viernes, 29 de mayo de 2015

Tiempo*

Cada tanto aparecen fotos viejas de mi hijo. Es fácil que suceda; el universo digital permite eso. Antes las fotos viejas estaban en cajas, en roperos, en madrigueras frescas y oscuras a las que se acudía cuando se estaba seguro de querer ver algo. Pero ahora es distinto. Alcanza con hacer un click en la carpeta de al lado, y ahí aparece mi hijo -eficaz metáfora del tiempo- con sus armas a cuestas.

Las fotos de un hijo, en la era digital, son como esa clase de visitas que tocan el timbre sin aviso, sin acuerdo, sin que nadie esté del todo listo para eso. En mi caso, la secuencia suele ser sencilla: a veces estoy buscando una foto de prensa, una película, un archivo cualquiera, y quedo a tres milímetros de una carpeta que dice, por ejemplo, “Joaco Brasil 2009”. Entro, por supuesto. Siempre entro. Siempre abro la puerta a la visita  y la recibo, por las dudas, con pañuelos de llorar. Ahí está Joaquín en sus etapas anteriores. Está su boca de perlas antes de cambiar los dientes. Están sus rodillas como nueces asomando por el short, el día que empezó el jardín de infantes. Están sus pómulos tiernos, sus ojos de cabrito, su modo de abrazarme como si yo fuera el tronco que flota en esta rara inundación que es la sucesión de los días. En las fotos viejas, la mirada de mi hijo está virgen de cualquier desengaño. Es distinta de la actual. Ahora tiene nueve años, pero pasó suficiente como para que su rostro cambie: viajó, miró, entendió que a veces la gente dice una cosa para decir otra, empezó a intuir los pliegues en los que circula la verdad, o lo que sea que eso signifique. Se desilusionó algunas veces. Fue feliz otras. Él también fue construyendo su propio doblés.  Y todo eso fue marcando la topografía de su cara, que ahora tiene dientes fuertes y una mirada de doble vía, que negocia con el mundo.

Miro las fotos viejas de mi hijo y es inevitable preguntarse cuándo y cómo sucedieron los cambios. Qué pasó con el tiempo. Pienso en eso ahora que es diciembre, que está por cambiar el año, y que acabo de terminar de ver Boyhood, la última película de Richard Linklater, el director —entre otros films— de la trilogía iniciada con Antes del Amanecer. La gracia de Boyhood es la forma en que está hecha: el director filmó a un mismo actor, Ellar Coltrane, desde sus seis años y hasta los dieciocho, e incluyó su evolución física dentro de una trama de ficción. A lo largo de la historia —y, por lo tanto, de la infancia y la adolescencia del muchacho— se van dando algunas de las posibilidades que depara la vida: separaciones entre adultos, segundas parejas que fallan, crisis, decepciones, el nacimiento del primero de varios amores de juventud, el surgimiento de una vocación, los primeros trabajos basura. Hasta que al final de la película, uno siente a esa criatura como un hijo propio y llega sin escudos intelectuales a una de las escenas más duras del film. En ella —no importa contarla, pues no incide en la evolución de la historia— se ve a la extraordinaria Patricia Arquette, madre del chico, de cara a la partida de su hijo a la Universidad. Está sentada en una silla y llora sin melancolía: con una bronca estructural, con un profundo desencanto. "Me doy cuenta de que mi vida se fue, así de simple —dice, y chasquea los dedos como si hiciera desaparecer algo por arte de magia—. Casarme. Tener hijos. Divorciarme. Esa vez que pensamos que sufrías de dislexia. Cuando te enseñé a andar en bicicleta. Divorciarme otra vez. Conseguir mi título de máster. Finalmente conseguir el trabajo que quería. Mandar a Samantha a la Universidad. Mandarte a la Universidad. ¿Sabés qué sigue, eh?? ¡Mi maldito funeral!” grita. Y vuelve a llorar.

Hace tiempo que no veía, en una película, un tramo tan desgarrador y a la vez tan simple. Decido, entonces, tomar nota de cada palabra para ponerla en este artículo, por lo que retrocedo la historia algunas veces y Joaquín —que hasta el momento era indiferente— se detiene a mirar. Le muestro cómo fue cambiando el actor a lo largo de los años. Vuelvo a detenerme en la escena de la madre y el hijo.

—¿Por qué llora? —me pregunta Joaquín.

Le respondo que llora porque siente que el tiempo pasa rápido.

—Entonces, si tuvieras un superpoder, ¿a vos te gustaría detener el tiempo? —pregunta.

Lo pienso unos segundos —juro que lo pienso—, y respondo, finalmente, “no”. Pero luego olvido la respuesta.




* Publicado en Revista Ya del diario El Mercurio. Diciembre de 2014.