El 25 de diciembre a la mañana ella salió en
bicicleta. La ciudad estaba vacía. Las calles en Navidad eran un lugar extraño,
tan extraño como una palabra escrita en otro sistema alfabético. Había sol,
árboles, poca gente. Los miró con ojos de pregunta: ¿Estarían solos como ella? Avanzó
cuesta arriba hasta llegar a un parque. Los músculos le quemaban, pero el dolor
del cuerpo era una forma de purificación del alma. En el parque vio padres con
sus hijos en monopatín. Vio chicas corriendo con urgencia para bajar la
comilona de la cena. Vio parejas de viejos con zapatillas esponjosas caminando aparatosamente
y en silencio. Se preguntó, al observarlos, en qué momento el amor se transforma
en una montaña. Pero no tuvo respuesta a eso, ni a nada.
Acababa de fracasar un nuevo intento amoroso. Todos
los actos bien intencionados de los últimos dos años habían sido multiplicados
por cero y habían pasado a la lista de los saberes inútiles. Por alguna razón,
siempre se separaba en diciembre. O en noviembre, o en cualquier otro final de
ciclo dado por el calendario occidental.
En eso, sus rupturas de pareja se parecían a un receso laboral. El 24 había
intercambiado mails con reproches y había acordado un horario para que cada uno
retirara sus cosas de la casa del otro. Ella se llevó dos vestidos, un calzón,
un perfume, una crema importada. Él se llevó remeras, una malla, las pantuflas
negras. Al atardecer, ella miró los cajones vacíos y sintió vértigo, como si
fuera a romperse el alma ahí adentro. Vomitó en el baño, levantó fiebre.
Canceló la Nochebuena con amigos y fue a lo de su madre.
Cenó arroz hervido. A las doce de la noche sonaron fuegos
artificiales y en la casa vecina se escuchó “jo jo jo”, y un niño lloró del
susto al ver la llegada de Papa Noel —ese extraño. La algarabía, el ruido y la
felicidad ocurrían en los otros cuerpos. No en el suyo. Toda ella era un corazón
oscuro girando en torno a la sílaba “no”. Se esforzó por no evocar las fiestas
del año pasado, pero ahí estaban las imágenes: una cartelera de momentos
felices. Ella con amigos, ella con familia, ella con hijo, ella con novio
encendiendo estrellas de Navidad. Cuando era feliz, ella no pensaba en los
desgraciados del mundo. Era lógico, entonces, que nadie pensara en ella ese 24
de diciembre. Se fue de la casa materna a las doce y media, llegó a su casa y
se sentó a fumar marihuana en el balcón.
Ah, el balcón. Antes era su refugio. En la casa —inmensa—
vivían su marido de entonces, más sus tres hijos –los de él- de un matrimonio
anterior, más el hijo que habían tenido en común. Cuando ella quería tranquilidad,
subía a su escritorio y se iba al balcón a mirar el cielo. Pero ahora no era
necesario. La casa estaba vacía —su hijo estaba con el padre— y el balcón era
un montaje absurdo en la arquitectura del hogar. Ella subió igual, como un
amputado que todavía siente la pierna que le fue quitada —como si hubiera, al
fin y al cabo, una familia de la que huir. Miró el cielo limpio, las
oscuridades de la luna. Lloró de cansancio. Luego se fue a dormir.
En la mañana, despertó con una necesidad furiosa de
pedalear hasta que le doliera el cuerpo. Lo hizo el 25 de diciembre, lo hizo el
1 de enero, lo hizo durante todo el verano, pedaleando de día, tarde en la
noche, en olas de calor, bajo la lluvia, siendo ella misma una mujer relámpago:
algo que sólo es en la fugacidad; una fractura eléctrica capaz de incendiar
aquello que toca. Pedaleaba para escapar del miedo, del sueño, de la cárcel de
la cama en las mañanas. Pedaleaba para llegar a marzo, y así fue: llegó al final
del verano como si despertara de un viaje astral.
Delante de ella estaba su hijo, a pocos días de
empezar las clases. Revisó con él los útiles, sacó punta a los lápices, hizo la
compra de materiales nuevos: hojas, etiquetas, cartuchos de tinta. Una goma de
borrar perfecta, tan perfecta como una página en blanco. Volvió lentamente al
mundo tangible; la rutina la había sacado de un estado de hipnosis. ¿Era
posible vivir así, empezando de cero a la manera del Eterno Retorno? Pensó en esa
teoría de la existencia en la que todo se extingue para volver a crearse y en
la que los actos se repiten una y otra vez. ¿Cuándo dejaría de comenzar todos
los malditos meses de marzo? Sin creer en dios, sin creer en nada, buscó en un
cajón de la cocina y encontró una vela de cumpleaños con el número uno. La
prendió. Era hora de prenderle una vela al uno, o al dos, pensó. O a cualquier
otro número que incluyera al pasado, y a las posibilidades de la vida en
general.