viernes, 18 de abril de 2014

Gabo



Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, tiene esta imagen sobre el hecho literario: «Los libros que de verdad me gustan —dice— son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras». Pensé en Holden la noche del 30 de agosto de 2004, hace ya diez años, cuando Gabo se acercó a mi mesa —estábamos en una gran cena en Monterrey, México— me pasó un brazo por los hombros, bebió un sorbo de whisky y se puso a hablar de su vida de pareja —y a preguntarme por la mía— como si fuéramos viejos conocidos. Si hubiera podido, habría corrido a contarle a Holden Caufield todos los detalles de ese encuentro.
Gabo tenía el cuerpo menudo y el saco siempre arrugado, y se movía de un lado a otro como si fuera un pato: pechito y culo orgullosos, pasos cortos, las puntas de los pies apuntando levemente hacia fuera, y una rara y conmovedora forma de mirar. Gabo fruncía los ojos como si todo le produjera asombro o desconcierto. Fue así, como un animal joven que recién descubre el mundo, que se acercó por primera vez a quien entonces era mi marido —Juan— y a mí. Era el mediodía y estábamos en un pasillo de hotel. A través de sus anteojos de marco negro y grueso, Gabo se nos quedó mirando como si fuéramos dos insectos.
—Y tú… —se dirigió a Juan— ¿Tú qué has hecho para merecer a esta mujer?
Eso es lo único que dijo. Mientras yo tomaba nota de esta frase —nada mejor que citar a Gabo en una discusión doméstica— unas personas le festejaban el chiste. Gabo raramente estaba solo. Fuera de su casa casi siempre estaba acompañado con o contra su voluntad. Días después, su mujer, Mercedes Barcha, diría con cierto tono de hartazgo que en el Distrito Federal, adonde se habían mudado hacía ya cuarenta años, no podían ni siquiera salir a tomar un café en paz. Por ese motivo preferí no acercarme a ellos por el resto del día. Hasta que en la noche, durante una multitudinaria cena organizada por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, Gabo vino con un vaso de whisky en la mano.
—¿Qué pasa que no has venido a saludarme? —dijo y me abrazó. Contesté pavadas y él arremetió con su tema preferido. —¿Y cómo se llevan ustedes? —nos miró a mi marido y a mí.
—Bien.
—Yo hace cincuenta y dos años que estoy casado… y nunca un altercado, una pelea. Nunca.
—¿Nunca-nunca?
—Bueno, un vete a la mierda sí, todo el tiempo. Pero peleas de esas que estás días sin hablarte, jamás.
—¿Cómo hace?
—Yo creo que la clave es que Mercedes nunca me hizo caso en nada.
Llamó a Mercedes para presentarla. Mercedes lo miró y no se movió. Mercedes era —es— una mujer de cuerpo rotundo, facciones anchas y carácter presumiblemente fuerte. Mercedes siempre cuidó de Gabo. Y a Gabo también lo cuidó siempre Jaime García Márquez, su hermano sesentón: un tipo achaparrado, de cráneo perfectamente circular y ojos rojos por la alergia («Mi mujer es fanática del aire acondicionado, pero a mí me deja ciego»), y dueño de un fanático sentido de la hospitalidad. Jaime es subdirector administrativo de la Fundación, pero parecía haber ido a Monterrey con un único objetivo: hacer sentir cómoda a mi mamá.
Porque mi mamá, Lidia, también había ido. 
—Me dieron un premio por entrevistar a una secuestradora, y vengo con mi mamá —le dije a Jaime apenas lo conocí. No lo dije en chiste.
—Anda, ¿y eso qué tiene de malo? —Jaime abrió sus ojos alérgicos; tomó a mi madre de la mano—. Yo vengo de familia de once hermanos; para nosotros, la madre es sa-gra-da.
Desde entonces, Jaime incluyó a mi mamá en todos los planes. Temí que ella terminara hablando en algún foro periodístico. La apoteosis llegó una tarde, horas después de la entrega del premio.
—Y ahora, Lidia… la foto con Gabito.
—No, Jaime. Este es mi límite —dijo mi mamá con su tono pausado de psicoanalista. Sé que en el fondo estaba desesperada. Gabito estaba en el ojo de la tormenta: a su alrededor había decenas de fotógrafos, luces y gritos de celebración.
—Te estoy ofreciendo lo más preciado de la familia, por Dios —Jaime la tomó de la mano, otra vez—. A-ho-ra-la-fo-to-con-Ga-bi-to. Ven.
Mientras la arrastraba, Jaime intentó convencerla con una historia:
—Resulta que una vez estábamos con Gabito en Nueva York, en el pub ése donde Woody Allen toca la trompeta. Allí adentro no se puede sacar fotos, básicamente porque no se le puede sacar fotos a Woody Allen, pero igual yo me llevé una cámara a escondidas de Gabo, porque nunca se sabe. Esa noche, una vez terminado el chow, Gabo se acercó a Woody Allen para saludarlo. Se estrecharon manos, se sonrieron, hablaron, todo lo que tú ya sabes. Gabo me había advertido que no sacara ninguna foto, bajo ningún concepto, pero yo igual tomé la cámara, apunté… y no me animé. A la salida del sitio Gabo casi me destroza: «¿Pero por qué no tomaste la foto?», me increpó. «Porque si llegaba a tomártela te me venías encima» le digo. «Y sí, Jaime, te hubiera gritado, ¡pero la foto ya nos habría quedado hecha!».
De los once hermanos que son los García Márquez, el mayor para ese entonces ya había muerto. Gabo era, en aquel momento, el más grande de todos los vivos. Durante un viaje en auto, alguien de la Fundación me había dicho que ese 2004, por primera vez, había visto a Gabo viejo. 
—A todas las personas, en algún momento que puede ser un mes o una semana, es como que se les oficializa la vejez: algo así habrá pasado —dijo.
No quedaba claro si Gabo estaba enterado de que se había hecho viejo.
Una mañana, a la hora del desayuno, lo encontré a Jaime en el hotel.
—¿Quieres desayunar conmigo? Porque quedé con Gabito a las ocho de la mañana, pero ya me han contado que anoche, a las tres de la madrugada, le estaban abriendo otra botella de whisky, así que no va a llegar al desayuno.
El whisky era una de las tantas complicidades entre Gabo y Mercedes. Otra era la danza. La noche anterior habían estado hasta el alba bailando en una disco llamada Skandal. Alguien había puesto cumbia y ambos se habían puesto de pie y habían empezado a moverse bajo las leyes de un ritmo cadencioso y privado: él la abrazaba sin tocarla; ella giraba y se movía contoneando lentamente el culo. Yo entonces tenía 29 años y me fui de Skandal antes que ellos.
A la mañana siguiente —segundos después de que Jaime se levantara, preocupado, para ir a ver a su hermano— llegó Mercedes. Tenía bolsas pronunciadas en los ojos; el andar cansado.
—¿Puedo desayunar aquí? —preguntó con una cortesía extraña: nadie se hubiera atrevido a responder «No».
—Por supuesto.
Hasta las cuatro nos quedamos anoche… —dijo mientras desplegaba el diario distraídamente, y pedía un café, y se corría un mechón de la cara y decía, con un gesto de sorpresa adormecida: «Pues mira». Gabo y Mercedes estaban bailando en la tapa del diario Reforma.
—Salimos poco. Pero cuando salimos es siempre así. Los fotógrafos. La gente. Y ahora… ya ves, tenemos la maleta llena de libros. La gente nos ve y nos da libros. No sé qué esperan de nosotros.
Ese día, 2 de septiembre de 2004, era el último de aquella gira de Gabo por Monterrey. Y en su plan de actividades previas al avión estaba la asistencia al último seminario de todo el viaje: un encuentro en el que finalistas y ganadores de los rubros de Texto, Fotografía y Homenaje contaríamos ante un auditorio cómo había sido la realización de nuestros trabajos. Gabo asistió al seminario con una pequeña valija; no hizo preguntas. Nunca, a lo largo de los varios encuentros, hizo preguntas. Como si el bulto de periodistas fuera uno de los pocos lugares en los que él podía desaparecer.
Al rato de iniciado el seminario alguien se acercó y le dijo algo al oído. Gabo se puso de pie y explicó que tenía que volver al Distrito Federal. Habrán sido dos o tres segundos de silencio; después llegó el aplauso interminable.
Nos miró a todos.
—Me van a hacer llorar —dijo.
Luego dio la vuelta y se fue con su andar de pato, mirando a los costados con un gesto enardecido y joven, como si estuviera viendo, por primera vez, la forma y el color de los aplausos.



domingo, 6 de abril de 2014

OPERACIÓN DE UN GATO

Cazaste un pájaro
las plumas en la boca
y el pájaro a los pies
dan fe
de tu corazón de bestia.
Ahora hundís el morro
en su pecho
ponés empeño y juventud
lo desgajás
como a una almohada
con tus dientes de aguja
y tu lengua rosada que después
me lame.
Gata zombie
peluche sangriento
mascotita en trance
te espío por la ventana:
ciega de instinto
estornudás
el aire se llena de partículas
de pájaro
y volvés a aplicarte
como un relojero
como un orfebre,
por turnos
masticás tendones
tripas finas, garras
músculos delgados
como pétalos,
mordés la cabeza
la arrancás del cuerpo
con tenacidad
con destreza,
te tragás los ojos
que quizás expulses
por tus intestinos
y das por concluida
la faena. Te miro
lamiéndote el morro
satisfecha
golosa
limpiando tus patas
como un artista que lava
sus pinceles.
Solo quedan a tu lado
las alas, gata poeta
gata maravilla:
dejaste las alas
para que se pudran en la tierra.