martes, 17 de noviembre de 2015

Mostrar el género*



Durante los años 2007 y 2010 escribí un libro que transcurría en el conurbano bonaerense. Una vez por semana tomaba un colectivo que me dejaba en Puente La Noria, un territorio infecundo de la periferia, y esperaba a que Marcelo Rodríguez, mi contacto de aquel entonces, me pasara a buscar con su moto y me llevara al asentamiento donde hacía el trabajo de campo. Los viajes, bordeando el Riachuelo —uno de los ríos más contaminados de América del Sur—, eran inolvidables: el aire fétido se revolvía sobre un agua dura, matizada cada tanto por flores silvestres que ondeaban contra la tierra infecta de los márgenes. Pasaba horas en ese mundo, y también en mundos peores. Después, cuando llegaba a casa, me tiraba en la cama y miraba mi espacio como si cada objeto fuera en sí mismo un altar. La estufa, las puertas, el suelo de madera suave, el agua caliente; me reparaba parcialmente en comunión con lo tangible —con todas las cosas— mientras tomaba un baño, caminaba descalza o cenaba sin pasar frío.

Una vez terminado el libro, entré en un derrumbe orgánico y personal. Me enfermaba seguido, me costaba escribir, y dormía como si cada noche alguien me descargara un palazo en la nuca. Necesitaba, en definitiva, un quiebre que reubicara las cosas vistas durante esos años: la precariedad de los hogares, los bebés gateando en aguas inmundas, la gente que había trabajado una vida entera y no podía permitirse una casa con cloaca. Mi flojera, en esos tiempos, estaba muy vinculada a la provincia de Buenos Aires: un espacio que, más allá de su campo y sus pueblos, tiene su mayor núcleo poblacional en el Conurbano; un territorio signado por el clientelismo político, los intendentes enquistados en un poder de décadas y las calles reventadas en cráteres negros.

Es difícil pasar por ahí y no pensar en Rutger Hauer, el replicante de Blade Runner que antes de morir menciona, uno tras otro, los grandes momentos de la historia planetaria (“He visto cosas que los humanos ni se imaginan…” dice, y remite a la violencia y la belleza que entran en una única imagen). Y es difícil, hoy, pensar ese universo sin que aparezca la cara fresca de María Eugenia Vidal: la futura gobernadora de Buenos Aires a partir del mes de diciembre; una figura de la coalición Cambiemos —opositora al gobierno— que dio la gran sorpresa en las elecciones del 25 de octubre al vencer a un movimiento histórico, el peronismo, en la provincia más compleja del país. Pálida, prístina, hasta hace poco ignota —Vidal entró a la esfera pública como vicejefa de Gobierno Ciudad de Buenos Aires, cargo que actualmente ocupa— Vidal se tragó de un bocado a los barones del Conurbano, y lo hizo con un mensaje casi virginal. “A la provincia le falta amor de madre —decía uno de sus spots de campaña—. Eso significa que la provincia te tiene que cuidar como lo hace una madre. Con amor de verdad. Tiene que protegernos. Curarnos cuando nos enfermamos. Ayudarnos cuando tenemos un problema. Tiene que educarnos. Tiene que escucharnos a todos. Y no tener preferencias por ninguno. El amor de madre es incondicional. Eso es lo que necesita la provincia”.

No queda claro si Vidal ganó con esta clase de argumentos. Es de suponer que parte de su conquista radicó en la calidad de su oponente —Aníbal Fernández, candidato a la gobernación y uno de los mayores alfiles del gobierno de Cristina Kirchner, está acusado de facilitar el tráfico de efedrina en la provincia—, pero luego hay un factor personal que apostó, entre otras cosas, a cubrir todo aquello que se ve en el Conurbano —hambre, temor, intemperie— con la frazada de lo “maternal”.

Ese ardid resulta, sin embargo, incómodo. ¿Es lo “maternal” un recurso válido en la esfera pública? La pregunta ronda en estos días y me devuelve, como única respuesta, el sinfín de imágenes de la provincia: una cinta de Moebius a la que se sobrevive —y en la que se interviene— con valores que no tienen que ver con la condición femenina sino con la resistencia física y psíquica a la miseria y sus infinitas circunstancias. “Elegir a una mujer joven, madre, profesional, con la sensibilidad y la pasión que demostró María Eugenia, es parte de esta idea de cambio que queremos” dijo Mauricio Macri cuando lanzó la candidatura de Vidal. Pero sin saberlo —porque la cultura no se sabe: sucede— enlazó el “cambio” con una cualidad dolorosa y antigua: la de ganar una candidatura mostrando el género. Un recurso tristemente parecido al de mostrar las piernas para conseguir un puesto de trabajo.



* Publicado en la Revista YA del diario chileno El Mercurio.


miércoles, 3 de junio de 2015

Ni una mano*

La primera vez que un hombre me tocó yo era muy chica. Le llegaba a mi mamá a la altura de la cintura. Estábamos juntas, de la mano, en un colectivo que iba lleno, y entre los apretujones sentí un movimiento preciso, algo independiente de las leyes del viaje, que avanzaba contra mí. Era un dedo. Pronto se metió bajo mi bombacha. Si cierro los ojos todavía siento la temperatura tibia de ese cuerpo extraño sobre mi piel fría.

No entendí qué era eso, pero hice silencio. El silencio era lo único de lo que yo me creía capaz. Aguanté todo el viaje hasta que mi mamá me tironeó del brazo para que bajáramos. El dedo se agarró hasta último momento del borde de mi ropa interior. Hasta que la tela se zafó y me pude ir.

Yo no zafé.

Aquel fue el comienzo de unos años, también en ese sentido, largos. Me hostigaron en el colectivo durante toda la infancia y la adolescencia. Recuerdo esa presencia inmunda a mis espaldas y también recuerdo la garganta dura por la angustia que me daba sentirme incapaz de hablar. Así fue pasando el tiempo. En el medio de esa serie de abusos rutinarios hubo también otros episodios, si no mayores, al menos distintos. Sobre todo recuerdo cuatro.

Una vez me dormí en un asiento con el bolso de deportes sobre la falda, y cuando desperté tenía una mano escondida bajo el bolso y cerca de mi entrepierna. Miré al hombre que me tocaba – estaba sentado a mi lado- con estupor y confusión, y en el acto el abusador se puso de pie y bajó del colectivo.

En otra oportunidad un hombre me chistó en la calle, esperó a que girara y se abrió el gabán para mostrarme su pito flojo y oscuro. Durante años me seguí cruzando a ese sujeto en el barrio; cuando lo hacía bajaba la vista. Quiero decir: yo la bajaba, él no.

El tercer episodio fue de madrugada. Esperaba el colectivo para ir a la escuela, cuando un tipo se abalanzó sobre mí para tocarme. Lo empujé y corrí hasta mi casa. Esa mañana tenía examen de Biología, pero ya no tenía fuerzas para ir a clases. Días después se lo expliqué a mi profesora y no recuerdo si entendió –supongo que sí- pero sí recuerdo que me largué a llorar frente a ella.

Y finalmente estuvo el cuarto caso. Ese fue el definitivo. Durante unas vacaciones en el sur, en la casa de mis tíos, un amigo de la familia -que venía casi todos los días a comer y era simpático y tenía una esposa rubia y dos hijas rubias- me encerró en un cuarto y me dijo –todavía lo puedo citar- “no te hagás la boludita, ¿o no sabés que yo te miro?”.

Yo tenía doce años. Y sentí miedo de verdad.

A lo largo de esas vacaciones, “El Pelado” –así lo llamaban- me aterrorizó con gestos, miradas correosas y frases en doble sentido que me daban a entender todo lo que me haría cuando estuviéramos solos. Pero esa vez fue distinta a las otras. Porque esa vez, hacia el final del verano, hablé. Les conté todo a mis tíos, y en segundos vi cómo ese monstruo indestructible devenía en un pobre hijo de puta incapaz de mirarse al espejo.

Desde entonces sé que romper un silencio malhabido es lo único capaz de hacernos libres. Tenemos que hablar. Tenemos que empezar a contar estas historias, que no me han pasado a mí sino –lo sé por mis amigas- nos han pasado a todas. Lo digo acá y lo dije hace unos días en Buenos Aires, en una maratón de lectura armada por la organización Ni Una Menos, que hizo un evento literario en reclamo por la cantidad creciente de femicidios que hay en mi país.

En Argentina, cada diez días muere una chica asesinada de modos cruentos. Y eso se debe a un Estado que no protege lo suficiente, pero también a una sociedad que ante una muerte se llena de preguntas infames -¿cómo iba vestida? ¿tomaba alcohol? ¿había ido a bailar de madrugada?- y que a lo largo de las décadas ha naturalizado el abuso cotidiano.

No es normal –aunque parece ser habitual- pensar así. No es normal que nuestros hijos crean –como creí yo, como creímos tantas- que el cuerpo no les pertenece. Hay que enseñarles a hablar, pues la denuncia es un segundo lenguaje indispensable. Pero para poder enseñarles, primero debemos aprender a hablar nosotras.


De eso trata este texto. 


* Publicado en la Revista Ya del diario chileno El Mercurio.

martes, 2 de junio de 2015

Una mujer santa*

Se llama María Livia Galeano de Obeid y tiene miles de fieles por toda la Argentina. Dice que se le apareció la Virgen, y desde entonces cada fin de semana recibe a una comunidad de creyentes en la cima de un cerro, les impone las manos y los sana. Luego les responde sus dudas. María Livia es tratada como una santa. Asegura que casi no come, pero igual engorda.




Hay dos versiones de la historia. La más larga es la primera y dice así.
María Livia Galeano de Obeid era, hasta 1990, una mujer amante de las pelucas y el champán. Tenía tres hijos, un marido comerciante, una economía fértil, una vida leve y una casa de dos plantas en Tres Cerritos, el barrio más exclusivo de Salta, la provincia más próspera del noroeste argentino. Los días de María Livia consistían en atender a su familia, acudir a los convites de la clase acomodada y orar. En esos rezos estaba una mañana, cuando una fuerza traslúcida —según ella cuenta— se le desplomó en los hombros y la tumbó de rodillas. María Livia alzó la cabeza y vio un resplandor ciego del que brotaba, con un ademán casi estelar, una mujer joven y hermosa. La aparición tenía los brazos flojos a los costados del cuerpo, y de las palmas de sus manos salían rayos de una luz alabastrina. Sus pies estaban descalzos; se apoyaban sobre una nube.
—Soy la Virgen María —escuchó María Livia, o al menos eso asegura en su página web, www.inmaculadamadre-salta.org. ¿Aceptas compartir tu hogar conmigo?
Madre, acepto —contestó María Livia—. A partir de hoy mi hogar te pertenece.
—Hija, deseo que me entregues a tus hijos —dijo la Virgen cuando reapareció días más tarde.
Madre, te entrego a mis hijos, desde hoy te pertenecen.
Hija, lo que más deseo es estar entre tú y tu esposo —pidió la Virgen meses después.
A partir de hoy, Madre, tú estarás siempre en el medio de los dos.
—Hija, es importante que se construya un santuario en lo alto de un cerro y que ese espacio se convierta en un centro de evangelización —exigió la Virgen luego de unos años—. Allí habrá de levantarse una casa para sacerdotes ancianos, un seminario y una casa para monjes.
María Livia Galeano de Obeid dijo que sí a todo, y aquí termina la primera versión de la historia.
La segunda versión es más breve: dice que todo lo anterior es una astucia inmobiliaria (desde que apareció la Virgen, el metro de tierra en Tres Cerritos triplicó su valor), o —en el mejor de los casos— el fruto de una psicosis galopante.
De cualquier forma, ambos puntos de vista convergen en un dato que es real: a diecisiete años de la supuesta aparición de la Virgen, María Livia tiene una organización llamada Yo soy la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús, tiene doscientos cincuenta voluntarios a su cargo y tiene un cerro.
Allí arriba, todos los sábados y desde el año 2001, sucede un llamativo fenómeno de religiosidad laica: unas quince mil personas provenientes de todos los rincones de Argentina peregrinan semanalmente con el único fin de ver a María Livia y ser tocadas por su mano. Muchos se desmayan con el roce de sus dedos. Muchos dicen que se curan con el roce de sus dedos.

* * *

La ciudad de Salta está ubicada en un valle y todos los cerros que la rodean tienen dueño. También lo tenía el ahora llamado Cerro de las Apariciones —pertenecía a una familia de apellido Garat— hasta que María Livia Galeano de Obeid habló con los propietarios y les explicó que la Virgen había hecho un pedido. Los Garat donaron el cerro a la Organización y ahí, en mayo del 2001, se empezó a levantar el santuario. Se hizo una ermita (una capilla de unos treinta metros cuadrados, donde se entronó una imagen de la Virgen), se construyó un anfiteatro con asientos de piedra y madera para varios miles de personas, y se abrió una senda de acceso vehicular hasta la cima, pensada para los fieles que no pueden caminar y deben ascender en coche.
En la Organización dicen que la mano de obra fueron los mismos «servidores»: voluntarios que al principio no llegaban a la decena y que, con el correr de los años, terminaron formando un pequeño ejército de fieles.
—¿Vio las ruinas de Machu Picchu? —pregunta un taxista apenas llego a Salta—. ¡Acá es lo mismo! ¡Parecían incas los culiáu! No sé si fueron los servidores o quiénes fueron, pero estos caminos no los hace cualquiera.
El taxista se llama Antonio Vives y cree en Dios. En Dios y en María Livia.  A los cinco minutos de haber iniciado el viaje, desgranará el discurso que —luego quedará claro— sostienen todos los salteños que alguna vez subieron al Cerro: Antonio Vives dice que la paz espiritual se multiplica en la cima; que a veces son incontenibles las ganas de llorar; que el lugar huele a rosas aunque no haya rosas en la zona (un detalle que se atribuye a la presencia de la Virgen); y que la mano de María Livia es la versión exponencial de un relajante muscular: te toca y te desmaya.
—Por suerte, si usted cae siempre hay una persona atrás para atajarlo… No vaya a ser que ocurra la desgracia de romperse uno en el Cerro.
Los que están atrás, recibiendo los cuerpos recién desvanecidos, son los servidores: doscientas cincuenta personas (adultos, adolescentes, niños) que trabajan en forma gratuita para la Organización, y que se encargan de mantener el santuario y ordenar a los peregrinos que se acercan los sábados.
Todos los servidores afirman haber tenido alguna experiencia sobrenatural con María Livia o, en el caso de los niños y adolescentes, son hijos de alguien que dice que la tuvo. Ninguno, sin embargo, está autorizado a dar testimonio, y esa prohibición es respetada con una intransigencia que sólo puede atribuirse a los fenómenos de fe. Siempre se les garantizó un off the record, que es el término que los periodistas usamos para respetar el anonimato de las fuentes, pero nunca quisieron hablar. Incluso Vicky Gallo, la servidora encargada del área de prensa, explica que María Livia tampoco da notas. Sólo le habla al mundo una vez al mes, durante una conferencia en la que cuenta cómo y cuándo vio a la Virgen, y responde algunas preguntas de los fieles.
Además de esta actividad —cuatro peregrinaciones y una charla mensual— la vida de María Livia Galeano de Obeid transcurre en Tres Cerritos, un caserío de aires muy limpios que se abre como un prolijo juego de cartas a los pies del Cerro de las Apariciones. Allí, María Livia pasa sus días junto a Carlos Pupa Obeid, su marido, un hombre que supo dirigir el Club de Gimnasia y Tiro de Salta y que ahora tiene una concesionaria de Citröen.
La casa de María Livia tiene dos plantas, un jardín delantero y un garaje por el que despuntan dos coches modernos. La construcción está rodeada por una reja verde, y a través de los barrotes puede verse una puerta entreabierta por la que asoma un santo de yeso en tamaño natural. En la reja hay un timbre. Nadie responde el llamado, pero alguien aprieta un botón y abre desde adentro. Segundos después, por la entrada principal aparece una mujer de piel pálida, pelo negro y recogido, blusa blanca, y falda gris bajando hasta las pantorrillas. Podría ser María Livia, o podría ser la empleada doméstica de María Livia. En cualquier caso, la mujer ve que hay dos extraños afuera y se sobresalta, aunque hace esfuerzos por seguir sonriendo.
—Abrí porque pensé que era mi hermana —dice.
Su voz es débil. Está parada con los pies muy juntos y se toma las manos a la altura del vientre. Por detrás, por la misma puerta por la que asoman María Livia y el santo, aparece un hombre de pasos graves. Carlos Pupa Obeid tiene el ceño fruncido y la mirada cuerva. En su oreja derecha hay un auricular macizo, una especie de caparazón que le abraza buena parte del pabellón auditivo.
—Soy periodista. Quería ver si...
—Sí —interrumpe María Livia sonriente, sedada—. Ya se nota que usted es periodista.
—Usted ya habló con la mujer de prensa —se molesta su esposo—, ella le dijo que tenía que ir directamente al cerro.
—Es que pensé que lo mejor era hablar con ustedes —digo—. Me dijeron que usted, Pupa, es uno de los organizadores y...
—Ah —suspira María Livia y sigue sonriendo—. Sabe todo sobre nosotros.
—Usted tiene que ir al cerro —insiste él. Sus ojos parecen aviones esperando el momento para tirar la bomba. Ninguno de los dos se mueve; se hace un silencio. María Livia, como siempre, sonríe.

* * *

Sólo una empresa —el periódico salteño Cuarto Poder— y una institución —la Iglesia Católica— muestran públicamente su desconfianza hacia María Livia Galeano de Obeid. Héctor Jorge Alí, periodista de Cuarto Poder, asegura que Carlos Pupa Obeid se tomó demasiado en serio su función de “organizador”: inscribió el nombre de la Organización en el Registro de la Propiedad Intelectual (por temor a plagios) y, gracias a un supuesto «mandato» de la Virgen, fue nombrado administrador de los bienes terrenales de las Hermanas Carmelitas: un puñado de monjas de clausura que creen en María Livia y que se alojan en un convento ubicado en la manzana de mayor valor inmobiliario de la ciudad de Salta.
La segunda denuncia sostenida por Alí vincula a María Livia y a Carlos Pupa Obeid con Marcelo Emilio Cantarero, un senador salteño que vive en Tres Cerritos y que ganó fama a nivel nacional cuando fue procesado judicialmente por haber recibido, en el año 2000, una coima escandalosa para aprobar una reforma de la ley laboral. En ese entonces, se supo que Cantarero fue a la casa de María Livia para pedirle intercesión divina. Tan mal no le fue: el hombre sigue procesado, pero espera el juicio en libertad. Es por eso que en Salta se empezó a decir que el ex senador tiene un Dios aparte o, más exactamente, una Virgen propia. En Tres Cerritos, algunos vecinos la llaman «la Virgen de Cantarero»: un apodo que, lejos de ser una ironía, refiere a un hecho estrictamente fáctico.
Con los ahorros que Cantarero juntó durante su gestión en el senado, compró un valle. En el lote —que puede verse desde la cima del Cerro de las Apariciones— se empezó a levantar la urbanización Valle Escondido, un espacio privado de setenta hectáreas pensado para alojar las casas más caras de toda la provincia. Desde que se construyó el Santuario —en un tiempo récord de siete meses— el valor del terreno de Cantarero se triplicó. Como si fuera poco, y según denuncia Cuarto Poder, uno de los agentes inmobiliarios que comercializa los lotes es primo de María Livia.
Estos datos terrenales no escandalizan a la Iglesia Católica: el problema para la Curia es de raíz puramente teológica. En una carta fechada el 30 de junio del 2006, el arzobispado de Salta le prohibió a María Livia difundir por escrito los mensajes que supuestamente le dio y le da la Virgen, bajo tres argumentos: «el protagonismo de la vidente es manifiesto», «no hay pruebas ni testimonios objetivos [de las apariciones]» y son «revelaciones sin contenido». Además, fueron reclamados los resultados de un examen psicológico que se le había sido exigido a María Livia, y se prohibió la llamada «oración de intercesión» —esa instancia en la que María Livia posa su mano sobre el hombro de los fieles— aduciendo que «ningún laico está facultado para imponer las manos».
En respuesta a todo esto, los Servidores de la Organización enviaron al Arzobispado una carpeta donde niegan que se oculten los datos del examen psicológico, donde piden que la iglesia sea más comprensiva con el fenómeno, y donde adjuntan doscientos testimonios de sanaciones físicas y espirituales.
Porque hay gente, dicen, que se ha curado con María Livia.
Una de las personas que lo afirma es Vicky Gallo, la encargada de prensa y la única servidora que accede a contar su historia.
Gallo es contadora, vive en Tres Cerritos y tiene una hija, Candelaria, que nació con problemas severos en la vejiga. A los ocho años, Candelaria pasaba sus días tirada en un sillón y aguantando las ganas de ir al baño.
—Cuando iba a hacer pis se retorcía del dolor —recuerda Gallo—. Yo la acompañaba en el baño, y durante años tuve las manos marcadas por las uñas de mi hija.
Vicky Gallo no creía en Dios. No creía, dice, en nada. Lo único cierto en su vida era que tenía una hija enferma y que estaba desesperada. Hasta que en el año 2001 se enteró de la existencia de María Livia —era vecina del barrio— y subió al Cerro.
—Cuando María Livia la tocó, mi hija dice que sintió un calor en el vientre —recuerda—. Luego terminó la oración, bajamos a casa y Candelaria, por primera vez en años, pudo hacer pis sin dolor. Desde entonces está curada. Es deportista. Es, también, servidora. Yo les debo a la Virgen y a María Livia la salud de mi hija.
Vicky Gallo habla de pie, en la cima del cerro, bajo una carpa azul que está a doscientos metros del Santuario y que los organizadores dieron en llamar «zona de emergencias». Aquí se trae a los niños que se aburren y entran en ataque de llanto, y aquí también viene la gente que necesita comer algo. Fuera de la «zona de emergencias» está prohibido levantar la voz y probar bocado, y es por eso que los sábados el Santuario ofrece un paisaje sobrecogedor: miles de personas circulan, se acomodan y esperan hundidas en un silencio fiero y abismal.
Ahora es sábado, ocho de la mañana, y el filo del frío lo lastima todo. Los peregrinos van llegando en un estado de concentración profunda. Los que no pueden caminar alcanzan a la cima en camionetas todo terreno, unos vehículos de última generación que son cedidos por los mismos servidores de la Organización. Y los que pueden ir a pie arriban al Santuario luego de atravesar, durante veinte minutos, un bosque de raíces anabólicas y árboles crujientes. Cada tanto, en el trayecto de ascenso se hace un claro y la vista es grandiosa: según dónde se mire, puede verse toda la ciudad de Salta —un puñado de ladrillos blancos, y arriba una suave pelusa de polvo—, o puede verse el tremendo valle que compró Cantarero.
Una vez en la cima del Cerro, el despliegue del Santuario se sobrepone al paisaje. Hay centenares de bancos y gradas dispuestos en forma de anfiteatro y cubiertos por una media sombra que ayuda a detener el sol cuando el verano vuelve todo insoportable. A un costado está la ermita y allí adentro, alumbrada por el velo de una luz sedosa, se ve la imagen de la Virgen. Hay también claveles blancos y rosas. Y hay, a los pies de la figura, algunas fotos de hombres, mujeres y niños, algunos muy enfermos.
A diferencia de otros santos laicos que hay en la Argentina (como el Gauchito Gil, San La Muerte o la cantante bailantera Gilda, muerta en un accidente) el público de María Livia es plural: hay gente muy pobre y gente muy rica, y la brecha social sólo puede intuirse averiguando la forma en que llegaron hasta el Santuario. Los pobres de la provincia arriban a pie o como pueden; la clase media se acerca en ómnibus y se aloja en hospedajes modestos; y los de mayor poder adquisitivo llegan en avión y se registran en hoteles de tarifa internacional. Una vez en el Santuario, sin embargo, el orden de prioridades no lo marca el dinero. Las sillas más cómodas y próximas al centro del anfiteatro son ocupadas por los enfermos, las embarazadas y las madres con niños pequeños. Pero el resto toma asiento donde puede, o hace fila para entrar a la ermita y mirar a la Virgen a los ojos. Nadie, en ningún momento, habla: durante cuatro horas —hasta que a mediodía llegue María Livia— habrá una multitud entera sometiéndose al silencio, a la violencia del frío y a la insufrible elasticidad de los tiempos muertos.
Los murmullos sólo empiezan a las doce, cuando ella llega. Viste blusa blanca y pollera gris, y sin abrir la boca se arrodilla de cara al suelo. Durante una hora, varios miles de personas, en la cima de un cerro y bajo un cielo que de a poco empieza a limpiarse, rezarán el rosario con el compás ronroneante con que se repite un mantra.
Luego de los rezos, por un altoparlante llega una aclaración: hoy, 18 de agosto, es un sábado especial; hasta fines de septiembre María Livia estará ausente «por pedido de la Virgen».
—¿Y eso qué quiere decir? —susurra una mujer mayor con dos pares de anteojos: uno puesto y otro colgando.
—Yo creo que quiere decir que María Livia se toma vacaciones —contesta otra, casi en secreto.
—Cierto —sigue la primera—. A mí me dijeron que se va a Roma.
—¿Pero no es más fácil que los de Roma vengan a conocerla acá?
—¿Qué?
—Que por qué no vienen los de Roma.
—Vos porque no conocés Roma, no sabés lo lindo que es. 
Josefa Peleteiro, de ochenta y tres años, y Teresita Núñez, de setenta y siete, se hicieron amigas en el viaje en autobús que las trajo desde la provincia de Córdoba —al centro de la Argentina— hasta Salta. En la cima del Cerro está prohibido dar testimonio —no se puede, en realidad, hablar— pero algunas horas después, cuando estén haciendo tiempo hasta que el autobús las lleve de regreso, contarán que vinieron por motivos de fe y de salud. Teresita Núñez tiene un hijo de cincuenta años con parálisis cerebral y en medio siglo no hubo médico capaz de darle respuestas. Josefa Peleteiro, en cambio, viene porque siempre creyó en este tipo de historias.
—Yo tenía una tía que era curandera y curaba el empacho —dirá Josefa Peleteiro, apoyada sobre la trompa del micro.
—Pero esto no es curanderismo —corregirá Teresita Núñez con la boca fruncida.
—Bueno, pero esta mujer tiene un poder —se impacientará Josefa Peleteiro—. La toca a usted y pierde el conocimiento, no sé por qué.
—Eso es verdad —coincidirá Teresita Núñez—. Yo la vi arrimarse nomás y ya empecé a balancearme.
—Pero no te caíste...
—Bueno, Josefa, ¡pero perdí el equilibrio!
Durante la Oración de Intercesión —en la que María Livia apoya sus manos sobre los fieles— están los que caen al suelo y los que no, y es esta oportunidad aleatoria la que transforma a la oración en una instancia casi espectacular. La imposición, lejos de cualquier prejuicio, es discreta: durante horas, María Livia toca y tira gente con la levedad con que alguien sopla, una por una, las velas de una torta. Detrás de cada peregrino un servidor aguarda abierto de brazos. Algunos se desploman, otros se tambalean, otros nada. A los que caen, los servidores los atajan y los apoyan suavemente sobre el suelo: la idea es que la gente se despierte y se levante sola.
Pero hay uno que no se levanta. Es alto, moreno y hace quince minutos que está en el piso. Pronto empezarán los murmullos.
—Ése se quedó ahí —susurra Josefa Peleteiro.
—Dios no te oiga —dice Teresita Núñez— ¿querés un caramelo?
—El coordinador ya dijo que no se podía comer.
—Pero éstos están bendecidos.
A las cuatro de la tarde, empujadas por el hambre, algunas personas empiezan a comer a escondidas y otras directamente descienden del cerro. En la base hay una playa de estacionamiento donde se amontonan una infinidad de coches y unos cincuenta ómnibus de larga distancia. A un costado de la playa, sentado sobre el pasto, hay un hombre comiendo desesperadamente un sándwich. Es joven, es rubio, tiene el aire biempensante de un estudiante de cine, y se niega a dar su nombre: pide llamarse Pedro.
—La verdad —mastica Pedro— yo con este viaje me re ensarté.
Pedro es de Ciudad de Buenos Aires. Algunos días atrás, su hermana le dijo que tenía una ganga: aprovechando un fin de semana largo, podían viajar a Salta cuatro días por ochenta y cinco dólares cada uno, todo incluido. Pedro se entusiasmó. Pero, una vez arriba del autobús, vio que los planes del viaje no se ajustaban a sus propios planes.
—Yo soy bastante creyente, pero mi idea no era venir a rezar —explica y sigue comiendo—. Vine a conocer Salta y encima no conocí nada. Veinte horas el viaje de ida, veinte el de vuelta y María Livia me tocó. ¿Y qué más? No me pasó nada. Me emocioné, pero no sentí que me bajara un rayo. Todo esto es muy cansador, no paro de rezar desde que llegué. Yo respeto mucho todo esto, pero estoy esperando que esta pesadilla termine.
Pedro no quiere dar su nombre porque dice que el error es suyo, y que los creyentes merecen su respeto. Mientras lo dice, señala con la vista a un hombre corpulento y moreno que a cincuenta metros de distancia se acomoda trabajosamente sobre una silla plegable. Rubén González tiene cuarenta años, viene de Tucumán, una provincia limítrofe con Salta, y hace un rato tuvo en vilo a todo el Santuario: González es el hombre que parecía muerto.
—Sentí la mano de la señora y me desmayé —explica ahora—. Después me desperté pero no podía levantarme.
—¿Por qué?
—Porque hace dos meses yo estaba cuadripléjico y todavía me cuesta levantarme del piso.
La primera vez que González vino al Cerro fue un mes atrás. Lo trajo Ana Vidal, su kinesióloga, una mujer de ojos ruidosamente verdes que ahora come mandarinas y lo mira con orgullo. Ana Vidal trabaja en una clínica de rehabilitación en Tucumán y dice que siempre fue una persona escéptica. El cambio sucedió un mes atrás, cuando una colega le habló de los poderes de María Livia, una vidente más efectiva que la ciencia. Vidal viajó al Cerro con tres pacientes afectados por distintos tipos de parálisis —entre ellos, González— y vio que la peregrinación no hizo milagros, pero sí tuvo efectos: sus pacientes recuperaron las ganas de vivir y rehabilitarse, y por ese motivo Vidal volvió a viajar tres veces más.
Ahora la rodean cuatro pacientes en sillas de ruedas. Dos de ellos sólo pueden pestañear.
—Rubén ahora camina y yo estoy convencida de que ésa es la fuerza de la Virgen. Yo soy atea total, pero acá en el Cerro pasan cosas raras. Cuando llegué a la cima se despejó el cielo y empezaron a bajar del sol unos medallones dorados y yo decía «esto lo manda la Virgen», y eso que yo soy re racionalista, ¿entendés? Y cuando me da la bendición la señora, es tan... relajante. Yo caigo. A mí me encanta hacer gimnasia y relajar y estirar los músculos. Y esto es como un relax espiritual.
 —¿Por qué pensás que María Livia genera todo esto?
—Porque es una de las pocas personas videntes del mundo —dice la kinesióloga—. Ve cosas que nosotros no vemos, es una privilegiada. A ella la Virgen le preguntó: «¿Vos querés transmitir mis mensajes?». Y ella quiso. Pero la Virgen es la que decide todo.
Ana Vidal mira al cielo y hace una mueca de satisfacción, como si supiera que acaba de complacer a alguien, o a algo, allá arriba. Luego sonríe: tiene los dientes muy blancos, un paredón de calcio que refleja el sol con magistral optimismo.
—Ustedes, por ejemplo, están haciendo esta nota porque la Virgen quiere —agrega—. Acuérdense de eso.

* * *

En todo el mundo, y a lo largo de la era cristiana, la Virgen apareció alrededor de treinta veces (o, al menos, ésas son las apariciones marianas aceptadas por la Iglesia Católica). ¿Por qué la gente entonces cree en María Livia Galeano de Obeid? ¿Por qué creen que la Virgen bajó a su casa de dos plantas y la eligió entre los seis mil millones de personas que habitan el planeta? Para el teólogo y ex sacerdote argentino Rubén Dri, los símbolos religiosos —no importa su índole— encuentran especial aceptación en los países subdesarrollados. El gran descreimiento en la política, en la posibilidad de transformar la realidad con proyectos, es lo que lleva a potenciar los fenómenos de fe
—La idea es: si no puedo solucionarlo yo, tengo que confiar en alguien que me lo solucione o que me ayude —explica Rubén Dri—. Algunos dicen que estas devociones son anestesiantes, pero no es así. Los fieles las usan para juntar fuerzas, y salir al mundo cuando tengan más confianza en sí mismos.
Pablo Wright, profesor de Antropología Simbólica de la Universidad de Buenos Aires, agrega otro factor que no tiene que ver con el hambre nacional. Wright cree que María Livia tiene éxito porque hoy la gente necesita relacionarse con símbolos que no estén alejados de ellos. María Livia, sin ir más lejos, expresa su credo en internet y en la cima del Cerro reproduce rituales bastante similares a los de la iglesia evangélica.
—La gente está muy expectante de tener alguna experiencia de lo sagrado y María Livia propone algo directo y sin dogmas —dice Wright—. No hace falta que reces cuarenta padrenuestros para que te baje un rayo de luz. Si estás en crisis, sólo tenés que subir al Cerro, y ahí ya te pasan cosas.
Un tercer factor que acaso ayude al éxito de María Livia es el lugar que la vio nacer: Salta es, probablemente, la provincia más religiosa que tiene la Argentina. En la capital, buena parte de las esquinas tiene alguna alusión a la Virgen (afiches, estampitas, figuras), las iglesias son consideradas nacionalmente como «las mejor iluminadas del país», y frente a la plaza principal se levanta una Catedral radiante en la que alguna vez descansó el Papa Juan Pablo II.
El origen de tremenda religiosidad está en el nacimiento mismo de Salta. Casi un siglo después de la colonización española, un hombre llamado Hernando de Lerma fue enviado por el Virreinato para fundar la ciudad. Era el año 1582 y el caserío era, en ese momento, una cáscara al borde del desastre. En la zona había hambre, pestes, diluvios, sequías, y, sobre todo, una tierra que cada tanto se sacudía en espasmos sísmicos. Los pobladores —aborígenes calchaquíes— vivían con miedo y ese miedo los ponía violentos. La única forma de conjurar el espanto y de organizar a los nativos bajo un nuevo orden cultural, era la evangelización. Al no haber sacerdotes que supieran hablar la lengua local —y menos aún aborígenes que supieran leer el castellano antiguo—, los mejores instrumentos evangelizadores fueron los milagros y el culto a las imágenes: dos herramientas que se fueron renovando y reforzando a lo largo de los siglos, cada vez que un nuevo sismo desmembraba la ciudad.
A esta altura no hacen falta terremotos para renovar la fe: los rituales religiosos son una empresa autónoma y fuerte, a tal punto que la última procesión de la Virgen del Milagro congregó en la ciudad a cuatrocientas mil personas: casi la población entera de la capital salteña, que tiene unos sesenta mil habitantes más.
Esta devoción mística captó el ojo del periodista y escritor Juan Terranova, autor de La Virgen del Cerro, un libro que narra el fenómeno de María Livia (y de la religiosidad que reina en Salta) en un tono asceta y casi antropológico. Para hacer su libro, Terranova se convirtió en peregrino y viajó en ómnibus, desde Buenos Aires, junto a un contingente de creyentes.
—No fue un viaje para hacer turismo, porque no hubo placer —explica ahora, en su casa de Buenos Aires—. Lo que viví fue una experiencia de introspección muy fuerte. En la peregrinación ves mucha gente que no cree en nada, o que está bautizada pero nunca practicó, y que de repente ve la luz. Eso es fuerte, pero no explosivamente fuerte; los relatos de la gente son como un murmullo que se va agrandando.
En su camino al santuario, Terranova vivió escenas que lo conmovieron. Observó a un hombre sin piernas arreglando su silla de ruedas como si fuera un auto, y se preguntó de dónde —si no era de la fe— el tipo sacaba fuerzas para querer componer algo. Escuchó historias de cánceres, cegueras y parálisis que a veces se curaban en la cima del Cerro. Y vio cómo otras tragedias no se curaban ni un poco, pero al menos eran cubiertas por el manto tranquilizador de la mano de María Livia: una mujer que, a diferencia de cualquier otro personaje mesiánico, se deja ver y tocar por sus fieles.
—En el cerro la gente se siente reconfortada a la vez que escuchada —dice Terranova—. La organización perfecta también le da credibilidad, y eso no es poco. Así como tampoco es poco que María Livia hable con los peregrinos y se ofrezca a responder sus preguntas.

* * *

Hoy es domingo, once de la mañana, y María Livia está por tener el único contacto mensual con sus fieles (y con el mundo en general). La cita es en la sala de conferencias del gremio de los Trabajadores de la Sanidad de Salta, un galpón gigante donde puede verse, en el centro, un pequeño escenario y dos gigantografías con la imagen de la Virgen. A un costado del escenario hay una puerta blanca que se abre. Ahí, mientras suena una música litúrgica —una especie de banda de sonido de película ecuménica— aparece diminuta, prolija, con abrigo negro y rodete, María Livia.
Lo primero son los rezos, y luego viene la historia. Durante casi una hora, María Livia desgrana, en un tono monocorde y templado, el mismo diálogo de siempre, de cuando se le apareció por primera vez la Virgen. Cuando termina el relato, por única vez, los peregrinos tienen la posibilidad de interpelarla.
—¿Está preocupada la Santa Virgen por todos nosotros los argentinos? —pregunta una mujer.
—En la medida que nosotros tengamos fe, esa purificación va a suceder —contesta María Livia.
—¿Es cierto que los ojos de la imagen de la Virgen se formaron solos? —pregunta otra peregrina.
—La Virgen ha sido construida en cemento y una vez que estuvo lista quedó toda blanca, con sus ojos por supuesto —contesta María Livia—, y lo que tenía la Virgen era una sombra azul en sus pupilas.
—Mi pregunta es sobre la gente que es gay —pregunta una tercera mujer—. Tengo trato con uno de ellos y no sé cómo llegar con la Virgen hacia él.
—La mejor manera de llegar a los más débiles es con la oración —responde María Livia y, por primera vez, el lugar se enciende de aplausos.
—Estee... Yo me quedé pensando en nuestro país —dice otra—. ¿Qué dice exactamente la Virgen?
María Livia responde a todas las preguntas con palabras como «fe», «Virgen», «demonio» y «amor». Su voz es arrulladora y suave, y quizá eso sea reflejo de una paz interior, pero también de algún cansancio. Una hora más tarde ella misma, amablemente, dará la charla por terminada. La puerta blanca se abrirá, brillarán los flashes de las cámaras de fotos, y María Livia Galeano de Obeid volverá en Citröen a su casa, donde rezará unas horas, responderá los correos electrónicos de su página web y comerá lo mismo que —según dice— viene cenando y almorzando a lo largo de estos últimos quince años: dos platos de sopa y un pedazo de pan fresco por comida. Un régimen asceta que, curiosamente, en estos últimos años la hizo engordar veinticinco kilos.


 * Publicado en la revista Etiqueta Negra en el año 2007.

viernes, 29 de mayo de 2015

Tiempo*

Cada tanto aparecen fotos viejas de mi hijo. Es fácil que suceda; el universo digital permite eso. Antes las fotos viejas estaban en cajas, en roperos, en madrigueras frescas y oscuras a las que se acudía cuando se estaba seguro de querer ver algo. Pero ahora es distinto. Alcanza con hacer un click en la carpeta de al lado, y ahí aparece mi hijo -eficaz metáfora del tiempo- con sus armas a cuestas.

Las fotos de un hijo, en la era digital, son como esa clase de visitas que tocan el timbre sin aviso, sin acuerdo, sin que nadie esté del todo listo para eso. En mi caso, la secuencia suele ser sencilla: a veces estoy buscando una foto de prensa, una película, un archivo cualquiera, y quedo a tres milímetros de una carpeta que dice, por ejemplo, “Joaco Brasil 2009”. Entro, por supuesto. Siempre entro. Siempre abro la puerta a la visita  y la recibo, por las dudas, con pañuelos de llorar. Ahí está Joaquín en sus etapas anteriores. Está su boca de perlas antes de cambiar los dientes. Están sus rodillas como nueces asomando por el short, el día que empezó el jardín de infantes. Están sus pómulos tiernos, sus ojos de cabrito, su modo de abrazarme como si yo fuera el tronco que flota en esta rara inundación que es la sucesión de los días. En las fotos viejas, la mirada de mi hijo está virgen de cualquier desengaño. Es distinta de la actual. Ahora tiene nueve años, pero pasó suficiente como para que su rostro cambie: viajó, miró, entendió que a veces la gente dice una cosa para decir otra, empezó a intuir los pliegues en los que circula la verdad, o lo que sea que eso signifique. Se desilusionó algunas veces. Fue feliz otras. Él también fue construyendo su propio doblés.  Y todo eso fue marcando la topografía de su cara, que ahora tiene dientes fuertes y una mirada de doble vía, que negocia con el mundo.

Miro las fotos viejas de mi hijo y es inevitable preguntarse cuándo y cómo sucedieron los cambios. Qué pasó con el tiempo. Pienso en eso ahora que es diciembre, que está por cambiar el año, y que acabo de terminar de ver Boyhood, la última película de Richard Linklater, el director —entre otros films— de la trilogía iniciada con Antes del Amanecer. La gracia de Boyhood es la forma en que está hecha: el director filmó a un mismo actor, Ellar Coltrane, desde sus seis años y hasta los dieciocho, e incluyó su evolución física dentro de una trama de ficción. A lo largo de la historia —y, por lo tanto, de la infancia y la adolescencia del muchacho— se van dando algunas de las posibilidades que depara la vida: separaciones entre adultos, segundas parejas que fallan, crisis, decepciones, el nacimiento del primero de varios amores de juventud, el surgimiento de una vocación, los primeros trabajos basura. Hasta que al final de la película, uno siente a esa criatura como un hijo propio y llega sin escudos intelectuales a una de las escenas más duras del film. En ella —no importa contarla, pues no incide en la evolución de la historia— se ve a la extraordinaria Patricia Arquette, madre del chico, de cara a la partida de su hijo a la Universidad. Está sentada en una silla y llora sin melancolía: con una bronca estructural, con un profundo desencanto. "Me doy cuenta de que mi vida se fue, así de simple —dice, y chasquea los dedos como si hiciera desaparecer algo por arte de magia—. Casarme. Tener hijos. Divorciarme. Esa vez que pensamos que sufrías de dislexia. Cuando te enseñé a andar en bicicleta. Divorciarme otra vez. Conseguir mi título de máster. Finalmente conseguir el trabajo que quería. Mandar a Samantha a la Universidad. Mandarte a la Universidad. ¿Sabés qué sigue, eh?? ¡Mi maldito funeral!” grita. Y vuelve a llorar.

Hace tiempo que no veía, en una película, un tramo tan desgarrador y a la vez tan simple. Decido, entonces, tomar nota de cada palabra para ponerla en este artículo, por lo que retrocedo la historia algunas veces y Joaquín —que hasta el momento era indiferente— se detiene a mirar. Le muestro cómo fue cambiando el actor a lo largo de los años. Vuelvo a detenerme en la escena de la madre y el hijo.

—¿Por qué llora? —me pregunta Joaquín.

Le respondo que llora porque siente que el tiempo pasa rápido.

—Entonces, si tuvieras un superpoder, ¿a vos te gustaría detener el tiempo? —pregunta.

Lo pienso unos segundos —juro que lo pienso—, y respondo, finalmente, “no”. Pero luego olvido la respuesta.




* Publicado en Revista Ya del diario El Mercurio. Diciembre de 2014.

jueves, 5 de marzo de 2015

El recuerdo en la piedra

Cuando Joaquín nació, mi Nonno ya era muy viejo. Tenía noventa y nueve años. Pero estaba muy lúcido y celebró su llegada, y durante un tiempo le compró ropa con un ojo milagroso -que yo no tenía- para acertar cortes y talles. Un día llegó con un mongómery hermoso. Joaco tendría unos dos años en aquel entonces, así que calculo que mi Nonno ya estaría por morir. El abrigo le quedaba perfecto. Joaco lo usó todo lo que pudo. Después, cuando dejó de entrarle, lo guardé en un cajoncito. Cada tanto yo iba y lo abría. Con mi Nonno ya muerto, ese abrigo había pasado a ser una suerte de "objeto médium": la forma que yo tenía de contactar con mi abuelo.
La última vez que abrí el cajón fue a principios de 2014. Después de pensarlo mucho, saqué el mongómery y se lo di a Gus Nielsen para su monumento. Los objetos -pensé- podían cumplir los mismos ciclos que las personas: pasar de ser un cuerpo a ser una ausencia, y también un recuerdo.
Ayer vi el abrigo por primera vez en el Paseo de la Infanta. Así que le pedí a Joaco que se pusiera debajo, y que sonriera para mí.


Estupor y temblor

Iba caminando por la calle. Estaba un poco distraída. Estaba respondiendo un mensaje de texto. Quizás mi ritmo entorpecía el tránsito por la vereda, no sé. La vereda igual estaba casi vacía. Era la calle Falcón. De repente alguien me pasó por el costado.

-Esas porquerías de mierrrrda -me dijo.

Era un hombre en ropas de trabajo. Llevaba un palo y un tachito de pintura.

-Bueh, no te pongás nervioso -contesté.

El tipo se detuvo. Me miró con ojos rojos, inyectados.

-Sabés el cachetazo que te daría, ¿no? -dijo en voz baja. 


Necesité entender. Nunca antes un hombre había amenazado con pegarme y realmente: necesité entender. Me tomó un segundo. Mucho tiempo para un pensamiento.


-¿Vos les pegás a las mujeres? ¿Vos sos un violento?


Ni siquiera sé por qué dije eso. El hombre entonces levantó el palo y amenazó con pegarme y tuve que correr. Llamé a la policía a gritos, pero sabiendo lo obvio: cuando me di vuelta el hombre ya estaba girando por una esquina. Desaparecía.


Ninguna de las pocas personas que había en la calle se acercó a preguntar qué había pasado y si yo estaba bien. Seguí caminando, puse buena cara, busqué a mi hijo en la escuela. Y ahora que estoy en casa, mientras escribo, tiemblo. De desamparo.