Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, tiene esta imagen sobre el hecho literario: «Los libros que de verdad me gustan —dice— son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras». Pensé en Holden la noche del 30 de agosto de 2004, hace ya diez años, cuando Gabo se acercó a mi mesa —estábamos en una gran cena en Monterrey, México— me pasó un brazo por los hombros, bebió un sorbo de whisky y se puso a hablar de su vida de pareja —y a preguntarme por la mía— como si fuéramos viejos conocidos. Si hubiera podido, habría corrido a contarle a Holden Caufield todos los detalles de ese encuentro.
Gabo tenía
el cuerpo menudo y el saco siempre arrugado, y se movía de un lado a otro como
si fuera un pato: pechito y culo orgullosos, pasos cortos, las puntas de los
pies apuntando levemente hacia fuera, y una rara y conmovedora forma de mirar.
Gabo fruncía los ojos como si todo le produjera asombro o
desconcierto. Fue así, como un animal joven que recién descubre el
mundo, que se acercó por primera vez a quien entonces era mi marido —Juan— y a mí.
Era el mediodía y estábamos en un pasillo de hotel. A través de sus anteojos de
marco negro y grueso, Gabo se nos quedó mirando como si fuéramos dos insectos.
—Y tú… —se dirigió a Juan— ¿Tú qué has hecho para merecer a esta mujer?
Eso es lo
único que dijo. Mientras yo tomaba nota de esta frase —nada mejor que citar a
Gabo en una discusión doméstica— unas personas le festejaban el chiste. Gabo
raramente estaba solo. Fuera de su casa casi siempre estaba acompañado con o
contra su voluntad. Días después, su mujer, Mercedes Barcha, diría con cierto
tono de hartazgo que en el Distrito Federal, adonde se habían mudado hacía ya cuarenta
años, no podían ni siquiera salir a tomar un café en paz. Por ese motivo
preferí no acercarme a ellos por el resto del día. Hasta que en la noche,
durante una multitudinaria cena organizada por la Fundación para un Nuevo
Periodismo Iberoamericano, Gabo vino con un vaso de whisky en la mano.
—¿Qué
pasa que no has venido a saludarme? —dijo y me abrazó. Contesté pavadas y él
arremetió con su tema preferido. —¿Y cómo se llevan ustedes? —nos miró a mi
marido y a mí.
—Bien.
—Yo hace cincuenta
y dos años que estoy casado… y nunca un altercado, una pelea. Nunca.
—¿Nunca-nunca?
—Bueno,
un vete a la mierda sí, todo el tiempo. Pero peleas de esas que estás días sin
hablarte, jamás.
—¿Cómo
hace?
—Yo creo
que la clave es que Mercedes nunca me hizo caso en nada.
Llamó a
Mercedes para presentarla. Mercedes lo miró y no se movió. Mercedes era —es—
una mujer de cuerpo rotundo, facciones anchas y carácter presumiblemente
fuerte. Mercedes siempre cuidó de Gabo. Y a Gabo también lo cuidó siempre Jaime
García Márquez, su hermano sesentón: un tipo achaparrado, de cráneo perfectamente circular y
ojos rojos por la alergia («Mi mujer es fanática del aire acondicionado, pero a
mí me deja ciego»), y dueño de un fanático sentido de la hospitalidad. Jaime es
subdirector administrativo de la Fundación, pero parecía haber ido a Monterrey
con un único objetivo: hacer sentir cómoda a mi mamá.
Porque mi
mamá, Lidia, también había ido.
—Me dieron un premio por entrevistar a una
secuestradora, y vengo con mi mamá —le dije a Jaime apenas lo conocí. No lo dije
en chiste.
—Anda, ¿y
eso qué tiene de malo? —Jaime abrió sus ojos alérgicos; tomó a mi madre de la
mano—. Yo vengo de familia de once hermanos; para nosotros, la madre es
sa-gra-da.
Desde entonces,
Jaime incluyó a mi mamá en todos los planes. Temí que ella terminara hablando
en algún foro periodístico. La apoteosis llegó una tarde, horas después de la
entrega del premio.
—Y ahora,
Lidia… la foto con Gabito.
—No, Jaime.
Este es mi límite —dijo mi mamá con su tono pausado de psicoanalista. Sé que en
el fondo estaba desesperada. Gabito
estaba en el ojo de la tormenta: a su alrededor había decenas de fotógrafos,
luces y gritos de celebración.
—Te estoy
ofreciendo lo más preciado de la familia, por Dios —Jaime la tomó de la mano,
otra vez—. A-ho-ra-la-fo-to-con-Ga-bi-to. Ven.
Mientras
la arrastraba, Jaime intentó convencerla con una historia:
—Resulta
que una vez estábamos con Gabito en Nueva York, en el pub ése donde Woody Allen
toca la trompeta. Allí adentro no se puede sacar fotos, básicamente porque no
se le puede sacar fotos a Woody Allen, pero igual yo me llevé una cámara a
escondidas de Gabo, porque nunca se sabe. Esa noche, una vez terminado el chow, Gabo se acercó a Woody Allen para
saludarlo. Se estrecharon manos, se sonrieron, hablaron, todo lo que tú ya
sabes. Gabo me había advertido que no sacara ninguna foto, bajo ningún concepto, pero yo igual tomé la
cámara, apunté… y no me animé. A la salida del sitio Gabo casi me destroza: «¿Pero
por qué no tomaste la foto?», me increpó. «Porque si llegaba a tomártela te me
venías encima» le digo. «Y sí, Jaime, te hubiera gritado, ¡pero la foto ya nos habría
quedado hecha!».
De los once hermanos que son los García Márquez, el mayor para
ese entonces ya había muerto. Gabo era, en aquel momento, el más grande de
todos los vivos. Durante un viaje en auto, alguien de la Fundación me había dicho que
ese 2004, por primera vez, había visto a Gabo viejo.
—A todas las personas, en
algún momento que puede ser un mes o una semana, es como que se les oficializa
la vejez: algo así habrá pasado —dijo.
No quedaba claro si Gabo estaba enterado de que se había hecho
viejo.
Una mañana, a la hora del desayuno, lo encontré a Jaime en el
hotel.
—¿Quieres desayunar conmigo? Porque quedé con Gabito a las ocho de la mañana, pero ya me han contado que
anoche, a las tres de la madrugada, le estaban abriendo otra botella de whisky,
así que no va a llegar al desayuno.
El whisky era una de las tantas complicidades entre Gabo y Mercedes. Otra era
la danza. La noche anterior habían estado hasta el alba bailando en una disco
llamada Skandal. Alguien había puesto
cumbia y ambos se habían puesto de pie y habían empezado a moverse bajo las
leyes de un ritmo cadencioso y privado: él la abrazaba sin tocarla; ella giraba
y se movía contoneando lentamente el culo. Yo entonces tenía 29 años y me fui de
Skandal antes que ellos.
A la mañana siguiente —segundos después de que Jaime se levantara,
preocupado, para ir a ver a su hermano— llegó Mercedes. Tenía bolsas
pronunciadas en los ojos; el andar cansado.
—¿Puedo desayunar aquí? —preguntó con una cortesía extraña: nadie
se hubiera atrevido a responder «No».
—Por supuesto.
—Hasta
las cuatro nos quedamos anoche… —dijo mientras desplegaba el diario
distraídamente, y pedía un café, y se corría un mechón de la cara y decía, con
un gesto de sorpresa adormecida: «Pues mira». Gabo y Mercedes estaban bailando
en la tapa del diario Reforma.
—Salimos
poco. Pero cuando salimos es siempre así. Los fotógrafos. La gente. Y ahora… ya
ves, tenemos la maleta llena de libros. La gente nos ve y nos da libros. No sé
qué esperan de nosotros.
Ese día, 2
de septiembre de 2004, era el último de aquella gira de Gabo por Monterrey. Y en
su plan de actividades previas al avión estaba la asistencia al último seminario
de todo el viaje: un encuentro en el que finalistas y ganadores de los rubros
de Texto, Fotografía y Homenaje contaríamos ante un auditorio cómo había sido
la realización de nuestros trabajos. Gabo asistió al seminario con una pequeña
valija; no hizo preguntas. Nunca, a lo largo de los varios encuentros, hizo
preguntas. Como si el bulto de periodistas fuera uno de los pocos lugares en
los que él podía desaparecer.
Al rato
de iniciado el seminario alguien se acercó y le dijo algo al oído. Gabo se puso
de pie y explicó que tenía que volver al Distrito Federal. Habrán sido dos o
tres segundos de silencio; después llegó el aplauso interminable.
Nos miró
a todos.
—Me van a
hacer llorar —dijo.
Luego dio
la vuelta y se fue con su andar de pato, mirando a los costados con un gesto
enardecido y joven, como si estuviera viendo, por primera vez, la forma y el
color de los aplausos.