jueves, 24 de febrero de 2011

Previvientes

El pelo rubio, el pantalón blanco, las uñas rojas en los pies descalzos. Acomodada en su living, Deborah Lindner parece la chica de una propaganda de tampones. Está cruzada de piernas, no usa maquillaje y escribe en una Mac portátil que se abre (se hunde) en el cuero inmaculado del sillón. ¿Es una publicidad? No. Es la foto que pusieron en el New York Times para acompañar una historia: Deborah Linder, 33 años, médica, linda, temperamental, imitación bastante real de Carrie Bradshaw, se hizo conocida porque sabe tomar decisiones fuertes. Seis meses atrás, y en perfecto estado de salud, se vació los pechos. Fuera glándulas mamarias, fuera pezones: sólo quedó la piel. La piel y las siliconas de reemplazo, y la certeza de que Deborah Lindner nunca en su vida tendrá cáncer de mama.
Los oncólogos la llaman mastectomía preventiva. Consiste, para decirlo brutalmente, en sacarte las tetas por si acaso. No se la puede hacer cualquiera. Sólo las mujeres con antecedentes familiares o aquellas que, en virtud de los avances genéticos, se someten a un estudio cromosómico para develar qué tipo de destino les está cocinando el propio cuerpo. Pero saber siempre tiene un precio. Y no se trata sólo de dinero. A algunas (pocas) les puede salir que tienen BRCA1 y BRCA2, dos genes bastante inusuales que elevan entre un 60 y un 90 por ciento las posibilidades de que una mujer tenga cáncer de mama (cuando normalmente son de un 12 por ciento). Para estas mujeres sanas, pero en riesgo, siempre hubo dos alternativas: tomar medicamentos preventivos y –la principal- chequearse a menudo para atajar cualquier manifestación de un modo temprano. Pero el avance de las siliconas abrió esta tercera posibilidad: ahora es posible vaciarse y llenarse, y reducir en un 90 por ciento las chances de contraer la enfermedad.
Es una opción dura. Las mujeres que se quitan los pechos nunca podrán amamantar y perderán buena parte de la sensibilidad al tacto. Así y todo, en el último año en Estados Unidos se duplicó la cantidad de pacientes que se la realizan. En Argentina esta intervención no es usual, pero hay mujeres que ya han sido operadas. La cirugía cuesta un básico de 15 mil pesos y a cambio ofrece la posibilidad dorada que ya viene anticipando la genética: controlar los supuestos azares del cuerpo y –en esta ocasión- gozar del bonus track de unas tetas a nuevo.
En todos los casos (en la Argentina y en el exterior) el emblema fue (y es) Deborah Lindner. Su madre había padecido cáncer de pecho y ella se hizo un estudio para conocer las probabilidades que tenía de repetir la historia. Luego de realizarse el análisis, Lindner supo que estaba en riesgo, pero sana. También estaba sana cuando se hizo una mamografía, y siguió estando sana cuando fue a buscar los resultados y vio que daban perfecto. El mayor problema de Lindner, a esa altura, no era la salud sino la incertidumbre. Lindner se palpaba las mamas a diario. Todo el tiempo buscaba el carozo de una enfermedad que nunca terminaba de llegar.
- Esto me está volviendo loca –le dijo Lindner a Erin King, una compañera de trabajo. King tenía 33 años y se había implantado siliconas por motivos cosméticos.
- Sacátelas y ponéte otras –le contestó King: los americanos son prácticos-. Te van a quedar divinas.
Cuando llegue a los 40, o apenas logre tener un hijo, Lindner también se quitará los ovarios para evitar el riesgo de un cáncer que el estudio genético también le anticipó. Por tomar este tipo de decisiones, Lindner se autodenomina “previviente” (previvor): un neologismo que, al modo de la película Memento, altera la línea de tiempo de un modo casi cinematográfico. Los previvientes son los que matan algo que todavía no existe; los que se mutilan para no dañarse y hacen de la previsión un interrogante delicado. ¿Hasta dónde debería llegar el estado de alerta? Las tetas se vacían por si acaso, del mismo modo que los países se invaden por si acaso. Una lógica de la prudencia que se adorna con buenas intenciones, pero que en el fondo corre el riesgo de cumplir con un único fin: impedir que un cuerpo (que es lo mismo que un país) hable un lenguaje propio. Y se corte o se repare con el filo de su propia lengua.

martes, 22 de febrero de 2011

Oro y barro en Punta del Este

No sé qué ponerme. Dentro de cuatro días es la Fiesta de Blanco del agente de modelos Pancho Dotto y no sé qué ponerme. Tiene que ser una prenda blanca, eso sí. Pero el vestuario no puede ser totalmente blanco porque la Fiesta de Blanco es, para ser exactos, la Fiesta de Blanco “con naranja” lo que significa que hay que buscar también un detalle naranja que debe ser eso: un detalle. No hay que ir, por ejemplo, con un vestido naranja y una flor blanca sino al revés: el vestido debe ser blanco y la flor naranja y si no es una flor puede ser un broche, una pulsera, unos zapatos. Tengo un vestido blanco; una amiga puede prestarme unos zapatos blancos. Pero naranja no: naranja nada. El año pasado tiré mis zapatos naranjas, qué estúpida. ¿Alguien tiene algo naranja? Dentro de cuatro días es la fiesta de blanco con naranja.

En Punta del Este podés pasar tardes enteras pensando en esto. Voy a pasar tardes enteras pensando en esto. Punta del Este es, al fin y al cabo, esa clase de lugares donde una prenda de vestir define demasiadas cosas. Un atuendo correcto puede lanzarte a la vidriera de la revista Gente –la publicación que marca el pulso de la temporada- y en esa vidriera un empresario de medios puede verte y recordar que existís y ofrecerte algún trabajo. Pero un vestuario equivocado se paga con la extradición virtual. Podés seguir en Punta del Este, pero el mundo de la beautiful people –así se llaman a sí mismos- nunca más se acordará de vos.

—Ya vas a ver –me dijo Adriana Lorusso, editora de Tendencias de Noticias, la revista de interés general más influyente de Argentina-: apenas subas al avión o al Buquebús vas a ver que todas tienen las Louis Vouitton o las Birkin de Hermès y vos te vas a abrazar a tu cartera de dos pesos y te vas a sentir una infeliz.

Adriana tenía razón. Son las once de la mañana de un sábado, acabo de llegar a Punta del Este –al sudeste de Uruguay, en el departamento de Maldonado- y ya me sentí fuera de foco por lo menos tres veces. En primer lugar, tengo una cartera que remite a un solo concepto: “cartera”. En segundo lugar, no tengo Blackberry y ése es un problema en un territorio donde la mitad de la gente te pregunta el PIN antes que el nombre. Y en tercer lugar, soy la única persona pálida en todo el aeropuerto: los turistas llegan a Punta del Este ya bronceados; nadie se atreve al suicidio social que significa aparecer en bikini y con la carne blanca en estas tierras.

—Las mujeres están al menos dos horas arreglándose antes de ir a la playa, se peinan y se maquillan como si fueran a una fiesta –dice Donato Diéguez, el fotógrafo de este artículo. Donato está en la zona desde fines de diciembre y en todo este tiempo se dedicó a dos cosas: buscar celebridades en la arena y buscar celebridades en el aeropuerto de Laguna del Sauce. Ya lo viene haciendo desde temporadas anteriores y siempre tuvo con qué entretenerse. La lista de estrellas que vinieron a Punta del Este en la última década es larga, pero podría resumirse así: los premios Oscar, el festival de Cannes, los MTV Latinos, el Fashion Week de Milán y todos los países que aún tienen un rey sentado en algún lado pasaron por este balneario.

—Pero este año fue un exceso –dice Donato-. Debería haberme traído un colchón al aeropuerto.

Entre el 24 de diciembre de 2010 y el 12 de enero de 2011 pasaron por Punta del Este Ron Woods, Gisele Bündchen, Julio Bocca, Diego Maradona, Susana Giménez, Pampita Ardohain, Benjamín Vicuña, Diego Torres, Pierre Casiraghi (el hijo de Carolina de Mónaco), la familia Cipriani, Adolfo Cambiaso, Marcelo Tinelli, los dueños de la Argentina (Amalia Lacroze de Fortabat, Gregorio Pérez Companc, etcétera), los dueños de Brasil (todo el clan Safra), Charly García, Valeria Mazza, Juana Viale, Gonzalo Valenzuela y el doble de Luis Miguel, que es igualito y últimamente trabaja más que Luis Miguel.

Yo

—Esta semana estuve almorzando en La Caracola con Pierre Casiraghi –dice Alfredo Etchegaray, el relacionista público más conocido de Punta del Este-. Ahí estaban Laith Pharaon y Marcelo Tinelli y Valeria Mazza y estaban los fotógrafos a un kilómetro de distancia, ¡qué gracioso! ¿Sacaron algo? Era una fiesta hippie, temática, y yo fui con el signo de la paz en la frente.

Etchegaray tiene 55 años, dice haber hecho seis mil fiestas en las últimas tres décadas y es uno de los responsables de que Punta del Este haya estallado como polo glamoroso en 1980. En realidad, la historia del balneario empezó mucho antes, en 1950, cuando el empresario argentino Mauricio Lidman vio en Punta del Este una oportunidad inmobiliaria, compró tierras, levantó edificios y luego llevó contingentes de periodistas brasileños y argentinos para promover sus negocios. En ese entonces ya había eventos y festivales internacionales, pero todo se multiplicó hasta el infinito cuando en 1980 la Argentina se metió de lleno en un absurdo período de bonanza económica: la llegada al país de capitales especulativos –alentados por Alfredo Martínez de Hoz, el Ministro de Economía de la dictadura militar- hizo que el país entrara en una burbuja financiera que estallaría brutalmente años después, pero que en ese momento creó una certeza de abundancia.

Los argentinos se movían por el mundo con la frase “deme dos” y con ese espíritu llegaron a Punta del Este y empezaron a comprar todo.

Los recibía Alfredo Etchegaray.

—A los periodistas argentinos les conseguía hotel, comidas y autos a canje. Yo hacía prensa de empresas y, como eran tantos los favores que les hacía a los medios, luego los medios me publicaban lo que yo necesitaba sobre la empresa que yo quería.

La historia de Etchegaray marca el pulso de una ciudad que hoy es entendida como la Saint Tropez de América Latina. Aquí viven en forma permanente 7.300 personas que tienen poco que ver con el bullicio, la ostentación y el jet set, pero llegan anualmente 500 mil turistas de todo el mundo que en apenas dos meses –pero sobre todo en la primera quincena de enero- echan por tierra toda discreción. Son ellos –y no los residentes uruguayos- los que instalan el código social en Punta del Este: aquí no hay amistades sino contactos, y las fiestas y reuniones son mercados donde se trocan favores y se construye el status.

Etchegaray sabe moverse en ese fango y eso, en esta zona, tiene la categoría de arte. La entrevista se pautó en el Puerto de Punta del Este –mar traslúcido, yates blancos, veinteañeros jugueteando con sus motos de agua- y allí Etchegaray dio su primer golpe de impacto: llegó en ojotas, sombrero panamá y malla naranja incandescente, y nos invitó a hacer la entrevista en su lancha.

Desde entonces no paró de hablar.

—Soy el símbolo de todas las fiestas desde 1980 a esta parte. Yo les vendí el concepto de fiesta grecorromana a los Scarpa y al príncipe Rodrigo D’Arenberg, y recibí a Pelé durante cuatro temporadas y jugué con él al paddle y él siempre tenía debilidad por las chicas guapas, y estuve con Julio Iglesias padre y abuelo y ahora conozco a sus nietos y a su hermano, Carlos, que invierte tanto en Punta del Este, y fui el creador de la fiesta de la revista Gente porque hablé con el director, Jorge Luján Gutiérrez, y le dije “te hago una fiesta por canje y no te sale nada” y entonces pedí Casapueblo prestada y conseguí el Fond de Cave, el vino, el whisky y un tiburón gigante que trajimos de Rocha para hacer las fotos. ¿Quién consiguió los primeros vestidos de canje y las joyas de canje de Mirtha Legrand?

Él.

-Yo. A Vinila von Bismark le conseguí el vestido con que vino a casa y a Valeria Mazza le llenamos toda su heladera como se la llenamos varias veces a Pancho Dotto, y a Antonio Banderas le conseguí una campera de cuero de Chiche Farrace y a Guy La Liberté, el propietario de Circ du Soleil, que vino en avión propio, conseguí que le cerraran una discoteca porque traía su propio cocinero y su propio DJ y llenaba la disco de don Perignon y venía acompañado de modelos y matrimonios amigos y se sabía cuándo empezaba la noche pero no se sabía qué día terminaba. También me ocupé de atender a Sting, que fue sumamente educado y culto y me tocó el timbre a las nueve de la noche y yo tenía más de cuarenta bebidas diferentes: vinos, ron, vodka, cerveza, whisky, champagne, vermú, y Sting pidió Campari con agua, ¡Campari con agua! Salimos rápido a conseguir Campari con agua y mi madre le enseñó a bailar el tango y Sting se quedó tocando el piano hasta las tres de la mañana, qué placer.

Etchegaray se detiene, respira. Toma conciencia de las coordenadas de tiempo y espacio.

—¿Quieren agua, gaseosa, cerveza, papas fritas? Pidan lo que quieran y lo subimos a la lancha, ya van a ver la lancha, también me ocupé de atender a Antonio Banderas y Melanie Griffith, que los sacamos a navegar como a vos, los llevamos a la Isla de Lobos y jugamos al fútbol en la playa y le conseguí a Banderas un terreno gratis en Punta del Diablo pero Melanie no quiso. “No, Antonio, not another house” le dijo, Melanie siempre se quejaba de todo, ¿les gusta la lancha?

—Sí.

—Es la misma que usaba Scioli cuando tuvo el accidente, yo no sabía lo que compraba hasta que la compré y mis amigos me dijeron: te compraste la lancha más rápida del puerto…

Y a partir de entonces nada más importa. Scioli es Daniel Scioli: actual gobernador de la provincia de Buenos Aires, habitual visitante de Punta del Este, ex campeón mundial de motonáutica y hombre que pagó caro los excesos de velocidad: en 1989, un accidente con su lancha le arrancó un brazo. La lancha de Scioli es igualita a la de Alfredo Etchegaray y tiene la cualidad de ser ultraliviana: su poco peso le permite ir a 130 kilómetros por hora –mientras que el resto va a 60- y la vuelve extremadamente sensible a cualquier golpe.
Un tropezón y esta criatura se va al infierno.

—Agárrense, ¡qué divertido! –dice Etchegaray en algún momento y lo que sigue es el motor rugiente, el cachetazo del viento, el agua que se parte al medio y la lancha corcoveando como un tiburón salido del encierro. Me tomo la cabeza para no desnucarme. Etchegaray sonríe –el viento le flamea los labios- y toca dos botones con el nervio de un niño que juega a la Playstation. Donato gira, me mira, cruza los dedos, lleva la mirada al suelo.

—Estaba contando cuántos salvavidas teníamos –dirá luego.

En cinco minutos, Etchegaray hace el circuito que un catamarán turístico hace en media hora. Estamos, ya, en Isla Gorriti.

—El mundo tiene 5 mil años de los que vivimos 80, con suerte –dice Etchegaray-. La mitad la pasamos durmiendo. Lo que queda lo quiero aprovechar.

Te veo

Desde el agua calma, traslúcida, verde, puede verse parte de Punta del Este: un territorio inflado de edificios que balconean sobre la Ruta 10 y que arman la topografía del boom inmobiliario. La euforia inversionista ha hecho que hoy no existan en la zona pisos por menos de 3 mil dólares el metro cuadrado, un fenómeno que Etchegaray -quien además fue candidato a alcalde de Punta del Este por el Frente Amplio- explica así:

—Los extranjeros vienen, ven que tienen coincidencias culturales con la población, que la gente es amable, que hay diversidad de naturaleza, espacio, porque vos vas a Marbella y es bonito pero es un hormiguero; ven que hay estética, lindas casas, linda gente, se hacen amigos y en algún momento dicen pero qué bonito, qué rica carne, qué rico se come y este vino me encanta y qué simpático ese matrimonio, ¿y cuánto cuesta la finca de al láo? ¿Nada más? Averíguame que la quiero comprar.

Y todo se va poblando.

El último informe de la Dirección de Turismo de Maldonado dice que sólo entre marzo de 2009 y febrero de 2010 hubo operaciones por 937 millones de dólares. El resultado de esas transacciones puede verse, en buena medida, sobre la Ruta 10: una larga pasarela de edificios soberbios, vidriados y en muchos casos vacíos.

—Punta del Este es como una caja de ahorros: la gente viene acá a poner su dinero, pero la mayoría de los apartamentos está desocupada –dice Facundo, el chofer del taxi que me lleva del puerto a La Boyita, cerca de José Ignacio, la zona más exclusiva de Maldonado. A un lado de la ruta está el mar y al otro lado están las construcciones. Cuando están habitadas es fácil saberlo. Las paredes blancas, los sillones blancos, la gente conversando: todo asoma por los ventanales.

O casi todo. No se ve la mansión que tiene Marcelo Tinelli en José Ignacio. Tampoco se ve la de Martin Amis ni la de Shakira -con laguna y estudio de grabación incluidos- ni la de Mirta Legrand, ni la de Pancho Dotto (faltan dos días y aún no sé qué ponerme). Lo único que llega al ojo público son las imágenes que los paparazzis logran robar: Juana Viale besándose y abrazándose con Gonzalo Valenzuela, Marcelo Tinelli andando en moto con sus hijas, Zulemita Menem asomada a un balcón y respirando el salitre de la playa.

—Todas fotos arregladas –dice Donato Diéguez-. Vos vas, le decís al famoso que querés unas fotos, y él dice que no va a darte fotos oficiales pero que te permite que les saques unas mientras él hace como que no se entera.

Con Tinelli –un hombre que resume todo el poder de la televisión en Argentina- incluso hay un ritual que se lleva a cabo desde hace años: Tinelli llega, los medios le hacen las fotos en el aeropuerto, y después se quedan esperando que trascienda la fecha del partido de fútbol que todos los eneros el empresario hace con sus amigos famosos en su chacra de José Ignacio. A la hora señalada los fotógrafos inician su diáspora de kilómetro y medio por la playa (las distancias no pueden ser más cortas, pues en José Ignacio las mansiones son linderas unas con otras y no hay calles que las separen entre sí) y una vez que llegan a la playa de Tinelli encuentran un seto que bordea la chacra. En ese seto hay, siempre, un orificio intencional. Por ese agujero, como si fueran ratas, van entrando y saliendo diez, quince reporteros gráficos.

—Llegamos hasta el borde de la cancha, sacamos diez minutos de fotos y luego nos volvemos a ir.

—¿Pero alguien los saluda, le ofrece agua, algo?

—Nada. Es como si no existiéramos. La única vez en la que los periodistas podemos entrar a la casa de Tinelli por la puerta de adelante es cuando hace el clásico partido con periodistas. Ahí te ofrecen algo de tomar y hacen como que existís.

—¿Y cómo se sabe cuando una foto no es arreglada?

—Porque causa escándalo. La de Tinelli este verano, besándose con una empleada de su productora, no fue arreglada. Y así estamos.

Luego de esa foto, Tinelli suspendió el partido con periodistas y se fue a Buenos Aires. Pero hay respuestas más elocuentes que esa. En enero de 2007 Charly García le rompió la nariz a un fotógrafo que tomó imágenes suyas en el Buddah Bar, y un año antes la modelo argentina Nicole Neumann inició acciones legales contra la revista Gente por haber publicado una foto suya semidesnuda, en la arena y activamente acompañada.

—Si venís a Punta del Este sabés que te van a buscar y a encontrar –se defiende Fabian Uset, el fotógrafo que en ese entonces tomó la foto de Neumann para la revista Gente-. Nicole estaba en una playa desierta, pero dejó el coche al lado de la ruta. Los paparazzis no entramos en el juego histérico del famoso que dice “quiero salir pero no”: si me dejás el coche a la vista, me voy a un médano, me paso el día enterrado como una basura y no me voy hasta que te saco.

Para algunas celebridades, esa persistencia es exasperante.

—Estoy harta –le dijo Valeria Mazza, años atrás, a una periodista de Espectáculos-. Si estoy en la playa y quiero rascarme el culo o meterme el dedo en la nariz tengo que caminar hasta mi casa y hacerlo ahí, porque los tipos están esperando para escracharme. No entienden que por una mala foto yo puedo perder trabajo.

Pureza

A esta altura Valeria Mazza podría perder trabajo y seguiría siendo una mujer de buena fortuna. Su mayor apuesta hoy está lejos de las pasarelas: la modelo es inversionista y es el rostro visible de Selenza, un multimillonario emprendimiento hotelero que tiene preocupados a los vecinos de la zona. Selenza promete instalaciones cinco estrellas, pero no ha cumplido con los requisitos básicos de la convivencia ciudadana. No se hizo un estudio de impacto ambiental de la obra, los edificios superan la altura históricamente permitida en el área –siete metros- y todo está cubierto por el manto de una legalidad hecha a medida: meses antes del inicio de la construcción, el municipio modificó una ordenanza para fueran lícitos los edificios de nueve metros de altura “en el caso de que éstos se encuentren sobre la Ruta 10 a la altura de Manantiales”.

El proyecto Selenza está sobre la Ruta 10 a la altura de Manantiales. Quien pase por allí verá lo único que puede verse hasta el momento: una inmensa gigantografía con fondo de colores verdes, con un croquis del proyecto y con la cara rubia de Valeria Mazza diciendo, sin necesidad de decirlo, que esto es un proyecto para muy, pero muy poca gente.

El lujo esteño es una inmensa industria que purifica aguas sucias. Aquí viene a hacer sus edificios y sus fiestas el multimillonario saudí Laith Pharaon, hijo de Gaith Pharaon, denunciado por tráfico de armas y lavado de dinero. Aquí hizo el “desfile del año” –como todos los eneros- el estilista Roberto Giordano, quien este 2011 llegó a Punta del Este con su empresa quebrada, con un embargo por varios millones de dólares y con muy poco crédito entre los uruguayos: ni siquiera los taxistas han querido hacerle viajes porque saben que nunca paga.

Aquí –en el verano de 2007- Marcelo Tinelli se paseó con su camioneta Hummer de más de 100 mil dólares, días antes de que fuera confiscada por haber sido comprada con franquicia diplomática –Tinelli dice que no estaba al tanto. Y aquí fue preso en enero de 2008 Gaby Álvarez, el mayor relacionista público argentino, esa clase de personas que sólo visten de blanco (escribo “blanco” y recuerdo la Fiesta de Blanco: falta un día y todavía no resuelvo el naranja) vinculado con estrellas como Gustavo Cerati y Charly García. Álvarez fue a la cárcel tras haber chocado y matado a dos turistas en la ruta. Y aunque su abogado pidió que lo llevaran a “una cárcel VIP” terminó en la prisión de Las Rosas: un penal superpoblado donde Álvarez pagó fortunas para que los presos no lo transformaran en una mascota humana.

Pero en Las Rosas, a diferencia de Punta del Este, el dinero no lo soluciona todo. No queda claro cómo la pasó Gaby Álvarez en su encierro. Lo que sí se sabe es que el espacio que Álvarez perdió en Las Rosas lo ganó el relacionista Wally Diamante en Punta del Este. Wally Diamante es un hombre de 36 años que, salvo por su nombre, hizo de la sobriedad un elemento de marketing: Wally está siempre en sus cabales, Wally no está rapado –usa unos gráciles rulos sobre la frente-, Wally no viste todo el tiempo de blanco, Wally no atropelló a nadie y Wally no habla con el cuerpo sino, simplemente, con la boca.

—Frente a Gaby que era la droga y el reviente viene Wally que habla de paz interior. Un buen negocio –sintetiza Daniel Beever, periodista experto en Punta del Este y cubridor de temporadas desde hace años.
Vamos con Beever en auto en dirección a la playa de La Barra, por una calle que se llama Los Suspiros. En La Barra –el balneario de moda en Punta del Este- todas las calles tienen nombres como “los suspiros”, “las brisas” o “las sirenas”, pero por afuera de los nombres todo lo demás es nervio. Son las nueve de la noche y los Canaro, los Minicoopers, los Smart, las camionetas Hummer, los BMW, los Mercedes y los Audi circulan a paso de hombre y cubren las calles con un relumbre distante: la solemnidad del dinero.

En todas las cuadras hay algún restaurante con decoración rústica, algún buda, alguna mujer de piernas muy largas y algún atelier con obras de arte. Pero Beever, que lleva acá demasiado tiempo, ya no ve la diferencia y dice que todo es una misma cosa y que esa cosa se llama “negocio de último momento”.

Dentro del negocio cada tanto se abren grietas, ramalazos de humanidad que le devuelven a Punta del Este la condición de ciudad real. El año pasado esa intervención humana estuvo a cargo de la modelo Pampita, quien se agarró a trompadas con la actriz argentina Isabel Macedo en Tequila, un boliche VIP de La Barra. Pampita tenía motivos: en el nombre de la ficción, Macedo había pasado el año entero besuqueando a Benjamín Vicuña –ambos eran pareja en la telenovela Don Juan y su bella dama, aunque también había rumores múltiples- y Pampita decidió zanjar las discusiones filosóficas sobre ficción y realidad a golpes.

—La Barra es una gran familia –dice Beever-. Cojen todos con todos y después se cruzan por la calle y se saludan o se pegan, depende de cómo hayan quedado las cosas.

—La Barra es magnífica –dijo Etchegaray días atrás-. Para la prensa internacional, además de las guerras, ¿qué otra cosa produce enormes cantidades de comunicación sin costo? El romance. Fijate el caso extremo de Lewinsky y Clinton: trillones de dólares en comunicación. Si eso hubiera sucedido en La Barra, Punta del Este explotaba.

En La Barra tienen sus chacras los ricos y famosos que aún no se fueron a vivir José Ignacio; y se hacen también las grandes fiestas: las de marcas de alta gama como Chandon o Lacoste, y la de personajes como Laith Pharaon, quien transformó sus romerías –inicialmente privadas pero gratuitas- en un monstruoso negocio. Hoy el ingreso a su chacra de 180 hectáreas parte de los mil dólares. Pero hay quienes han pagado hasta diez mil por una pulsera de plástico –tal es la entrada a la fiesta- que los transforme mágicamente en eso que el jet set ha llamado beautiful people.

—¿Y la Fiesta de Blanco “con naranja”? –pregunto: nadie menciona en su lista de grandes eventos la Fiesta de Blanco “con naranja”.

—Con todo cariño, mi amor, la Fiesta de Blanco YA FUE –subraya Beever con impostada piedad-. La gente va de blanco por… bueno, es un último gesto de solidaridad con Dotto.

“Solidaridad” dice Beever. Que, en este contexto, es lo mismo que decir “malicia”.

Mientras conduce lentamente, coronado de Canaros y camionetas bestiales, Beever explica en tono pedagógico que en Punta del Este las cosas y la gente linda pasan de moda cada vez más rápido.

—¿Entendiste corazón?

Lo que produce –en quien no está entrenado- un profundo cansancio.

El fabricante de bellezas

Sonríe: siempre sonríe. Está de pie sobre una pasarela blanca en una playa de José Ignacio –la zona más exclusiva de Punta del Este- y sonríe mientras repite una y mil veces el mismo chiste.
—Miren a Julita Rohden, no es linda pero es simpática.
— Ivana Saccani, recién llegada del exterior, muy fea, muy fea, pero muy simpática.
—Con ustedes Liz Solari, es fea pero les aseguro que es simpática.
Julia, Ivana y Liz también sonríen y caminan, y entre ellas van circulando las otras chicas: nínfulas de pelo largo, dientes níveos, traseros de fruta; criaturas con piernas como largas calles hacia el cielo. Pancho Dotto las mira satisfecho y sigue con sus chistes, que la mitad de las veces encierran un aviso comercial.
—Gracias Honda por tanta ayuda, viva Honda, gracias Honda por tu onda sin hache, ¡un aplauso para Honda!
Y el público aplaude.
Dotto parece en la gloria. El sol está menguando y todo lo demás es agua, arena y un kilómetro de autos aparcados a la vera del camino. Entre la gente hay amigos –dueños de empresas, directores de revistas- pero también hay turistas que han venido a ver de cerca una máquina que para muchos es perfecta. Desde hace veintiséis años, Pancho Dotto es el director de la mayor agencia de modelos de América del Sur. Es él quien lanzó al mercado internacional a figuras como Carolina Pampita Ardohain y Valeria Mazza. Y es él quien generó, por sobre todas las cosas, su propio mito: Dotto, a ojos de su público, vive rodeado de mujeres de inaudita belleza y encima hace dinero con eso y encima, cuando quiere, se pone de novio con alguna de ellas con la naturalidad con que un almacenero mete la mano en el frasco de dulces.
—Todos ven que tengo chicas, tuve novias, tengo autos. Pero eso una fantasía: vivo enajenado. Vivo a través de la vida de ellas. Y no sé si eso es bueno –dirá luego.
Pero ahora sonríe: otra vez sonríe. Han pasado dos horas, el desfile está acabando y Dotto dice una de sus frases recurrentes:
—Las adoro, las adoro a todas.
Luego se despide, baja de la pasarela y se mete en una carpa blanca. El sol ya bajó y el encuentro termina con fuegos artificiales: el cielo se llena de estrellas falsas y todo el mundo aplaude, grita, agradece.
Pero Pancho Dotto no. Pancho Dotto no ve nada. Pancho Dotto sólo se dedica a hablar por teléfono.
A preguntar, a través de la línea:
—¿Mamá?

*


Pancho estaba en la playa. Tenía cinco años y estaba con sus dos hermanos, Mario y Mónica, algo más grandes que él. La playa era un páramo seco y helado al que habían llegado tras haber pasado por tantos otros lados. Mario Ramón Dotto, el padre, trabajaba en prefectura y la familia siempre había tenido que vivir al lado del río y del mar. Primero se habían establecido en Paraná, provincia de Entre Ríos, mesopotamia argentina. Luego en Bahía Blanca, ciudad costera al sur de Buenos Aires. Y finalmente en Rawson, capital de Chubut: la Patagonia.
A Pancho, Mario y Mónica les gustaba jugar a armar casas. Habían hecho una de cartón en Paraná, otra sobre un árbol en Bahía Blanca, y en Rawson estaban haciendo una en la playa. Los padres dormían la siesta, el viento del Sur soplaba fuerte y los hermanos armaron un tinglado atrás de un médano. Adentro, de pie, cabían los tres: eso era suficiente para estar contentos, aunque hacía mucho frío.
Afuera de la casa llenaron un tacho con maderas secas y encendieron un fuego.
—Pancho –ordenó Mario, el mayor de todos, hoy general de brigada- andá al cuartito de herramientas a buscar kerosene.
Pancho siempre quería agradar a todo el mundo así que fue, sin quejarse, en el medio de los zamarreos del viento, y regresó con una lata, sí, llena de kerosene.
—Pero tropezó –recuerda Mónica Dotto, cincuenta años después-. Tropezó con tanta mala suerte que se cayó sobre el tacho con maderas y se prendió fuego.
Mónica empezó a tirarle agua pero el fuego no se iba. El niño se estaba incendiando. Mario lo empujó, lo tiró al suelo, lo llenó de arena y Pancho, que se iba apagando, quedó tendido de costado, con los zapatos derretidos, temblando de frío y llorando.
Sus padres seguían durmiendo y así pasarían el rato siguiente: durmiendo. Hasta que Pancho fue a la casa y abrió la puerta con sigilo.
—Mamá, mamita –susurró-. Mamita, sabés qué: no te quiero despertar pero yo aguantaba y aguantaba hasta que no aguanté más.
Pancho se largó a llorar. La madre, Teresa Melinger, estiró el brazo, tocó a su hijo en la penumbra y sintió el cabello mojado.
—¿Qué pasó?
—No te preocupes mamita –seguía llorando- hice un fueguito muy pero muy chiquitito, y me quemé.
Ese día, 25 de mayo de 1960, aniversario de la independencia argentina, Pancho Dotto lo pasó en el hospital de Rawson diciendo una sola palabra: mamita.
—Él siempre quiso mucho a mamá –dice Mónica Dotto-. Siempre quiso agradar a todo el mundo, pero primero a mamá.
Y nada de eso ha cambiado.
Cuarenta años después, tras una vida entera junto a su marido, Teresa se enfermó y sobrevivió –no siempre se sobrevive- y tomó una decisión: elegir cómo vivir el resto de su vida. Teresa eligió vivir lejos de su esposo.
—Te vamos a apoyar –dijeron sus hijos. Y le ofrecieron casa. Primero Teresa vivió con Mónica. Hasta que Dotto, que vivía en un departamento de 55 metros cuadrados, se compró una casa de 550 metros y le hizo una oferta:
—Mamá, hay lugar –le dijo-, venite a vivir conmigo.
Y así fue como Dotto –quien a lo largo de su vida fue pareja de algunas de las mujeres más hermosas de Argentina- pasó ocho años viviendo con su mamá en una gigantesca casa en Punta Chica, San Fernando, zona norte del conurbano bonaerense.
—Como bien decís, yo vivía con mi mamá –dice ahora Dotto-, porque cuando uno vive con la madre, vive con la madre aunque la casa sea de uno.
A lo largo de todo ese tiempo en San Fernando, Teresa fue perdiendo la vista. Ahora –y desde hace dos años- pasa sus días en un departamento del barrio de Belgrano junto a una enfermera y a Julia Rohden: una modelo de dieciséis años que llegó a los quince de la selva misionera, y que hoy es una de las caras de Falabella Chile.
—Si a esta nena la traía y la alojaba con las otras chicas, no sobrevivía. No tenía los anticuerpos. Así que la dejé con mi mamá. Y de paso a mi mamá le di una nieta postiza.
Total, dice Dotto, los nietos –los de sangre- nunca visitan a Teresa.


*


—Julia va a ser la próxima Valeria Mazza, la próxima Pampita.
Dotto está sentado en un gazebo de madera y quincha uruguaya, sobre un mullido sillón blanco, en un área apartada dentro de su chacra Paraíso del Mar de José Ignacio. Lleva chanclas, camisa celeste, bermudas blancos y dos teléfonos móviles que suenan todo el tiempo.
Dotto revisa sus mails, su agenda, sus próximas horas. Son las cuatro de la tarde y a las cinco debe hacer un desfile en Playa Montoya, a las ocho debe ir con sus modelos al local de Personal -una empresa telefónica que financia parte de la estadía en Punta del Este- y a las diez de la noche debe estar en un cóctel de Para Ti, una revista femenina argentina que le debe a Dotto –y a sus chicas- buena parte de sus portadas. En el aire suena el tema Walking on sunshine y Dotto hace una seña, pide que bajen el volumen, o mejor: pide que apaguen todo.
—Por dios –se toma la cabeza-, necesito silencio.
Cuando no se ve obligado a sonreír sesenta veces por minuto, Dotto es un hombre muy guapo. Su rostro es una confección de arrugas fuertes que le dan a su cara un carácter: una belleza justa.
Él, alguna vez, también fue modelo. Hasta que hubo un problema gremial -una empresa dejó impago el trabajo de mucha gente- él defendió a sus compañeros y ahí tomó conciencia de su habilidad para gestionar los intereses de otros. Así empezó, hace veintisiete años, su agencia: una empresa que pronto devino una usina de estrellas publicitarias, y con la que veinte años atrás llegó por primera vez a José Ignacio.
Al principio Dotto alquilaba una casa, hasta que tiempo atrás logró comprar esta chacra: 13.500 metros cuadrados que empiezan en un bosque y terminan frente al mar, y donde se encuentran –entre otras construcciones- tres cabañas donde se hospedan las modelos de la agencia durante la temporada.
Una de esas chicas es Julia Rohden:
—Este es el primer verano en el que Julia toma sol. Hasta ahora siempre le había dado de espaldas, durante la cosecha de tabaco. Pero ahora, las vueltas de la vida, tiene contratos con Falabella y está haciendo su primera tapa de Para Ti. Julia –insiste- va a ser una grande como Valeria Mazza o Pampita.
Valeria Mazza y Pampita son quienes más trascendencia internacional tuvieron, pero ya se han ido de la agencia. Y eso a Dotto le duele. Cuando habla de las dos modelos, las palabras recurrentes son “belleza”, “enamoramiento” y “traición”.
—Es parte de la naturaleza humana -dice. No aclara a cuál de las tres palabras alude, pero da igual.
Esto es lo que cuenta Dotto de Valeria Mazza: que estuvo dos años para empezar a trabajar. Que las marcas no la querían porque tenía algún sobrepeso y porque al ser nadadora tenía una actitud masculina. Que todo cambió cuando a Dotto le ofrecieron representar a Claudia Schiffer en Argentina, le enviaron un book, y él vio los parecidos físicos entre los rostros de ambas modelos. Que llamó a varias revistas para vender “la nota de los parecidos” y se rieron de él. Que finalmente el semanario Gente le compró la idea y le hicieron la primera nota a Valeria Mazza, con el título “La Claudia Schiffer argentina”. Y que ahí, después de dos años, Valeria empezó a encontrar un rumbo.
-No era sexy y nunca lo será. No era ni es armoniosa. Pero es Valeria: tiene una cara impresionante. Y yo me enamoré de esa belleza antes que nadie. Recién cuando su marido vio que Valeria era un buen negocio, lo agarró y se lo llevó sin pagarme ni una comisión. Así son las cosas: yo la fabrico y otro se la lleva.
Esto es lo que cuenta Dotto de Pampita: que la descubrió cuando trabajaba en un local de ropa. Que al principio su novio, el Pampa, dueño del negocio, no la dejaba modelar. Pero que después, cuando la marca entró en crisis y no podían pagar modelos, la hicieron posar con ropa de la empresa. Que ahí el Pampa le advirtió:
—Si Carolina no encuentra trabajo se tiene que volver a La Pampa porque no tiene cómo seguir en Buenos Aires.
Que Dotto la citó en su escritorio. Que Pampita le dijo:
—Por veinte pesos (5 dólares) trabajo.
Que Dotto le ofreció un contrato por veinte mil dólares en un comercial en México. Que así fue como empezó todo: rápidamente.
—Cuando la vi –dice- intuí esa cosa sexy que transpira, esa armonía y esa belleza me partieron la cabeza y me di cuenta de que ella podía llevarse el mundo por delante, era un volcán en erupción. Le metí muchas fichas a Pampita a pesar de que algunos la veían bajita y decían quién es, esta chica no llega a ningún lado. Pero yo sabía. Para mí no era difícil verlo y te digo:
Silencio.
—Si yo no hubiese descubierto a Pampita, no la habría descubierto nadie. Ese va a ser el título de esta nota.


*


Pancho casi siempre tuvo buen ojo: casi siempre supo qué cosas podían funcionar y qué cosas no. A los 14 años vivía en Ramallo -provincia de Buenos Aires, uno de los últimos destinos de su padre- y vio que sobre el río Paraná había yucas silvestres: unas plantas rústicas que crecían sin ayuda de nadie y que se usaban para separar los campos. En un viaje a Buenos Aires, Pancho vio que los lugares más elegantes de la ciudad decoraban sus rincones con yuca.
—No sé cómo hizo –recuerda Mónica Dotto-, pero llenó varias camionetas y llevó las yucas a la ciudad y empezó a venderlas a la gente que hacía parques y saturó el mercado de yucas. Siempre tenía buenas ideas, Pancho. Él siempre tuvo la mirada del emprendedor. Yo soy abogada: veo si se puede y después hago. Pero él primero hace y después ve si se puede.
A los diecisiete años, Dotto terminó los estudios en una escuela nocturna y empezó a trabajar en una empresa de maquinas de coser industriales. Allí se vinculó con los fabricantes de indumentaria y finalmente se asoció con uno de ellos y se lanzó a vender ropa. Luego se puso un restaurante. Luego perdió todo su dinero en una financiera y finalmente, a los 29 años, inició su emprendimiento definitivo: Dotto Management. Con esta agencia galgueó todas las otras crisis. Que, en Argentina, siempre son muchas.
El cimbronazo más fuerte llegó a comienzos de la década de 1990. Dotto previó que habría problemas y se puso un departamento de casting, es decir: de búsqueda de modelos para campañas publicitarias. Adelantándose a la crisis argentina, a fines de los 80 empezó a hacer negocios con Chile. Y empezó a verse en la urgencia de mandar cassettes con filmaciones de chicas a Santiago. En Chile estaba Pinochet y estaban los departamentos de censura. La mitad de las veces, Dotto lograba -a fuerza de carisma- que alguna azafata le cruzara los cassettes. Pero la otra mitad, tuvo que sacarse un pasaje en el momento y viajar.
—De todas las veces que viajé –cuenta- la mitad tuve problemas con el departamento de censura. Me detenían la mercadería, miraban las filmaciones, era una lucha.
La escena de la censura se repitió tantas veces que los últimos encuentros, dice Dotto, eran así:
—Ay, Marrrta –Dotto, dramático, se agarraba la cabeza-, ¿qué está pasando Marrrta???
—Escúcheme, Dotto, usted ya me tiene cansada. Elija tres cassettes y yo me quedo con uno. Saque el que menos le sirva y no venga más por acá.
Así fue como Dotto empezó a viajar siempre con cuatro cassettes, de los cuales uno no servía para nada. Y así fue como Dotto fue entrando, lentamente, en el mercado chileno. Con ese mercado superaría buena parte de sus crisis futuras.
—La gente piensa que esto es una pavada pero yo manejo un estrés crónico importante. Buenos Aires es la capital del mundo que más agencias de modelos tiene per capita: hoy funcionan más de 160 agencias y en realidad no hay espacio para 160 modelos. ¿Cómo hay que hacer? Tenés que trabajar como una bestia. Porque es fácil descubrir a Dolores Barreiro, que cualquiera la descubre, pero no es tan fácil descubrir a Valeria o a Pampita y después promoverlas y en el medio cruzarte la cordillera y tratar de caerle bien a la Marta de migraciones. No es sólo tener “ojo”: es vivir para estas chicas. Yo vivo enajenado. Vivo a través de la vida de ellas. Y no sé si eso es bueno.
Hoy Dotto tiene la mayor firma del continente y es invitado a dar charlas en las universidades –ante alumnos- y en los hoteles cinco estrellas –ante empresarios. Incluso la Universidad de Harvard, puesta a analizar las agencias de modelos como negocio, tomó los ejemplos de Elite y Ford en el Primer Mundo, y de Dotto en el tercero.


*


En José Ignacio, Maldonado, República Oriental del Uruguay, está terminando el mes de enero y eso significa que Dotto está eufórico, eléctrico, sin espacio para respirar entre una palabra y otra. Sólo por dar un ejemplo, alguien acaba de estacionar un auto en el lugar equivocado y eso es suficiente para que Dotto detenga la entrevista, se levante del sillón, camine por los senderos de un pequeño jardín de árboles flacos, y llame por teléfono a Ornella, la secretaria joven y de tez traslúcida que le organiza los días.
—Los autos no pueden entrar ahí: vos los sabés, yo lo sé, todo el mundo lo sabe pero bueno, qué le vamos a hacer, no hay nadie de mi gente que… o sea: ni yo pongo mi auto ahí, no puedo entender que esto esté pasando…
Ornella escucha, en silencio, como si oyera estas diatribas todos los días de su vida.
—… fijate si me podés mandar a José, a Estanislao o al chico que está en la puerta o mejor mandame a todo el mundo porque los autos NO TIENEN QUE DAR LA VUELTA ACÁ, tienen que estacionar en el estacionamiento, sea quien sea este señor, pobre, es un amigo que me hice en Entre Ríos pero yo no puedo… o sea: a este señor lo conozco pero tiene que esperar en la puerta hasta que alguien lo vaya a recibir, ¿ok?
Ornella responde: okay. Y Dotto vuelve a sentarse.
Días atrás, por teléfono, después de años asistiendo a escenas como ésta, su madre habló de su hijo de este modo:
—Estoy muy orgullosa de Pancho –dijo-. Pero ahora lo único que quiero es que se case y tenga hijos y se olvide de todo.
Cuando se le recuerda esta frase, Dotto baja los párpados –un gesto de compasión o de ternura-, respira hondo y pide el almuerzo con un breve movimiento de manos. Minutos después, alguien llega con un plato de carne, pan y mayonesa.
—Y después traeme un heladito de banana, por favor.
Ni sushi ni ensalada: carne, pan, mayonesa y helado de banana.
-Parecés una criatura.
-Soy –contesta Dotto.
Pero no sonríe. Sólo se dispone a comer.