viernes, 11 de marzo de 2016

EL PROBLEMA DEL CERO

El 25 de diciembre a la mañana ella salió en bicicleta. La ciudad estaba vacía. Las calles en Navidad eran un lugar extraño, tan extraño como una palabra escrita en otro sistema alfabético. Había sol, árboles, poca gente. Los miró con ojos de pregunta: ¿Estarían solos como ella? Avanzó cuesta arriba hasta llegar a un parque. Los músculos le quemaban, pero el dolor del cuerpo era una forma de purificación del alma. En el parque vio padres con sus hijos en monopatín. Vio chicas corriendo con urgencia para bajar la comilona de la cena. Vio parejas de viejos con zapatillas esponjosas caminando aparatosamente y en silencio. Se preguntó, al observarlos, en qué momento el amor se transforma en una montaña. Pero no tuvo respuesta a eso, ni a nada.

Acababa de fracasar un nuevo intento amoroso. Todos los actos bien intencionados de los últimos dos años habían sido multiplicados por cero y habían pasado a la lista de los saberes inútiles. Por alguna razón, siempre se separaba en diciembre. O en noviembre, o en cualquier otro final de ciclo dado por el calendario  occidental. En eso, sus rupturas de pareja se parecían a un receso laboral. El 24 había intercambiado mails con reproches y había acordado un horario para que cada uno retirara sus cosas de la casa del otro. Ella se llevó dos vestidos, un calzón, un perfume, una crema importada. Él se llevó remeras, una malla, las pantuflas negras. Al atardecer, ella miró los cajones vacíos y sintió vértigo, como si fuera a romperse el alma ahí adentro. Vomitó en el baño, levantó fiebre. Canceló la Nochebuena con amigos y fue a lo de su madre.

Cenó arroz hervido. A las doce de la noche sonaron fuegos artificiales y en la casa vecina se escuchó “jo jo jo”, y un niño lloró del susto al ver la llegada de Papa Noel —ese extraño. La algarabía, el ruido y la felicidad ocurrían en los otros cuerpos. No en el suyo. Toda ella era un corazón oscuro girando en torno a la sílaba “no”. Se esforzó por no evocar las fiestas del año pasado, pero ahí estaban las imágenes: una cartelera de momentos felices. Ella con amigos, ella con familia, ella con hijo, ella con novio encendiendo estrellas de Navidad. Cuando era feliz, ella no pensaba en los desgraciados del mundo. Era lógico, entonces, que nadie pensara en ella ese 24 de diciembre. Se fue de la casa materna a las doce y media, llegó a su casa y se sentó a fumar marihuana en el balcón.

Ah, el balcón. Antes era su refugio. En la casa —inmensa— vivían su marido de entonces, más sus tres hijos –los de él- de un matrimonio anterior, más el hijo que habían tenido en común. Cuando ella quería tranquilidad, subía a su escritorio y se iba al balcón a mirar el cielo. Pero ahora no era necesario. La casa estaba vacía —su hijo estaba con el padre— y el balcón era un montaje absurdo en la arquitectura del hogar. Ella subió igual, como un amputado que todavía siente la pierna que le fue quitada —como si hubiera, al fin y al cabo, una familia de la que huir. Miró el cielo limpio, las oscuridades de la luna. Lloró de cansancio. Luego se fue a dormir.

En la mañana, despertó con una necesidad furiosa de pedalear hasta que le doliera el cuerpo. Lo hizo el 25 de diciembre, lo hizo el 1 de enero, lo hizo durante todo el verano, pedaleando de día, tarde en la noche, en olas de calor, bajo la lluvia, siendo ella misma una mujer relámpago: algo que sólo es en la fugacidad; una fractura eléctrica capaz de incendiar aquello que toca. Pedaleaba para escapar del miedo, del sueño, de la cárcel de la cama en las mañanas. Pedaleaba para llegar a marzo, y así fue: llegó al final del verano como si despertara de un viaje astral.

Delante de ella estaba su hijo, a pocos días de empezar las clases. Revisó con él los útiles, sacó punta a los lápices, hizo la compra de materiales nuevos: hojas, etiquetas, cartuchos de tinta. Una goma de borrar perfecta, tan perfecta como una página en blanco. Volvió lentamente al mundo tangible; la rutina la había sacado de un estado de hipnosis. ¿Era posible vivir así, empezando de cero a la manera del Eterno Retorno? Pensó en esa teoría de la existencia en la que todo se extingue para volver a crearse y en la que los actos se repiten una y otra vez. ¿Cuándo dejaría de comenzar todos los malditos meses de marzo? Sin creer en dios, sin creer en nada, buscó en un cajón de la cocina y encontró una vela de cumpleaños con el número uno. La prendió. Era hora de prenderle una vela al uno, o al dos, pensó. O a cualquier otro número que incluyera al pasado, y a las posibilidades de la vida en general.