martes, 30 de agosto de 2016

Selfie

Después de unas horas dejé el Word para abrir un archivo en pdf. Durante el segundo que tomó en abrirse el programa nuevo, la pantalla se puso gris y reflejó mi cara. Me vi con los labios apretados, el ceño fruncido y los ojos de un tiburón o de cualquier otro tipo de bestia al acecho. Se ve que así soy cuando escribo: una persona encantadora.

viernes, 11 de marzo de 2016

EL PROBLEMA DEL CERO

El 25 de diciembre a la mañana ella salió en bicicleta. La ciudad estaba vacía. Las calles en Navidad eran un lugar extraño, tan extraño como una palabra escrita en otro sistema alfabético. Había sol, árboles, poca gente. Los miró con ojos de pregunta: ¿Estarían solos como ella? Avanzó cuesta arriba hasta llegar a un parque. Los músculos le quemaban, pero el dolor del cuerpo era una forma de purificación del alma. En el parque vio padres con sus hijos en monopatín. Vio chicas corriendo con urgencia para bajar la comilona de la cena. Vio parejas de viejos con zapatillas esponjosas caminando aparatosamente y en silencio. Se preguntó, al observarlos, en qué momento el amor se transforma en una montaña. Pero no tuvo respuesta a eso, ni a nada.

Acababa de fracasar un nuevo intento amoroso. Todos los actos bien intencionados de los últimos dos años habían sido multiplicados por cero y habían pasado a la lista de los saberes inútiles. Por alguna razón, siempre se separaba en diciembre. O en noviembre, o en cualquier otro final de ciclo dado por el calendario  occidental. En eso, sus rupturas de pareja se parecían a un receso laboral. El 24 había intercambiado mails con reproches y había acordado un horario para que cada uno retirara sus cosas de la casa del otro. Ella se llevó dos vestidos, un calzón, un perfume, una crema importada. Él se llevó remeras, una malla, las pantuflas negras. Al atardecer, ella miró los cajones vacíos y sintió vértigo, como si fuera a romperse el alma ahí adentro. Vomitó en el baño, levantó fiebre. Canceló la Nochebuena con amigos y fue a lo de su madre.

Cenó arroz hervido. A las doce de la noche sonaron fuegos artificiales y en la casa vecina se escuchó “jo jo jo”, y un niño lloró del susto al ver la llegada de Papa Noel —ese extraño. La algarabía, el ruido y la felicidad ocurrían en los otros cuerpos. No en el suyo. Toda ella era un corazón oscuro girando en torno a la sílaba “no”. Se esforzó por no evocar las fiestas del año pasado, pero ahí estaban las imágenes: una cartelera de momentos felices. Ella con amigos, ella con familia, ella con hijo, ella con novio encendiendo estrellas de Navidad. Cuando era feliz, ella no pensaba en los desgraciados del mundo. Era lógico, entonces, que nadie pensara en ella ese 24 de diciembre. Se fue de la casa materna a las doce y media, llegó a su casa y se sentó a fumar marihuana en el balcón.

Ah, el balcón. Antes era su refugio. En la casa —inmensa— vivían su marido de entonces, más sus tres hijos –los de él- de un matrimonio anterior, más el hijo que habían tenido en común. Cuando ella quería tranquilidad, subía a su escritorio y se iba al balcón a mirar el cielo. Pero ahora no era necesario. La casa estaba vacía —su hijo estaba con el padre— y el balcón era un montaje absurdo en la arquitectura del hogar. Ella subió igual, como un amputado que todavía siente la pierna que le fue quitada —como si hubiera, al fin y al cabo, una familia de la que huir. Miró el cielo limpio, las oscuridades de la luna. Lloró de cansancio. Luego se fue a dormir.

En la mañana, despertó con una necesidad furiosa de pedalear hasta que le doliera el cuerpo. Lo hizo el 25 de diciembre, lo hizo el 1 de enero, lo hizo durante todo el verano, pedaleando de día, tarde en la noche, en olas de calor, bajo la lluvia, siendo ella misma una mujer relámpago: algo que sólo es en la fugacidad; una fractura eléctrica capaz de incendiar aquello que toca. Pedaleaba para escapar del miedo, del sueño, de la cárcel de la cama en las mañanas. Pedaleaba para llegar a marzo, y así fue: llegó al final del verano como si despertara de un viaje astral.

Delante de ella estaba su hijo, a pocos días de empezar las clases. Revisó con él los útiles, sacó punta a los lápices, hizo la compra de materiales nuevos: hojas, etiquetas, cartuchos de tinta. Una goma de borrar perfecta, tan perfecta como una página en blanco. Volvió lentamente al mundo tangible; la rutina la había sacado de un estado de hipnosis. ¿Era posible vivir así, empezando de cero a la manera del Eterno Retorno? Pensó en esa teoría de la existencia en la que todo se extingue para volver a crearse y en la que los actos se repiten una y otra vez. ¿Cuándo dejaría de comenzar todos los malditos meses de marzo? Sin creer en dios, sin creer en nada, buscó en un cajón de la cocina y encontró una vela de cumpleaños con el número uno. La prendió. Era hora de prenderle una vela al uno, o al dos, pensó. O a cualquier otro número que incluyera al pasado, y a las posibilidades de la vida en general.


lunes, 29 de febrero de 2016

EL ARTE DE PERDER *

Eran pareja, rondaban los setenta años y parecían venir de algún apuro. Estaban atrasados. Habían llegado a sus asientos cuando el resto del pasaje ya se había acomodado en el avión. Metieron su equipaje con torpeza en distintos compartimentos y todos los miramos sumidos en un silencio mezquino: a ver si ese par de viejos nos aplastaba un bolso. 

Tomaron asiento y empezaron a cuchichear. Se movían demasiado. La tensión seguía en aumento hasta que el hombre, con el avión avanzando lentamente hacia la pista de despegue, se puso de pie y empezó a abrir los porta equipajes mientras balbuceaba algo. Intentó sacar una bolsa de un tirón, pero el peso del bulto era excesivo para sus brazos flacos. El bulto se estrelló contra el piso. Sobre el pasillo del avión se desparramaron papeles, estuches de anteojos y discos compactos. Una azafata se acercó. Qué pasa, preguntó. El hombre no respondió, estaba agachado intentando acomodar el lío. 

-Mi marido rodó por las escaleras -dijo entonces la esposa-. Por eso nos atrasamos. Se tropezó y cayó. Creo que ahí perdimos los pasaportes.

La azafata sonrió como una madre que quiere convencer a un nene de tomar su jarabe. Respondió que afortunadamente ya habían pasado migraciones, por ende los pasaportes no eran tan importantes. En resumen: la cretina sólo quería despegar. Pero los viejos no querían hacerlo, o al menos no en esas condiciones. “Los pasaportes” repetía el hombre. Siguió revolviendo entre las bolsas hasta que giró completamente sobre sí mismo y vi su espalda: había una mancha roja a la altura del omóplato izquierdo.  Era la herida ocasionada por el golpe. Pero era, antes que nada, un refucilo de realidad. De repente los documentos, el avión, la azafata, ese temor pequeño a salir tarde o a que nos toquetearan los bolsos: todo se volvió negro y dejó expuesto, en su fluorescencia maligna, un cuerpo vulnerado y menguante.

-A ver, tranquilícense, ¿no los habrán guardado en otra parte? -insistió la azafata con su voz de cuna. La mujer dijo que no, que los pasaportes sólo podían estar en el Sobre Azul de los Pasaportes. El hombre no dijo ni eso. Se agarraba el poco cabello con las manos, parecía buscar un último sostén en su propia cabeza. ¿Irían a visitar a los hijos? ¿Sería esa la última luna de miel? ¿Cuántas eran las razones por las que una pareja de viejos salía a recorrer el mundo? ¿Qué era lo que se estaba muriendo ahí, delante nuestro, mientras el resto del pasaje tamborilleaba dedos y miraba los relojes con fastidio?

Les imagine un pasado. Se habían conocido en segundas nupcias, con al menos un fracaso a cuestas y una urgencia por no volver a fallar. No habían tenido hijos en común pero habían sabido amar a los hijos del otro. Habían vivido separados para cuidar el amor, hasta que a los sesenta años habían comprado un departamento a medias, pero con dos dormitorios. Para cuidar el amor. Habían conocido juntos los primeros declives del cuerpo: picos de colesterol, artrosis, algún tema de glucemia; cimbronazos múltiples que iban dejando su huella en las mesas de luz, cada vez más llenas de cajas. Habían aprendido a etiquetar los remedios para no meterse en la nariz –como ya había pasado- el antiácido estomacal. Jamás habían dejado de reírse de esas cosas. Nunca habían abandonado las bromas cochinas. Y sabían que el amor se sostenía sobre tres pilares: el humor, el respeto por los espacios personales y la posibilidad de viajar.
-Tenemos que bajarnos -dijo la mujer a su compañero, y se puso de pie. El hombre sudaba y respiraba de un modo sonoro y la mancha roja se iba desvaneciendo en aureolas acuosas en su espalda. 

Recordé ese poema de Elizabeth Bishop: “Pierde algo cada día. Acepta la angustia/de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano/El arte de perder se domina fácilmente./ Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:/ lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar./Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre”. ¿Era, entonces, hora de dejarse ir? Fue en el medio de esa duda cuando vi, a un metro de mis pies, bajo una almohadilla blanca olvidada en el piso, una libreta azul. Me estiré hasta alcanzarla, la abrí y la levanté en señal de victoria. 

-¡Acá están los pasaportes! -grité. Los viejos me miraron. Tomaron los papeles con el gesto de un notario, le sonrieron a la azafata y se sentaron sin siquiera dar las gracias.


Así que no es por ellos que escribo esta historia, no. Ellos no se la merecen.

Esta historia la escribo por mí. 

jueves, 25 de febrero de 2016

Tracción a sangre *





Cuando mi vecina se fue del barrio me dejó por unos días su bicicleta. Dijo que no tenía fuerzas para ir pedaleando a su casa nueva después de tantas horas de mudanza. No entendí por qué no la metía en el camión con los muebles, pero tampoco me detuve en eso. La guardé en el patio. La bici era pesada, y tenía los frenos duros y telas de araña en los rayos. Igualmente la miré con ganas. Hacía rato que quería volver a pedalear.
Dos semanas después la mandé a arreglar y empecé a usarla. Tres semanas más tarde, suponiendo que mi vecina volvería a llevarse lo suyo —cosa que aún no ocurrió—compré una bici para mí. Así empezó todo. No tengo coche, no sé conducir y quería desplazarme sin pasar por los trámites, las pruebas y el desembolso que supone ser un automovilista. O al menos eso pensé en un comienzo. Lo que no imaginé fue lo otro. Que además de un transporte accesible, la bicicleta es un ejercicio moral. El viento en la cara, la velocidad, la posibilidad de construir una mirada urbana: todo se paga, literalmente, con equilibrio y sudor.

El lunes que me dieron la Aurorita —plegable, liviana, fácil: parecida a lo que quisiera pensar de mí misma— la estrené de noche en el Bajo Flores. Cerca de la villa 1-11-14 hay un polo de restaurantes coreanos. Quizás fue la cerveza o el cansancio o, por el contrario, el nervio del pedaleo porque la zona, cerca de la medianoche, no es un buen lugar para el ciclismo recreativo. Lo cierto es que agarré un cordón en ángulo de 30 grados, perdí la estabilidad y terminé en el suelo y sangrando. Desde entonces, hace ya dos meses, tengo en la rodilla una especie de supernova de destellos oscuros. La marca es como un dedo en alto, una admonición tardía que habla del castigo y la prudencia.

La ignoro. Pero sé que algo, ese día, quedó escrito.



Poco después del accidente llegaron las fiestas de fin de año. Para qué entrar en detalles. El 25 de diciembre y el 1 de enero a la mañana agarré la bici y me fui al carajo. No es que haya ido lejos, el carajo en realidad está adentro (lo dice Juan Carlos Kreimer –periodista y pionero de la cultura rock— en su libro Bici Zen: el camino que se traza con la bicicleta es interior). En cualquier caso: toda la basura personal se iba volando a medida que pedaleaba por la avenida Directorio y chocaba manos con los rotos como yo. Padres solos que llevaban a sus hijos en monopatín; parejas de viejos con zapatillas esponjosas caminando en silencio; pibas corriendo con urgencia para bajar la comilona de la cena. Nada nuevo, pero todo distinto si lo ves desde los veinte kilómetros por hora y sin ventanas de por medio. En la bici, tu esfera es la calle. En el mundo del peatón también, pero las ruedas le dan al entorno una fugacidad perfecta: es posible mirar y hacer un dibujo mental de aquello que se ve, y a la vez todo se suelta pronto porque la ciudad siempre sigue. En ese sentido, el pedaleo se parece un poco el periodismo.

La bicicleta, de hecho, es un punto de vista. A unos centímetros del suelo y con el movimiento como principal garante de estabilidad —si no avanzás, te caés— Buenos Aires se ve de otra manera. La arquitectura, los modos de relación entre las personas, las maneras de estar acompañado y de estar solo, las demoliciones, los edificios y los carteles publicitarios que alteran el tejido urbano. Todo eso cambia. Incluso cambia la lluvia. Mil veces vi llover en la ciudad. Pero vi una lluvia nueva cuando pedaleé bajo un diluvio. Sé que estoy exagerando; parezco un pastor evangélico tratando de meter gente bajo el manto sagrado. Pero por ahora, y hasta que me acostumbre, las sensaciones son iniciáticas y extraordinarias.

Aquel día de lluvia los árboles brillaban y el asfalto crepitaba como un vinilo. En subida por Directorio —vacía— y con los músculos quemando, entendí que la ciudad es una forma de naturaleza. Esa, supongo, es una de las virtudes de la tracción a sangre: el esfuerzo, alternado con el dejarse llevar de las bajadas o las planicies, produce una mirada específica, vagamente alucinada, y ayuda a apropiarse de un espacio urbano que normalmente es hostil. Alguna vez en la vida hay que atravesar Buenos Aires en bicicleta. Si es cierto que nadie debiera habitar una casa que no pueda limpiar por sí solo —o eso dice Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra—, entonces nadie debiera estar en una ciudad que no pueda recorrer por sí solo.



El día de la lluvia llegué a casa, me senté frente a la computadora y escribí un texto breve que después subí a las redes sociales. Minutos después de haber hecho el post, entró un mail. Era de una colega que acababa de leerme, que edita una revista de ciclismo y que quería hacerme una entrevista en calidad de ciclista urbana y amateur. Acepté a sabiendas de que no tenía nada relevante que decir. Mi único aporte novedoso era bastante chabacano. Desde hacía tiempo venía notando que el pedaleo sin manos es una canchereada que sólo hacen los tipos. Puesta a pensar por qué, concluí que el acto estaba asociado a un modo pueril de pensar la virilidad. “A que no sabés con qué otra mano mantengo el equilibrio” parecen decir los varones. No vi una sola mujer haciendo cosa semejante.

La observación me pareció acertada y desubicada a la vez, así que la silencié durante la entrevista. Lo más íntimo que conté fue mi primer recuerdo vinculado a la bicicleta. Tendría ocho años, iba pedaleando por una vereda y vi que algunos metros más adelante había una familia entera ocupando el paso. Como no tenía bocina, empecé a gritar “permiso, pi pi pi”; pero nadie escuchó. Y yo, por alguna razón, desestimé la opción de frenar. Tenía que decidir a quién de la familia iba a chocar. Choqué al padre.

—La bicicleta conecta con la infancia —dijo la colega que hizo la nota.

Respondí que sí: la conexión con la infancia es otra de las razones por las que uno elige pedalear. Pero esa es la explicación racional. La otra, como siempre, está a oscuras. 




Son las tres de la mañana. Cené afuera y volví pedaleando hacia el Oeste, primero por Caballito, después por Flores y finalmente por Floresta. La ciudad era un páramo y me aproveché de eso. Fui en zigzag por Pedro Goyena; hice acrobacia en José Bonifacio —levanté una pierna en palomita, después probé con la otra—; anduve sin manos y me moví con una impunidad que sólo tengo si estoy sola. Cada tanto me cruzaba con algún sereno que fumaba en el zaguán de su edificio y nos medíamos con una quietud cómplice, como si fuéramos intrusos en la misma casa vacía.

Pero todo lo demás era sordina, y noche.

Llegué a mi puerta con la sensación de estar drogada. Minutos después —ahora—, con los pies ya en el suelo, mando un mensaje de texto a mi vecina. “No la buscaste, te estás perdiendo algo” escribo. También cuento que compré una bici para mí.

“¿Le pusiste nombre?” responde ella al día siguiente. Pienso opciones, pero finalmente le digo que no. Porque todo lo que se me ocurre es cursi. Y porque las bicicletas, al fin y al cabo, debieran ser libres de verdad.




* Publicado en la revista digital La Agenda.

domingo, 10 de enero de 2016

Banderas

-Ma, decime diez banderas que tengan color verde.
-Basta Joaquín, me tenés podrida con el tema "banderas", hablemos de otra cosa, de la vida, no sé...
-...
-...
-Bueno, ¿vos a cuántos años pensás que voy a llegar? 
-¿¿De vida??
-Sí.
-¡Un montón, hijo!
-¿Voy a ver el nuevo siglo?
-¡Seguro que sí!
-Vos en cambio ya tenés cuarenta, o sea que...

jueves, 7 de enero de 2016

Walter

Ayer fui con mi hijo a tomar el colectivo para llevarlo a la colonia de Ferro. En el camino nos encontramos con el chino Walter, el dueño del supermercado de la vuelta. Estaba cerrando -Walter corta a la hora de la siesta- y me preguntó para dónde íbamos; le dije. Se ofreció a acercarnos. Así que nos subimos al auto, un cochazo limpio con dos perritos que movían las cabezas desde la luneta delantera. Hablamos de Taiwán, de su padre, de sus hijas. De lo caro que está el Hospital Italiano. De los mayoristas que se hacen los vivos y suben los precios -y entonces Walter les deja de comprar. Hablamos de todo, pero en el fondo yo no podía dejar de pensar que estaba en el auto del chino Walter. La sensación era maravillosa. Me recordó a cuando era chica y mi maestra Leonor me invitó a su casa a tomar el té, mientras corregíamos un cuento mío que ella quería mandar a un concurso. En el auto, con los perritos bamboleando las cabezas y Joaquín mudo de la emoción, cruzamos la barrera que nos separa del misterio doméstico que es la vida de los otros. Amo mi barrio por esta clase de cosas. Porque me recuerda que aún vivimos en una comunidad.