miércoles, 11 de marzo de 2009

Salvajes

Al gimnasio de mi barrio va un hombre viejo. Tiene canas con relumbrones azules, el torso cuadrado y los músculos del pecho cayendo en pliegues flojos bajo la remera. No dice la edad pero tendrá setenta y cuatro, setenta y cinco, setenta y seis: esa clase de etapas en las que ya es irrelevante ser exacto. Pero lo curioso no es esto, sino el detalle del hombro. En el hombro derecho tiene tatuada la cabeza de un tigre. El dibujo es grande y en colores: una aureola de pelos crispados y una fauce capaz de transformar el mundo en un jirón de tela.
La imagen de ese bicho colérico y potente en ese hombro manchado, anciano, tostado por el sol de todos los eneros, apareció de golpe como un sello tierno y a la vez triste. Todo es posible en este mundo –incluso que un septuagenario se haga un tatuaje- pero lo más probable es que ese tigre, en ese brazo, sea el único recuerdo vivo de una época salvaje. Y sea, para quienes lo vemos, la imagen que antecede a una pregunta: ¿En qué medida tener algo permanente (el tatuaje) en algo que se vence (la carne) puede transformarse, con el paso de los años, en un síntoma acabado y cruel del Tiempo, de su paso, de la forma irrespetuosa en la que el Tiempo rompe y pervierte todo aquello que somos?
En el año 2003, una propaganda de Sprite sobrevoló esta pregunta y ofreció, a cambio, una (previsible) respuesta optimista. La pieza se llamaba “Viejitos Cool” y mostraba un puñado de ancianos aspiracionales exhibiendo sus tatuajes, sus piercing y sus cabellos fluorescentes mientras de fondo Andrés Calamaro –quien había puesto la voz al spot- cantaba una bonita canción sobre la libertad. En el comienzo de la propaganda se leía una inscripción –“año 2057”- que dejaba en claro la propuesta de la marca de gaseosa: imaginar el futuro de los jóvenes Bond Street. Imaginar su cuerpo, sus deseos, sus formas de sobrellevar las viejas marcas de la juventud. En apenas medio minuto de comercial, Sprite había logrado armar el mapa tranquilizador de una vejez con veinte años en un rincón del corazón (y de la piel).
Pero por afuera de la publicidad estaba –está- la vida. Y en la vida están los problemas de próstata, la artrosis, los dolores de cadera, las horas muertas en las salas de espera, la dentadura en el vaso y, por sobre todas las cosas, la innombrable amargura de los tiempos de descuento. Ver el dibujo de un tigre en un cuerpo amansado por los años es ver, de algún modo, lo que nos espera a todos los que ahora tomamos Sprite. Es una imagen dura, triste y personal. Un reflejo cierto y villano que en el peor de los casos genera compasión. Y en el mejor, rechazo.
A principios de 2008, en España, una familia entró en shock cuando el anciano del grupo confesó haberse tatuado el nombre y la cara de su esposa recién muerta. El caso llegó a la prensa.
- Os tengo que decir algo que no os va a gustar nada –les adelantó Paco a su hija, su yerno y sus nietos. Luego se descubrió el brazo.
- ¡Estás loco! ¿Sabes lo que has hecho? –arremetió su hija-. Tienes 77 años y ahora vas de manga larga, pero cuando lleves el polito de manga corta vas a hacer el ridículo.
- Es que quiero mucho a mi mujer, nunca podré olvidarla. La llevo en el alma.
- ¡Pues llévala ahí, en el alma! ¡Pero no en el brazo! ¡Que a ver qué hacemos ahora en el verano con tu brazo!
En sus inicios, los ancianos de la comunidad eran quienes llevaban los mayores tatuajes. Las inscripciones en la piel eran usadas para revelar qué función tenía un individuo dentro de la sociedad (cuanto más linaje había, más importantes eran los gráficos) y también para convocar o tributar a los dioses. Luego los marinos copiaron el recurso y, hacia el siglo XVIII, empezaron a grabarse el nombre de los barcos abordados, de los países andados, de las mujeres amadas. El tatuaje, en síntesis, siempre fue un testimonio. La marca de lo que fuimos o lo que creímos ser.
Aunque también fue, y sigue siendo, la ilustración de un deseo.
En el año 2003 –el mismo de la salida del spot de Sprite- una viuda inglesa de ochenta y cinco años se tatuó en el pecho un mensaje para la comunidad médica. Su intención era asegurarse que, en el caso de encontrarse en un paro cardíaco, ningún profesional tuviera la voluntariosa idea de sacarla del túnel.
La frase decía “No Continuar”.
No continuar.
Ahora sí: eso es salvaje.

martes, 3 de marzo de 2009

Plop


Un día, la noticia.

Y caí

caí

y el aire se hizo carne

y la carne se fue.