miércoles, 6 de agosto de 2014
Un homenaje a Yü*
Hubo una poeta llamada Yü Hsüan-Chi. Vivió en la China imperial, durante la dinastía Tang, en el siglo X después de Cristo, cuando las mujeres poetas eran incluso más raras que las mujeres barbudas. En ese entonces la formación intelectual era -salvo excepciones- un privilegio solo para varones, que a su vez iban construyendo su saber con vistas a enfrentar el desafío máximo: aplicar a los exámenes imperiales, una instancia de evaluación que, de ser aprobada, les permitía subir en el escalafón social.
Yü -la concubina de un hombre que tenía infinitas concubinas- sabía de este mundo ilustrado y lo miraba con la nariz contra el vidrio como aquellos chicos pobres que miran escaparates en las historias de Dickens. Y decidió darle a su deseo un cauce radical: un día Yü, con menos de veinte años, abandonó al concubino que la tenía atada desde los dieciséis, se hizo sacerdotisa taoísta y en el nombre de la religión empezó a viajar por todo China, a tener tantos amantes como quiso y a escribir poesía en voz activa: un avance notable -las pocas mujeres que se atrevían a la poesía lo hacían en voz pasiva- que la transformó en la primera poetisa china feminista.
Me enteré de esta historia luego de leer "Tener lo que se tiene" -las obras completas de la poeta argentina Diana Bellessi, que en una página aluden a Yü- y de dar algunas vueltas por Google. Pero lo cierto es que de Yü se sabe casi nada: solo sobrevivieron cuarenta y nueve poemas, y hay apenas tres autores occidentales, todos estadounidenses, interesados en una reconstrucción biográfica. Poca cosa, en síntesis, para una mujer que mil años atrás alimentó una voz lacerante y salvaje, y que con ella se enfrentó a una época que no admitía -tal vez ninguna época lo haga del todo- mujeres fuertes. Durante una visita al templo taoísta de Ch'ung Chen, por ejemplo, de cara a una lista con los nombres de los candidatos triunfadores -todos varones- en los exámenes imperiales, Yü escribió lo siguiente: "Picos coronados de nubes llenan los ojos / en la luz de primavera. / Sus nombres están escritos en hermosos caracteres / y colocados por orden de mérito. / Levanto mi cabeza y los leo / con envidia impotente. / Cómo odio este vestido de seda / que oculta a un poeta".
Adoré este poema, sobre todo los cuatro últimos versos, apenas lo leí. La imagen de la seda ya no como un género lustroso sino como un chaleco de fuerza pareció atravesarlo todo -principalmente los siglos- y llegar al presente como esas mareas que traen los restos de un naufragio y que con apenas un reflujo logran conectar dos tiempos remotos. Sentí, a la vez, compasión y admiración por Yü. Y sentí también gratitud porque si es cierto que, como dice el proverbio chino, el aleteo de una mariposa puede sentirse al otro lado del mundo, acaso pueda ser cierto que la vida de Yü, una mujer oriental que dejó tras de sí un silencio beligerante y poético, haya provocado estertores en el universo femenino actual. Somos lo que somos, y tenemos las conquistas que tenemos, gracias también a figuras como ella: mujeres inflamadas de furia, ardor y belleza, injustamente perdidas en algún recodo oscuro de la Historia mayúscula, y decididas a perderlo todo como condición para salvar lo que les quede de vida.
"La felicidad de una es la felicidad de todas", me dice una amiga cuando le doy una buena noticia, y tal vez sea por eso que el devenir de Yü se vuelve tan íntimo y elemental: la desgracia de una es, también, la desgracia de todas. En el caso de Yü, fue ejecutada a los veintiséis años por adúltera. Y es por eso que, aunque pasaron más de diez siglos, quiero dedicarle estas líneas, con la esperanza de que viajen al pasado y la acompañen.
* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.
jueves, 31 de julio de 2014
MONSTRUOS*
Cuando era chica —entre los
cinco y los siete años— viví con un monstruo. Se llamaba Guillermo y era pareja
de mi madre. Tenía bigotes y ojos muy azules. Era contador. Era pintón. Pero
ninguno de estos datos importa en ésta, una historia de monstruos.
Conocí a Guillermo en 1980. Mi madre se había puesto en pareja con él porque estaba sola. Tenía veintipocos años y su desamparo de entonces era
un estado del alma que todavía hoy, más de treinta años después, me sigue
conmoviendo. Es decir que entiendo a la joven que era mi madre. Entenderla a
ella es, de algún modo, entender el barro del que estamos hechas las mujeres.
Lo cierto es que no sé cómo
pasó todo. El resumen es que en algún momento terminamos viviendo los tres
juntos —mi madre, el monstruo, yo— y que en algún otro momento posterior empezó
el espanto. De aquellos días sólo tengo recuerdos aislados: Guillermo enfureciendo
porque no lo llamaba «papá» (yo ya tenía un padre, sólo que vivía en el
exilio); Guillermo enfureciendo cuando no guardaba mis juguetes (y entonces
rompía los que estaban «fuera de lugar»); Guillermo dando puñetazos contra las
paredes (una vez rompió de un golpe un interruptor de luz); y Guillermo
intentando reparar sus daños con insólitos accesos de benevolencia. Una vez
volvió de la calle con patines nuevos; otra con una bicicleta; otra con decenas
de sobres de figuritas (oh, ese momento: el monstruo las sacaba de las mangas,
los bolsillos, las medias; llovían figuritas sobre el suelo del living y yo
asistía a esas dádivas enfermas con un recelo que todavía siento en las rodillas).
Guillermo nunca nos pegó a mí
ni a mi madre, pero qué más da: hay demasiadas formas de hacer daño. Y mi
madre, por suerte, en algún momento se hizo fuerte y reaccionó a esas formas y
nos terminamos yendo de un infierno que, a pesar del paso del tiempo, cada
tanto vuelve con las señas cambiadas —con otros nombres, con otros grados, con
otras historias—, cuando las portadas de los diarios dan cuenta de un caso, siempre
extremo, de violencia doméstica.
Es curioso. En el mundo una de
cada tres mujeres padeció en algún momento este tipo de sometimiento, es decir
que todas deberíamos tener, ya que no el propio, algún caso cercano. Pero las
sociedades sólo se revisan a sí mismas cuando aparece una historia, sólo una,
que encarna todos esos números de un modo noticioso.
Hemos tenido de eso en
Argentina algunas semanas atrás. Sucedió cuando se hizo pública la historia de
Corina Fernández: una mujer que, luego de años de golpizas y amenazas feroces,
y luego de ochenta denuncias policiales que no habían sido atendidas, fue
baleada por su ex marido en la puerta de la escuela a la que iban las hijas de
ambos, dando lugar a lo que la justicia luego llamaría «un caso paradigmático
de violencia de género». El episodio, que sucedió en el 2010, llegó a la prensa
en estos días porque el agresor, Javier Weber, fue condenado a veintiún años de
prisión por el intento de homicidio y porque Corina Fernández se animó a contar
al diario Clarín los detalles revulsivos de su calvario.
Desde entonces la «violencia de
género» tiene, como tiene cada tanto y en todos los países del mundo, su
momento de gloria: dos diputadas y una asociación de abogados pidieron que se
declare la «emergencia nacional» por este tema; el Poder Judicial admitió estar
desbordado por las denuncias; y los medios se dedicaron a hacer visible, al
menos por unos días, los casos de mujeres vejadas, acompañándolos por una cifra
alarmante: cada 30 horas una argentina muere en manos de su pareja; un número
que encima deja afuera la infinidad de casos que no terminan en muerte o que —como
aquel mío— están fundados en la violencia «moderada», los insultos y los «pequeños»
desprecios cotidianos.
Y es tal vez ahí, en la grisura
peligrosa de los días normales —y no sólo en los titulares de los diarios—, donde
anida esa clase de silencio que termina en pregunta: si estas cosas pasan tanto,
¿por qué no las vemos? ¿Dónde están nuestros ojos cuando todo esto ocurre? Una
respuesta posible la dio el mismo Javier Weber. Cuando las cámaras mostraron su
rostro durante el juicio, lo que se vio fue un hombre de gestos educados y
cabello entrecano que, con su sola presencia, dejaba en relieve el dato quizás más
inquietante: que los monstruos no se notan. Que los monstruos siempre parecen
otra cosa. Pero que esos disfraces, además de una trampa, son también una marca
de fragilidad: alcanza con descubrirlos —nombrarlos— para que los monstruos se
queden solos, mordiéndose su propia cola, muertos de incertidumbre pero también
de vergüenza.
* Año 2013. Publicado en la revista Ya del diario chileno El Mercurio.
martes, 15 de julio de 2014
El hombre de piedra*
Buenos Aires. Escuché
hablar de Francisco Salamone durante una cena. Fue este año. Estaba en la casa
de mi amigo Osvaldo Bazán y a propósito de nada —o de algo que ni recuerdo— Osvaldo
se levantó de la mesa y fue a su escritorio.
—Tenés que hacer algo con esto —dijo.
Me acerqué. En la pantalla de la computadora había una serie
de fotos de la pampa gringa —cielo límpido, árboles recios— coronadas en el
centro, en cada caso, por un titánico edificio de cemento.
—¿Conocés a Francisco Salamone? —preguntó.
En general yo nunca conozco nada. Me senté a mirar. En la
pantalla Osvaldo hacía pasar decenas de imágenes de cementerios, municipios,
cruces, Cristos y mataderos que, lejos de remitir al folclore campero, parecían
hechos bajo el signo alucinado y final de Ciudad Gótica. Eran, además, muchos
edificios. Muchísimos. En la década de 1930 y en sólo cuatro años —me enteraría
después— Francisco Salamone, ingeniero y arquitecto, había hecho setenta y seis
obras públicas de porte monumentalista que estaban alzadas ya no en la Capital porteña —el coto
mayor donde los inspirados intentan pasar al frente— sino en una infinidad de
pueblos que, setenta años atrás, eran una minúscula semilla de progreso.
—Salamone estaba loco —siguió Osvaldo—. Vos fijate —señaló un
matadero—: eran moles gigantes, fascistas, propias de la época, armadas y
olvidadas en el medio de la nada. Yo vi algunas. Si vas te morís.
Días después, buscando información sobre Francisco Salamone, sabría
que su nombre ya había estado taladrando de manera aislada las cabezas de algunas
personas que, como Osvaldo y como yo, habían quedado boquiabiertas al ver los
edificios de ese hombre. Adrián Caetano había hecho un documental, La piedra líquida, sobre la obra
salamónica. Mariano Llinás había usado las construcciones como forma y fondo de
sus Historias Extraordinarias. Pino
Solanas había puesto un Cristo salamónico en una de las escenas más
apocalípticas de El Viaje. Y, sobre
todo, había toda una logia de fanáticos que se reunían anualmente en «jornadas
salamónicas», que tenían un foro de discusión en Facebook y que veían en
Salamone tanto un emblema de la obra pública argentina como una de las grandes
injusticias de la historia nacional: sus obras, emplazadas en llanuras que las escupían
al cielo, estaban tapadas por un silencio más alto y más duro que cualquier
otra cosa.
En un café, Alejandro Machado, autor de un blog sobre Salamone
y uno de los mayores conocedores de su obra, explicaría ese olvido de este modo:
—Al tipo lo ignoraron porque trabajó con los conservadores. Hay
que entender que era la época: en ese entonces los gobiernos querían
edificaciones monumentales para marcar la presencia del Estado incluso en los
lugares periféricos. Pero la etiqueta de «arquitectura fascista» que suele
ponerse a los proyectos de Salamone no es cierta: el tipo no hizo más que
interpretar las corrientes estéticas en boga en el mundo entero. Para algunos
es gótico, para otros es cubismo checo, para otros es futurismo populista
bonaerense y hasta hay un arquitecto llamado Alberto Belucci que escribió que
Salamone se anticipa al estilo iconográfico de Las Vegas y Disneylandia… O sea.
Yo creo que lo suyo es simplemente «salamónico», un estilo único en el mundo.
La posibilidad de que haya algo —un movimiento, una mirada—
que se llame «salamónico», de que ese «algo» pueda tener que ver con
Disneylandia y de que ese mundo insólito encima esté emplazado en una pampa plácida
y virtualmente vacía, me pareció encantadora. Fue así que decidí viajar al sur
de la provincia con el único objetivo de ver esos edificios y de confirmar lo
que hasta entonces era sólo una sospecha: que, décadas atrás, Salamone había
dejado un puñado de pueblos chicos sumidos en una convivencia onírica y absurda
con las obras grandes.
Una vez definida la hipótesis, sólo faltaba el dinero:
recorrer la provincia es caro. Hice, por lo tanto, lo que solemos hacer los
periodistas en estos casos —y también en otros—: salí a mendigar. Llamé a un
amigo, Marcelo López, que hoy hace prensa de la provincia de Buenos Aires. Y
ese amigo habló con Ignacio Crotto, secretario de Turismo bonaerense, y me
consiguió más de lo que estaba en mis planes: un auto y un chofer para andar
cinco días por el interior. Las facilidades tenían su lógica. A principios de 2012,
sabría después, el gobierno había inaugurado el primer tramo del llamado «circuito
salamónico», esto es: un corredor por el sudoeste provincial puesto para
admirar el universo de hormigón que Salamone había dejado suelto en la
provincia.
Tuve, entonces, suerte. Y un amigo generoso. Dos factores que ayudaron
a que ahora, ocho de la mañana de un martes, un hombre robusto y afable —enviado
por el gobierno provincial— toque el timbre de mi casa y me invite a salir. Se
llama Federico, es mi acompañante y todos le dicen «Chancho».
—¿Sos vegetariana? —pregunta cuando subo al auto.
Así comienza el viaje.
Gorch, Rauch. —Cuando
me acordé de que pasábamos por Gorch me cambió el semblante. Ahí está el mejor
sándwich de crudo y queso de toda la provincia —dice Federico y conduce. A los
costados, por la ventanilla, la ciudad se va yendo de a poco y lo que va
llegando es otra cosa: una eternidad de campos verdes; un mundo de vacas,
postes, pastos, silos, sembradíos, árboles, tractores, cables y camiones —muchísimos
camiones— que gira calladamente en torno de alguna ley que desconozco.
—Preparate: llegamos a Gorch.
Gorch está en el kilómetro 143 de la Ruta 3 y el emporio del
sándwich es una YPF mínima que a la vez opera como bar del pueblo. Hacemos la
compra, nos sentamos a comer y armamos el plan de viaje. Para eso, Federico
despliega un mapa de la provincia que duplica el tamaño de la mesa. Buenos
Aires es grande. Mide 307.571 kilómetros cuadrados —más que el Reino
Unido y Portugal juntos— y esa superficie, según se ve en el mapa, es una trama
venosa surcada por rutas, arroyos y caminos menores, y habitada —dice una nota
al pie— por unas 14 millones de personas.
Esa gente no está acá. Ni estará más adelante. El 96 por
ciento de la población vive en el Conurbano, mientras que el resto (564 mil
personas) mantiene con su territorio un diálogo distinto: una alternancia que
incluye la posibilidad del vacío. La pampa es, sobre todo, silenciosa y larga.
Eso noto cuando dejamos el bar y, con un sándwich de jamón envuelto, volvemos a
la ruta.
A esta clase de lugares llegó setenta años atrás Francisco
Salamone. ¿Qué lo trajo? Una propuesta de trabajo de origen difuso, y una imparable
sucesión de desarraigos. Salamone nació en Sicilia en 1897, llegó a Buenos
Aires a los seis años, se mudó a Córdoba en la adolescencia, se recibió de ingeniero
arquitecto a los veintitrés, se casó a los 31 y a los 38 fue expulsado de la Sociedad Central
de Arquitectos por hacer en Córdoba una serie de obras públicas que aparentemente
fueron un fracaso. Fue entonces que se mudó al interior bonaerense y que, no
queda claro cómo, conoció a Manuel Fresco: un caudillo fascista, recientemente
entronado como gobernador de Buenos Aires, que había decidido darle a la obra
pública un valor operativo pero sobre todo simbólico. Fresco quería un Estado
fuerte y decidió encarnarlo en construcciones, sí, fuertes: municipios, cementerios y mataderos
inmensos puestos para recordarle al pueblo dónde está la disciplina. Y cuánto
pesa.
El encargado de estas obras —sin licitación prolija— fue
Salamone. Primero empezó en Balcarce y luego siguió por Rauch: una localidad de
11.500 habitantes donde hay casas bajas, bicicletas, plazoletas con caballos y
un cielo generoso que ahora se ve estaqueado por una punta brutal.
Hemos llegado.
A las obras de Salamone —esto se aprende pronto— no hay que
buscarlas: aparecen solas. Basta con alzar la vista y ubicar la torre más alta
de la comarca. El tamaño no es casual: en su momento, Fresco había ordenado que
las torres estatales siempre fueran más altas que los campanarios religiosos. Y
Salamone obedeció.
Vista de cerca, la municipalidad de Rauch parece una colosal ola
de cemento que nunca termina de romper.
—¿Y ustedes quiénes son?
Una mujer delgada, joven y de modos pudorosos se acerca y nos dirige
la palabra. Le explico quiénes somos. Ella tiende una mano: sus dedos finos.
—Soy María José Arano, secretaria de Obras y Servicios Públicos
del municipio.
Arano no esperaba visitas, pero lo mismo nos invita al
municipio y ofrece una recorrida por el mobiliario salamónico. El arquitecto,
además de hacer las estructuras, diseñó en la provincia 282 muebles, 28 modelos
de farolas y 40 modelos de bancos de plaza que parecen salidos de un capítulo
de Star Trek. Algunos de los objetos pueden verse acá adentro: hay lámparas,
sillas y unos sillones de formas muy raras que operan como bancas —doce— del
Honorable Consejo Deliberante de Rauch.
—¿Y acá saben que está
este patrimonio?
—No —Arano se encoje de hombros—. Hay cosas que hasta dan
impresión. Cosas que decís «ay, por favor».
Arano vuelve a la puerta de entrada. Quedamos de cara a la
plaza central —con faroles y bancos hechos por Salamone— y de espaldas a una
placa dedicada a Federico Rauch: un militar que le da nombre al pueblo, que ganó
fama por haber sabido asesinar indios sin pena, y que terminó muriendo bajo la
ley del Talión. En 1829, un indio ranquel llamado Arbolito decidió vengar la
sangre de su gente y decapitó a Rauch en Las Vizcacheras: una batalla que se
libró, tan lejos y tan cerca, en esta misma plaza.
La civilización y la barbarie hacen su síntesis en el nombre y
la historia de ciertos pueblos (Rauch, Dorrego, Laprida, Pringles) y también en
la obra de Francisco Salamone. En Buenos Aires, en aquel bar, Alejandro Machado
lo había explicado de esta forma:
—Salamone empezó a construir en 1936 y el último malón había
sido en 1906, es decir que esas tierras habían sido conquistadas hacía
relativamente poco tiempo. Para una mente pro fascista como la de Fresco, había
que poner pronto un corro de civilización. Porque ahora hay mucha cosa de
indigenismo y todos somos progres —Machado sonrió y se acomodó los lentes—. Pero
te quiero ver si se te viene un malón encima. Te quiero ver.
Azul. Volvemos a la
ruta. El interior es largo y es un poco botón: basta con dar algunas vueltas
para ver cuántos famosos hacen plata poniendo la cara y el gesto en el afiche
que mejor les pague. “DONDE ESTÁ NALDO SE COMPRA MEJOR. NALDO ELECTRODOMÉSTICOS”
dice un cartel en la vía de acceso a Azul, y al lado Alejandro Fantino muestra
el pulgar hacia arriba.
Esta es la bienvenida a la ciudad.
Azul tiene 56 mil habitantes, un Cristo salamónico en la
entrada (detrás de la palabra «Azul») y una población entera que a esta hora, una
de la tarde, circula en bicicleta por las calles tranquilas.
—En Azul se hace la Fiesta
Nacional de la
Vaca y la Fiesta Nacional
del Aberdeen Angus —dice Federico—. No sé bien qué se hace, pero comés vaca
como loco.
Federico es muy activo y curioso, y trabajó durante mucho
tiempo en la organización de las fiestas regionales del interior bonaerense.
Por eso sabe estas cosas. Además creo que tiene hambre. Una vez llegados al
hotel —el Gran Hotel Azul— nos sentamos en la entrada a esperar al coordinador
de Turismo, Andrés Arrazola, quien nos llevará a almorzar primero y a ver las
obras salamónicas después.
Frente a nosotros, al otro lado de la calle, está la Plaza General San Martín. Ahí, se
nota, metió su mano Salamone: hay lámparas de tono futurista y el suelo está
hecho de baldosas blancas y negras distribuidas en zigzag, como si fueran bastones
de ciego desplegados a medias. Voy a la plaza y me siento a esperar. Miro, por
mirar algo, una estatua de San Martín. En eso estoy cuando aparece Andrés.
Cruzo la calle. Andrés, sabré, es un hombre de candidez casi infantil que
parece sonreír entre la barba aunque no siempre esté sonriendo. A él le
encargaron administrar el Centro de Interpretación Salamónica de Azul: un
espacio ubicado frente al cementerio y donde se difundirá la obra del arquitecto.
El centro es una moderna construcción que se inauguró el 20 de
marzo de este año con la presencia de Ignacio Crotto —secretario de Turismo
provincial—, de Alejandro Arlía —ministro de Infraestructura bonaerense— y de varios
intendentes de la zona. Lástima que duró poco.
—Ahora está cerrado por problemas de política interna —dice
Andrés mientras abre la puerta del edificio. Acá hay sillas, un proyector, un
mostrador, hay áreas de exhibición de fotografía y hay ese olor oscuro a cemento
reciente que recorre el aire. Pero no hay gente. El centro es una oficina desierta
y ubicada a pocos metros de lo más crispante de este día: el cementerio.
Hay que ver el portal del cementerio de Azul.
Hay que verlo.
Decir «mole» es poco. Decir «el horror» es poco. Decir «Apocalipsis
ya» es poco. Decir «todos vamos a morir» es poco. Pero todo eso es lo que acomete
—más un insulto— cuando se queda de cara a esta cosa. El portal resume como
ninguna otra pieza lo irreversible del final: vamos a morir. ¡¡¡Vamos a morir!!!
Es lo único que pienso cuando me enfrento a esto: en el medio de un pueblo de
casas bajas, se alza un Ángel Exterminador —así lo llaman— de veintiún metros
de altura, sosteniendo una espada con forma de cruz y rodeado de tres inmensas
letras de cinco metros de alto que dicen, con mórbido pesar, RIP.
—Acá jugaba con mis amigos de chico —dice Andrés—. No sabía lo
de Salamone. Nadie sabía. Al ángel éste no le dábamos ni cinco de bola. Pero
ahora pienso: Salamone puede gustarte o no, pero fue un adelantado. Un futurista.
Un contemporáneo con Bauhaus. Antes este lugar tenía una portada neoclásica con
angelitos, y de repente apareció esto. Raro. Parece un monumento a Loma Negra.
Es, de algún modo, un monumento a Loma Negra. Salamone ganaba las
licitaciones en la provincia, entre otras cosas, porque sabía construir en
hormigón —que supuestamente era más barato que el ladrillo— y porque era amigo
de Alfredo Fortabat, quien le hacía buen precio por el material. Eso le
permitió, entre 1936 y 1940, adueñarse de toda la obra bonaerense y tener tanto
trabajo que, llegado el caso, tuvo que empezar a recorrer los proyectos con una
avioneta propia. Dicen que aterrizaba hasta en las avenidas. Que viajó tanto
que fue condecorado como «el americano con más horas de vuelo». Que en su mejor
momento, en esos cuatro años, su estudio de arquitectura trabajaba 24 horas al
día y que Salamone era un mecano alimentado a cigarrillos y café. Y que ese
exceso de trabajo y de influencias empezó, finalmente, a tener sus consecuencias:
hacia 1940, las construcciones comenzaron a desbordar el presupuesto a tal
punto que, cuenta Andrés, en el Concejo Deliberante de Azul empezó a circular
un chiste: decían que RIP no era la sigla de «Réquiem In Pace», sino de «Resulta
Imposible de Pagar».
Así las cosas, junto con los problemas contables llegaron también,
como era de esperar, los problemas políticos. En 1940, la provincia de Buenos
Aires fue intervenida, Fresco fue expulsado de su cargo y Salamone cayó en
desgracia. Alguien le inició un juicio por irregularidades en algún proceso de
licitación y Salamone tuvo que huir a Montevideo. Allí la diabetes, las malas
noticias y los problemas cardíacos —el resultado de esos años sin respiro— lo
fueron convirtiendo en un hombre enfermo.
Laprida. —Estos
dibujos nos los dio un juez. El hijo de Salamone estaba en quiebra y el Estado
se quedó con algunas cosas. Mirá que cosa rara. Qué caritas che.
En una pared hay tres retratos: Stalin, Churchill y Roosvelt
pintados por Salamone. El que los señala es Pablo Torres, secretario de
gobierno de Laprida: una localidad de 10 mil habitantes donde todos viven del
Estado o del campo, donde las casas no tienen rejas y donde los ciclistas —casi
todo el mundo— se detienen ante la luz roja de los dos semáforos del pueblo.
Al igual que en Rauch, Torres nos interceptó en la entrada al
municipio —salamónico— y nos llevó primero a su despacho —un santoral con fotos
de Perón, Evita y el matrimonio Kirchner— y luego a recorrer el edificio.
—Nosotros ni sabíamos que todo esto era raro —dice mientras
sube una escalera—. A mí de chico siempre me llamaba la atención que en otros
pueblos no hubiera cementerios tan grandes. ¿Dónde guardaban a los muertos? ¿En
esas cositas? El cementerio acá era un lugar importante. Te venía un pariente y
lo llevabas a conocer el cementerio. ¡Adónde lo vas a llevar sino! Y después
fijate estos muebles —Torres abre la puerta del Concejo Deliberante y se
acomoda en uno de los nueve asientos. Los apoyabrazos son redondos: Torres los
recorre con las manos—. Yo fui concejal durante dos períodos y te digo: estar
cuatro horas de sesión sentados en esta porquería… te la regalo.
Luego se levanta, va hasta un patio interno y se detiene
frente a una puerta cerrada: al otro lado hay una escalera caracol que llega
hasta la cima de la torre municipal. Ahí arriba, como en todas las otras
torres, hay un reloj.
—Si querés subí —dice—. Pero vas sola.
La escalera es muy angosta, rechina y se alza en un tragaluz
lleno de caca de paloma. Subo uno, dos, tres, treinta metros y llego, finalmente,
a una reja pequeña. Mide unos ochenta centímetros de alto. La abro. Paso en
cuclillas. Al otro lado hay un búho que me mira con desprecio. Una vez afuera, cerca
del reloj, de pie sobre un colchón de huevos inmundos, es posible ver el pueblo.
El cielo y el pueblo.
Todo Laprida entra en el paisaje. Están la iglesia, la plaza;
están los tanques de agua, las antenas; está el cartel de «Casa Silvia», están
los árboles. Está el Centro de Estudios Salamónicos —una construcción
ultramoderna y naranja, diseñada por la Facultad de Arquitectura de La Plata , que se inaugurará en
un par de meses—, y están los límites: de un lado las casas, del otro el campo.
Y más allá del campo, a un kilómetro, el cementerio y el matadero.
De lejos, el cementerio parece un edificio normal. Pero de cerca,
no.
—Guarango —resume Federico cuando una hora después llegamos al
portal. Y es cierto. La entrada al cementerio es guaranga. Detrás de un
corredor de álamos hay una cruz de 27 metros , flanqueada por dos conos inmensos
que parecen comprados en una feria ufológica.
—Queríamos hacer un mirador porque la gente llega y se queda
mirando —dice Natalia Sainar, nuestra nueva acompañante del municipio—. A veces
pienso: ni Salamone sabía lo que dejó a la provincia. Ni su familia sabe contar
la historia. Nosotros hace muy poco que nos enteramos de todo esto. Cuando yo
era chica, me traían con la escuela para ver no tanto la obra salamónica como
las cosas que pasaban adentro. Aprendíamos cómo se trabajaba en el municipio.
Conocíamos dónde iban los muertos en el cementerio. Y sabíamos lo de las vacas
en el matadero.
—¿Los llevaban al
matadero?
—Sí. A todos los niños nos hacían ver el carneo de una vaca. Y
de los pollos. No me olvido más de eso. No sé por qué lo hacían.
En la década de 1930, cuando Salamone hizo sus mataderos, la
industria de la carne pasaba por un momento especial: se hacían exportaciones a
gran escala, pero las condiciones de producción eran poco higiénicas y muy
crueles con las vacas. Salamone, por lo tanto, construyó edificios más limpios
y funcionales: estaban recubiertos de azulejos y en el techo —esa era la mayor
novedad— había un sistema de rieles que iba llevando los cuerpos de una
estancia a otra, como si fueran autos en una cadena de montaje.
Hoy, la mayoría de los mataderos de Salamone está en ruinas o fue
reciclada con otras funciones (el de Azul, por caso, hoy es una cooperativa
apícola), y por eso el de Laprida es un edificio especial: allí adentro todavía
se faena.
Vamos a verlo.
Desde afuera el matadero, hoy vendido a un frigorífico, luce
como todos los otros: líneas rectas, molduras cuadradas y una gran torre con
forma de cuchilla despuntando en la entrada. Golpeo una puerta pequeña. Sale un
viejo con delantal blanco y manchado con sangre. Le pregunto si es posible
pasar. Dice que sí con un gesto apaciguado y cordial. Adentro está oscuro y
suena un tema de Marco Antonio Solís. «No hay nada más difícil que vivir sin ti»
escucho, cuando siento que mis pies resbalan y quedo de cara a una escena
grotesca: mientras Marco Solís habla de amor, dos muchachos faenan dos vacas.
Uno le mete una sierra en el esternón. Otro agarra una vaca recién noqueada —aún
viva— y le corta el cuello.
—Qué rico —dice Federico.
Lo que hay bajo mis pies es sangre. Yo tengo zapatillas All Stars;
me siento idiota. Camino con cuidado para evitar el resbalón. Todo ahora es
sangre y agua llevándose la sangre, y en el medio de eso están la canción
romántica y «qué rico» y el viejo hablando de la arquitectura del lugar. De los
rieles, de los guinches, del cajón de noqueo.
—Vos le ponés la corriente así, y cae así, y después la
desangramos por acá...
Me acerco a la zona de desangrado. A mi lado hay una vaca inmensa
pendiendo de un gancho y con la lengua afuera. De la lengua cuelga un hilo de
saliva que nunca termina de caer. Toco la vaca con el dedo índice: está tibia.
¿Este mi límite? Un pibe se acerca con un balde negro, le hace un tajo en el
vientre y llena el balde con un coágulo rosado. Este, creo, es mi límite. Me
alejo de la vaca a paso lento: no quiero resbalar. Una presencia gruesa sube
por mi cuello. A dos metros de distancia otro muchacho abre otra vaca y deja
caer las achuras y el estómago que —flop— se desploman pesados sobre un balde
gigante. Del cuerpo sale un vapor: el animal, sin piel, aún está caliente.
Marco Antonio Solís sigue hablando de amor pero acá sólo parece haber lugar
para este olor: esta excrecencia húmeda que te llena el cerebro. Es momento de
irme. Patino sobre el agua viscosa. Alguien me dice «es un angus: las negras son
angus» pero yo no entiendo a quién le pregunté qué cosa. ¿Angus? Voy a vomitar.
No hablo. Hago señas: salgamos. El viejo me abre la puerta y afuera está el
aire fresco y —ahhhhhh— algo vuelve a su lugar.
Ahí está el pasto, ahí el cielo, ahí las vacas.
—Ahhh.
Nos despedimos del viejo con un apretón de manos.
Todas las vacas que hay por la ruta —se ve ahora, cuando
volvemos en auto y con las ventanillas bajas— no tienen más de cuatro años de
vida. Después las matan.
—Vaca, ternera, mulitas, conejo, cerdo: en mi vida le entré a
todo lo que pude —dice Federico—. Igual esto fue fuerte. Una cosa es carnear a
cielo abierto pero ahí adentro… qué olor inmundo. ¿Tenés hambre?
Miro el campo. La línea interminable.
—Sí —contesto.
Una vez en Pringles, vamos a una parrilla y pedimos asado.
Está rico.
Pringues, Saldungaray. Es
el tercer día de viaje y ya vimos tanto municipio, tanto cementerio y tanto
matadero que todo empieza a darnos más o menos igual. Luego de almorzar paseamos
un rato —por el municipio, por el cementerio, por el matadero— y nos vamos de
Pringles porque antes del anochecer hay que pisar Saldungaray: una localidad de
1400 habitantes donde se levanta el cementerio más famoso de Francisco
Salamone. En las fotos se ve una inmensa rueda de cemento de la que sale, como
una criatura en el canal de parto, la cabeza de un Cristo. Pero una cosa es la
foto y otra cosa es, en fin: otra cosa es esto. Si en Azul el cementerio
remitía a la condena de la muerte, en Saldungaray la sensación es otra: esto es
lisérgico. Esto es una broma divina.
—Yo he escuchado gente que me ha dicho: «A mí me gustaría
morirme en el cementerio de Saldungaray». O dicen «cuando nos vayamos a la
rueda grande…» para hablar de la muerte. Con este tamaño, también, de qué
querés que hablemos.
El que habla es Daniel Olgiati, delegado municipal de
Saldungaray: una localidad que cinco años atrás figuraba en los registros como «pueblo
en extinción» y que ahora, gracias a este monumento inconcebible, está
planificando la inauguración de un Centro de Estudios Salamónicos ultramoderno
y naranja. Ya lo han construido. Faltan pocas cosas. Por eso Delia Esther
Gómez, una mujer enjuta y perfumada, secretaria de Turismo de Saldungaray, nos
saca del cementerio y nos lleva a ver las dependencias con incredulidad y orgullo:
ella, Delia Esther Gómez, atenderá a los turistas detrás de este mostrador.
—Está linda tu oficina che —dice Olgiati mientras mira los
cerámicos como si fueran agua del Caribe. En rigor, la oficina de Olgiati
tampoco está mal: está emplazada en la delegación municipal —Saldungaray es tan
chico que no tiene municipio propio—, está iluminada por un artefacto
salamónico —una suerte de ovni suspendido en alturas—, y hasta los mingitorios
están diseñados por la misma mano que hizo todo lo demás.
—Este pueblo alguna vez fue un pueblazo —explica Olgiati un
rato después, mientras sale del baño. Décadas atrás, dice, el lugar tuvo varias
expendedoras de combustible que, sumadas a la producción agrícola,
transformaban la zona en un lugar con posibilidades de progreso. Pero el cierre
de ferrocarriles también terminó con esto. Hoy, el cementerio de Saldungaray
resume todo aquello que Saldungaray podría haber sido. Pero no lo hace con
vocación amarga sino con un exceso festivo: el portal insólito, redondo,
macizo, es para Saldungaray una razón de orgullo.
—Yo soy feliz acá —dice Olgiati—. Si me olvido la bici o la
garrafa afuera no pasa nada. Jamás hubo un robo a mano armada en la historia
del pueblo. Y si falta algo ya se sabe quién robó. Hay dos que se roban los
corderos todo el tiempo. Cuando uno duerme, el otro va y se lo saca. Siempre es
el mismo cordero que va de un lado para otro.
Caminamos por la plaza. No hay gente. Las hojas de los árboles
existen de un modo tan dulce que conmueve. Quiero sentarme a mirar. Pero Delia
Esther Gómez insiste en que tenemos que entrar en la iglesia. La parroquia,
dice, tiene la única Virgen en posición de reposo del mundo.
—La trajeron de Lyon, Francia —dice Gómez—. Y está en el
instante mismo de ascender al cielo.
Los cuatro, de pie, ahora, en una misma línea, miramos a la Virgen largamente.
—Yo creo que se aburrió y por eso se acostó —dice Olgiati.
Ojo: fue Olgiati.
Tornquist. Ceno
sola en Tornquist, a minutos de Saldungaray. Federico se fue a visitar a un
amigo. En el restaurante somos tres comensales, un mozo y un televisor. Vemos Soñando por Bailar. Los gritos de
Mariano Iudica, el conductor, no son normales. Afuera hay una noche negra y
fría, y la luz de los faroles forma sombras largas sobre las calles de tierra.
Adentro el mozo —la nariz roja de vino— me sirve la cena en un mantel a
cuadros. Como.
Carhué, Epecuén,
Guaminí, la ruta. Amanecemos en Tornquist —donde también hay un municipio,
un matadero: cosas— y en este último día vamos a Carhué y Epecuén: dos
localidades separadas por dos kilómetros de distancia que tuvieron su época de
gloria y que se desplomaron de un modo inaudito.
La historia de Carhué y Epecuén, ubicadas en el partido de
Adolfo Alsina, es única. Hasta mediados de la década de 1980 la zona, lindera
al lago Epecuén, era el polo de turismo termal más fuerte de la provincia y uno
de los más importantes del país. Las fotos de ese entonces muestran complejos
hoteleros con piletas, toboganes de agua, niños, ancianos y famosos —Sandrini,
Mirta: esa gente— que se divertían sin imaginar que todo eso se esfumaría del
mapa. Por cuestiones de negligencia el 10 de noviembre de 1985 una represa se
rompió. Y en apenas una semana todo Epecuén quedó hundido bajo siete metros de
agua. Las personas debieron abandonar sus casas. Las empresas hoteleras
desaparecieron. Hubo que contratar buzos para que fueran al cementerio a sacar los
muertos. Y todo, más allá de los esfuerzos, se hundió.
De esa catástrofe tengo dos fotos: una de ellas muestra un
Cristo crucificado saliendo de las aguas y rodeado de árboles greñosos que se
sacuden con el viento. Y la otra muestra la cuchilla de un matadero emergiendo
de la inundación. Ambos —el Cristo y el Matadero— son de Salamone. Y quisiera
verlos. Para eso nos detenemos antes, buscando orientación, en el Municipio de Adolfo
Alsina, que también fue hecho por Salamone. Entramos al edificio y en la sala
principal ocurre lo de siempre: un funcionario nos intercepta y nos lleva de
recorrida, y en algún momento —esto es lo nuevo— nos presenta a un hombre, David
Abel Hirtz, el intendente de Adolfo Alsina, que saluda y ofrece asiento.
—Vos ponete acá —me dice. Se acomoda el saco. Aparece un
fotógrafo. Siento un flash.
—Hemos perdido un pueblo y ningún gobernador lo advirtió; lo
que pedimos es que digan que estamos vivos —dice Hirtz—. Se creyó que habíamos
desaparecido pero no: hay instalaciones muy modernas acá.
El secretario de Hirtz agarra mi cámara pocket y toma varias
fotos del encuentro. La charla dura cinco minutos. Me quedo con quince fotos en
mi cámara, catorce de Hirtz y una de un busto de San Martín.
Nos vamos.
En la calle, dos funcionarios de la intendencia nos esperan
para acompañarnos a Epecuén. Son cinco minutos en auto que marcan la distancia
entre un pueblo —Carhué— y un espectro. Epecuén es un cementerio a cielo
abierto. Todo está lleno de escombros —restos de casas, muebles, rejas— y
árboles erguidos: cientos de árboles quemados por la sal, buscando el cielo
como quien pide socorro.
En el medio de ese desamparo están el Cristo, en un muelle, y
el Matadero: una sobrecogedora muerte arquitectónica.
—Hoy los chicos suben sus fotos en el matadero a Facebook:
está lo suficientemente hecho pelota para tener gracia —dice Javier Andrés,
director de Turismo de Adolfo Alsina. Pero no ríe. Adentro del edificio hay
escombros, vidrios, mierda y palomas: un aleteo macabro que parece el eco de un
desastre remoto. Algo de todo esto —los restos, las ramas, la infinita soledad
del agua— empieza a doler un poco.
Nos vamos.
Nos vamos por las dudas.
—Pablito, acá te habla el Chancho, quiero darte unos besos:
¿Dónde comemos?
Una vez en la ruta, Federico organiza un almuerzo con Pablo
Ledesma, el director de Turismo de Guaminí: un pueblo con cuatro lagunas, una
hotelería en crecimiento y un director de Turismo que se esfuerza por separar a
Guaminí de la tragedia de Epecuén, y por llevar a Guaminí a los diarios
nacionales.
—La verdad que nadie quiere bañarse en un cementerio, por eso
la gente elige venir acá —dice una hora después Pablo Ledesma. Ahora estamos en
una parrilla. En seis horas deberíamos llegar a Buenos Aires y yo, noto,
necesito empezar a irme. Mientras Federico se zampa un asado, Ledesma habla de
Guaminí y explica su estrategia para levantar el pueblo: para los carnavales —cuenta—
trajo a Pablo Ruiz, Marixa Balli, Marcela Tauro y Alejandra Pradón.
—La gente de por acá no había visto un famoso —dice y mastica—.
Marixa, espectacular: en pelotas con el frío que hacía; una profesional. Tauro
me generó notas en Intrusos y en Radio 10 y a mí me sirve para que sepan que
existe Guaminí porque nosotros no somos como ustedes, que se los cruzan por la
calle.
Guaminí tiene 2500 habitantes. Y tiene, también, sus obras
salamónicas: un edificio municipal y un matadero que Ledesma se empeña en mostrar
pero que yo me niego a ir a ver. Nos levantamos de la mesa, nos despedimos:
Federico y Ledesma se dan unos besos. Luego subimos al auto y las horas van
pasando lentas y entibiadas por el sol de abril.
—¿De qué habrá muerto Salamone? —pregunta en algún momento Federico,
mientras volvemos a Buenos Aires.
«De cansancio» pienso. Pero no sé qué respondo. Ya no quiero
hablar. Por la ventanilla se ve un campo rectilíneo y menguante; una llanura que,
de no ser por las vacas, se parece bastante al cementerio donde finalmente fue
enterrado Salamone: quince años después de su muerte, la familia decidió
meterlo —qué ironía— en un bonito Jardín de Paz.
Me distraigo pensando en esta y en alguna otra cosa, y después
—mirando el paisaje— me duermo.
* Texto publicado a mediados de 2012 en la revista Orsai.
jueves, 19 de junio de 2014
Un sueño
Sueño que tengo que hacerle una entrevista a Diego Maradona. La entrevista está pautada en un hotel de lujo, en una habitación donde se dispuso un escritorio iluminado por una luz cenital. Llego y Diego está sentado a un lado del escritorio, vestido con traje y corbata. Yo también estoy formal, especialmente bien vestida: parezco Melanie Griffith en Secretaria Ejecutiva. Incluso llevo tacos. Alrededor hay gente de producción ultimando detalles. Los miro satisfecha: me gusta que sea todo tan profesional.
Minutos antes de empezar la entrevista, Diego dice que tiene que hacer algo. Serán sólo unos minutos: a las siete de la tarde empezamos. Yo aprovecho para ir a comprar pilas. Bajo a la calle. Afuera es el barrio de Once en hora pico. Me apretujo entre la gente hasta llegar a una ferretería que hace las veces de librería. Pido pilas y, ya que estoy, compro un mapa para mi hijo en la escuela. El vendedor me trae un mapa mal arrancado y arrugado.
—Igual sirve –me dice.
Miro el papel.
—Esto es impresentable —se lo devuelvo y me voy. Siento que triunfé. Camino hasta otra librería —no sé si consigo lo que buscaba— hasta que finalmente subo al hotel porque son las siete de la tarde, la hora de la entrevista. Cuando subo la habitación está en penumbras, aunque la luz del escritorio sigue encendida. No hay nadie pero escucho un ruido de agua en el baño. “Es Diego que se está lavando las manos: ya empezamos”, pienso. Pero se abre la puerta y no sale Diego sino una señora asexuada y con cara de asistente eficaz. Después aparece un varón alto y atlético: es el productor general.
—Lamentablemente Diego tuvo que irse de urgencia a Mar del Plata —me dice. Él y la asistente me miran con cara de “qué macana”. Yo los miro. Siento que los ojos se me inyectan de sangre.
—¿¿¿Y entonces??? —digo.
—Bueno —dice él—. Capaz que podemos conseguir por millaje algún pasaje para que vayas.
Habla como un vendedor de chucherías. Siento que la ira se me sube a las mandíbulas. Entra en escena una nena de tres años y rulos castaños. Es la hija del productor. La alzo. La dulzura de la nena matiza mi odio. Miro al productor y a la asistente.
—Acabo de perder tiempo —digo. Prosigo con falsa serenidad, y a gritos: —Y YO NO TENGO TIEMPO.
Después miro a la nena: es hermosa. Me alejo con ella a upa, la acaricio.
—¿Te gusta tu pelo tan lindo? —le digo.
La nena levanta una mano y hace la señal de “maso”.
“Sos mujer”, pienso. “Vas a sufrir”.
Y así termina el sueño.
Minutos antes de empezar la entrevista, Diego dice que tiene que hacer algo. Serán sólo unos minutos: a las siete de la tarde empezamos. Yo aprovecho para ir a comprar pilas. Bajo a la calle. Afuera es el barrio de Once en hora pico. Me apretujo entre la gente hasta llegar a una ferretería que hace las veces de librería. Pido pilas y, ya que estoy, compro un mapa para mi hijo en la escuela. El vendedor me trae un mapa mal arrancado y arrugado.
—Igual sirve –me dice.
Miro el papel.
—Esto es impresentable —se lo devuelvo y me voy. Siento que triunfé. Camino hasta otra librería —no sé si consigo lo que buscaba— hasta que finalmente subo al hotel porque son las siete de la tarde, la hora de la entrevista. Cuando subo la habitación está en penumbras, aunque la luz del escritorio sigue encendida. No hay nadie pero escucho un ruido de agua en el baño. “Es Diego que se está lavando las manos: ya empezamos”, pienso. Pero se abre la puerta y no sale Diego sino una señora asexuada y con cara de asistente eficaz. Después aparece un varón alto y atlético: es el productor general.
—Lamentablemente Diego tuvo que irse de urgencia a Mar del Plata —me dice. Él y la asistente me miran con cara de “qué macana”. Yo los miro. Siento que los ojos se me inyectan de sangre.
—¿¿¿Y entonces??? —digo.
—Bueno —dice él—. Capaz que podemos conseguir por millaje algún pasaje para que vayas.
Habla como un vendedor de chucherías. Siento que la ira se me sube a las mandíbulas. Entra en escena una nena de tres años y rulos castaños. Es la hija del productor. La alzo. La dulzura de la nena matiza mi odio. Miro al productor y a la asistente.
—Acabo de perder tiempo —digo. Prosigo con falsa serenidad, y a gritos: —Y YO NO TENGO TIEMPO.
Después miro a la nena: es hermosa. Me alejo con ella a upa, la acaricio.
—¿Te gusta tu pelo tan lindo? —le digo.
La nena levanta una mano y hace la señal de “maso”.
“Sos mujer”, pienso. “Vas a sufrir”.
Y así termina el sueño.
viernes, 6 de junio de 2014
Un buen trabajo*
En estos días en los que se habla de derechos laborales. De las mujeres que ganan en promedio un tercio menos que los hombres que ocupan igual cargo, y de las dificultades de las ejecutivas para ocupar roles gerenciales, y de las amas de casa que trabajan gratis, pues vivir para el hogar parece ser -según la fantasía de algunos- una especie de placer imposible de ponderar con dinero. En estos días en los que el 1 de mayo nos enfrenta al problema del empleo y de sus dignidades, y en los que las publicaciones femeninas suelen hacer un relevo de la situación laboral de las mujeres; en estos días, en fin, subo a mi escritorio y miro el jardín, y me siento con la luz del día sobre la espalda -y es una luz de domingo aunque hoy sea martes- y tomo el primer té de la mañana y pienso que el trabajo es también, a veces, cuando no media una situación social injusta y cuando los pedazos rotos de la vida propia se acomodan, esto: un lugar feliz del que poco se habla; la bota de siete leguas con la que intentamos achicar el mundo.
Hay gente que ama trabajar.
Hay gente que trabaja como si navegara después de todas las tormentas.
Hay gente que transpira de felicidad cuando trabaja, y que no se baña cuando trabaja, y que en ciertos casos siente un vértigo en el corazón cuando trabaja, y que se entrega -esto puede ocurrirle a un escritor- a la luz macilenta que sale de la pantalla a sabiendas de que con ese albur alcanza para iluminar los bordes de una idea.
Hay gente que sueña con soluciones de trabajo así como yo sueño con un párrafo o con el ensamble entre dos párrafos complejos, y que entonces se despierta y dice «es esto y no otra cosa» y que después vuelve a dormirse. O no vuelve a dormirse. O, en cualquier caso, deja de pensar en dormirse porque su alma está tranquila: ha logrado construir algo. Se ha construido a sí misma.
Hay gente que trabaja para salir de callejones sin salida, y que trabaja como ganapán pero también como ejercicio espiritual, como pregunta insospechada, como conjuro a tiempo para que la nebulosa de los días se condense en una línea, en un cuerpo personal, en algo nítido que responda a la palabra «yo» y que no sea la suma ni la síntesis de ninguna otra cosa («donde quiera que esté/ soy lo que falta» escribe Mark Strand y es eso lo que quiero decir).
Hay gente que trabaja para dar a luz todos los mundos concebidos en la infancia y para matar ciertos fantasmas de la infancia y para hacer de la infancia, por qué no, algo presentable que luego pueda contarse a los hijos. Y sobre todo a uno mismo.
Hay gente que trabaja como si no hubiera hijos ni cuentas por pagar ni reivindicaciones de género ni vida planetaria por delante: trabajan erizados y sin fe, con una temeridad inexplicable y alumbrados por algo que no es la luz del día sino de un relámpago: un refucilo violento en el que todo se revela y en el que puede verse, por un instante, la ley primigenia que permite que el relámpago exista.
Hay gente que trabaja para encontrar esa ley. Y es por eso que no se me ocurre -junto con el de amar- otro ejercicio más noble sobre la faz de la Tierra («No me gustan las personas que se jactan de trabajar penosamente. Si su trabajo fuera tan penoso más valdría que hicieran otra cosa. La satisfacción que nos proporciona nuestro trabajo es señal de que supimos elegirlo», dice Clarice Lispector y es eso, finalmente, lo que quiero decir).
* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.
Hay gente que ama trabajar.
Hay gente que trabaja como si navegara después de todas las tormentas.
Hay gente que transpira de felicidad cuando trabaja, y que no se baña cuando trabaja, y que en ciertos casos siente un vértigo en el corazón cuando trabaja, y que se entrega -esto puede ocurrirle a un escritor- a la luz macilenta que sale de la pantalla a sabiendas de que con ese albur alcanza para iluminar los bordes de una idea.
Hay gente que sueña con soluciones de trabajo así como yo sueño con un párrafo o con el ensamble entre dos párrafos complejos, y que entonces se despierta y dice «es esto y no otra cosa» y que después vuelve a dormirse. O no vuelve a dormirse. O, en cualquier caso, deja de pensar en dormirse porque su alma está tranquila: ha logrado construir algo. Se ha construido a sí misma.
Hay gente que trabaja para salir de callejones sin salida, y que trabaja como ganapán pero también como ejercicio espiritual, como pregunta insospechada, como conjuro a tiempo para que la nebulosa de los días se condense en una línea, en un cuerpo personal, en algo nítido que responda a la palabra «yo» y que no sea la suma ni la síntesis de ninguna otra cosa («donde quiera que esté/ soy lo que falta» escribe Mark Strand y es eso lo que quiero decir).
Hay gente que trabaja para dar a luz todos los mundos concebidos en la infancia y para matar ciertos fantasmas de la infancia y para hacer de la infancia, por qué no, algo presentable que luego pueda contarse a los hijos. Y sobre todo a uno mismo.
Hay gente que trabaja como si no hubiera hijos ni cuentas por pagar ni reivindicaciones de género ni vida planetaria por delante: trabajan erizados y sin fe, con una temeridad inexplicable y alumbrados por algo que no es la luz del día sino de un relámpago: un refucilo violento en el que todo se revela y en el que puede verse, por un instante, la ley primigenia que permite que el relámpago exista.
Hay gente que trabaja para encontrar esa ley. Y es por eso que no se me ocurre -junto con el de amar- otro ejercicio más noble sobre la faz de la Tierra («No me gustan las personas que se jactan de trabajar penosamente. Si su trabajo fuera tan penoso más valdría que hicieran otra cosa. La satisfacción que nos proporciona nuestro trabajo es señal de que supimos elegirlo», dice Clarice Lispector y es eso, finalmente, lo que quiero decir).
* Publicado en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.
viernes, 18 de abril de 2014
Gabo
Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, tiene esta imagen sobre el hecho literario: «Los libros que de verdad me gustan —dice— son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras». Pensé en Holden la noche del 30 de agosto de 2004, hace ya diez años, cuando Gabo se acercó a mi mesa —estábamos en una gran cena en Monterrey, México— me pasó un brazo por los hombros, bebió un sorbo de whisky y se puso a hablar de su vida de pareja —y a preguntarme por la mía— como si fuéramos viejos conocidos. Si hubiera podido, habría corrido a contarle a Holden Caufield todos los detalles de ese encuentro.
Gabo tenía
el cuerpo menudo y el saco siempre arrugado, y se movía de un lado a otro como
si fuera un pato: pechito y culo orgullosos, pasos cortos, las puntas de los
pies apuntando levemente hacia fuera, y una rara y conmovedora forma de mirar.
Gabo fruncía los ojos como si todo le produjera asombro o
desconcierto. Fue así, como un animal joven que recién descubre el
mundo, que se acercó por primera vez a quien entonces era mi marido —Juan— y a mí.
Era el mediodía y estábamos en un pasillo de hotel. A través de sus anteojos de
marco negro y grueso, Gabo se nos quedó mirando como si fuéramos dos insectos.
—Y tú… —se dirigió a Juan— ¿Tú qué has hecho para merecer a esta mujer?
Eso es lo
único que dijo. Mientras yo tomaba nota de esta frase —nada mejor que citar a
Gabo en una discusión doméstica— unas personas le festejaban el chiste. Gabo
raramente estaba solo. Fuera de su casa casi siempre estaba acompañado con o
contra su voluntad. Días después, su mujer, Mercedes Barcha, diría con cierto
tono de hartazgo que en el Distrito Federal, adonde se habían mudado hacía ya cuarenta
años, no podían ni siquiera salir a tomar un café en paz. Por ese motivo
preferí no acercarme a ellos por el resto del día. Hasta que en la noche,
durante una multitudinaria cena organizada por la Fundación para un Nuevo
Periodismo Iberoamericano, Gabo vino con un vaso de whisky en la mano.
—¿Qué
pasa que no has venido a saludarme? —dijo y me abrazó. Contesté pavadas y él
arremetió con su tema preferido. —¿Y cómo se llevan ustedes? —nos miró a mi
marido y a mí.
—Bien.
—Yo hace cincuenta
y dos años que estoy casado… y nunca un altercado, una pelea. Nunca.
—¿Nunca-nunca?
—Bueno,
un vete a la mierda sí, todo el tiempo. Pero peleas de esas que estás días sin
hablarte, jamás.
—¿Cómo
hace?
—Yo creo
que la clave es que Mercedes nunca me hizo caso en nada.
Llamó a
Mercedes para presentarla. Mercedes lo miró y no se movió. Mercedes era —es—
una mujer de cuerpo rotundo, facciones anchas y carácter presumiblemente
fuerte. Mercedes siempre cuidó de Gabo. Y a Gabo también lo cuidó siempre Jaime
García Márquez, su hermano sesentón: un tipo achaparrado, de cráneo perfectamente circular y
ojos rojos por la alergia («Mi mujer es fanática del aire acondicionado, pero a
mí me deja ciego»), y dueño de un fanático sentido de la hospitalidad. Jaime es
subdirector administrativo de la Fundación, pero parecía haber ido a Monterrey
con un único objetivo: hacer sentir cómoda a mi mamá.
Porque mi
mamá, Lidia, también había ido.
—Me dieron un premio por entrevistar a una
secuestradora, y vengo con mi mamá —le dije a Jaime apenas lo conocí. No lo dije
en chiste.
—Anda, ¿y
eso qué tiene de malo? —Jaime abrió sus ojos alérgicos; tomó a mi madre de la
mano—. Yo vengo de familia de once hermanos; para nosotros, la madre es
sa-gra-da.
Desde entonces,
Jaime incluyó a mi mamá en todos los planes. Temí que ella terminara hablando
en algún foro periodístico. La apoteosis llegó una tarde, horas después de la
entrega del premio.
—Y ahora,
Lidia… la foto con Gabito.
—No, Jaime.
Este es mi límite —dijo mi mamá con su tono pausado de psicoanalista. Sé que en
el fondo estaba desesperada. Gabito
estaba en el ojo de la tormenta: a su alrededor había decenas de fotógrafos,
luces y gritos de celebración.
—Te estoy
ofreciendo lo más preciado de la familia, por Dios —Jaime la tomó de la mano,
otra vez—. A-ho-ra-la-fo-to-con-Ga-bi-to. Ven.
Mientras
la arrastraba, Jaime intentó convencerla con una historia:
—Resulta
que una vez estábamos con Gabito en Nueva York, en el pub ése donde Woody Allen
toca la trompeta. Allí adentro no se puede sacar fotos, básicamente porque no
se le puede sacar fotos a Woody Allen, pero igual yo me llevé una cámara a
escondidas de Gabo, porque nunca se sabe. Esa noche, una vez terminado el chow, Gabo se acercó a Woody Allen para
saludarlo. Se estrecharon manos, se sonrieron, hablaron, todo lo que tú ya
sabes. Gabo me había advertido que no sacara ninguna foto, bajo ningún concepto, pero yo igual tomé la
cámara, apunté… y no me animé. A la salida del sitio Gabo casi me destroza: «¿Pero
por qué no tomaste la foto?», me increpó. «Porque si llegaba a tomártela te me
venías encima» le digo. «Y sí, Jaime, te hubiera gritado, ¡pero la foto ya nos habría
quedado hecha!».
De los once hermanos que son los García Márquez, el mayor para
ese entonces ya había muerto. Gabo era, en aquel momento, el más grande de
todos los vivos. Durante un viaje en auto, alguien de la Fundación me había dicho que
ese 2004, por primera vez, había visto a Gabo viejo.
—A todas las personas, en
algún momento que puede ser un mes o una semana, es como que se les oficializa
la vejez: algo así habrá pasado —dijo.
No quedaba claro si Gabo estaba enterado de que se había hecho
viejo.
Una mañana, a la hora del desayuno, lo encontré a Jaime en el
hotel.
—¿Quieres desayunar conmigo? Porque quedé con Gabito a las ocho de la mañana, pero ya me han contado que
anoche, a las tres de la madrugada, le estaban abriendo otra botella de whisky,
así que no va a llegar al desayuno.
El whisky era una de las tantas complicidades entre Gabo y Mercedes. Otra era
la danza. La noche anterior habían estado hasta el alba bailando en una disco
llamada Skandal. Alguien había puesto
cumbia y ambos se habían puesto de pie y habían empezado a moverse bajo las
leyes de un ritmo cadencioso y privado: él la abrazaba sin tocarla; ella giraba
y se movía contoneando lentamente el culo. Yo entonces tenía 29 años y me fui de
Skandal antes que ellos.
A la mañana siguiente —segundos después de que Jaime se levantara,
preocupado, para ir a ver a su hermano— llegó Mercedes. Tenía bolsas
pronunciadas en los ojos; el andar cansado.
—¿Puedo desayunar aquí? —preguntó con una cortesía extraña: nadie
se hubiera atrevido a responder «No».
—Por supuesto.
—Hasta
las cuatro nos quedamos anoche… —dijo mientras desplegaba el diario
distraídamente, y pedía un café, y se corría un mechón de la cara y decía, con
un gesto de sorpresa adormecida: «Pues mira». Gabo y Mercedes estaban bailando
en la tapa del diario Reforma.
—Salimos
poco. Pero cuando salimos es siempre así. Los fotógrafos. La gente. Y ahora… ya
ves, tenemos la maleta llena de libros. La gente nos ve y nos da libros. No sé
qué esperan de nosotros.
Ese día, 2
de septiembre de 2004, era el último de aquella gira de Gabo por Monterrey. Y en
su plan de actividades previas al avión estaba la asistencia al último seminario
de todo el viaje: un encuentro en el que finalistas y ganadores de los rubros
de Texto, Fotografía y Homenaje contaríamos ante un auditorio cómo había sido
la realización de nuestros trabajos. Gabo asistió al seminario con una pequeña
valija; no hizo preguntas. Nunca, a lo largo de los varios encuentros, hizo
preguntas. Como si el bulto de periodistas fuera uno de los pocos lugares en
los que él podía desaparecer.
Al rato
de iniciado el seminario alguien se acercó y le dijo algo al oído. Gabo se puso
de pie y explicó que tenía que volver al Distrito Federal. Habrán sido dos o
tres segundos de silencio; después llegó el aplauso interminable.
Nos miró
a todos.
—Me van a
hacer llorar —dijo.
Luego dio
la vuelta y se fue con su andar de pato, mirando a los costados con un gesto
enardecido y joven, como si estuviera viendo, por primera vez, la forma y el
color de los aplausos.
domingo, 6 de abril de 2014
OPERACIÓN DE UN GATO
Cazaste
un pájaro
las
plumas en la boca
y
el pájaro a los pies
dan
fe
de
tu corazón de bestia.
Ahora
hundís el morro
en su pecho
ponés
empeño y juventud
lo
desgajás
como
a una almohada
con
tus dientes de aguja
y
tu lengua rosada que después
me
lame.
Gata
zombie
peluche
sangriento
mascotita
en trance
te
espío por la ventana:
ciega
de instinto
estornudás
el
aire se llena de partículas
de
pájaro
y
volvés a aplicarte
como
un relojero
como
un orfebre,
por
turnos
masticás
tendones
tripas
finas, garras
músculos
delgados
como
pétalos,
mordés
la cabeza
la
arrancás del cuerpo
con
tenacidad
con
destreza,
te
tragás los ojos
que
quizás expulses
por
tus intestinos
y
das por concluida
la
faena. Te miro
lamiéndote
el morro
satisfecha
golosa
limpiando tus patas
como
un artista que lava
sus pinceles.
Solo
quedan a tu lado
las
alas, gata poeta
gata
maravilla:
dejaste
las alas
para
que se pudran en la tierra.
jueves, 27 de marzo de 2014
Plantar un árbol
Muriel decide comprar un limonero. Camina un kilómetro hasta el vivero para elegir y llevarse la planta. Se queda con la única que tiene un limón colgando: es esmirriada pero tiene garantías. Paga. Un empleado lleva el limonero a la calle. Muriel queda de pie con el árbol a su lado y espera un taxi. Algunos pasan de largo hasta que uno finalmente se detiene.
—¿Y cómo pensás hacer? —dice el hombre, con un rictus de burla. Muriel lo mira como si estuviera midiendo algo. Le ofrece más dinero del habitual y le dice que va a meter la planta de costado, con las ramas saliendo por la ventanilla baja. El conductor acepta de mala gana; ella acomoda todo y arrancan. El auto va a buena velocidad por una calle empedrada. Muriel mira por la ventanilla: el único limón salta enloquecido y en cualquier momento se desprenderá del tallo. Saca la mano y lo sostiene. Viaja diez minutos con la mano afuera sosteniendo el limón como si fuera la llama olímpica, pero sin fuego.
Llega a destino con un dolor en el brazo. Baja la planta como puede y la arrastra por la casa hasta el jardín. La deja. Enciende un cigarro y sube la escalera hasta su escritorio. Debe trabajar. Empieza a corregir un manuscrito de autoayuda titulado Desapegarse sin anestesia, pero deja un signo de interrogación en torno a la palabra «sin» y pasa a otra cosa. Ve televisión todo el día hasta quedarse dormida.
A la mañana siguiente desayuna, toma una pala, camina hasta el fondo y empieza a cavar con fuerza. Lo hace durante media hora; no luce cansada. Mientras cava encuentra las raíces gordas y blancas de una rosa china que alguna vez tuvo, y que hubo que sacar. Ve gusanos, lombrices y arañas. Parece pensar en sí misma. Hacer un pozo es como subir una montaña.
Después deja todo abierto y vuelve a trabajar. Quita el signo de interrogación en torno a la palabra «sin». También hace otras cosas. Atiende el llamado de su hermana.
—Compré el limonero —le dice.
—¿Voy?
Muriel responde que no. Corta y mira el jardín por la ventana: el césped está dispuesto como esas doncellas que esperan al rey en la cama. Muriel se sienta en una escalera externa –la que va al escritorio- enciende un cigarro y ve el atardecer. El cielo está lleno de edificios: parece el horizonte de un juego de tetris. Aunque no hay colores. Ya es la noche.
Muriel baja a oscuras hasta la biblioteca, enciende una luz y toma el cofre. Está apoyado sobre unos libros de fotografía de tonos vibrantes. El cofre es de una madera barata y liviana. Lo sostiene con la mano; podría sostenerlo con un dedo. La fragilidad de esa cosa la hace temblar.
Veinte días atrás Muriel vio a su gata respirar con dificultad. Cada exhalación era como un fuelle que cerraba sus pliegues para siempre. La metió en un bolso y la llevó a la veterinaria. Cuando la sacó y la acomodó en la camilla la cara de la gata estaba deformada: era el rictus de un animal desahuciado. Babeaba. Le pusieron oxígeno y le dieron inyecciones, quién sabe de qué. Pero no funcionó. Unos minutos después la gata empezó a retorcerse enloquecida y a querer quitarse la máscara. Clavó las uñas en la mano de la veterinaria.
—¡Tómela fuerte! —gritó la mujer— ¡Se está ahogando!
Muriel no entendió. Estaba aturdida. Tomó a la gata con fuerza pero encontró un animal de ojos secos que había dejado de pelear. ¿Había muerto? Se llamaba Cati: el nombre más tonto del Universo.
Muriel había conocido a Cati diecisiete años atrás. Ella —Muriel— tenía veintiuno, vivía sola y no quería llegar a su casa y que no hubiera nadie para recibirla. El primer día que se vieron Cati tenía una pulga caminándole por la frente. Muriel la limpió, la vacunó, la alimentó. Vivió con ella durante dos convivencias, dos separaciones y tres noviazgos frustrados. A Muriel le gustaba decir que Cati y ella habían vivido nueve vidas juntas. Pero pasados los treinta años ese chiste le provocaba tristeza.
—Cati —dijo Muriel frente a la camilla. La soltó lentamente, con estupor. Se sentó en una silla y se miró las manos.
—Hay que resolver lo del cuerpito —escuchó. Muriel alzó la cabeza. La veterinaria tenía los dientes rubios de nicotina; movía la boca. —Quiero decir: podés dejarla acá y nos encargamos nosotros, podés llevarla en una bolsa o podés cremarla.
No iba a dejarla ahí. Tampoco iba a cargar el peso de su gata muerta. Eligió cremarla.
—¿Querés las cenizas o las dejás allá? Es un tema de precio, viste.
¿«Allá»? Muriel firmó y pagó para que le llevaran las cenizas a la casa. Se despidió de la veterinaria sin tocarla y se fue con el bolso vacío en una mano. Lloró, tomó un diazepam, durmió. Al día siguiente se sentó a trabajar. Desapegarse sin anestesia. Puso un signo de interrogación sobre la palabra «desapegarse» y se fue a fumar a la escalera. Las cenizas no llegaban. Tampoco llegaron el día posterior. Al tercer día Muriel llamó a la veterinaria y le explicaron que ellos subcontrataban el servicio. Le dieron el teléfono de la empresa encargada de las cremaciones de mascotas. Muriel llamó y la atendió un hombre de voz áspera, humeante.
—Esto no es en el acto, señora. Acá el trámite toma entre diez y veinticinco días.
—Dónde está mi gata.
—Está con nosotros.
Muriel se largó a llorar. Volvió a preguntar dónde estaba su gata y le hablaron de cámaras frigoríficas. Muriel imaginó a Cati congelada o pudriéndose en una bolsa de plástico oscuro.
—Esto es una estafa —gritó. Luego cortó y se quedó mirando el teléfono.
Tomó otro diazepam. Durmió. Soñó que quedaba encerrada en un galpón con gente y que alguien le decía «¿es tu primera vez en Auschwitz?». Se despertó sobresaltada. Alguien estaba tocando el timbre. Llovía. Muriel abrió en piyama. Un hombre bajó de una camioneta y desde adentro del impermeable estiró los brazos y habló.
—Las cenicitas —dijo.
Ella recibió el cofre, entró a la casa y se quedó de pie en el salón. No sabía qué hacer con eso. Lo puso en la biblioteca, donde quedó varios días. Luego compró el limonero y cavó este pozo que ahora palpita como el vórtice de una desgracia. Muriel toma el cofre y un destornillador, y va al jardín. Se arrodilla en la noche, se pone una linterna entre los dientes y desmonta la tapa. La abre esperando una luz o una revelación, pero sólo hay un polvo plateado y lunar: cenicitas.
Las tira en el pozo y despide a su gata murmurando algo. Después acomoda encima la planta de limón y la completa con tierra para que esté firme. No piensa en los ciclos de la muerte y de la vida, ni en ninguna otra cosa. Sólo piensa en la palabra «anestesia», y en la necesidad de una lluvia.
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