jueves, 19 de junio de 2014

Un sueño

Sueño que tengo que hacerle una entrevista a Diego Maradona. La entrevista está pautada en un hotel de lujo, en una habitación donde se dispuso un escritorio iluminado por una luz cenital. Llego y Diego está sentado a un lado del escritorio, vestido con traje y corbata. Yo también estoy formal, especialmente bien vestida: parezco Melanie Griffith en Secretaria Ejecutiva. Incluso llevo tacos. Alrededor hay gente de producción ultimando detalles. Los miro satisfecha: me gusta que sea todo tan profesional. 
Minutos antes de empezar la entrevista, Diego dice que tiene que hacer algo. Serán sólo unos minutos: a las siete de la tarde empezamos. Yo aprovecho para ir a comprar pilas. Bajo a la calle. Afuera es el barrio de Once en hora pico. Me apretujo entre la gente hasta llegar a una ferretería que hace las veces de librería. Pido pilas y, ya que estoy, compro un mapa para mi hijo en la escuela. El vendedor me trae un mapa mal arrancado y arrugado.
—Igual sirve –me dice.
Miro el papel.
—Esto es impresentable —se lo devuelvo y me voy. Siento que triunfé. Camino hasta otra librería —no sé si consigo lo que buscaba— hasta que finalmente subo al hotel porque son las siete de la tarde, la hora de la entrevista. Cuando subo la habitación está en penumbras, aunque la luz del escritorio sigue encendida. No hay nadie pero escucho un ruido de agua en el baño. “Es Diego que se está lavando las manos: ya empezamos”, pienso. Pero se abre la puerta y no sale Diego sino una señora asexuada y con cara de asistente eficaz. Después aparece un varón alto y atlético: es el productor general.
—Lamentablemente Diego tuvo que irse de urgencia a Mar del Plata —me dice. Él y la asistente me miran con cara de “qué macana”. Yo los miro. Siento que los ojos se me inyectan de sangre.
—¿¿¿Y entonces??? —digo.
—Bueno —dice él—. Capaz que podemos conseguir por millaje algún pasaje para que vayas.
Habla como un vendedor de chucherías. Siento que la ira se me sube a las mandíbulas. Entra en escena una nena de tres años y rulos castaños. Es la hija del productor. La alzo. La dulzura de la nena matiza mi odio. Miro al productor y a la asistente.
—Acabo de perder tiempo —digo. Prosigo con falsa serenidad, y a gritos: —Y YO NO TENGO TIEMPO.
Después miro a la nena: es hermosa. Me alejo con ella a upa, la acaricio.
—¿Te gusta tu pelo tan lindo? —le digo.
La nena levanta una mano y hace la señal de “maso”.
“Sos mujer”, pienso. “Vas a sufrir”.
Y así termina el sueño.

viernes, 6 de junio de 2014

Un buen trabajo*

En estos días en los que se habla de derechos laborales. De las mujeres que ganan en promedio un tercio menos que los hombres que ocupan igual cargo, y de las dificultades de las ejecutivas para ocupar roles gerenciales, y de las amas de casa que trabajan gratis, pues vivir para el hogar parece ser -según la fantasía de algunos- una especie de placer imposible de ponderar con dinero. En estos días en los que el 1 de mayo nos enfrenta al problema del empleo y de sus dignidades, y en los que las publicaciones femeninas suelen hacer un relevo de la situación laboral de las mujeres; en estos días, en fin, subo a mi escritorio y miro el jardín, y me siento con la luz del día sobre la espalda -y es una luz de domingo aunque hoy sea martes- y tomo el primer té de la mañana y pienso que el trabajo es también, a veces, cuando no media una situación social injusta y cuando los pedazos rotos de la vida propia se acomodan, esto: un lugar feliz del que poco se habla; la bota de siete leguas con la que intentamos achicar el mundo.

Hay gente que ama trabajar.

Hay gente que trabaja como si navegara después de todas las tormentas.

Hay gente que transpira de felicidad cuando trabaja, y que no se baña cuando trabaja, y que en ciertos casos siente un vértigo en el corazón cuando trabaja, y que se entrega -esto puede ocurrirle a un escritor- a la luz macilenta que sale de la pantalla a sabiendas de que con ese albur alcanza para iluminar los bordes de una idea.

Hay gente que sueña con soluciones de trabajo así como yo sueño con un párrafo o con el ensamble entre dos párrafos complejos, y que entonces se despierta y dice «es esto y no otra cosa» y que después vuelve a dormirse. O no vuelve a dormirse. O, en cualquier caso, deja de pensar en dormirse porque su alma está tranquila: ha logrado construir algo. Se ha construido a sí misma.

Hay gente que trabaja para salir de callejones sin salida, y que trabaja como ganapán pero también como ejercicio espiritual, como pregunta insospechada, como conjuro a tiempo para que la nebulosa de los días se condense en una línea, en un cuerpo personal, en algo nítido que responda a la palabra «yo» y que no sea la suma ni la síntesis de ninguna otra cosa («donde quiera que esté/ soy lo que falta» escribe Mark Strand y es eso lo que quiero decir).

Hay gente que trabaja para dar a luz todos los mundos concebidos en la infancia y para matar ciertos fantasmas de la infancia y para hacer de la infancia, por qué no, algo presentable que luego pueda contarse a los hijos. Y sobre todo a uno mismo.

Hay gente que trabaja como si no hubiera hijos ni cuentas por pagar ni reivindicaciones de género ni vida planetaria por delante: trabajan erizados y sin fe, con una temeridad inexplicable y alumbrados por algo que no es la luz del día sino de un relámpago: un refucilo violento en el que todo se revela y en el que puede verse, por un instante, la ley primigenia que permite que el relámpago exista.

Hay gente que trabaja para encontrar esa ley. Y es por eso que no se me ocurre -junto con el de amar- otro ejercicio más noble sobre la faz de la Tierra («No me gustan las personas que se jactan de trabajar penosamente. Si su trabajo fuera tan penoso más valdría que hicieran otra cosa. La satisfacción que nos proporciona nuestro trabajo es señal de que supimos elegirlo», dice Clarice Lispector y es eso, finalmente, lo que quiero decir).


* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.