jueves, 15 de octubre de 2009

El Hospitalito

En el centro de Ciudad Oculta hay una construcción titánica a la que todos llaman “el hospitalito”. Es un edificio de once pisos que fue erigido en tiempos de Eva Perón con la intención de hacer allí un emporio de la buena salud. El hospitalito iba a ser el centro para tratamiento de tuberculosis más grande de América del Sur, pero terminó ganándose el destino roto de casi todos los proyectos megalómanos en Argentina. Hoy, “el hospitalito” es un monstruo. Un elefante blanco, dicen los vecinos. Un esqueleto que se yergue sobre la villa como una sombra ominosa; como el recuerdo y la síntesis de un hado residual.
En el hospitalito sólo funcionan algunas cosas. Desde el año 2007, la Fundación Madres de Plaza de Mayo armó en las primeras plantas un jardín de infantes, un comedor popular, un centro de apoyo escolar, y una oficina donde se dan cursos de capacitación y alfabetización para adultos. Pero el resto de los pisos se levanta con ademán espectral. Adentro, en los primeros niveles, viven cincuenta familias. Pero más arriba está vacío, y fueron tantas las muertes, las caídas, las tragedias, que los accesos hacia los últimos tramos están prácticamente obstruidos. Si se pudiera subir hasta la cima, se vería la postal entera de lo que es hoy Ciudad Oculta: un escenario herido donde el polvo, los niños y los perros arman dolorosas coreografías sin nombre.
El hospitalito tiene un terraplén. Iba a servir de ingreso al centro de salud, pero terminó tan descompuesto como el resto de las cosas. En ese espacio, sin embargo, hace algunos días hubo un momento inolvidable y es eso lo que en realidad quiero contar. Ocurrió cuando el grupo Kossa Nostra –en el marco del Tercer Festival Internacional de Títeres al Sur- hizo un espectáculo para las criaturas que van al jardín de infantes. Para muchos nenes, probablemente ése fuera el primer contacto con aquello que se da en llamar “el hecho artístico”. Sentados sobre la explanada, acompañados por docentes, madres, vecinas y empleadas de maestranza, los chicos se cruzaron de piernas y se dispusieron a mirar.
Eran las cuatro de la tarde. A esa hora –cuando hay sol- la villa queda cubierta por un párpado ocre que suaviza las chapas, las aguas, los restos. En ese instante, cuando la luz daba algo así como un abrazo, empezó la obra y es lo mismo que decir que empezó todo. Los chicos, desde el segundo en que salió el primer títere, transformaron el encuentro en un espacio desesperantemente vivo. Todo lo festejaban, lo aplaudían, lo reían, lo buscaban, lo atendían: no vi en ningún otro espectáculo infantil –y vi unos cuantos- una devoción que estuviera tan ligada a la presencia y a la gratitud.
Este lugar no siempre se llamó Ciudad Oculta. El año en que nació, 1937, lo nombraron Barrio General Belgrano y allí vivían los obreros del Mercado de Hacienda, de Ferrocarriles y del Frigorífico Lisandro de la Torre. En su trabajo “Las organizaciones villeras en la Capital Federal entre 1989-1996. Entre la autonomía y el clientelismo”, la antropóloga María Cristina Cravino explica que la villa miseria se formó –como en tantas otras partes del territorio urbano- recién en la década de 1940, cuando el proceso de sustitución de importaciones hizo que grandes masas de población se trasladaran del interior a la Ciudad, con el fin de formar parte de la mano de obra industrial. El problema es que hubo más gente que industria, por lo que empezaron a aumentar los marginados del proceso productivo y –en consecuencia- las formas de vivienda precarias e “ilegales”. Es decir, las villas.
En el caso del Barrio General Belgrano, fue rebautizado como “Ciudad Oculta” a partir del Mundial ’78, cuando los funcionarios de la dictadura levantaron un paredón para esconder de las miradas extranjeras esta postal infeliz. Hoy, viven acá 16 mil personas y basta recorrer las calles para saber que por lo menos la mitad son niños: ocho mil criaturas que pasarán los próximos años galgueando dramas como en una carrera de obstáculos.
Algunos de ellos estuvieron esa tarde de octubre, a los pies del hospitalito, mirando la presentación de títeres hasta el final. El último número del espectáculo consistía en la llegada de “Iván el terrible”, un muñeco con guitarra que cantaba el “Arroz con Leche” en clave de rock and roll. Y lo lindo, lo triste, lo inolvidable de esa escena –finalmente, lo que quería contar-, fue que con la llegada de los primeros acordes buena parte de los nenes, sin que hubiera madre o maestra que los instara a moverse, se puso de pie espontáneamente y empezó a bailar. Habrán sido cuarenta pibes de entre dos y cinco años. Y cada uno de ellos, liberando el cuerpo bajo ese sol cansado, hizo el mejor alegato que alguna vez haya visto sobre infancia, pobreza y oportunidades.
Que esos chicos busquen tanto la felicidad –y la exijan de un modo tan celebratorio y tenaz- debería generar en nosotros, los adultos, un sentido de responsabilidad insoportable.

Malas palabras (y un mundo de sensaciones)

Era una mujer rubia, lacia, teñida. Estaba sentada frente a una mesa de bar y detrás del ventanal había un paisaje reseco, una postal del norte. Un despliegue de cardones y pastizales que parecía ponerle nombre al desamparo. A través del cristal apareció un niño. Una criatura reseca, una postal del norte. Los ojos le brillaban un poquito pero el resto de su cara –la piel, el pelo, los mocos- se había detenido en una rara y calamitosa eternidad.
- Ay, mirá qué divino –dijo la mujer, mientras miraba al nene tras el vidrio.
- Ajj, qué mina asquerosa –se indignó mi madre. Y yo no entendí.
Estábamos en el cine. En realidad era un autocine de Santa Teresita, pero los detalles de la locación los contaré en un número que profundice sobre el tópico “Culo del mundo”. El punto es que esa noche, en Santa Teresita, estaban dando La Película del Rey: un film bello y melancólico de Carlos Sorín en el que trabajaba Roxana Berco, esa mujer rubia y actriz.
Yo era una niña. Mi madre tampoco era tan grande. Pero esa noche supe que había algo que ella sabía y yo no.
- ¿Por qué asquerosa, mami? Si vio al negrito y le dijo qué divino.
Y entonces mi madre me explicó que existen varias formas de discurso. Que una cosa es la palabra y otra cosa es todo lo demás. Y que todo lo demás a veces, por no decir siempre, es lo que verdaderamente habla.

***

El Instituto Nacional contra la Discriminación, el Racismo y la Xenofobia (Inadi) elaboró un Mapa de la Discriminación que dice, en síntesis, que somos un pueblo charlatán. Sólo por mencionar a los porteños, el 70 por ciento cree “la Argentina debe estar abierta a cualquier persona del mundo que quiera venir a vivir en ella” y el 65 por ciento cree que “en el país hay demasiada discriminación”; pero –y esta es la parte graciosa- el 62 por ciento asegura que los trabajadores que vienen de países vecinos “le quitan posibilidades a los trabajadores argentinos”. Dicho de otra forma, hay una franja importante de gente que acepta a las minorías, siempre y cuando –en el caso de las raciales- se vayan a trabajar todos los días a su país de origen.
De acuerdo con este relevo, la minoría más maltratada entre todas –el “todos” incluye religión, género, raza, edad- son los bolivianos: una comunidad que, de alguna forma, cumple parcialmente con esta utopía popular del “haga patria: trabaje afuera”. En la estación Liniers, a un par de kilómetros del barrio donde vivo (Floresta), decenas de bolivianos se suben diariamente a los ómnibus como parte de un derrotero de idas y vueltas que les sirve para traer mercadería, dinero, fuerza de trabajo. El problema es que en los bolsos, a principios de este año, empezaron a traer también larvas de mosquito aedes. Eso me explicó mi compañero de trabajo Mauro Federico, el encargado de cubrir los temas de salud para el diario Crítica de la Argentina: como el Estado no fumiga ni autobuses ni bolsos, esos traslados devinieron la principal causa de que los primeros casos de dengue autóctono en la ciudad y el GBA se dieran en la zona oeste de la capital (Floresta, Ciudadela, Liniers y su estación).
Lo curioso es que, cada vez que quise explicar esta hipótesis, la respuesta del interlocutor de turno fue un gesto de asombro o de incomodidad.
- Bueno, el problema no son los bolivianos –me decían.
Por suerte después llegó el frío.
Es curioso cómo, ante la aparición de palabras como “boliviano”, “negro” o “judío”, la comunidad de biempensantes necesita organizar burocráticas teorías de estructura y superestructura para que la palabra –boliviano, negro, judío- no quede revestida de su peso original. Si en Floresta hubiera una colonia de australianos, ¿daríamos tantas vueltas para decir que el mosquito llega en sus bolsos? Probablemente no. Probablemente lo contrario. Probablemente hablaríamos del problema grave de los australianos y le exigiríamos al Estado, en una marcha organizada por las Madres del Dengue, que le dé garantías sanitarias a una población que está primera en una cadena de riesgo interminable.
Pero bueno. Lo más australiano que hay en Floresta es un tanque.

***

“Los maricas están destruyendo el lenguaje”. Así se titula un imperdible artículo publicado por el antropólogo Marcelo Pisarro en su blog –también imperdible- “Nerds All Star”. En el texto, Pisarro descuartiza la expresión “las cosas por su nombre” –una enunciación común entre todos aquellos que pretenden ventilar Grandes Verdades- y para ello empieza por hacerse sólo una pregunta: ¿Cuál es el nombre de las cosas?
Dentro de la antropología lingüística, hay dos norteamericanos (Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf) que en la primera mitad del siglo XX establecieron una relación sistemática entre las formas gramaticales del lenguaje y el modo de habitar el mundo. Los fundamentalistas de esta idea –los que creen que la cultura es un resultado de la lengua- ya perdieron la batalla. Pero todavía existe una versión más suavizada de esta hipótesis, que todavía sigue en discusión y que sostiene, simplemente, que la lengua influye en la manera que tiene cada hablante de reescribir y conceptuar sus experiencias.
“Ahora bien –escribe Pisarro en su blog-, quienes lideran las tropas de la corrección política no albergan ninguna duda, no importa qué digan los académicos (a quienes acusan de carcamales y de necrófilos de las palabras) o las evidencias empíricas (a las que ignoran): el lenguaje determina el pensamiento y la mejor manera de limpiar el pensamiento es limpiando el lenguaje. Por eso, luego de haber eliminado la discriminación hacia los minusválidos y los retrasados mentales al sustituir discapacidad por capacidad diferente, se lanzan a controlar cómo hay que referirse a cualquier minoría real o potencialmente discriminada. Más allá de las imperfecciones del término “minoría” (¿minoría respecto a qué?), e incluso del adjetivo “discriminado”, tres grupos permanecen desde hace décadas en el ojo de tormenta de la limpieza lingüística: negros, homosexuales e indios. Hablar, o escribir, sobre negros, homosexuales e indios significa meterse en líos. Una palabra fuera de lugar y te cuelgan el cartel de cerdo fascista”.
Escribí dos veces sobre homosexualidad. La primera de ellas fue un libro llamado Los Imprudentes. Historia de la Adolescencia Gay Lésbica en Argentina, donde intentaba contar las implicancias de vivir una sexualidad a contramano cuando ni siquiera se tiene la mayoría de edad. El libro, hasta donde sé, gustó dentro de la “comunidad”. Pero tiempo después, a propósito de un debate sobre cómo había que referirse a los travestis (con qué artículo delante: si “lo”, o si “la”), escribí una columna de opinión titulada “No se puede tener todo” en la que argumentaba, del modo más respetuoso que encontré, por qué el travestismo para mí estaba ceñido al género masculino. Bastaron dos mil caracteres para pasar sin escalas de la categoría de “periodista gay friendly” a la de cerda, fascista, bruta y heterosexual.

***

Sólo el 10 por ciento de la población cree que un discapacitado o un aborigen sea igual al resto. En el caso de los afro descendientes, este número se reduce al 7,3. En el de los judíos o los musulmanes, al 6,7 por ciento. Y en el de los homosexuales al 3,8 por ciento. Las encuestas anónimas –como la del Inadi- tienen el beneficio de esta áspera franqueza, y de ahí en más cabe preguntarse qué puede hacerse con este tipo de respuestas. En un número anterior de La Mujer de Mi Vida, Patricia Kolesnicov -periodista cultural del diario Clarín- se pronunció con honestidad: “No soy ni quiero ser políticamente correcta –dijo-. Prefiero tratar de ver la brutalidad de mis prejuicios y pensar una ideología basada en cambios materiales, sólidos. Una ideología que no se caiga apenas sople el lobo”.
El discurso integrador es, efectivamente, un andamiaje hecho con paja. Eso terminé de entender algunos meses atrás, durante una reunión de padres en un colegio laico y progresista donde fantaseaba con inscribir a mi hijo. En los primeros minutos de conversación, la señora amable que nos daba la charla habló de la institución como “escuela integradora”, y por eso mismo pregunté a qué se referían exactamente con la idea de “integración”.
- A que en cada grado hay un solo niño con alguna capacidad diferente –fue la respuesta-. Puede tener Síndrome de Down o algún otro retraso... La idea es que los chicos aprendan a alternar con realidades que no son homogéneas, porque todos los individuos tenemos particularidades (etcétera).
- ¿Y cómo harían para que se integre?
- Además de la maestra de grado, que es para todos, el niño viene acompañado de una maestra integradora.
- ¿Y quién paga esa maestra?
- La familia del niño.
En el Evangelio, San Juan dice que “en el principio era el verbo, el verbo estaba en Dios y el verbo era Dios”, que es lo mismo que decir que el lenguaje es la verdadera célula que lo genera todo. Pero cada vez que asisto a este tipo de diálogos, no termino de entender qué función cumple el famoso “verbo” cuando entra en los terrenos de la corrección política.
Una respuesta posible es que la palabra, en estos casos, disimula más de lo que nombra. Una maniobra taimada que me recuerda bastante a esa gente que no besa a su pareja para transmitirle amor, sino para callarle la boca.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Naturaleza muerta

El día que decidí plantar tomates, lo hice por razones pedagógicas (hasta el momento, mi hijo pensaba que crecían “en las góndolas del chino”); de planificación doméstica (el kilo valía ocho pesos); gustativas (el sabor de un tomate hecho en casa supera al de un tomate hecho en góndola); y recreativas (los fines de semana con hijos pueden llegar a ser largos). Pero en ninguno de esos argumentos se me ocurrió mencionar palabras como “madre tierra”, “pachamama”, “raíces” o cualquiera de los demás términos que últimamente se invocan para explicar por qué –yendo al punto- poner una macetita de cannabis en tu balcón es una opción de las buenas.

Desde que se legalizó la tenencia de marihuana para consumo, gran parte de los defensores del porro argumenta su postura hablando de la naturaleza. “Podés cultivar tu planta, te la da la Madre Tierra”; “¿Qué hay que legalizar? La naturaleza no está mal ni bien”; “Nosotros sólo somos amigos de las plantas” y “Honremos a la Madre Tierra por darnos cogollos” fueron algunas de las tantas exaltaciones de “lo natural” que se hicieron y se siguen promoviendo en un mundo que, por más de un motivo, ha terminado haciendo de la naturaleza un credo.

El hongo Amanita Phalloides, también llamado “cicuta verde”, es absolutamente natural y no por eso lo comemos. Los métodos anticonceptivos son artificiales, pero nos pueden salvar de un natural embarazo no deseado. La misma idea de “naturaleza”, en síntesis, es un concepto tan manufacturado que desde hace varios años está ceñido a la moralidad sinuosa del mercado. Hay que ver la cantidad de pavadas que se dicen, elaboran y venden para que la gente sea un poco más “natural”. En el nombre de la Madre Tierra hay celebridades que higienizan sus conciencias participando de eventos multimillonarios como el Live Earth, y hay políticos veloces como Al Gore, quien sacó chapa de buen tipo cuando en el año 2006 fue protagonista de The Inconvenient Truth (La Verdad Incómoda): un documental sobre el calentamiento global que le valió un inaudito premio Nobel de la Paz, y que sumió al pueblo americano en una neurosis ecológica sin precedentes. Para salvar al planeta, hay personas que se bañan en agua usada (así no malgastan recursos naturales), hay quienes cuelgan la ropa en vez de centrifugarla (para no usar energía), hay empresas que realizan labores ambientales (y de paso –sólo de paso- reducen impuestos); y hay una inmensa y creciente masa de población que habla de “volver a las raíces” con la candorosa terquedad de quien supone que es posible regresar al útero materno.

Antes de emprender el camino de regreso, sin embargo, valdría la pena que los abanderados de “lo natural” respondieran al menos algunas de las preguntas que Eduardo Ferreyra, presidente de la Fundación Argentina de Ecología Científica (FAEC), expone en un artículo donde la emprende contra el llamado “Mantra Verde”. ¿Permitirían los defensores de ‘lo natural’ que no se vacunara a sus hijos contra el sarampión, las paperas, la rubéola, la poliomielitis, la tuberculosis, el tifus y la fiebre amarilla? ¿Se resignarían a no usar más aspirinas y antibióticos? ¿Qué harían con la tiroides, la presión alta, la artritis, los cálculos biliares, la otitis y los dolores de muelas? ¿Permitirían que los curaran 'manosantas' y curanderos varios, usando medicinas tradicionales de la Pacha Mama? ¿Vivirían sin pasta de dientes ni perfumes ni desodorantes ni jabones de tocador ni tintorerías ni zapaterías ni ropa? ¿Jugarían al fútbol descalzos, tal como lo hacían los aborígenes y los hindúes? ¿Vivirían sin cine, televisión, videos, DVDs, vacaciones en Brasil, viajes a Europa y escapadas a Miami? ¿Con qué instrumental los curarían los médicos en hospitales que no tendrían electricidad, ni aparatos, ni medicinas, esto es: hospitales totalmente naturales? ¿Y cómo harían el fuego -agrego yo- para prenderse el porro?

Decir que la marihuana es buena porque “viene de la Madre Tierra” forma parte de un discurso tan conservador que sorprende. Por eso, frente a un sistema legal que –de a poco- se está quitando viejas telarañas moralistas, sería interesante asumir en torno al porro un discurso más maduro: que lo fumamos porque es rico y pega bien. Porque incluso cuando pega mal no es grave. Porque no trae efectos colaterales. Porque es sexualmente estimulante. Porque no es dañino. Porque calma dolores a quienes padecen cáncer. Porque abre el apetito a los enfermos de HIV. Porque es más divertido –en caso de contractura- que tomarte un clonazepam. Y porque la legalización pone un coto al negocio narco y todo lo demás.

Pero hablar de la Pachamama coloca a algunos militantes pro-marihuana en esa peligrosa línea que separa la argumentación filosófica de los guiones de Peter Capusotto. Y forma parte de una postura ingenua, estudiantil, que los cruzados del cannabis no pueden permitirse.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Ciudad Oculta


Nati y Juan salen a comprar algo en la villa.

- Uh -dice Juan y se palpa los bolsillos-. Me olvidé las balas, ahí vengo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La revelación

La torta de cumpleaños de Joaquín: una cara de Hombre Araña hecha con grana roja y azul, y redes y contornos de chocolate. Soy mala haciendo esto. Mis manos no saben trabajar sin pensamiento.
Mis manos no saben estar solas.
Tiro la grana como si fuera ceniza. El Hombre Araña es pronto una bola roja, lisa y sin forma. Necesito soluciones. Tomo el pincel de acuarelas de Joaquín. El pincel está duro. Con la cerda tiesa voy barriendo delicadamente los excesos de grana. Desde abajo emergen las líneas marrones.
Soy una arqueóloga que busca restos. Puedo pasar así un largo rato. No sé cuándo llegó la noche. Cada parte de torta que asoma es una revelación: información sobre mí. Sobre el indómito y profundo amor por mi hijo. Sobre mi nueva y desesperada templanza.
Arriba y abajo del pincel:
yo.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Salvajes

Al gimnasio de mi barrio va un hombre viejo. Tiene canas con relumbrones azules, el torso cuadrado y los músculos del pecho cayendo en pliegues flojos bajo la remera. No dice la edad pero tendrá setenta y cuatro, setenta y cinco, setenta y seis: esa clase de etapas en las que ya es irrelevante ser exacto. Pero lo curioso no es esto, sino el detalle del hombro. En el hombro derecho tiene tatuada la cabeza de un tigre. El dibujo es grande y en colores: una aureola de pelos crispados y una fauce capaz de transformar el mundo en un jirón de tela.
La imagen de ese bicho colérico y potente en ese hombro manchado, anciano, tostado por el sol de todos los eneros, apareció de golpe como un sello tierno y a la vez triste. Todo es posible en este mundo –incluso que un septuagenario se haga un tatuaje- pero lo más probable es que ese tigre, en ese brazo, sea el único recuerdo vivo de una época salvaje. Y sea, para quienes lo vemos, la imagen que antecede a una pregunta: ¿En qué medida tener algo permanente (el tatuaje) en algo que se vence (la carne) puede transformarse, con el paso de los años, en un síntoma acabado y cruel del Tiempo, de su paso, de la forma irrespetuosa en la que el Tiempo rompe y pervierte todo aquello que somos?
En el año 2003, una propaganda de Sprite sobrevoló esta pregunta y ofreció, a cambio, una (previsible) respuesta optimista. La pieza se llamaba “Viejitos Cool” y mostraba un puñado de ancianos aspiracionales exhibiendo sus tatuajes, sus piercing y sus cabellos fluorescentes mientras de fondo Andrés Calamaro –quien había puesto la voz al spot- cantaba una bonita canción sobre la libertad. En el comienzo de la propaganda se leía una inscripción –“año 2057”- que dejaba en claro la propuesta de la marca de gaseosa: imaginar el futuro de los jóvenes Bond Street. Imaginar su cuerpo, sus deseos, sus formas de sobrellevar las viejas marcas de la juventud. En apenas medio minuto de comercial, Sprite había logrado armar el mapa tranquilizador de una vejez con veinte años en un rincón del corazón (y de la piel).
Pero por afuera de la publicidad estaba –está- la vida. Y en la vida están los problemas de próstata, la artrosis, los dolores de cadera, las horas muertas en las salas de espera, la dentadura en el vaso y, por sobre todas las cosas, la innombrable amargura de los tiempos de descuento. Ver el dibujo de un tigre en un cuerpo amansado por los años es ver, de algún modo, lo que nos espera a todos los que ahora tomamos Sprite. Es una imagen dura, triste y personal. Un reflejo cierto y villano que en el peor de los casos genera compasión. Y en el mejor, rechazo.
A principios de 2008, en España, una familia entró en shock cuando el anciano del grupo confesó haberse tatuado el nombre y la cara de su esposa recién muerta. El caso llegó a la prensa.
- Os tengo que decir algo que no os va a gustar nada –les adelantó Paco a su hija, su yerno y sus nietos. Luego se descubrió el brazo.
- ¡Estás loco! ¿Sabes lo que has hecho? –arremetió su hija-. Tienes 77 años y ahora vas de manga larga, pero cuando lleves el polito de manga corta vas a hacer el ridículo.
- Es que quiero mucho a mi mujer, nunca podré olvidarla. La llevo en el alma.
- ¡Pues llévala ahí, en el alma! ¡Pero no en el brazo! ¡Que a ver qué hacemos ahora en el verano con tu brazo!
En sus inicios, los ancianos de la comunidad eran quienes llevaban los mayores tatuajes. Las inscripciones en la piel eran usadas para revelar qué función tenía un individuo dentro de la sociedad (cuanto más linaje había, más importantes eran los gráficos) y también para convocar o tributar a los dioses. Luego los marinos copiaron el recurso y, hacia el siglo XVIII, empezaron a grabarse el nombre de los barcos abordados, de los países andados, de las mujeres amadas. El tatuaje, en síntesis, siempre fue un testimonio. La marca de lo que fuimos o lo que creímos ser.
Aunque también fue, y sigue siendo, la ilustración de un deseo.
En el año 2003 –el mismo de la salida del spot de Sprite- una viuda inglesa de ochenta y cinco años se tatuó en el pecho un mensaje para la comunidad médica. Su intención era asegurarse que, en el caso de encontrarse en un paro cardíaco, ningún profesional tuviera la voluntariosa idea de sacarla del túnel.
La frase decía “No Continuar”.
No continuar.
Ahora sí: eso es salvaje.

martes, 3 de marzo de 2009

Plop


Un día, la noticia.

Y caí

caí

y el aire se hizo carne

y la carne se fue.