada y luego lo apaga: no fuma –dice- una sola pitada que no tenga ganas de fumar. La facilidad con que Sarlo delimita su deseo es llamativa. Jorge Fernández Díaz cree que ésta es una de sus principales cualidades: “Ella vive con muy poco –dice-. Es frugal. Conozco poca gente tan temeraria y tan tremendamente austera. No es vulnerable a los elogios y no necesita demasiado para vivir. Ni plata ni premios. Sólo un disco de Bill Evans y un buen libro. Sarlo es insobornable”.

***

Sarlo posa para las fotos. Sobre la mesa de madera tiene lo mismo que tenía hace unos días: revistas, libros, un mate. Sarlo dice que no quiere salir fumando ni tomando mate: no quiere ser folclórica. Tampoco quiere hacer ninguna pose rara.

—Una vez un fotógrafo del diario Perfil me hizo un montón de fotos y a lo último me dijo: “¿Y por qué no te agachás, a ver qué sale?”. Y me agaché y después eligieron esa: fue un bochorno. No tengo nada que hacer agachada, hay una edad para cada cosa. Ahora la ponen en Perfil cada vez que me hacen una entrevista.

Sarlo cuenta la anécdota mientras Tomás Linch sigue tomando imágenes. Luego Tomás deja la cámara y busca su móvil: quiere sacarle un último retrato con el teléfono.

—Después la subo a Twitter –bromea Tomás.

—Mejor no, van a llenar el Twitter con frases como “vieja de mierda” –dice Sarlo. 

No queda claro si le importa.


***

Es la noche, es un taxi. Sarlo fue invitada a un programa de debate político y le enviaron un coche. Si no fuera por eso, Sarlo viajaría en colectivo o en subte: siempre lo hace. El uso libre que hace del espacio público la pone en lugares buenos (muchas mujeres muestran lo que Sarlo intuye que es una “identificación de género”) pero también difíciles.

—Hay algo que me provoca enorme sorpresa, y es el machismo ejercido por hombres y mujeres. Porque las palabras “vieja”, “fea” y “de mierda” son permanentes –dijo Sarlo días atrás, en su oficina-. Y no usan esas mismas palabras cuando tienen que atacar a hombres. Lo que es notable.

—Da la impresión, en relación a esto de “vieja”, que usted le da un peso ideológico a la idea de no hacerse cirugías estéticas.

—¿Ideológico? No. No es una cuestión de principios. Qué sé yo qué haría si viviera en Berlín o en Ciudad de México… Pero acá, en este clima de transformación botóxica que hay en Argentina, no.

En el taxi, Sarlo lleva el cabello blanco acomodado en una raya al costado, maquillaje espeso –se prepara sola para la televisión- y perfume. Baja del coche con elegancia, pero sin los lugares comunes de la elegancia. Camina. En el canal, en la sala de espera previa a los estudios de grabación, hay dos pantallas de televisor con un discurso en cadena nacional de Cristina Fernández. Sarlo ni la escucha.

—¡Sarlo! –en la sala de espera alguien la reconoce. Es un desconocido. El hombre empieza a hablarle de burocracia sindical y de izquierda marxista, y después pasa al terreno más común:

—Me acuerdo del día que estuvo en 678…

—Por favor, ni lo mencione.

—Yo hinchaba por usted, Beatriz. Mientras miraba tuve que dejar de comer.

Sarlo es cortés: sonríe. Luego avanza hasta el piso de grabación y queda detrás de cámaras, mirando la escenografía. Detrás de un panel hay sentados tres invitados.

—A esos gordos los conozco –dice Sarlo-. El gordito ése es ultra kirchnerista, es del concejo empresario. El otro gordito no sé quién es. Y el tipo ése es un ruralista que está bastante podrido de los Kirchner.

Minutos después se acerca el conductor, Maximiliano Montenegro, y la saluda. Le explica que durante el primer bloque van a hablar los tres señores y que luego tendrán una entrevista a solas con ella. Sarlo asiente, se sienta fuera de cuadro, cruza sus piernas finas y mira. Y escucha. En cuestión de minutos, en torno a una discusión sobre la formación de precios en Argentina, los gordos empiezan a pelearse como si fueran vedettes en el prime time televisivo. La escena es entretenida, pero Sarlo no mueve un músculo del rostro: mira. Y escucha.

—Si hago un zapato cobro un peso y si hago cincuenta zapatos cobro cincuenta pesos: eso es justo –dice Jorge Castillo, kirchnerista y dueño de La Salada, la feria de productos ilegales más grande de Latinoamérica-. ¡Pero si tengo empleados cobrando un sueldo fijo en vez de hacer zapatos se la pasan fumando en el baño!

—¡Castillo! -dice otro- ¿Usted dice que los trabajadores en blanco fuman en el baño? ¡Está echando por tierra sesenta años de conquistas sociales, Castillo!

Sarlo asiste a la escena con sobrio deleite. Luego llega el corte, se van los gordos y entra Sarlo con sus piernas finas. Montenegro la presenta como “la intelectual más crítica de Cristina y la intelectual más lúcida también”. Luego empiezan las preguntas, centradas –casi todas- en torno de la presión oficial para que haya una reforma constitucional que habilite a Cristina Fernández a un tercer mandato.

—¿Hay kirchnerismo sin Cristina candidata en el 2015? –pregunta Montenegro.

—No tengo la menor idea. Ellos se han quedado sin sucesor. Amado Boudou (el vicepresidente, metido en un escándalo de corrupción) se enredó en los cordones mal atados de sus propias zapatillas y la presidenta no tiene sucesión. Ahora bien: el problema de que el kirchnerismo no tenga sucesión depende de los errores del kirchnerismo. No hay que entrar en un falso debate. No soporto el engaño discursivo. El kirchnerismo pretende que sea completamente estúpida y piense que quieren reformar la Constitución para introducir nuevos derechos cuando quieren reformarla para que Cristina Kirchner sea reelecta.

—¿Y Cristina tendrá resto para llegar al 2019? ¿Querrá? –pregunta Montenegro.

—No sé. No hago hipótesis psicológicas ni personales: no lo hago con mis amigos, menos voy a hacerlo con una presidenta. Y además no me interesa. Si ella quiere ser presidenta aguantará o no, qué se yo.

Montenegro le da las gracias y se despide de Sarlo, quien baja de la tarima con una liviandad que no parece tener sólo que ver con su peso. Luego atraviesa el salón, saluda a un senador que –rodeado de escoltas- da un paso al frente y la intercepta, y se va.

—Todos estos tipos nunca se mueven solos, viven con miedo –susurra segundos después, cuando pisa la calle. Ahora cae una garúa fina sobre Sarlo pero ella no la registra. Bajo la llovizna espera que llegue el taxi que le pusieron en el canal. Vista ahora -mínima, a la intemperie- Sarlo remite a una escena que ocurrió hace años: en el 2006, la fotógrafa Alejandra López la retrató de un modo inolvidable y bajo una lluvia mucho mas fuerte. En la imagen se la ve a Sarlo de cabello corto y sin paraguas. Mirando al cielo como si buscara –sin metáforas- una respuesta concreta.


(c) Alejandra López



 * Publicado en la revista YA del diario El Mercurio (Chile) en octubre de 2012.