jueves, 5 de marzo de 2015

El recuerdo en la piedra

Cuando Joaquín nació, mi Nonno ya era muy viejo. Tenía noventa y nueve años. Pero estaba muy lúcido y celebró su llegada, y durante un tiempo le compró ropa con un ojo milagroso -que yo no tenía- para acertar cortes y talles. Un día llegó con un mongómery hermoso. Joaco tendría unos dos años en aquel entonces, así que calculo que mi Nonno ya estaría por morir. El abrigo le quedaba perfecto. Joaco lo usó todo lo que pudo. Después, cuando dejó de entrarle, lo guardé en un cajoncito. Cada tanto yo iba y lo abría. Con mi Nonno ya muerto, ese abrigo había pasado a ser una suerte de "objeto médium": la forma que yo tenía de contactar con mi abuelo.
La última vez que abrí el cajón fue a principios de 2014. Después de pensarlo mucho, saqué el mongómery y se lo di a Gus Nielsen para su monumento. Los objetos -pensé- podían cumplir los mismos ciclos que las personas: pasar de ser un cuerpo a ser una ausencia, y también un recuerdo.
Ayer vi el abrigo por primera vez en el Paseo de la Infanta. Así que le pedí a Joaco que se pusiera debajo, y que sonriera para mí.


Estupor y temblor

Iba caminando por la calle. Estaba un poco distraída. Estaba respondiendo un mensaje de texto. Quizás mi ritmo entorpecía el tránsito por la vereda, no sé. La vereda igual estaba casi vacía. Era la calle Falcón. De repente alguien me pasó por el costado.

-Esas porquerías de mierrrrda -me dijo.

Era un hombre en ropas de trabajo. Llevaba un palo y un tachito de pintura.

-Bueh, no te pongás nervioso -contesté.

El tipo se detuvo. Me miró con ojos rojos, inyectados.

-Sabés el cachetazo que te daría, ¿no? -dijo en voz baja. 


Necesité entender. Nunca antes un hombre había amenazado con pegarme y realmente: necesité entender. Me tomó un segundo. Mucho tiempo para un pensamiento.


-¿Vos les pegás a las mujeres? ¿Vos sos un violento?


Ni siquiera sé por qué dije eso. El hombre entonces levantó el palo y amenazó con pegarme y tuve que correr. Llamé a la policía a gritos, pero sabiendo lo obvio: cuando me di vuelta el hombre ya estaba girando por una esquina. Desaparecía.


Ninguna de las pocas personas que había en la calle se acercó a preguntar qué había pasado y si yo estaba bien. Seguí caminando, puse buena cara, busqué a mi hijo en la escuela. Y ahora que estoy en casa, mientras escribo, tiemblo. De desamparo.