lunes, 29 de febrero de 2016

EL ARTE DE PERDER *

Eran pareja, rondaban los setenta años y parecían venir de algún apuro. Estaban atrasados. Habían llegado a sus asientos cuando el resto del pasaje ya se había acomodado en el avión. Metieron su equipaje con torpeza en distintos compartimentos y todos los miramos sumidos en un silencio mezquino: a ver si ese par de viejos nos aplastaba un bolso. 

Tomaron asiento y empezaron a cuchichear. Se movían demasiado. La tensión seguía en aumento hasta que el hombre, con el avión avanzando lentamente hacia la pista de despegue, se puso de pie y empezó a abrir los porta equipajes mientras balbuceaba algo. Intentó sacar una bolsa de un tirón, pero el peso del bulto era excesivo para sus brazos flacos. El bulto se estrelló contra el piso. Sobre el pasillo del avión se desparramaron papeles, estuches de anteojos y discos compactos. Una azafata se acercó. Qué pasa, preguntó. El hombre no respondió, estaba agachado intentando acomodar el lío. 

-Mi marido rodó por las escaleras -dijo entonces la esposa-. Por eso nos atrasamos. Se tropezó y cayó. Creo que ahí perdimos los pasaportes.

La azafata sonrió como una madre que quiere convencer a un nene de tomar su jarabe. Respondió que afortunadamente ya habían pasado migraciones, por ende los pasaportes no eran tan importantes. En resumen: la cretina sólo quería despegar. Pero los viejos no querían hacerlo, o al menos no en esas condiciones. “Los pasaportes” repetía el hombre. Siguió revolviendo entre las bolsas hasta que giró completamente sobre sí mismo y vi su espalda: había una mancha roja a la altura del omóplato izquierdo.  Era la herida ocasionada por el golpe. Pero era, antes que nada, un refucilo de realidad. De repente los documentos, el avión, la azafata, ese temor pequeño a salir tarde o a que nos toquetearan los bolsos: todo se volvió negro y dejó expuesto, en su fluorescencia maligna, un cuerpo vulnerado y menguante.

-A ver, tranquilícense, ¿no los habrán guardado en otra parte? -insistió la azafata con su voz de cuna. La mujer dijo que no, que los pasaportes sólo podían estar en el Sobre Azul de los Pasaportes. El hombre no dijo ni eso. Se agarraba el poco cabello con las manos, parecía buscar un último sostén en su propia cabeza. ¿Irían a visitar a los hijos? ¿Sería esa la última luna de miel? ¿Cuántas eran las razones por las que una pareja de viejos salía a recorrer el mundo? ¿Qué era lo que se estaba muriendo ahí, delante nuestro, mientras el resto del pasaje tamborilleaba dedos y miraba los relojes con fastidio?

Les imagine un pasado. Se habían conocido en segundas nupcias, con al menos un fracaso a cuestas y una urgencia por no volver a fallar. No habían tenido hijos en común pero habían sabido amar a los hijos del otro. Habían vivido separados para cuidar el amor, hasta que a los sesenta años habían comprado un departamento a medias, pero con dos dormitorios. Para cuidar el amor. Habían conocido juntos los primeros declives del cuerpo: picos de colesterol, artrosis, algún tema de glucemia; cimbronazos múltiples que iban dejando su huella en las mesas de luz, cada vez más llenas de cajas. Habían aprendido a etiquetar los remedios para no meterse en la nariz –como ya había pasado- el antiácido estomacal. Jamás habían dejado de reírse de esas cosas. Nunca habían abandonado las bromas cochinas. Y sabían que el amor se sostenía sobre tres pilares: el humor, el respeto por los espacios personales y la posibilidad de viajar.
-Tenemos que bajarnos -dijo la mujer a su compañero, y se puso de pie. El hombre sudaba y respiraba de un modo sonoro y la mancha roja se iba desvaneciendo en aureolas acuosas en su espalda. 

Recordé ese poema de Elizabeth Bishop: “Pierde algo cada día. Acepta la angustia/de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano/El arte de perder se domina fácilmente./ Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:/ lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar./Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre”. ¿Era, entonces, hora de dejarse ir? Fue en el medio de esa duda cuando vi, a un metro de mis pies, bajo una almohadilla blanca olvidada en el piso, una libreta azul. Me estiré hasta alcanzarla, la abrí y la levanté en señal de victoria. 

-¡Acá están los pasaportes! -grité. Los viejos me miraron. Tomaron los papeles con el gesto de un notario, le sonrieron a la azafata y se sentaron sin siquiera dar las gracias.


Así que no es por ellos que escribo esta historia, no. Ellos no se la merecen.

Esta historia la escribo por mí. 

jueves, 25 de febrero de 2016

Tracción a sangre *





Cuando mi vecina se fue del barrio me dejó por unos días su bicicleta. Dijo que no tenía fuerzas para ir pedaleando a su casa nueva después de tantas horas de mudanza. No entendí por qué no la metía en el camión con los muebles, pero tampoco me detuve en eso. La guardé en el patio. La bici era pesada, y tenía los frenos duros y telas de araña en los rayos. Igualmente la miré con ganas. Hacía rato que quería volver a pedalear.
Dos semanas después la mandé a arreglar y empecé a usarla. Tres semanas más tarde, suponiendo que mi vecina volvería a llevarse lo suyo —cosa que aún no ocurrió—compré una bici para mí. Así empezó todo. No tengo coche, no sé conducir y quería desplazarme sin pasar por los trámites, las pruebas y el desembolso que supone ser un automovilista. O al menos eso pensé en un comienzo. Lo que no imaginé fue lo otro. Que además de un transporte accesible, la bicicleta es un ejercicio moral. El viento en la cara, la velocidad, la posibilidad de construir una mirada urbana: todo se paga, literalmente, con equilibrio y sudor.

El lunes que me dieron la Aurorita —plegable, liviana, fácil: parecida a lo que quisiera pensar de mí misma— la estrené de noche en el Bajo Flores. Cerca de la villa 1-11-14 hay un polo de restaurantes coreanos. Quizás fue la cerveza o el cansancio o, por el contrario, el nervio del pedaleo porque la zona, cerca de la medianoche, no es un buen lugar para el ciclismo recreativo. Lo cierto es que agarré un cordón en ángulo de 30 grados, perdí la estabilidad y terminé en el suelo y sangrando. Desde entonces, hace ya dos meses, tengo en la rodilla una especie de supernova de destellos oscuros. La marca es como un dedo en alto, una admonición tardía que habla del castigo y la prudencia.

La ignoro. Pero sé que algo, ese día, quedó escrito.



Poco después del accidente llegaron las fiestas de fin de año. Para qué entrar en detalles. El 25 de diciembre y el 1 de enero a la mañana agarré la bici y me fui al carajo. No es que haya ido lejos, el carajo en realidad está adentro (lo dice Juan Carlos Kreimer –periodista y pionero de la cultura rock— en su libro Bici Zen: el camino que se traza con la bicicleta es interior). En cualquier caso: toda la basura personal se iba volando a medida que pedaleaba por la avenida Directorio y chocaba manos con los rotos como yo. Padres solos que llevaban a sus hijos en monopatín; parejas de viejos con zapatillas esponjosas caminando en silencio; pibas corriendo con urgencia para bajar la comilona de la cena. Nada nuevo, pero todo distinto si lo ves desde los veinte kilómetros por hora y sin ventanas de por medio. En la bici, tu esfera es la calle. En el mundo del peatón también, pero las ruedas le dan al entorno una fugacidad perfecta: es posible mirar y hacer un dibujo mental de aquello que se ve, y a la vez todo se suelta pronto porque la ciudad siempre sigue. En ese sentido, el pedaleo se parece un poco el periodismo.

La bicicleta, de hecho, es un punto de vista. A unos centímetros del suelo y con el movimiento como principal garante de estabilidad —si no avanzás, te caés— Buenos Aires se ve de otra manera. La arquitectura, los modos de relación entre las personas, las maneras de estar acompañado y de estar solo, las demoliciones, los edificios y los carteles publicitarios que alteran el tejido urbano. Todo eso cambia. Incluso cambia la lluvia. Mil veces vi llover en la ciudad. Pero vi una lluvia nueva cuando pedaleé bajo un diluvio. Sé que estoy exagerando; parezco un pastor evangélico tratando de meter gente bajo el manto sagrado. Pero por ahora, y hasta que me acostumbre, las sensaciones son iniciáticas y extraordinarias.

Aquel día de lluvia los árboles brillaban y el asfalto crepitaba como un vinilo. En subida por Directorio —vacía— y con los músculos quemando, entendí que la ciudad es una forma de naturaleza. Esa, supongo, es una de las virtudes de la tracción a sangre: el esfuerzo, alternado con el dejarse llevar de las bajadas o las planicies, produce una mirada específica, vagamente alucinada, y ayuda a apropiarse de un espacio urbano que normalmente es hostil. Alguna vez en la vida hay que atravesar Buenos Aires en bicicleta. Si es cierto que nadie debiera habitar una casa que no pueda limpiar por sí solo —o eso dice Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra—, entonces nadie debiera estar en una ciudad que no pueda recorrer por sí solo.



El día de la lluvia llegué a casa, me senté frente a la computadora y escribí un texto breve que después subí a las redes sociales. Minutos después de haber hecho el post, entró un mail. Era de una colega que acababa de leerme, que edita una revista de ciclismo y que quería hacerme una entrevista en calidad de ciclista urbana y amateur. Acepté a sabiendas de que no tenía nada relevante que decir. Mi único aporte novedoso era bastante chabacano. Desde hacía tiempo venía notando que el pedaleo sin manos es una canchereada que sólo hacen los tipos. Puesta a pensar por qué, concluí que el acto estaba asociado a un modo pueril de pensar la virilidad. “A que no sabés con qué otra mano mantengo el equilibrio” parecen decir los varones. No vi una sola mujer haciendo cosa semejante.

La observación me pareció acertada y desubicada a la vez, así que la silencié durante la entrevista. Lo más íntimo que conté fue mi primer recuerdo vinculado a la bicicleta. Tendría ocho años, iba pedaleando por una vereda y vi que algunos metros más adelante había una familia entera ocupando el paso. Como no tenía bocina, empecé a gritar “permiso, pi pi pi”; pero nadie escuchó. Y yo, por alguna razón, desestimé la opción de frenar. Tenía que decidir a quién de la familia iba a chocar. Choqué al padre.

—La bicicleta conecta con la infancia —dijo la colega que hizo la nota.

Respondí que sí: la conexión con la infancia es otra de las razones por las que uno elige pedalear. Pero esa es la explicación racional. La otra, como siempre, está a oscuras. 




Son las tres de la mañana. Cené afuera y volví pedaleando hacia el Oeste, primero por Caballito, después por Flores y finalmente por Floresta. La ciudad era un páramo y me aproveché de eso. Fui en zigzag por Pedro Goyena; hice acrobacia en José Bonifacio —levanté una pierna en palomita, después probé con la otra—; anduve sin manos y me moví con una impunidad que sólo tengo si estoy sola. Cada tanto me cruzaba con algún sereno que fumaba en el zaguán de su edificio y nos medíamos con una quietud cómplice, como si fuéramos intrusos en la misma casa vacía.

Pero todo lo demás era sordina, y noche.

Llegué a mi puerta con la sensación de estar drogada. Minutos después —ahora—, con los pies ya en el suelo, mando un mensaje de texto a mi vecina. “No la buscaste, te estás perdiendo algo” escribo. También cuento que compré una bici para mí.

“¿Le pusiste nombre?” responde ella al día siguiente. Pienso opciones, pero finalmente le digo que no. Porque todo lo que se me ocurre es cursi. Y porque las bicicletas, al fin y al cabo, debieran ser libres de verdad.




* Publicado en la revista digital La Agenda.