domingo, 26 de febrero de 2012

Ábrete sésamo

Antes las palabras cambiaban mundos. La cosa se parecía bastante al cuento de Alí Babá. Decías "ábrete sésamo" y se movían las piedras. ¡Las piedras! Las palabras movían piedras.

Hoy todos decimos palabras todo el tiempo. Y nada se mueve, nunca.

Pruebo el silencio.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Historia de una mujer bomba *




San Miguel de Tucumán, la capital de Tucumán, una provincia ubicada en el Norte de la Argentina, tiene sus calles repletas de naranjos. Están dispuestos en hilera en casi todas las aceras y eso hace que la ciudad entera destile una euforia boba, a veces insoportable. Frente a la casa de Susana Trimarco de Verón hay uno de esos árboles. Conserva todos sus frutos –nadie los ha llevado- y es fácil detenerse en ese mínimo paisaje y tener un acceso de tranquilidad: en Tucumán la gente es buena, parece, y no arranca nada que no le pertenezca.

—¿Qué decís? –interrumpe Trimarco y frunce la nariz con asco-. A estas naranjas no se las roban porque son amargas, son feas. No sirven para nada.

Trimarco tiene 53 años y un pasado optimista. Cinco años atrás tenía también un marido, una casa, dos trabajos, dos autos y dos hijos: Horacio, que se fue a vivir al Sur de la Argentina, y María de los Ángeles –Marita-, una chica de sonrisa panorámica que una mañana salió de su casa para ir al médico y nunca más volvió. La desaparición ocurrió el 3 de abril de 2002. Ese mismo día, Trimarco dejó de ser lo que era –un alma en orden- para transformarse en esto: una persona de labios duros que se para en la acera, mira un naranjo, hace una mueca de desprecio y dice que acá, en Tucumán, nada es lo que parece.

—Esta ciudad, linda como la ves, está llena de mafiosos –se queja. Y entra a su casa de un portazo.

Marita Verón, su hija, fue raptada por una red dedicada al tráfico sexual. Desde entonces, Trimarco es la principal responsable de que a Tucumán ya no se la conozca nacionalmente como “el Jardín de la República” –en virtud de sus divinas flores y sus naranjales- sino como el epicentro de una producción bastante más amarga: el secuestro y la trata de mujeres, una práctica que existió siempre pero que, con el caso Verón, parece haber nacido ante los ojos del Estado y la opinión pública. En los últimos años, el "caso Marita" instaló el tema de la trata de blancas en la agenda política nacional y transformó a Trimarco en un personaje casi de ficción: pateó literalmente las puertas de los despachos oficiales pidiendo respuestas, devino en un referente público más confiable que la policía local (la gente acude a ella cuando desaparece alguien), se disfrazó de prostituta para averiguar por el paradero de su hija, y con muy poco apoyo del Estado participó del rescate de ciento quince chicas que vivían esclavizadas en burdeles de todo el país. Este combo alucinado –tragedia, acción, heroísmo, metidos en el frasco chico de una mujer que no supera el metro y medio de estatura- hizo que el pasado mes de abril Trimarco recibiera, en Estados Unidos, un reconocimiento de los supuestamente “grandes”. La secretaria de Estado, Condoleeza Rice, le entregó el galardón a Mujer Coraje, uno de esos premios que suelen darse a las líderes de Zimbabwe, Letonia, o cualquier otro país al borde de la cultura occidental.

—A mí me reconocen mucho afuera. No digo solamente la Condoleeza Rice: yo voy a Buenos Aires y me siento en el restaurante y no me quieren cobrar la comida, voy a comprarme unos zapatos y el dueño me dice: “¿Usté es la madre de Marita Verón?”, y entonces me dice que está orgulloso de mí ¡y no me cobra los zapatos! Pero llego a Tucumán y es imposible. Hay mucha gente buena, m’hija, pero hay otra que no me quiere nada.

Trimarco cruza las piernas y se mira los pies. Lleva unas botas negras, lustrosas, sencillas.

—No me quieren porque soy una bomba atómica en la puerta del trasero de los políticos, esa es la cuestión.

La casa de Trimarco es grande, salvo el living: una superficie breve donde se amontonan un piano, tres sillones, algunos diplomas y una ventana amplia por la que entra una luz ambarina y tranquila. En todos los rincones hay fotos familiares, y en esas fotos siempre está esa cara con esa sonrisa: Marita con su madre, su padre, su hija, su hermano y con una rosa entre los dedos, bailando, el día que egresó del colegio secundario. Marita era, según Trimarco, esa clase de persona que cree que al futuro hay que llegar contento y capacitado. Había hecho cursos para todo -computación, repostería, decoración de interiores- y también, como era habilidosa con las manos, había empezado la licenciatura en Artes en la Universidad Nacional de Tucumán. Fue allí donde conoció a David Catalán: un chico morocho, delgado y retraído, que a Trimarco siempre le pareció poco para su hija.

David y Marita se pusieron de novios a los veinte años, tuvieron una niña (Micaela) doce meses después, y se mudaron juntos a un barrio de viviendas estatales llamado Las Talitas, siete kilómetros al Norte de San Miguel de Tucumán. El edificio era (es) una construcción maciza, desangelada y gris; el tipo de lugares al que acude la clase media empobrecida cuando logra asegurarse un techo. Pero David y Marita estaban felices. Para pagar la cuota del departamento –y mientras seguía estudiando Arte- Marita empezó a vender tortas a las estaciones de servicio de la zona. Con el dinero ganado, más una ayuda económica de su madre, se puso un almacén y hasta le prestó un capital a David para que comprara una moto y saliera a trabajar de mensajero. A los veintidós años, los días de Marita transcurrían entre un comercio, una niña y una carrera universitaria. El futuro parecía un lugar tranquilo. Pero Trimarco estaba inquieta. Iba seguido a visitar a su hija, y cada vez que iba se quejaba un poco.

—Este barrio no es para vos. Esta casa no es para vos. Esta gente no es para vos. Y este chico no es para vos.

Entre las tantas cosas que inquietaban a Trimarco estaba Patricia Soria: una enfermera cincuentona que vivía en el mismo edificio y que acudía a la casa de Marita cada vez que Micaela, la niña, tenía un ataque de asma. Con el paso de los meses, Soria y Marita se hicieron casi amigas, y esa relación preocupó a Trimarco: a Soria le sonaba permanentemente el teléfono móvil y a Trimarco esa insistencia le resultaba sospechosa. A cinco años de la desaparición de Marita, los vecinos siguen diciendo que Soria era y es un gran signo de pregunta: sigue viviendo en el mismo edificio, la visitan muchos hombres, no parece tener familia y su teléfono tiene vida propia. Pero ninguno de estos detalles alarmó, en un principio, a Marita. Debe ser por eso que, una tarde, decidió hacerle a Soria una confidencia: por el momento no quería tener más hijos y pensaba colocarse un Dispositivo Intra Uterino (DIU). En un consultorio privado, el procedimiento salía cien dólares. Pero Soria le hizo una oferta: su novio, Miguel Ardiles, era el jefe de personal en la Maternidad de Tucumán –una dependencia estatal- y le podía hacer poner el DIU por siete dólares.

—Ni se te ocurra –le dijo Trimarco cuando se enteró-. Vos tenés que ir a un lugar más limpio.

—Mamá, prefiero usar la plata del DIU para comprar mercadería en el negocio.

El 2 de abril de 2002, Marita fue a la Maternidad para ver a Miguel Ardiles. El hombre la contactó con un médico, Prudencio Rojas Tomas, que en el acto le hizo un tacto ginecológico y le encargó unos estudios para el día siguiente. Los nuevos análisis debían hacerse entre las 9 y las 9:30 de la mañana. Marita y Micaela se quedaron a pasar la noche en la casa de Trimarco, y así fue que el 3 de abril de 2002, luego de desayunar y mientras su hija dormía, Marita se puso un jean y una remera turquesa, y salió de la casa en puntas de pie.

***

El primer indicio de que algo andaba mal ocurrió a las 12:30 del mediodía, cuando Trimarco llegó a su hogar y vio que Marita aún no había regresado de hacerse los estudios. Inquieta, preparó el almuerzo y esperó a su marido, Daniel Verón, que llegó dos horas más tarde.

—No quiero comer –dijo el hombre-. Me voy a la Maternidad a ver qué pasa. Tengo un mal presentimiento.

Verón se levantó, tomó las llaves del auto y se fue. En la Maternidad, todos los consultorios estaban cerrados y los pasillos eran una ciudad vacía. Volvió a su casa y le contó lo que había visto a su mujer. Trimarco, por primera vez, empezó a llorar. De nuevo en la Maternidad, pero ahora juntos, preguntaron a un empleado de seguridad por el señor Miguel Ardiles, el jefe de personal.

—¿Quién le dijo que es jefe de personal? –fue la respuesta-. Ardiles hace la limpieza. Y además no está.

El rastreo siguió por las calles, los parques y el barrio de Marita. Golpearon la puerta de Patricia Soria, pero ella nunca estuvo o nunca abrió. Fueron a la Policía, pero no les tomaron la denuncia porque había que esperar un día. Llamaron a las amigas de Marita, pero nadie sabía nada. Durante la primera semana, la búsqueda de Marita fue una carrera anárquica y ciega: por no saber adónde ir, iban a todas partes. Fueron a los medios de comunicación. Empezaron a hacer afiches con la cara de su hija. Una noche, con una de esas fotos bajo el brazo y siguiendo una corazonada negra –la policía solía vincular las desapariciones con el trabajo sexual-, Trimarco y Verón fueron al Parque 9 de Julio, la zona roja de la ciudad de Tucumán, y empezaron a hablar con las prostitutas. Una de ellas -una mujer que había sido violada, vendida y llevada hasta La Rioja, una provincia limítrofe con Tucumán- reconoció los rasgos.

—A esta chica yo la vi –dijo-. La vi en La Rioja.

Cuando Trimarco escuchó, no pudo ni siquiera desmayarse: el carácter se le puso duro y cerrado, como si fuera un tejido al que le acaban de meter un cuerpo extraño. Desde el 10 de abril de 2002, y de acuerdo a los testimonios que se fueron sumando a la “causa Verón” a lo largo de los últimos cinco años, se sabe que Marita está atrapada –si es que está viva- en algún prostíbulo de la Argentina o del exterior.

***


La trata de personas es, a nivel mundial, el negocio clandestino más fértil después del tráfico de armas y de drogas ilegales. En la Argentina, a su vez, y según datos de la policía tucumana, una sola chica genera entre 800 y 1700 dólares por semana, una cifra “rentable” si se considera que cada prostíbulo tiene entre quince y veinte mujeres “trabajando”. Este tipo de negocios es usual en el país. O al menos eso se desprende de un informe realizado en el año 2005 por el Departamento de Estado norteamericano, donde se denuncia que la Argentina es una zona de riesgo por el “severo” problema de “tráfico de personas” que deriva en “explotación sexual y laboral”. La mayor parte de los acusados está libre. Esto se debe a que el tráfico de personas no está tipificado como delito en el Código Penal de la Nación y ni siquiera es considerado “tráfico”, porque en muchos casos no se cruza las fronteras nacionales. El primer y único proyecto de ley sobre trata de blancas tiene media sanción del Senado de la Nación, fue impulsado como respuesta a la insistencia de Trimarco y tomó la historia de Marita Verón como caso testigo.

Aunque no hay pruebas, el secuestro de Marita se habría urdido –como sucede en la mayoría de los casos- por etapas. En primer lugar, Patricia Soria y Miguel Ardiles la habrían “marcado”, es decir que habrían visto en Marita un valor de cambio. En una segunda etapa, el doctor Rojas Tomas la habría revisado para asegurar que el cuerpo de Marita estuviera sano. Y en tercer lugar, tres hombres la esperaron a la salida de su casa y se la llevaron. De estas tres etapas, sólo está documentada la tercera: según dos testigos –uno de ellos, actualmente desaparecido- a dos cuadras de la casa de Trimarco dos hombres agarraron a Marita de los pelos, la durmieron de un golpe y la metieron en un coche color rojo. Pero por fuera de esto, y aunque hay indicios, ninguna de las tres personas supuestamente involucradas en el secuestro (Soria, Ardiles y Rojas Tomas) pudieron ser procesadas. Las sospechas se basan en deducciones sin valor legal. Hay registros telefónicos que muestran que Soria hablaba mucho con una amiga, también enfermera, que a su vez tenía contactos telefónicos con José Medina, un remisero que fue seis meses preso por la “causa Verón”. Al ser una relación triangular (no hay registros de un diálogo directo entre Soria y Medina) es imposible pedir la detención de Soria y menos, entonces, la de Miguel Ardiles. Con el médico Prudencio Rojas Tomas pasa algo similar: en la planta baja del edificio donde Rojas Tomas tiene su consultorio particular hay un locutorio. Los registros telefónicos marcan que, desde ese locutorio, durante todo el mes previo a la desaparición de Marita hubo llamados a José Medina. Pero no hay pruebas de que esos llamados hayan sido realizados por Rojas Tomas, y por eso el médico también está libre.

Ni Soria ni Rojas Tomas quisieron hablar con Gatopardo.

***

Los prostíbulos de Tucumán, en general, no parecen prostíbulos sino pequeñas casas que se van perdiendo en el paisaje negro de la noche. La pintura suele estar rota, la puerta de entrada tiende a ser pequeña, y adentro están, siempre, las chicas: cuerpos desganados que se cruzan de piernas y de brazos, y se entregan a la herrumbre del salón con la certeza de que el destino es eso: un puñado de sillas de plástico, una fonola con el sonido ahogado, un par de hombres armados vigilando todo, y algunos borrachos con la mano inquieta.

Trimarco empezó a frecuentar estos lugares tres semanas después de la desaparición de Marita. Era domingo y en la policía le habían dicho que no podían salir a buscarla porque faltaba gasolina para los patrulleros. Trimarco insultó a media seccional, se fue a su casa, se sentó en el comedor, miró los clasificados que ofrecían mujeres, y comenzó a llamar por teléfono. Alguien atendió.

—Tengo tres chicas, quiero venderlas y quiero saber cuánto me pagás –dijo Trimarco.

—Estamos pagando 1500 pesos, pero eso si las chicas son lindas… ¿Vos tenés foto?

—Sí.

—Veníte el sábado. ¿Cómo te llamás?

—Me llamo Jennifer –dijo. Y después cortó.

El sábado siguiente Trimarco se puso una falda de cuero negro, se batió el pelo, se pintó la boca, se colgó un par de aros pesados, llamó un remise y se fue a un antro del que a esta altura ya recuerda poco, porque fueron tantos los antros en los que Trimarco estuvo.

—Sé que cuando entré no sentí miedo –cuenta Trimarco en su comedor, mientras enciende una computadora con un fondo de pantalla de la Virgen-. Sentí curiosidad. ¿Viste Alicia en el País de las Maravillas? Era eso: otro mundo.

La “compradora” no fue a la cita, pero ese encuentro fallido sirvió para que Trimarco tuviera una idea: si ella fuera varón, podría entrar a los prostíbulos como cliente y tratar de rescatar chicas. De inmediato habló con su marido, y ambos fueron a pedir ayuda a Jorge Tobar, un comisario tucumano que había sido compañero de Daniel Verón en el colegio primario y que al momento de la desaparición de Marita trabajaba en el departamento forense de la Policía. Una vez que Verón habló con Tobar, la forma de trabajo se dividió en dos: por un lado, Tobar empezó a usar su investidura de comisario para allanar whiskerías (el eufemismo que se usa para hablar de los prostíbulos) y rescatar a las mujeres que admitieran estar ahí secuestradas. Y por otro lado, Daniel Verón puso en práctica un método “no oficial”: el hombre entraba a los prostíbulos –a veces acompañado por Tobar, vestido de civil- y cuando lo creía apropiado, levantaba la voz:

—La que esté acá en contra de su voluntad, que lo diga ahora.

Trimarco siempre estaba afuera -si entraba despertaría sospechas, porque ahí sólo ingresan hombres- y recién aparecía cuando se hacía público el operativo. Su tarea consistía en recibir y contener a las mujeres que eran liberadas.

Con estos métodos –el de Tobar y el de Verón- fueron rescatadas 115 chicas, y se fueron reuniendo pistas sobre Marita que terminaban siempre en La Rioja: la provincia que –según Tobar, ahora transformado en el mayor experto en “trata de personas” en todo el país- puede considerarse el epicentro de la esclavitud sexual de la Argentina.


***


La Rioja queda a 388 kilómetros al Oeste de San Miguel de Tucumán. Allí, durante un allanamiento realizado en mayo de 2004 por Tobar, Verón y Trimarco, fue liberada Andrea Darrosa: una chica de 23 años que estuvo ocho años esclavizada, y que fue encontrada con seis costillas fracturadas, una pierna baleada, y el cráneo hundido por un culatazo de pistola.

Darrosa ahora vive en Misiones (Noroeste argentino) y es la principal testigo de la “causa Verón”. Ella dice que vio a Marita. Dice, en realidad, muchas cosas. Estos son algunos extractos de su declaración:

“Me llevaron a los quince años, cuando salí a comprar pan. Alguien me dio un sopapo [bofetada], después me taparon la boca, y viajé no sé cuántas horas tirada en el piso de un auto. Cuando desperté estaba en La Rioja. Me bañaron, me cambiaron, me pintaron, me tiñeron el pelo de rubio, me hicieron rulos, me pusieron el nombre artístico Yanina, y me hicieron salir a “trabajar”. Al principio no quise pero me molieron a golpes. Si no hacía seiscientos pesos [200 dólares] por día me molían a golpes. Uno de esos golpes me hizo un coágulo en la cabeza. Todavía me duele”.

“Una vez la vieja Liliana (N. de la R.: Liliana Medina es dueña de varias whiskerías en La Rioja, y actualmente está procesada y detenida por la causa de Marita) se puso loca porque una brasilera le pidió su plata. Era negra, con trencitas largas, trabajaba en bikini blanca. La vieja la agarró del cogote a la brasilera y la empezó a zamarrear y la ahorcó, y después la tiró de un segundo piso, pero la chica cayó muerta. Después la vieja me agarró a mí, me empujó sobre la escalera para que mirara y me dijo que me iba a hacer lo mismo si yo abría la boca”.

“Una vez Liliana me pegó un tiro en la pierna izquierda. Después, entre ella y el Chenga (N. de la R.: el hijo de Liliana Medina) me sacaron la bala con una aguja de tejer y sin anestesia, y cada vez que grité me dieron un trompazo”.

“A las chicas que llegaban a la whiskería embarazadas, Liliana las hacía abortar con una sonda con alambre”.

“A mediados de 2002 vi a Marita Verón en la casa de Liliana: Marita llegó en un auto blanco y yo la recibí. Le serví un café”.

—Esto es una empresa y por vos pagué dos mil cuatrocientos pesos (ochocientos dólares)–le dijo Medina a Marita-. Tenés que cubrir ese monto y recién después, si querés, te vas.

Ese mismo día, según el testimonio de Darrosa, tiñeron a Marita de rubio y le pusieron lentes de contacto celestes. A la noche tuvo que empezar a trabajar, pero como no sabía tratar a los clientes –se sentaba lejos, no les conversaba- alguien le enseñó a atender a golpes. Cuando Marita cubrió con su trabajo los dos mil cuatrocientos pesos de “deuda”, Medina le explicó algunas cosas más:

—Escuchame, nena, ¿pensás que acá comés y dormís gratis? Tenés que pagar tu comida y tu alojamiento. Son 1500 pesos más, y después te vas.

Medina era obesa, tenía pocos dientes y su cara estaba llena de lunares. Pero Marita la miraba como si todo diera igual. Pasados unos días cubrió ese monto.

—¿Vos no sabías que acá hay un reglamento? –le dijo Medina-. Si no pasás con diez clientes por día estás multada. Si conversás con otra chica o te dormís y llegás tarde al salón, estás multada. Si le faltás el respeto a un cliente estás multada. Ahora nos debés mil pesos en multas.

Y así fue como Marita, como tantas otras chicas, se fue quedando. La whiskería se llamaba El Desafío. En algún momento, en una de sus paredes externas, Marita escribió, en letras rojas e inmensas, “Micaela te amo”. Trimarco vio esta inscripción en junio de 2004, un mes después de que fuera rescatada Andrea Darrosa, dos años después de la desaparición de su hija.

Trimarco había viajado a La Rioja acompañada por su nieta Micaela, su marido, y el comisario Tobar. El objetivo de ese viaje era que Darrosa, ya a disposición de la Justicia, señalara los lugares donde habían sido enterrados los cuerpos de las mujeres “rebeldes”. Pero el juez a cargo –Daniel Moreno- jamás permitió que Darrosa hablara con Trimarco. Pasado un mes de espera, Tobar y Verón decidieron volverse a Tucumán. En La Rioja, por lo tanto, sólo quedaron Trimarco y su nieta, que entonces tenía cinco años de edad. Una mañana, la dueña del hotel le explicó a Trimarco que había que pagar la cuenta.

—Son 7500 pesos (2500 dólares)–dijo.

—Yo tengo 20 pesos –contestó Trimarco. Eso era lo último que le había quedado luego de vender, a lo largo de dos años, su casa, el departamento de Marita, dos autos y el almacén.

Trimarco tomó su cartera, salió del hotel, cruzó la plaza principal y se metió en la casa de gobierno.

—Quiero hablar con el gobernador –dijo en la entrada.

—El señor gobernador no está.

—Quiero hablar con el gobernador y de acá no me muevo y no me interesa lo que tengan para decirme y no me toquen ni un pelo de mi cuerpo porque les destrozo todo.

Trimarco empezó a gritar y a patear puertas. Cinco minutos después, bajó un hombre de traje.

—¿Cuánto es? –preguntó.

—Siete mil quinientos pesos, poca plata para los que me deben mi hija.

Trimarco aullaba y Micaela, su nieta, sólo podía abrazarla. Al día siguiente, una enviada del gobernador pagó todas las cuentas. Pero la mayor deuda quedó sin saldar: Darrosa sólo fue liberada cuando Trimarco se fue de La Rioja, es decir que el viaje no sirvió de mucho. Por este tipo de episodios, el juez Daniel Moreno actualmente está en juicio político: se lo acusa de haber puesto múltiples obstáculos en la causa de Marita Verón.


***

Micaela tenía tres años cuando desapareció su madre. Susana le explicó que se la habían llevado unos ladrones, y así fue que la niña, todas las noches, empezó a hundirse en horrores aún mayores que el horror de la infancia: quería ir a dar vueltas en auto para ver si la encontraban a Marita, y al momento de dormir, en sueños, le tocaba la cara a su abuela para ver si ella seguía ahí.

Desde el secuestro, Trimarco y Micaela viven juntas. David Catalán, el padre de Micaela, argumenta que él no siempre tiene trabajo y que es mejor que la criatura crezca bajo el ala de alguien que puede darle “todo”.

A veces Trimarco dice que Micaela es su tercera hija.

—Abu, ¿me podés peinar?

Micaela aparece en el comedor de la casa. Es una criatura de piel diáfana, boca pequeña y ojos muy grandes. Su pelo es negro, lacio y espeso; Trimarco lo peina con la mano pesada. Dos días atrás, cuando su abuela la arreglaba para ir a la escuela, Micaela le hizo una pregunta.

—Abu. ¿Mi mamá me va a reconocer cuando vuelva?

Trimarco cuenta que, en ese momento, la cara se le vació de gestos: no supo qué decir.

—Mi amor, ¿cómo no te va a reconocer? –contestó al fin.

—¿Y cuando la vea qué le digo?

—No le digas nada. Abrazala fuerte y dale muchos besos.

Micaela siempre reacciona como si entendiera. Todos estos años, en realidad, tuvo que entender cosas que son imposibles de entender por nadie. Trimarco la ha llevado consigo a casi todas partes. Por este tipo de cuestiones, David Catalán dice que su hija queda expuesta a diálogos e imágenes que le pueden hacer daño.

—Susana se pone ciega, irracional, y se larga a hablar: no registra que la nena está cerca -se quejará más adelante-. Por más que Micaela sepa el tema de su madre, tampoco uno le puede estar contando tanto.

Micaela se mueve por la calle con custodia policial. Desde que se abrió la causa, a Trimarco la amenazan varias veces por semana (principalmente, le dicen que se van a llevar a su nieta) y es así que el mundo, para Micaela, es un lugar que exige estar alerta.

Ahora son las seis de la tarde –el horario de salida del colegio- y la niña viaja en una camioneta oficial, reclinada sobre la luneta de adelante. Tiene el mentón sobre las manos, y mira el paisaje de naranjos como si esa imagen tuviese algo que ver con la paz. Entre los árboles va apareciendo su casa, y en la vereda está su padre. El hombre la saluda con un abrazo y la hace entrar al hogar de Trimarco.

Catalán trabaja como obrero en una construcción y, salvo los días francos, está todo el día fuera de su casa. Él dice que es por eso que ve poco a Micaela. También la ve poco porque sabe que Trimarco no lo aguanta.

—Desde que me conoció me trató de negrito de mierda. Toda la vida ella fue, hablando vulgarmente, la vieja cheta que quería para su hija un cheto. Pero aparecí yo.

Catalán recuerda que su vida con Marita fue feliz. Buscaron un hijo y lo tuvieron. Quisieron una familia y la armaron. Marita era sincera, humilde, luchadora y de gran corazón: “Una verdadera mujer” dice. Una mujer que tenía una madre.

Días después, Catalán sumará un detalle que Trimarco no contó. Cuando compraron el departamento en Las Talitas –con ayuda materna- Trimarco se compró una casa a cien metros.

—Ella siempre estuvo en el medio de nosotros. No teníamos vida independiente. Por ahí ella andaba embroncada con su marido porque toda la vida ellos han peleado, y se la agarraba conmigo. Decía que yo era un vago. Susana siempre tuvo carácter muy fuerte, pero bueno. También gracias a eso se avanzó tanto en la búsqueda de Marita… Yo a Marita la espero. Yo sigo esperando que podamos reconstruir la pareja.

La falta de constancia laboral no es el principal motivo por el que Trimarco, a esta altura, rechaza a su yerno. El verdadero problema es la forma en la que el hombre decidió salvarse: al año y medio de la desaparición de su mujer, abandonó la búsqueda y se alejó, también, de su hija. Catalán ve poco a Micaela, tampoco pasa dinero, y por ende Trimarco vive cada vez con menos plata. Antes de la desaparición de Marita, se ganaba la vida como asesora en temas sociales en la Municipalidad y como vendedora de cosméticos por catálogo. Pero ahora, la causa de su hija arrasó con todo, y Trimarco subsiste como puede: vendió todos sus bienes (ahora vive en la casa de su suegra); los pasajes y los hoteles se los paga el gobierno (Trimarco los exige a las patadas); y diez meses al año cobra 230 dólares del Estado para la manutención de Micaela. Además, está el sueldo de su marido, un hombre que solía ser fuerte hasta que un día se derrumbó por completo.

La cara de Daniel Verón está vencida por la ley de gravedad. Las ojeras, el mentón, la papada y la comisura de los labios se desarman en pliegues que parecen metáforas de algo todavía mayor. Algunos meses atrás, Verón tuvo un derrame cerebral y desde entonces su salud es compleja. No quiere hablar con la prensa, pero principalmente no quiere ver a su mujer. De hecho en abril de este año, como tantas otras veces en las últimas dos décadas, se fue de la casa. El detonante fue una cama.

Durante años, Trimarco dio contención, casa y comida a las decenas de chicas que rescataba de los prostíbulos. Entre esas mujeres estaba Blanca V.: una criatura que sobrevivió a los burdeles, pero no a la adicción a la cocaína. La paciencia de Daniel Verón llegó a su límite cuando Trimarco, al ver que no tenía donde dormir, le regaló a Blanca la cama de su hija, un mueble pintado a mano por la propia Marita. A las dos horas de haber recibido el mueble, Blanca lo vendió a cambio de un polvo. Cuando Verón se enteró de que la cama ya no estaba en casa, no pudo soportarlo y él también se fue.

Hoy, el principal compañero de Trimarco –el hombre con quien pelea y a quien recurre- no es su marido sino el comisario Jorge Tobar.

***

Actual integrante de la División de Inteligencia de la policía tucumana, y amigo de la infancia de Daniel Verón, al tercer día de la desaparición de Marita, Tobar fue buscado por la familia para que los ayudara en forma paralela. Dos meses después de la apertura de la causa, la fiscal vio que la investigación de Tobar iba más rápido que la oficial, y le ofreció hacerse cargo del caso. Desde entonces –y a pesar de las infinitas resistencias que encuentra dentro de la misma Policía- Tobar es la mano ejecutora de todos los allanamientos que exigió Trimarco.

Tobar tiene un gabán beige, anteojos, una cabeza calva, y el aspecto edulcorado de un bancario en horario de almuerzo. Con la voz sedada, metódica, perturbadoramente prolija, él cuenta, sentado en su despacho, cómo es que una chica que sale a comprar pan puede terminar vendida a un proxeneta. Tobar dice que algunas son metidas en un auto de los pelos, pero que otras –muchas otras- llegan engañadas por alguien que las enamoró. Hay hombres que esperan a las chicas a la salida del colegio. Las invitan a tomar café, se ponen de novios, les hablan de un presente perfecto: “Yo tengo –dicen-una empresa en Buenos Aires, y vine a Tucumán a hablar con algunos clientes”. Lentamente, empiezan a trabajar para que la chica llegue tarde a casa, discuta con sus padres, se sienta incomprendida.

—No te hagas problema por lo que te diga tu papá. Si te llega a decir algo te venís a vivir conmigo.

El hombre les inventa esta historia a varias mujeres a la vez. Cuando las convence, las chicas se van de su casa por propia voluntad: un argumento que, jurídicamente, equivale a una “fuga del hogar” e impide hablar de secuestro. Una vez que la víctima llega a destino, es vendida a una whiskería por un monto que oscila entre los 700 y los 1000 dólares. Si la chica insiste con querer irse o no querer trabajar, la desnudan, y la llevan a un “chanchito”: un receptáculo donde sólo se puede entrar de pie, y donde las chicas rebeldes son encerradas hasta que entiendan la importancia de ser mansas. A veces, ni siquiera hace falta encerrarlas.

—Si las mujeres tienen hijos, sus captores muchas veces les muestran fotos y videos de los niños –cuenta Tobar-. Les dicen: “Mirá cómo está saliendo del colegio. Mirá a qué hora entra, quién la lleva, quién la trae, cómo juega con la amiguita. Mirálo en la vereda, mirá qué fácil, mirá qué cerca le sacamos la foto”. Así de tremendo. Y yo creo que eso están haciendo con Marita. Por eso ella, si es que está viva, no debe querer ni escaparse.

Tobar cree que hay tres grandes destinos para Marita. Puede estar muerta. Puede estar viva. O puede estar irrecuperable: después de cinco años, especula Tobar, Marita quizás esté psíquicamente doblegada, adicta a las drogas y con la moral tan baja que no pueda enfrentarse a la prensa, a la sociedad y a la idea de que, si ella abre la boca, le puedan hacer algún daño a su hija.

—Hay un gran peso sobre esta chica, y tal vez ella no pueda soportarlo. Es una personita de mucho valor, Marita Verón. Es un símbolo de muchas cosas.

Tobar se queda respirando en silencio, y luego hace una mueca de disgusto. Cuenta, finalmente, que hubo un día en el que Marita casi fue liberada. Pero se le escapó. Tobar había viajado a La Rioja con una orden de allanamiento en la whiskería El Desafío, pero extrañamente, minutos antes de que él llegara, un auto huyó con tres hombres y una chica. Esta fuga es el principal motivo de discusión entre Tobar y Trimarco: ella no le perdona que, habiendo estado él tan cerca, el operativo haya fallado.

—Sacaron a Marita Verón delante de mi nariz. Alguien de la justicia riojana les ha avisado de la orden de allanamiento, y ellos decidieron llevársela- admite Tobar. Y agrega que la mayor complicación que tienen los captores con Marita es que no saben qué hacer con ella. Si la matan, las personas que ya están procesadas en la causa, que son veintisiete, deberían cumplir condena ya no por secuestro, sino por homicidio. Y si la liberan también es un problema.

—Susana ya es conocida en todo el país, la gente confía más en ella que en nosotros, y eso a Marita no sé si la favorece –explica Tobar-. Los captores deben saber que, si la liberan, Marita no se va a quedar callada y va a dar nombres.

***

Uno de los últimos logros de Trimarco fue Jessica Cativa, una chica de 20 años que estuvo retenida en un burdel y que fue liberada por sus propios secuestradores luego de que su familia, cansada de pedir ayuda a la policía, recurriera a Trimarco. Para llegar hasta Jessica hay que cruzar un basural, una vía, y una tierra atravesada por infinitas estrías de agua inmunda. Abajo, el vaho cloacal lo inunda todo. Arriba, la noche está empezando y se abre un cielo escandalosamente azul. La luna está limpia, se escucha un chamamé. Jessica ceba un mate bajo un tinglado de chapa, y cuenta, sin ganas de contar mucho, que estuvo cuatro días en un prostíbulo. Como se negó a trabajar, la encerraron en un cuarto, la durmieron con pastillas, y para cuando despertó estaba sin ropa. La misma noche del secuestro su madre empezó a buscar respuestas: fue a la Policía y fue a Tribunales. Como nadie la tomaba en serio –“se debe haber escapado de su casa”, le decían- consiguió el teléfono de Susana Trimarco, a quien ya conocía de la televisión. Luego de que Trimarco pateara algunas puertas, y las pateara en serio, Jessica fue liberada en las afueras de Tucumán. Días después, un peritaje revelaría que la violaron varias veces, y el testimonio de Jessica sería incorporado a la causa de Marita Verón.

Desde entonces Jessica vive, sin custodia policial, en la misma casa donde nació: dos dormitorios de chapa, un olor fétido, y un vecindario que la trata como a una mentirosa. Todos piensan que ella no fue secuestrada, sino que se escapó con un hombre. Y nadie quiere escuchar que a Jessica, desde hace unos meses, la están amenazando: le exigen que retire el testimonio de la causa.

—Hace tres días, tres tipos me esperaron a la salida del colegio, me metieron en un auto y me dijeron que si no me callaba me iban a cagar a golpes. Necesito hablar urgente con la señora Susana: ella va a creerme -dice Jessica.

Dice y llora.

Al día siguiente Jessica llega a la casa de Trimarco, pero la empleada doméstica dice que salió a hacer trámites. Jessica se sienta en el living a esperarla, hasta que media hora más tarde, desde la calle, se escucha una voz que grita y se acerca. Trimarco tiene el móvil en la mano y entra al living con fuerza de rompiente. Lleva el pelo arreglado, pestañas con rimel, piel humectada, y un perfume que lo cubre todo.

—¡Ustedes son unos vagos, sinvergüenzas, descarados y payasos! ¿Cómo me van a decir que se rompió el auto de la custodia? ¡Entonces me traen otro! ¡Mentirosos! ¡Caraduras! Apenas tenga yo mi Fundación no piso más esta maldita casa de gobierno y no le quiero ver la cara a ninguno de los mafiosos que trabajan con usté.

Del otro lado de la línea está el ministro de Justicia de la provincia. Mientras le grita, Susana mira a Jessica, guiña un ojo, y sonríe como si toda la escena fuera un gag. Luego corta, maldice un par de veces más, cuenta que le van a poner un auto nuevo, y cambia de humor con la velocidad con que alguien cambia de sombrero. Su cara ahora se relaja. Abraza a Jessica con una ternura que, de golpe, parece desintegrarlo todo.

Ahora ninguna de las dos habla, pero Jessica llora en su hombro.

—Chiquita –dice Trimarco-. Chiquita.

Son las doce del mediodía y la casa, al fin, queda hundida en un silencio de provincia: los potus cuelgan, el patio está vacío, el piano está cerrado y la felicidad de las fotos tiene la misma lejanía de una portada de revista. Segundos después, Micaela llega con el uniforme puesto y le pide a su abuela, una vez más, que le arregle el cabello.

Ella acepta y la peina con la boca apretada; quizás intenta contener el llanto. La nariz de Trimarco tiene orificios grandes y oscuros. Dos cuevas que se achican y se ensanchan de un modo casi rítmico, como si marcaran el paso de una danza dolorosa y extraña.


* Este texto salió inicialmente en la revista Gatopardo, y luego fue publicado en Historia de una mujer bomba y otros relatos, antología de crónica de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile.