viernes, 24 de junio de 2011

Adriana Lestido para ADN

Foto: Andrea Knight.

La mujer se levanta a las cuatro de la mañana. Calienta el agua y toma los libros, la birome, el mate, las galletas. Toma la carpa. Luego sale a la calle de arena y camina. Arriba hay un cielo traslúcido: la anunciación del día que todavía no empieza. La mujer avanza hasta la playa. Monta su carpa, se hinca frente al mar, respira. La mujer respira. Como si fuera un acto de limpieza –y no otra cosa- respira. Es verano. Pronto el sol muestra su borde incandescente. La mujer se estira, medita, hace yoga, desayuna. Lee. A veces escribe. A veces nada. Las horas van pasando y la gente llega con sus bolsas y sus ruidos. A las once de la mañana la mujer se va.

Y al día siguiente todo es igual.

Y al día siguiente.

Y al día siguiente.

Hasta que un día la mujer se levanta pero no va a la playa. Hace su bolso y parte de viaje. Se va hasta un bosque, una provincia, una persona: otro lado. Y toma una foto. Y en la foto que toma están la playa, los días, las horas tempranas. Está el silencio. La mujer, más que hacer una foto, realiza una captura de su propio pasado.

Así trabaja Adriana Lestido.

Por eso sus imágenes, además de producir belleza, duelen.

—Cuando estoy viviendo en Gesell voy a ver casi todos los amaneceres. Sentir el poder del día cuando se hace es infinito. Sobre todo en verano. Esas son horas de limpieza.

Ahora está en Buenos Aires. Toma mate en un departamento chico de San Telmo y desde la ventana -en un piso noveno- pueden verse los techos, las terrazas, los alféizares, en fin: la ciudad de la que huyó. Lestido viene cada vez menos a este sitio y su casa, a esta altura, transcurre en el trance de los lugares vacíos: están los libros, está el laboratorio, están las plantas. Pero el alma de Lestido, no.

El alma está en el mar.

—Es el paisaje que más amo. Aunque lleva un tiempo encontrar un equilibrio allá. Cuando hago clínicas, que son espacios de conexión con uno, trato de llevar a mis alumnos a la sierra o a un río, porque el mar puede desequilibrarlos: el mar es pesado.

Ahora sonríe: una línea fina –blanca- sobre el rostro oscuro.

—Pero yo estoy bien. Aparte me hice muchos amigos allá. Es una linda forma de estar sola.

*

Adriana Lestido es una de las fotógrafas documentales más influyentes de las últimas décadas. Fue la primera fotógrafa argentina en recibir la prestigiosa beca Guggenheim. Ganó premios y subsidios como el Hasselblad (Suecia), el Mother Jones (Estados Unidos) y el Konex. En 2010 fue nombrada Personalidad Destacada de la Cultura. Y su obra integra las colecciones de museos de Argentina, Estados Unidos, Venezuela, Francia y Suecia. Pero esto en realidad no explica nada.

Guillermo Saccomanno, prologuista de algunos libros de Lestido -y vecino suyo en Villa Gesell- reescribe todo lo anterior de la siguiente manera: “A través del tiempo Adriana fue depurando su visión, volviéndola más austera y a la vez más poética. Lo que sugiere no sólo un enorme dominio del oficio sino de la transmisión de sentimientos. Creo que hay una sola forma de capturar estas impresiones. Y es poniéndose, sin demagogia ni pietismo, en el lugar del otro. Solidariamente. Y Adriana lo hace”. Eso dice Saccomanno. Y luego dice otra cosa: dice que frente al famoso dilema de qué hacer frente a un chico herido en un combate (si asistirlo o fotografiarlo) no hay dudas de que Adriana ayudaría la víctima y dejaría en un segundo plano la búsqueda de belleza. “Esta perspectiva ética es justamente la que la diferencia del resto de tantos de sus colegas –dice-. Y, a la vez, es la que la distingue superando lo profesional y consagrándola como artista”.

Después, claro, está lo que dice el cuerpo.

La altura de Lestido es extraña: sus piernas son largas –jóvenes-, pero el torso –con los hombros inclinados levemente hacia delante- parece habitar y a la vez producir algún tipo de noche. El cuerpo de Lestido es una callada prolongación de su pensamiento. Es eso. A Lestido le gusta que no se la sienta. No sólo cuando trabaja sino también cuando publica. Lestido quiere diluirse a tal punto que sus fotos dejen de ser suyas y la persona que las mira pueda pensarlas como propias. Le pasó con el retrato “Madre e hija” en Plaza de Mayo (1982): la tomó un colectivo feminista y la puso en las calles sin consultarla ni ponerle el crédito. A ella le gustó. Cree que sólo así –cuando el autor se vuelve anónimo- las fotos pueden crecer a través de tiempo.

—¿Te pasó con alguna otra imagen, aparte de la de la Plaza?

—Sí. Con “La Salsera”, la de la pareja abrazada. Con esa armé mi pensión vitalicia.

Ríe. Sus ojos –chicos- son dos trazos de sombra que se apoyan en una sombra mayor. Lestido está bronceada. Pero su piel no es el resultado de una apuesta estética sino de un diálogo con la luz. Lestido sabe hablar. Con la luz o con lo que sea. Para el fotógrafo Juan Travnik –ganador también de una beca Guggenheim- esta facilidad para el diálogo tiene que ver con el amor. “Al partir del amor por el otro, Adriana pone en juego un respeto y un cuidado por no dañar a ese otro, ya sea una persona, un animal o una planta –dice-. Eso hace que en sus imágenes no se encuentre esa exhibición morbosa o especulativa de las heridas con que casi se regodea -vanamente- el que supone que con la presentación de lo terrible concreta un trabajo ‘denso’ y ‘comprometido’. Si se parte del amor y de una espiritualidad profunda, termina siendo difícil caer en una torpeza como esa”.

*

Hubo una primera foto. No era suya sino de Dorothea Lange. Se trataba de uno de los tantos registros que Lange había hecho en tiempos de Gran Depresión americana. En la imagen podía verse una mujer con sus hijos, sumida en la desesperanza de esos días terribles. Adriana vio esa copia y supo, antes en el cuerpo que en cualquier otra parte, que iba a ser fotógrafa. A fines de los ‘70 empezó a registrar niños en las plazas. Y en 1982 se inició como reportera gráfica en el diario La Voz, donde estuvo hasta 1984, cuando entró a la agencia Diarios y Noticias (DyN).

En el medio de todo eso, hubo una mañana.

Una mañana de 1982, en la que habían enviado a Lestido a cubrir una manifestación donde se exigía una respuesta por los miles de desaparecidos de la última dictadura militar. Lestido –quien había entrado a La Voz hacía una semana- tenía sólo veinticuatro años y una cámara. Eso fue suficiente. Frente a ella había una madre y una hija con pañuelos blancos sobre la cabeza, gritando su dolor y su furia por un hombre -marido y padre a la vez- que aún no daba señales de vida. Ni las daría nunca. La escena reescribía, a su manera, la imagen de Dorothea Lange: el vacío, la soledad y el asco de existir armaban su geografía en ese par de mujeres.

Lestido tomó la foto. Y sucedió el comienzo.

Hospital Infanto juvenil (1986/88); Madres Adolescentes (1988/90); Mujeres presas (1991/93); Madres e hijas (1995/98); El Amor y Villa Gesell (1992/2005), Interior (2011): basta mirar los ensayos y las series que hizo a lo largo de las décadas para intuir que los cuerpos -las formas- son para Lestido el resultado de una transacción. Los cuerpos son la condición para que se presente el alma. Sin ellos no habría nada. Las imágenes de Lestido –madres, hijas, presas, niñas; ahora también paisajes- suelen mostrar lo que no puede ser dicho.

—Durante mucho tiempo se dijo que yo retrataba el universo femenino –dice Lestido-, pero no es eso: yo retrataba la constante ausencia de lo masculino, que no es lo mismo. Ese fue el eje de mi trabajo durante décadas. Pero ya no. Creo que esa parte sanó en mí. Ya vi todo lo que necesitaba ver.

Incluso ya se tomó el trabajo de volver a ver lo que había visto. En el año 2010 Lestido hizo Lo que se ve (1979-2007), una exposición retrospectiva en la que trabajó durante dos años. Cada una de esas fotos, unidas entre sí por un hilván herido, formaba –y sigue formando- la postal de un universo roto; de una soledad que se presenta como un juego de muñecas rusas donde cada ausencia lleva adentro otra ausencia. Y donde en el fondo de todo está la belleza.

Después de esa edición –con la que dio por terminado el período de las “ausencias”- Lestido tardó tres años en hacer algo nuevo.

—Uno no es una máquina –explica-. Antes de hacer algo, uno está obligado a preguntarse: ¿Para qué lo hago? ¿Para estar en el candelero? ¿Para hacer una muestra por año? ¿Para que no se olviden de mí? ¿O se trata de una necesidad vital, evolutiva? Yo estoy todo el tiempo en frecuencia creativa, pero por ahí paso mucho tiempo sin hacer una foto. Y no me preocupa. No soporto la pregunta “¿en qué proyecto andás?”

Lestido resopla.

—Y yo no ando en nada, qué sé yo: estoy mirando el amanecer. Y la verdad que eso me alimenta más que montar una escena de creación sólo para que se suponga que estoy haciendo algo. Frente a tanta imagen y tanta nadería, prefiero preguntarme: ¿Llego al hueso con lo que estoy haciendo? ¿Me transforma lo que hago? ¿Podría vivir sin hacer lo que hago? ¿Entonces para qué lo hago? ¿Puede transformar al otro lo que hago? ¿Puede sentir propias las imágenes? ¿Le da ganas de hacer fotos? Ése es el compromiso que uno debe asumir.

—El compromiso del arte entonces es con uno mismo.

—Sí. Hay una malversación del concepto de arte y de compromiso. Creo que el compromiso tiene que existir, pero con uno. Uno tiene que saber detenerse. Todo es cuestión de parar, vaciarse y hacer espacio para llegar al hueso. La creación para mí es eso: espacio y limpieza. Para mí no existe la página en blanco: la página está llena de cosas y tengo que depurar para poder conectar. Yo conecto desde el vacío y eso lleva muchísimo trabajo.

*

Lestido empezó a tomar fotos con una cámara de su padre. Estaba guardada en el ropero de su casa, en el barrio de Mataderos, a pocos minutos del mercado de Liniers. La cámara tenía fuelle y es de suponer que las fotos de la infancia –Adriana a los cuatro, cinco años- fueron tomadas con ese artefacto. Pero ella no recuerda a su padre con la cámara. Sólo recuerda lo otro.

En 1961, él cayó preso por estafa. Ella tenía seis años; él 31. Él quedó en la cárcel de Caseros hasta que Lestido cumplió doce; ella iba a visitarlo. Luego creció. Estudió Ingeniería. Le gustaban las matemáticas, pero en cuestión de meses la carrera le pareció un espanto. Lestido no entendía nada. Cursó las materias durante 1973, y mientras tanto empezó a militar en una franja estudiantil. Así conoció a Willy, un estudiante que leía a Marx, Lenin, Mao.

—Yo también leía –dice Lestido-, pero por obligación.

Empezaron a militar en la Vanguardia Comunista. A esa altura, Lestido no era valiosa como alumna pero sí como militante. No recuerda si estudiaba algo. Sí recuerda que, llegada la dictadura militar, se fue de la facultad porque había llegado la proletarización.

—Me fui porque tenía que entrar a trabajar en las fábricas. ¡Dios mío! Trabajé un día en una fábrica textil pero no me lo banqué. Jamás en mi vida había cosido a máquina. Mi trabajo era cortar las hilachas de unas telas y reponerles los trozos de telas a otras compañeras. Hasta que un día les dije a mis compañeros: “No puedo”. “Bueno -me dijeron-. Entonces estudiá enfermería; la revolución necesita enfermeros”. “¿Pero no puede ser medicina?” les digo. “No: enfermeros” me dicen.

Lestido estudió enfermería durante un año. Hasta que un día tuvo que preparar el cuerpo de un anciano muerto y no lo soportó. Huyó. Y de alguna forma que ni siquiera ella recuerda del todo, llegó 1978. Que es lo mismo que decir el año negro.

—Desaparecieron Willy y un montón de amigos. Él tenía 29 y yo 23. Tiempo después decidí estudiar cine. Fue en el ‘79. Recién hace unos años me cayó la ficha de que su ausencia algo tendría que ver con mi trabajo. La necesidad de registrar las cosas con imágenes, supongo. De poner, ante lo ausente, la imagen.

Lestido empezó a hacer fotos el año en que Willy desapareció. Y empezó a analizarse cuando empezó a hacer fotos. Las dos eran formas distintas de conocimiento: si faltaba una u otra, Lestido sabía que se derrumbaba.

Hoy –a treinta años de ese año- Lestido no se rompe tan fácilmente. Pero reconoce sus propios pilares. Y siguen siendo –palabras más o menos- los mismos.

—El análisis y la fotografía van en una misma dirección: te ayudan a ver aquello que tu ojo no ve. Yo no fotografío lo que vi, porque si ya lo vi… ¿para qué lo quiero en papel? Lo que quiero ver es lo que no ve mi ojo. Fotografío lo que percibo pero no llego a ver.

—¿Por eso tus fotos siempre son en blanco y negro?

—Creo que sí. En los sueños uno no se acuerda del color. No es que soñemos en blanco y negro: simplemente, es imagen sin color. Y lo mío es eso, más que nada: no es que ame el blanco y negro. En realidad quiero sacarle el color a la imagen.

Su último trabajo fue un encargo de Insud: un grupo económico con un brazo filantrópico que le pidió a Lestido que hiciera un registro de la labor de conservación del medio ambiente y de lucha contra las enfermedades de la pobreza (chagas, dengue) que el Grupo tiene en ciertas provincias de Argentina. Lestido aceptó. Pero lo hizo a su manera. Tomó su cámara Leica y su libreta de notas, y se fue sola a recorrer los pueblos. El resultado es un libro donde la naturaleza tiene la misma entidad que las personas, y donde hasta las orquídeas se desnudan de todo color.

—En México también me pidieron que hiciera un laburo en unos bosques y… bueno. Capaz que imaginaban algo verde.

Se ríe.

—Pero yo quiero ir cada vez más a lo esencial. No sé bien por dónde, pero sé que la Naturaleza me va a guiar.

El trabajo, que ahora está en las librerías, se llama Interior.

No podría llamarse de otra forma.

martes, 14 de junio de 2011

Aurora Venturini, para Revista Ya (diario El Mercurio)



La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, es una ciudad de casas bajas, veredas anchas, árboles robustos. Pájaros.

—Nena, ¿vos conocías La Plata ya?

—Nací acá.

En una calle común –una calle inmersa en una eterna siesta- hay una casa también común.

—¿Y qué apellido tenés, nena?

—Licitra.

Primero se ve una puerta pequeña, luego un pasillo, finalmente otra puerta.

—¡Licitra! Yo me acuerdo de Ducezio Licitra, ¿era tu abuelo? Él era profesor de italiano en la escuela Normal donde trabajé yo y tu abuela era Maite, ¿no? Ella fue mi compañera y yo era muy amiga de su madre, que era la directora de la escuela.

Detrás de la segunda puerta hay un departamento de tamaño moderado con espacio para un baño, una cocina, un patio, un dormitorio y este living.

—¿Y tu abuela cómo está? –se toca la sien- ¿Está bien de la cabeza? ¿Y de físico?

—Está bien, tiene que cuidarse con la comida pero...

—Ah, está gorda entonces.

El living tiene paredes de un verde limón muy claro, y sobre las paredes hay fotos de Eva Perón, algún ángel de cerámica, una imagen de Jesús, un afiche de la película El Pibe, una foto de Borges con su madre, y diplomas enmarcados.

—Yo peso 50 kilos nada más. Siempre fui de poco comer. Siempre fui muy desganada. No tomo vino. Ahora para las fiestas apenas un poco de champán. Pero siempre pesé igual. Sólo comía para tener presión, mirá lo bien que estoy.

El cuerpo de Aurora Venturini es una rama. Una rama donde cuelgan, prolijamente, los colores y las cosas: un tailleur de lino gris, unos aretes dorados, un prendedor también dorado, un rouge marrón con brillo tornasol. Arriba, como una pequeña copa de árbol, el cabello castaño –levemente rojizo- se curva quietamente sobre el rostro óseo, pequeño, maquillado.

—¿Vos comés? Sos flaquita vos. Es lindo ser flaquito. ¿Querés comer algo? Tengo un arrolladito comprado porque yo no sé cocinar, nunca me salió, nunca me interesó. Siempre fui una inútil, por eso me separé dos veces. Cada matrimonio fue una guerra. Pero yo no acuso a los hombres. Me acuso a mí. No se puede vivir conmigo.

—¿Qué es lo difícil?

—Que lo único que me importa es escribir. Ese es el comienzo, el transcurso y el fin de mi vida. Es lo único que he tenido.

Aurora calla y mira a los ojos. Se la ve serena y afilada como un escalpelo que descansa sobre la mesa limpia de un quirófano. Al alcance de su mano –nudosa- hay una computadora portátil. La usa sólo para mandar mails; el resto de las cosas las escribe a máquina. Porque Aurora Venturini –hay que aclararlo- escribe. No es lo único que ha hecho -también fue docente, psicóloga, traductora de italiano y francés, jinete de salto en el Club Hípico de La Plata, y amiga íntima de Eva Perón- pero la escritura es, de todas, la actividad más acabada, silenciosa y vital que Aurora llevó a cabo en estas décadas. A lo largo de sesenta y cinco años publicó más de treinta libros –poesía, narrativa, ensayo, crítica e investigación- de cuya existencia poca gente estaba al tanto. Pero a ella no le importó. Nunca escribió, dice, pensando en la mirada de los otros.

—Yo siempre me pagué mis ediciones porque no me gustaba ir a pedirle nada a nadie. Y después gané muchos premios, pero locales. De la provincia, del municipio, después tengo uno en Verona porque escribí sobre Verona... Pero eran premios que no retumbaban afuera. Hasta que en Página/12 me premiaron y ahí sí.

Aurora –su voz rasposa, lijada: vieja- sonríe.

—Ahí todos se dieron cuenta de quién soy yo.


La prima


Aurora Venturini, de ochenta y nueve años, recién se hizo célebre a los ochenta y seis. En ese entonces, había enviado un manuscrito al Premio de Nueva Novela organizado por el diario matutino Página/12 y su texto provocó estupor, ganó y se convirtió en un libro: Las primas.

Y en Las primas pueden leerse cosas como ésta:

“Betina sufre un mal anímico. Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.

Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.

Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo”.

Cuando leyeron esto –por no hablar del resto del libro- los miembros del jurado –entre otros, los escritores Guillermo Saccomano, Juan Sasturain, Alan Pauls, Rodrigo Fresán y Juan Forn- se dejaron llevar por la frescura y la fiereza y creyeron que se trataba de un joven talento. Pero abrieron el sobre con la identificación del ganador, y era Aurora: una octogenaria con un curriculum tan largo como su propio olvido. Días después, Liliana Viola, periodista de Página/12, llamó a Aurora para avisarle que tenía altas posibilidades de ganar el concurso.

–¿Aurora Venturini? –dijo.

–Sí, señorita.

–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?

–Sí, señorita, me presenté con Las primas.

–¿Sabe que está entre las 10 finalistas?

–No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.

Con esa última frase, Aurora estaba haciendo un guiño a Gustave Flaubert, a quien se le atribuye falsamente una frase similar -“Madame Bovary soy yo”- que se habría usado para defender la entidad de una obra que en su época fue altamente cuestionada. Al igual que Madame Bovary, Las primas también es un libro incómodo para su época: en tiempos de corrección política, Aurora se despachó con un relato ácido y falsamente candoroso sobre una familia donde abundan los mundos hostiles, los deformes, los silencios terribles y la gente con retrasos cognitivos.

—Estos personajes son figuras recurrentes no sólo en Las primas sino en buena parte de sus libros, incluido Nosotros, los Caserta, que acaba de salir. ¿Por qué?

—Porque en mi familia hay unos cuántos. Eso pasa cuando en una familia se casan entre primos para defender alguna herencia, un apellido, esas cosas de antes. Y claro, la sangre repetida si no es pura y sana siempre va a traer esas dificultades. Pero es gente buena. Es otro plano, digo yo. Gente buena.

—¿Ellos no se molestan con sus dichos?

—Cuando vieron el libro dijeron “somos nosotros”. Pero yo les dije que no eran. Y al final dijeron “bueno, total no importa”. Mucho no se dieron cuenta, creo.

—La protagonista, Yuna, tiene un problema de dislalia…

—Yo no. Sólo tengo problemas con la habilidad manual.

—Pero digo: Yuna tiene problemas para pasar de la palabra abstracta a la palabra hablada. La pregunta es si usted nunca tuvo…

—¿Autismo decís?

—No, no digo autismo. Me refiero al problema de Yuna: piensa una cosa pero después dice otra.

—Ah, sí, pero eso nunca me pasó. Ese problema es de una prima mía. Pero tampoco se enteró.

—¿Tiene hermanos?

—Hay dos chicas. Dos muchachas. Hay una que no sé si vive. La otra la veo de cuando en cuando.

—No tiene trato con ellas.

—No. Estoy desapegada, digamos. Yo quiero estar en mis cosas. Si no, no podría haber escrito tanto.

—¿Qué es para usted la familia, entonces?

—Un inconveniente. Salvando la familia, podés hacer lo que quieras. Pero no te estoy aconsejando, ¿eh?

Aurora nació en La Plata. Su padre tenía seis caballos, era jugador, dilapidó su dinero en el hipódromo y un día se fue de la casa. Su madre era docente y era –a ojos de Aurora- una pobre mujer sola. En el medio de todo eso, Aurora creció como pudo, estudió como pudo, se hizo peronista –también como pudo-, y con esa última elección logró lo que ningún amor había logrado: que su padre regresara. El hombre –antiperonista- retornó a la casa sólo para echar a Aurora del hogar. Luego de echarla, él volvió a irse y en algún momento murió –Aurora no sabe cuándo- y años después su madre también murió –y Aurora no la lloró.

—La única que me visita es una prima. No quiero que venga nadie más. Me desordenan todo. Siempre que viene mi prima me pregunta cómo hago para meter tantas palabras a través del cablecito de la computadora.

Aurora mira la mesa. Sólo están la máquina y sus manos: el hueso de sus manos.

—¿Y usted qué le dice?

—Que no sé. Que nadie sabe.


Suerte


Desde que ganó el premio de Página/12, Aurora obtuvo varios otros premios –entro ellos el “Otras voces, Otros ámbitos” de El Corte Inglés de España-; recibió infinitos elogios del escritor Antonio Vila Matas –quien publicó una reseña de Las primas en el diario El País-; fue traducida al francés y al italiano; fue llevada al Teatro Nacional Cervantes –donde se adaptó su libro a una obra de teatro llamada “Las primas o la voz de Yuna”; devino columnista de Página/12; y su nuevo título –que en realidad es la reedición de uno viejo, llamado Nosotros, los Caserta- acaba de ser publicado por Random House.

—Ahora me reconocen, me hacen notas, me publican en editoriales grandes, ahora soy bárbara.

—¿Por qué antes era ninguneada?

—Porque yo era peronista. Tenía lindas cosas escritas, pero nadie me daba bola.

Aurora conoció a Eva Perón cuando armó su Fundación en La Plata. Para ese entonces –fines de la década de 1940- Juan Domingo Perón había llegado a la ciudad y un grupo de universitarios -Aurora entre ellos- había ido a recibirlo. El encantamiento fue instantáneo: Aurora, de familia radical, se sintió peronista para siempre. Consiguió un puesto en el área de Minoridad del gobierno bonaerense –Aurora era licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación- y luego le pidió al gobernador –con cuya mujer tenía trato- que le presentara a Eva Perón, pues quería trabajar con ella. Tiempo después, Aurora estaba trabajando en la Fundación.

—Nos hicimos muy amigas con Evita. Era muy buena persona, muy bella, un cutis perfecto, un encanto. Me acuerdo lo contenta que se ponía tu bisabuela cuando yo iba a ver a Evita. Tu bisabuela tenía un tapado de tigre, ¿no se lo conociste? Qué chiquita era tu bisabuela. Era –Aurora baja la mano- una cosa así tu bisabuela, no sé cómo tu abuela nació tan alta. Tu bisabuela siempre me preguntaba por Evita.

—¿Y usted qué le contaba?

—Que era una mujer buena. Yo no sé por qué la criticaban tanto, nadie hizo por los pobres lo que hizo Evita Perón. Yo la quise mucho. Me acuerdo de los últimos días de la señora. Muy sola estaba. Ya no servía. Así somos. Yo me acostaba al lado de ella y la ayudaba a pasar el tiempo contándole chistes. ¡Cómo le gustaban los cuentos! “Contame el del burrito” me decía. “Contame el del judío”. Cómo le gustaba el del judío.

Aurora cuenta el chiste del judío. También el del burrito.

—Ves que no son cuentos pornográficos. Había algunos un poco zarpados nomás, pero a ella la divertían. Estaba tan enferma… Si no me pedía chistes, me pedía que le hablara de Heráclito. Yo le decía: “El tiempo es una entidad metafísica y no corre: el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto”.

—¿Cómo se relacionaba Eva Perón con la idea de su muerte?

—Ella sabía lo que tenía. Pero no se resignaba. Cuando el doctor le dijo lo del cáncer ella le pegó un carterazo tremendo. “¿Yo voy a tener cáncer? No tengo tiempo” gritó. Ella se murió demasiado pronto. Como Néstor Kirchner. Algunos se mueren pronto y otros muy tarde. Mirá a Perón: se volvió un viejo chocho, se casó con la enana y lo manejaban todos. Mejor que se hubiera muerto el día que bombardearon la plaza.

Cuando llegó el golpe militar de 1955 –que destituyó a Perón de la presidencia y se anunció con un bombardeo sobre la Plaza de Mayo- Aurora se exilió en París, donde vivió entre la crema de la intelectualidad existencialista. Allá tomó clases con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, estudió psicología en el Instituto de París, compartió noches de juerga con Albert Camus y Juliet Gréco y bebió tanto pernod que años después se volvió abstemia. “Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. Él se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: ‘Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí’. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras” dijo Aurora hace cuatro años, en su primera entrevista con Página/12. Pero ahora sólo dice esto:

—En París me quedó una amiga, Juliet Gréco, aunque no sé si murió. ¿Murió Juliet Gréco?

—No sé.

Aurora estira la mano –el nudo de sus dedos- y toma un pastillero de tres pisos. De un compartimento saca una pastilla rosa –fluorescente- y se la apoya en la lengua. Luego busca el agua, traga, respira hondo.

—Sí, sí: murió Juliet Gréco. Igual si estuviera viva no puedo ir a verla. Desde hace seis años que no viajo. No puedo viajar con todas estas pastillas, a ver si en la aduana dicen que son drogas, y además viajar para qué. Ya viajé mucho. Ahora me cuesta subir escaleras, tengo miedo a las escaleras mecánicas, y todos mis amigos están muertos.

—¿Y usted qué piensa de eso?

Aurora mira: algo –un silencio- se raja en sus ojos.

—Se fue otra, qué suerte: yo todavía estoy. Eso es lo que pienso.

lunes, 13 de junio de 2011

Taller de crónica periodística

Cómo contar historias reales. Cómo producir mirada. Cómo buscar y organizar la información. Cómo autoeditar un texto. El objetivo de este taller es transformar un “hecho” en una pieza periodística ágil, sólida, publicable y con cualidades propias de la literatura. Para ello, se trabajará sobre textos de los alumnos y sobre piezas clásicas y contemporáneas de no ficción.
El taller durará 8 clases. Fecha de inicio: 5 de septiembre. Cupos limitados.
Informes: josefinalicitra@gmail.com