jueves, 24 de enero de 2013

Ocho formas de decir lo mismo



En algún momento del año 2012 mi amigo Alberto Salcedo Ramos me pidió, con vistas a un taller que daría en México, que escribiera algún consejo de trabajo o escritura para sus alumnos. Me puse a pensar y esto es lo que pude decir (y esto es lo que encontré ahora en mi casilla de mail, buscando otra cosa -uno siempre busca otra cosa).  

1. No intenten demostrar -en los textos, en las preguntas al entrevistado- que son inteligentes. No estamos para demostrar nada. Estamos, en el mejor de los casos, para mostrar.

2. Interpélense a ustedes con la misma severidad con la que interpelan (o deberían interpelar) al resto. Pongan sobre la mesa los propios prejuicios.

3. Usen el transporte público. No lleguen a las entrevistas en taxi o por autopista, porque se pierde información. El nuestro, hasta donde se pueda, es un oficio de a pie.

4. Ronden, miren, midan sus temas: vean qué espacio exige cada historia, y recién después -si hace falta- peleen por ese espacio. Escribir bien no siempre significa escribir largo.

5. Busquen un punto de contacto entre ustedes y la historia que vayan a contar. Ese cordón umbilical -y no el afán de dinero o de prestigio- es lo que nos mantiene unidos a la historia. A través de ese cordón la historia respira. Y respiramos nosotros.

6. No intenten salvar a sus personajes. Alcanza con que puedan nombrarlos.

7. Tengan una vida. Quiero decir: pídanle a la vida mucho más que la virtud de ser buenos cronistas.

8. Y, por último, no caigan en el cliché del Cronista Suspicaz que dice ahora -porque antes decía otra cosa- que la pobreza es el lugar común de la crónica. El lugar común de la crónica no es la pobreza sino la autocomplacencia. Huyan de ella como de la peste

lunes, 21 de enero de 2013

Diez días de ruido en la ciudad feliz *


Mar del Plata –también conocida como “La Feliz”- es la localidad costera más famosa y más poblada de la Argentina. Pero a pesar de su apodo, y aún cuando la ciudad es bella, pasar por el balneario en enero o febrero puede ser una experiencia agotadora. Una periodista fue y volvió (de pésimo humor) en el verano de 2012, y ahora –en vísperas del inicio de la nueva temporada alta- cuenta esta historia.

(c) Clarín


 El error fue mío.

—¿Y si vamos a Mar del Plata? –dije.

Fue a fines de noviembre del año pasado. El 2012 había sido un período de muchos gastos y yo había decidido sumergir a mi familia en una propuesta austera: mi abuela tiene un apartamento en Mar del Plata –el balneario más popular de la costa argentina- y sólo era cuestión de  animarse a aprovecharlo. El verbo “animarse” no era casual: había –y hay- que atreverse a ir a Mar del Plata en temporada alta. La ciudad recibe casi un millón y medio de turistas sólo en enero y eso significa que la ciudad, bellísima en invierno o primavera, en enero y febrero revienta.

Y la palabra “revienta” tampoco es casual, pero eso se verá más adelante.

El viaje a Mar del Plata empezó en casa. Mientras empacábamos nuestras cosas (paletas, pelotas, ropa de playa, un barrenador) armé unos sándwiches de milanesa y preparé el equipo de mate. Si íbamos a vacacionar en La Feliz –tal es el apodo histórico de la ciudad- había que entrar, también, en el “modo La Feliz”, esto es: había que ser parte del asunto.

Cargamos nuestra heladera portátil y subimos al auto. El pulso de Mar del Plata empezó a sentirse a la hora de salir de Buenos Aires, cuando entramos en la Ruta 2: la vía de acceso terrestre; un tramo de asfalto impecable que en tiempos normales permite llegar a la playa en apenas cinco horas, pero que en fechas pico puede duplicar su marca. Hay gente que se pasa el día entero yendo a Mar del Plata.

Cansados de un viaje que se estaba haciendo largo, a mediodía nos detuvimos en la ruta. Había que cargar combustible. Alrededor se apiñaba un centenar de autos y era difícil maniobrar sin recibir un insulto. Puertas adentro los coches también desbordaban. Al auto de al lado se le abrió el baúl y de adentro cayó una jaula con un canario.

—¿Dónde estamos? –pregunté al muchacho del combustible.

El chico miró el escenario.

—En el Paraíso –dijo.

Cinco días más tarde semejante ironía me habría hecho llorar de nervios, pero en un comienzo yo estaba tranquila: de buen humor. Mi marido y mi hijo también estaban de buen humor, aunque ellos no suelen ser un problema: en estos casos el problema soy yo.

Ese día llegamos a Mar del Plata a la noche. El departamento nuestro tenía un balcón con vista al mar. A esa hora la playa estaba oscura y la espuma de las olas era apenas un trazo incandescente bajo las estrellas. Abajo, en la calle –estábamos en un noveno piso- los ruidos de la ciudad llegaban con lejanía. En cualquier caso: estábamos cansados. Pronto nos fuimos a dormir.

*

—Si un marciano viera todo esto pensaría que las personas son hormigas y la playa es el hormiguero.

Mi hijo, Joaquín, entendió todo pronto. Fue al día siguiente, cuando salimos a las diez de la mañana a buscar un balneario donde pasar los días de playa. La multitud que había en la calle era inaudita: parecíamos insectos aleteando torpemente en torno a una fuente de luz. El ritual marplatense consistía –casi siempre consistió- en eso: en moverse en manadas; en cargar sombrilla, lona, heladerita y niño con la resignación con la que Sísifo cargaba su piedra.

No todos iban al mismo lugar. Mar del Plata tiene 47 kilómetros de playa y cada cual elige dónde hacinarse. Por un lado están las orillas públicas como La Perla y la Bristoldos espacios célebres, entre otras cosas, porque en hora pico están tan llenas que es técnicamente imposible ver la arena. Y por otro lado están los balnearios: complejos con restaurante, carpas, vestuarios, pileta y facilidades de ocio que suelen resolver bastante bien las estadías con niños. Ellos juegan y se hacen amigos en un espacio limitado y seguro, y uno, en el mejor de los casos, descansa.

De todos los balnearios, la zona menos saturada –suponiendo que algo así es posible- es Punta Mogotes: un barrio famoso por la amplitud de sus playas y al que se llega en auto por la avenida costera. La distancia entre el centro y Punta Mogotes es de apenas ocho kilómetros, pero aquella vez –al no estar advertidos- salimos en hora pico y tardamos una hora y media en llegar hasta allá. Durante el viaje mi hijo quedó extasiado con el caos de gente. Juan, mi marido, hacía un silencio prudente. Él conoce mi humor en esos casos.

El balneario que elegimos se llamaba Mediterráneo. Era el único lugar que no tenía la música a un volumen enfermo. La certeza de que nunca tendría un minuto de silencio me angustió. Al momento de elegir la capa intenté buscar alguna que amortiguara el problema.

—La más silenciosa de todas –dije. La chica del mostrador me dedicó una mirada neutra. La palabra “silencio” no estaba dentro de su radio cognitivo. Nos dio una carpa. Una cualquiera. Mientras íbamos hasta allá –atravesando niños, ruidos, reposeras, panzas- sentí una amargura subiendo por el cuello y entré en ese estado que ya reconozco en mí: el estado “todo es una mierda”. A veces me pasa: la cabeza se me funde a negro y todo, sin distinción de edad o don de gente, se vuelve insalvable. Mi familia en estos casos tiene su estrategia: cuando me pongo oscura me ignoran.

Juan y Joaquín se fueron al mar. Yo me tiré dentro de la carpa. En la de enfrente una familia de seis jugaba al truco a los gritos. En la de más allá unas viejas jugaban al burako. Y en la carpa de al lado estaban “los Rober”: un clan que giraba en torno al jefe de familia, Roberto, a quien invocaban todo el tiempo

Intenté concentrarme y saqué un libro: Diario de Golondrina, de Amélie Nothomb; la historia de un asesino a sueldo.

—Ta linda la pileta Rober.

—¿Fuiste a la pileta Rober?

—¡Rober! –con boca llena- ¿Trajiste la crema para Daiana?

—¿Rober vamos a caminar por la playa?

Un asesino a sueldo: eso es lo que yo necesitaba.        

—¡¡No me rompás los huevos!! –respondió Rober finalmente-. ¿¿Venimos caminando no sé cuántas cuadras y vos querés caminar por la playa??

Después alguien se llevó a Rober.

Después pasaron las horas, más después llegó la noche.

Y la noche transcurrió sin nada nuevo, es decir: llena de gente

*
        
Los días fueron pasando y la rutina era siempre la misma: íbamos al balneario y tratábamos de sobrevivir ahí adentro. Joaquín se hizo amigo de Guido, un nenito agradable y de padres marplatenses. Me llamó la atención que un marplatense se aventurara a las playas en verano: en general los lugareños odian su ciudad cuando llegan las hordas y tratan de recluirse en sus casas con pileta –en el caso de la clase alta- o de ir a la playa sólo en horarios anticíclicos: muy temprano o muy tarde.

Pero la familia de Guido era un caso especial. No sé por qué estaban ahí y tampoco –aunque parecían afables- tenía ganas de hablar con ellos. Sólo sé que Joaquín, pasado cierto tiempo, decidió mudarse de familia: en la carpa de Guido siempre había gente jugando a las cartas y comiendo galletitas. Así que nos dejó solos. No estaba mal. De a poco, en soledad, Juan y yo asistimos al milagro: empezamos a sobreponernos al ruido.

Ese día volvimos al departamento a las seis de la tarde. Tomamos algo fresco en el balcón. Vista desde arriba la calle parecía el escenario de una diáspora: cientos de personas abandonaban la playa lentamente. Un rato después bajamos a matar el tiempo. Cruzando una avenida estaba el Hotel Provincial –uno de los más antiguos e importantes de Mar del Plata, donde también hay un casino- y cruzando una calle estaba el Hotel Hermitage: el más exclusivo de la ciudad. En el piso de entrada al Hermitage hay decenas de manos hundidas en el cemento, a la manera de Hollywood. Jeremy Irons, Maria Grazia Cuccinota, Alex de la Iglesia y Sonia Braga conviven con figuras como Moria Casán.

La gente, esa tarde –como todas las otras-, miraba y se fascinaba con las manos. Muchos tomaban fotos. Una madre le pegaba a su nena sobre las manos de Dyango. Joaquín descubrió que el bailarín Julio Bocca no había puesto las manos sino los pies. Celebró su hallazgo.

—¿Natalia Oreiro dónde está? –decía una mujer con obesidad mórbida. Todo se volvió excesivo. Nos fuimos a caminar por la Avenida Peralta Ramos, que bordea la costa del centro.

—¡Arriba esas palmas que estamos de vacaciones!

En la rambla, un hombre daba un show callejero y todos aplaudían. Había olor a choripán y a pochoclo. Agarré fuerte mi cartera: sólo me faltaba un robo. Pedí que nos fuéramos de ahí. No lo dije de la mejor forma, ya saben. Lo importante es que nos fuimos. Caminamos bordeando la entrada al casino. La gente que entraba y salía tenía siempre el mismo rictus: una maquillada versión del ultraje. Afuera, sobre un puñado de reposeras, seis viejas sentadas en corro jugaban a las cartas por dinero. Miré eso mientras alguien me ponía en la mano un volante de papel: era una promoción para una obra de Hugo Sofovich.

—Niños gratis –dijo el promotor para convencerme.

—¿Perdón?

Estaba dispuesta a discutir. Pero Juan -mi marido- me tomó del brazo y cruzamos la calle. En la vereda de enfrente, sobre la Plaza Colón, la más importante y una de las más hermosas de la ciudad, había una hilera de autobuses con superhéroes adentro. Eran “trencitos de la alegría”: micros con forma de vagón de tren que recorrían la ciudad con una música eufórica y muchos muñecos bailando y haciendo burbujas con detergente. Joaquín insistió tanto que dijimos que sí. Subió mi marido y yo me quedé esperando en la plaza. Ya era de noche. Por un altoparlante se anunciaba que al día siguiente Julio Iglesias daría un espectáculo en la playa: Mar del Plata cumplía 138 años de vida y había que festejarlo. Un día después, el encargado de mi edificio resumiría todo de esta forma:

—Cada tanto a Julio Iglesias lo traen, lo sacan de la valija, lo inflan, canta, lo desinflan, lo entalcan y lo vuelven a guardar.

Al rato mi marido y mi hijo volvieron del tren de la alegría. Joaquín estaba eufórico, pero el semblante de Juan era inclasificable. Dos cuadras después me puso al tanto: en la mitad del trayecto el Hombre Araña se había agarrado de un caño y había empezado a hacer movimientos pélvicos.

—Hizo el baile del caño –dijo Juan. Estaba absorto. Yo di rienda suelta a mi locura: quería encarar al Hombre Araña y decirle que era un desubicado y que lo iba a denunciar. Después me dio cansancio: necesitaba volver a casa. Ya tendría oportunidad de hablar con él. Los días subsiguientes me pasaría el tiempo pensando en qué cosas decirle y en qué orden: tenía que ser efectiva y dar en el blanco.
        
*

Si existe una chance de ser feliz en Mar del Plata en temporada alta, esa posibilidad está a la mañana. A esa hora los adolescentes duermen, los niños desayunan y la gente –poca- camina por la rambla bajo un sol que entibia el agua con delicadeza.

A lo lejos, aquella vez que salimos, se veían veleros. Y de cerca era posible ver, sumidas en un silencio ventoso –en la costa argentina siempre hay viento-, las casas de piedra tradicionales de la ciudad. Mar del Plata –hay que insistir con esto- es hermosa. Y su mayor problema es a la vez su mayor capital turístico: porque es hermosa, se llena.

No siempre fue así. Al principio del siglo XX –cuando nació como balneario- esta era una localidad semi poblada a la que concurría sólo la gente con dinero. Mar del Plata había sido levantada bajo el signo de la Bélle Epoque y hasta allá iba a la clase alta a pasar sus vacaciones de tres meses. Luego, con la llegada del peronismo llegaron también la sindicalización y los derechos laborales y eso permitió que las clases trabajadoras también pudieran ir a “La Feliz” en sus días de descanso. En Mar del Plata los sindicatos compraron y construyeron más de treinta hoteles que aún hoy son conocidos por dar a sus afiliados una relación inmejorable entre precio y calidad. A su vez, en las décadas de 1950 y 1960 las clases medias –tal fue el caso de mi abuela- se volcaron masivamente a comprar un departamento en Mar del Plata, lo que generó un boom de la construcción y un cambio importante en la estructura urbana: Mar del Plata dejó de ser una “villa balnearia exclusiva” para convertirse en una ciudad con población permanente.

Todo esto espantó a la aristocracia bonaerense: los que pudieron hicieron base en Punta del Este. Y los que no, desde entonces se aíslan en sus caserones del barrio Los Troncos: un vergel de árboles y pájaros donde las casas son bonitas pero no suntuosas. Mar del Plata –a diferencia de Punta del Este- tiene una riqueza plácida: discreta.

Luego de recorrer Los Troncos fuimos en auto a la playa. Estábamos tranquilos: con el recambio de febrero se había ido alguna gente –no mucha- y estaba la ilusión de que la costa estuviera menos cargada. La diferencia finalmente fue ínfima, pero la agradecimos igual. La playa, además, con el correr de los días comenzó a reproducir sus lugares comunes (secretamente esperados): asistimos a un salvataje en el mar, ayudamos con la pérdida de un niño y miramos una competencia de castillos de arena. De a poco empecé a acostumbrarme a ese mundo: el viento parecía soplar a favor. Los Rober se habían ido del balneario. Los jugadores de truco habían sido reemplazados por un matrimonio de ancianos. Y a la tarde, además, el cielo se cerró y una amenaza de tormenta hizo que mucha gente huyera del lugar. Nosotros nos quedamos. Si esa era la condición para estar en paz, pues adelante: que nos partiera un rayo. Con los pasillos quietos y las carpas vacías el lugar tenía ese trazo limpio del arte geométrico.

Los pocos turistas que quedaban estaban en sus carpas, aguardando lo que finalmente llegó: una tormenta feroz cayendo de un cielo que, por primera vez, parecía más poderoso que el mar. Fuimos corriendo hasta el auto con el agua por los tobillos, muertos de frío.

Nos costó recuperarnos, pero lo mismo a la noche volvimos a salir. Habíamos sacado entradas para ver Iván el terrible -un clásico dirigido y actuado por el bailarín Maximiliano Guerra- y no queríamos perder los tickets. El espectáculo fue conmovedor y necesario. Lo feo fue lo otro: días después me enteraría de que Guerra había tenido que bajar una función por falta de público. En Mar del Plata –un epicentro teatral en temporada alta- la mayor parte de la gente suele elegir otra cosa. Hay obras de teatro buenas –con actores famosos que aseguran taquilla- y hay principalmente una oferta inmensa de propuestas baratas: en un sentido amplio, baratas.

Muchas de estas propuestas están sobre la calle San Martín: una peatonal donde se alternan las casas de juegos con las carteleras (lugares donde se venden entradas a mitad de precio) y con pequeñas salas de teatro rematadas por carteles llenos de chicas en tanga. De una de esas salas salió Jorge Corona, un humorista famoso por sus bromas obscenas. Corona estaba espesamente maquillado y hacía esfuerzos por meter gente en la sala. O sea: hacía chistes horribles. Y la gente se tomaba fotos con él. 

—Ehhh… -dijo Corona- ¡¡¡Si todos los que se sacarían fotos comprarían la entrada la sala estaría hasta las bolas!!!

Pedí perdón al dios de la gramática y seguimos caminando. Alguien, a lo lejos, le gritó a Corona “¡maestro!” y sentí una puntada en el apéndice. Mejor ir a cenar. Cerca del Club de Golf –camino al puerto- hay un polo gastronómico que mezcla los mariscos –un clásico marplatense- con la comida de autor. Para llegar hasta allá pasamos por Plaza Colon y los trencitos de la alegría. De lejos me pareció ver al Hombre Araña haciendo pis detrás de un árbol. No es seguro que haya sido él. Pero la sola posibilidad me dejó sin argumentos. En silencio y sin detenernos nos fuimos a comer mariscos: un plan al que accedimos luego de una hora de espera.

*

Llegó nuestro último día en Mar del Plata. Antes de partir aprovechamos para recorrer las márgenes más cercanas a pie. El desafío principal era ir a la Bristol: la playa más céntrica y –junto con La Perla- un emblema del tumulto marplatense. El gentío de la Bristol es tan célebre que algunos años atrás un cronista de Caiga Quien Caiga midió el tiempo que se tarda en llegar desde el comienzo de la playa hasta el agua, y el resultado –sorteando lonas, cuerpos y reposeras- fue de veinte minutos.

Pero una cosa es verlo por televisión y otra cosa es esto. La Bristol no es folclórica: es angustiante. Los cuerpos sufridos, las radios a todo volumen, los vendedores ambulantes, los guardavidas gordos –como viejos luchadores de catch- y la arena llena de colillas, plásticos, cáscaras de fruta y pañales sucios arrojó una imagen dura de lo popular. ¿Cuándo se decidió –quién lo hizo- dejar las playas del centro a la deriva?

Caminamos unos minutos hasta que subimos un terraplén que separaba la Bristol de Playa Varese. Al otro lado, curiosamente, el espíritu era el mismo –no había balnearios privados- pero la arena estaba limpia y con veraneantes que, podía intuirse, pertenecían a la clase media. La división –física, pero sobre todo conceptual- era inquietante. Nos sentamos perplejos hacia el final de la playa, en un bar mínimo donde pedimos una bebida y el periódico. Ahí fue cuando vimos, en La Capital –el principal diario marplatense-, el anuncio en portada del mayor choque de trenes de la historia argentina. Era la tragedia de Once: un subproducto de la ausencia del Estado y un accidente en el que murieron 51 personas que iban camino al trabajo.

El ferrocarril Sarmiento –la línea que colapsó- era conocido por el modo inhumano en el que viajaba la gente. Aplastados, resignados a que no hubiera una opción posible, los usuarios se movían sin derecho al espacio personal. Pensé en eso, de cara a la Bristol y a mis vacaciones, y lo que vino después fue una profunda tristeza.




* Publicado en la revista Domingo, del diario chileno El Mercurio.

martes, 15 de enero de 2013

La hija del milagro*



(c) Revista Gente



El 30 de marzo de 2012 Analía Boutet llegó al hospital Julio Perrando con las piernas mojadas. Acababa de romper bolsa y tenía miedo: todo ocurría demasiado pronto. Sus hijos anteriores –ya tenía cuatro- habían nacido sin problemas pero este caso era distinto: Analía llevaba sólo seis meses de embarazo.

—Mamita te orinaste, no se rompió nada –dijo una enfermera mientras le revisaba velozmente el cuerpo. Acto seguido la dejaron en observación y cuatro días más tarde, cuando ya se había escurrido todo el líquido amniótico, se percataron del error y la llevaron al parto. Eran las diez de la mañana del 3 de abril.

—A ver, mami, abrí las piernas.

En la sala de partos alguien colocó una palangana para atajar la sangre, la placenta y el cuerpo que Analía debía expulsar. Analía se inquietó: durante el último mes los médicos le habían estado hablando de otra cosa. Dado que la placenta bloqueaba el canal de salida del útero, su bebé no podía encajarse de cabeza y llegado el momento sería fundamental –habían dicho los médicos- hacer una cesárea. Pero eso no era una cesárea. Pronto una médica metió las manos en el cuerpo de Analía. Era una practicante. Seguía las órdenes de su maestra.

—Agarralo de las piernas, hacele para arriba, dalo vuelta.

La jefa de obstetricia le estaba explicando a su alumna cómo hacer para sacar recién nacidos por los pies: una práctica poco recomendada para un parto.

—Hacele para abajo, mové a los costados, tirá.

Analía sintió cómo salía un cuerpo pequeño: su hija. Luego sintió cansancio. Eran poco más de las diez de la mañana y alguien le inyectó un sedante que la hizo dormir unos minutos. Cuando despertó estaba sola. El silencio era un augurio oscuro y por primera vez tuvo miedo. Luego entró una enfermera.

—Mami, ¿vas a anotar a tu bebé? –dijo.

Analía respiró hondo: estaba viva. Su  hija estaba viva.

—Voy a anotarla –respondió-, pero dígale al papá que está afuera.

La enfermera se retiró y Analía se quedó pensando en el nombre: la niña se llamaría Lucía Abigaíl. Todas las mujeres de la familia –incluida ella, Analía Lucía- se llamaban Lucía: era la tradición. También eran tradición las niñas rubias, ¿sería rubia su hija? ¿Tendría sus ojos verdes? En eso pensaba Analía cuando otra enfermera entró a la sala.

—Mami, ¿qué van a hacer con el cuerpito de tu bebé?

¿El cuerpito? Analía no entendía o mejor dicho, sí: ahora empezaba a entender. Se largó a llorar. La segunda enfermera se fue. Entró una tercera mujer.

—Mami qué pasa, ¿te duele algo?

Era la media mañana. Afuera de la sala, a 24 minutos del parto, Fabián Verón –marido de Analía- firmaba el acta de defunción de Lucía Abigail mientras la beba era metida en un féretro de madera barata. A las 11:05 el cuerpo ya estaba en la morgue, y lo que vino después fue un trámite ominoso: había que llamar a los familiares y explicar la noticia, y había que preparar el velorio para la mañana siguiente. De eso se empezó a encargar Fabián. Analía, en cambio, seguía tomada por una única escena: se habían llevado a su hija. No había conocido el rostro de su hija.

—Quiero ver cómo era –le dijo finalmente a su marido.

—El cajón ya está cerrado.

—No me importa, quiero verla igual.

—Te va a hacer mal.

—Quiero verla igual.

Analía, Fabián y Jorge –hermano de Analía- fueron a la morgue del Hospital Perrando. Eran las diez de la noche. Allí, dos empleadas sacaron un pequeño féretro de una heladera y lo pusieron sobre una camilla. El cajón estaba allí desde las once de la mañana y había sido cerrado con clavos. Fabián tomó una barra de metal y levantó la tapa haciendo fuerza. Adentro había un cuerpo mínimo –menos de un kilo- envuelto en algo parecido al papel de arroz. Analía corrió el velo: la vio. Tocó su mano. Miró su rostro, su boca imperceptible.

—Qué es eso.

Entonces pasó algo.

El cuerpo emitió un gorjeo fino: un suspiro amaneciente.

—Enfermera… mi… mi bebé se está moviendo –dijo Analía. Luego dijo lo mismo pero a gritos: su bebé se estaba moviendo. Una de las empleadas de la morgue le tocó el pecho. El cuerpo de la criatura estaba cubierto por un fino manto de escarcha. Y se movía.

—Está… –dijo la mujer. Pero no supo seguir. En el acto Analía cayó de rodillas y empezó a llorar. Fabián –su marido- permanecía inmóvil. Jorge –su hermano- levantó a la beba y la llevó corriendo doscientos metros hacia el primer cartel del hospital: un letrero que decía “partos”.

—Mi sobrina está viva –gritó.

La beba, horas después, pasó a llamarse Luz Milagros.

Y Luz Milagros ya lleva un mes en terapia intensiva.


*


El Hospital Julio Perrando es uno de los centros de salud pública más importantes del noreste argentino. Allí, en el último año nacieron 5.800 niños de los cuales el 6 por ciento pesó menos de un kilo y medio, lo que significa que -en los pasados doce meses- hubo 348 criaturas que recibieron la misma atención que Luz Milagros. Diez de esos bebés están aquí, ahora, en la Terapia Intensiva de Neonatología: un espacio celosamente vigilado por guardias y enfermeros, y acompañado por una sala de espera donde las familias charlan, duermen y esperan que las horas sigan su curso.

Hoy es 26 de abril, han pasado más de veinte días desde el nacimiento de la beba y en la sala –junto a otra gente- está Fabián Verón, el padre de la niña, tomando mate y jugando con uno de sus cinco hijos.

—¿Fabián?

El hombre alza la cabeza, me mira y hace un gesto de amable cansancio. En las últimas semanas los periodistas pasamos a ser una parte extenuante del paisaje familiar. A los Verón los han llamado de España, Reino Unido, Israel, Colombia, y de todas las provincias argentinas. La familia, en consecuencia, vive a medio camino entre el agotamiento y la cordialidad.

—Pasá, sentate.

Quito mantas, corro bolsos: me hago espacio en un banco, y espero. Analía no está aquí: está con Luz Milagros; cada seis horas puede darle un centímetro de leche materna. Lo hace con una jeringa. Todo, dice Fabián, debe hacerse a escala milimétrica: las dosis, las caricias, incluso las palabras dichas. Días atrás –sigue Fabián- Analía notó que cada vez que alzaba a su criatura la saturación de oxígeno bajaba, esto es: Luz Milagros empezaba a oxigenarse mal. Cuando quedaba en manos del enfermero, sin embargo, los parámetros volvían a ser normales. La explicación era una sola: Analía estaba nerviosa –aún no se recuperaba del estrés del parto- y su beba era notoriamente permeable a esa angustia.

Así son, parece, los niños prematuros: un cuerpo hipersensible; pura intemperie.

—Ay… qué carácter tiene la chinita.

Ahora habla Analía. Acaba de cruzar la puerta y se la ve alegre y satisfecha. Cuando dice “chinita” y “carácter” se refiere a Luz Milagros.

—Tienen su ánimo las bebés –dice Analía mientras se sienta; tiene una voz dulce y serena: un hablar de provincias-. Ayer yo la tocaba a la chinita y bajaban todos los números, pero recién la alcé y se mantuvo estable.

—Ahora te dejan tenerla un poco más.

—No creas. Depende del estado de ánimo de la señorita.

Analía sonríe y resplandece con cierta fatiga. Tiene 29 años y una presencia más aniñada y fresca que la que aparece en fotos. Su belleza –rubia, trigueña, coronada por ojos muy verdes- es una combinación posible en Chaco: hasta aquí, a lo largo del siglo pasado llegaron miles de inmigrantes europeos que embarazaron mujeres de poblaciones indígenas y después se fueron. Analía tal vez sea fruto de ese mestizaje, como también podría serlo el resto de sus hijos. Además de Luz, los Verón tienen cuatro niños nacidos sin problemas en el Hospital Perrando: Ramiro (5), Camila (8), Micaela (9) y Santiago (12). De todos ellos sólo está aquí Ramiro. Juega en la computadora a metros de su madre.

—El Fabi lo trajo porque en el informe de jardín de infantes salió que anda muy triste –dice Analía-. Yo casi no estoy en casa y lo de la hermanita lo afectó. Durante todo el embarazo él estuvo muy pegado a mí, dormía abrazado a mi panza, y cuando la beba nació hubo que decirle que había muerto, y después le dijimos que vivía, o sea: cómo quieren que esté bien.

A Ramiro, como a sus padres –y como a todos los adultos-, le costó entender lo que había pasado con Luz Milagros. Por eso, aunque estaba fuera de protocolo, en el Perrando accedieron a que el niño fuera llevado hasta la incubadora de su hermana: cuando vio a la criatura -790 gramos y varios tubos- se tranquilizó. Pero a la vez quedó erizado. Ahora, de rodillas en el piso, en un espacio incómodo que se le ha vuelto internamente confortable, Ramiro juega con una computadora.

La máquina es uno de los regalos que le dio el gobierno provincial a la familia Verón. Cuando supieron del caso –seis días después de que ocurriera, ya que el hospital quiso encubrirlo- la secretaria de Jorge Capitanich –gobernador chaqueño- se contactó para ofrecer todo aquello que el gobierno estaba dispuesto a dar: 120 dólares, dos computadoras, una moto (a los Verón les habían robado la moto el mismo día del parto), un teléfono móvil, 220 dólares en tickets para ropas de niño, 250 dólares para alimentos, una beca para que uno de los niños juegue en un club de fútbol y una promesa de ampliación de la casa familiar, que hoy tiene dos dormitorios y que –dádivas mediante- podría llegar a tener cuatro.

La ayuda oficial parece ser proporcional al interés por resolver el tema, al menos en términos mediáticos. Sobre todo porque Analía Boutet habla de milagro –es una mujer creyente- pero también sigue hablando de responsabilidad médica.

—A mí me trataron como a un animal que estaba teniendo cría –dice-. Me hablaban todo suavecito pero yo era un animal para ellos. Acá vos vieras las historias que hay. Yo ya conocí a catorce seismesinos, y a cinco los habían dado por muertos. A ella también le dieron por muerto a su bebé.

Señala a una mujer muy joven. La chica se llama Romina y su rostro es una forma posible de la ausencia. Romina parece estar adormecida o –quizás- harta de todo. El 2 de abril –un día antes de la llegada de Luz Milagros- fue a parir y le dijeron que su hija había nacido muerta. “Vaya a la morgue que le van a dar una cajita de cartón” le sugirió –a ella y a su marido- un empleado del hospital. “Qué cajita de cartón, mi hija no va a estar en una cajita de cartón, va a estar en un cajoncito” gritó el marido de Romina mientras pateaba puertas y buscaba su teléfono móvil. Luego, el muchacho empezó a sacar fotos. De la palangana sucia donde habían dejado, hundida en un charco de sangre, a su beba recién nacida. Y de su hija: del cuerpo de su hija.

—Entonces cuando la estaba enfocando vio que la bebé movía una mano. ¡Una mano! Acá no les importa nada –dice Analía, pero Romina no habla. Sólo toma el teléfono móvil y, a pedido de Analía, me muestra las fotos. Veo –no olvido- esas fotos.


*


Chaco –de 1.053.466 habitantes- es la provincia que históricamente, y junto con Formosa –que está al otro lado del río Bermejo-, ha presentado los mayores índices de analfabetismo y mortalidad infantil de la Argentina. En el año 2010, el riesgo de morir durante el primer año de vida era de un 14,4 por mil (frente al 11 por mil a nivel nacional) y la tasa de analfabetismo alcanzaba al 8 por ciento de la población. Esa franja social era –y sigue siendo- la que termina en el Hospital Perrando: un centro de salud pública al que acude la población de clase baja, que muchas veces llega –incluso a parir- andando en bicicleta.

—A las mujeres las traen pedaleando los maridos, y a veces vienen de muy lejos, y como tienen menos de cinco de dilatación no las quieren internar: las mandan a caminar alrededor del hospital –dice Nancy Sotelo, directora del Movimiento Mujeres de la Matria Latinoamericana, una agrupación que lucha por el respeto a los derechos de género dentro de la provincia. Nancy –menuda, morena- tuvo a sus dos hijos en el Hospital Perrando y su experiencia no fue trágica: simplemente fue horrible.

—Yo me reprimí gritar durante el parto porque a las que gritaban las trataban peor, entonces me tiraba del pelo para no gritar –dice-. Pero esto no es sólo un problema del gobierno o del hospital: es un problema cultural. Yo, por ejemplo, tuve a mi primera hija a los 28 años. Fue un bebé buscado y en esta provincia eso es un logro. Y cuando fui al hospital, como tenía poca dilatación le pregunté a uno de los jefes de la guardia por qué biológicamente se demoraba tanto mi cuerpo, y la respuesta fue: “Porque tenés 28 años. Hay chicas que con tu edad ya tienen cuatro hijos, mami, vos esperaste un montón para tener”. Me lo dijo un directivo, ¡un académico!: “Vos esperaste un montón para tener”. Salí indignada.

El 6 por ciento de los partos registrados durante el último año en la provincia corresponden -dice Nancy Sotelo- a “madres niñas”, esto es: a criaturas de entre 9 y 15 años que –retomando el lenguaje académico- “esperan muy poco” para tener hijos. Por esta razón, en las salas de espera de los servicios de Neonatología es común encontrar abuelas llamativamente jóvenes. Por esta razón, también –y porque quería burlar un destino que se presentaba oscuro- Analía Boutet pidió, en los días previos al nacimiento de su quinto hijo, que le ligaran las trompas para no tener más niños. La mandaron a Salud Mental. Es lo único que, hasta el momento, se hizo al respecto.


*


Es la mañana del 27 de abril y Analía cruza la puerta de la Casa de Gobierno. Quedó en encontrarse con la secretaria del gobernador para hacer efectivo un plan asistencial que sume unos pocos pesos de ingreso todos los meses. La secretaria se llama Mariela Guerra, es responsable del “área social” del gobierno y es vista por Analía como la encarnación de algún hada posible.

—¡Ana mi amor pasá pasá pasá!

Guerra tiene una voz que parece cosida con los mismos hilos de su falda: es roja, está viva, es una forma del fuego.

—¡Anaaaa! –vocifera Guerra cuando la tiene cerca, y luego la abraza. El abrazo dura uno, dos, tres, tal vez diez segundos y parece no sólo una señal de afecto sino también –o más bien- una convención pensada para dar cariño en dosis breves y efectivas. Guerra suelta a Analía y la hace pasar. Su despacho está lleno de estampas de Jesús, perritos de cerámica, carteles que dicen “Mariela Gracias” y fotos de Guerra con Capitanich (gobernador de Chaco), con Cristina Fernández y con Néstor Kirchner. Aquí, semanas atrás, Analía fue puesta en charla telefónica con Cristina Fernández. La presidenta le habló de lo divino (“los milagros suceden”), le habló de lo humano (“te voy a ir a visitar cuando tu beba reciba el alta”), y le avisó que mandaría una medalla de la Virgen hecha de oro. Cumplió. Hoy la medalla está en casa de Analía.

—¡Ana, mi amor, contame todo todo todo!

Sentada en su despacho, y a lo largo de cinco minutos fulminantes, Guerra le pregunta cosas sobre Luz Milagros (“¿cuánto pesa?”, “¿ya le das la teta?”), le cuenta que armó una cadena de oración en Facebook, le dice que tiene que abrirse un Facebook, habla de la amistad (“Ana, vos y yo ya somos amigas”), le habla de Dios (“Dios no va a hacer nada que no soportes”) y le habla del subsidio. Luego se detiene y me mira.

—Por dios, si tenés que poner algo ponelo al gober. Todo esto lo hace el gober, eh.

Tanto para el gobierno como para el hospital Perrando Analía Boutet es una incógnita: no saben qué va a hacer cuando su beba vuelva a casa, es decir: no saben si iniciará o no un juicio al Estado. Analía tampoco lo sabe. Sólo tiene en claro que, más allá de una eventual intervención divina –en la que Analía cree más o menos, según el día- hubo un error humano que debe ser pagado. De eso habla Analía unas horas después, sentada –una vez más- en la sala de espera del hospital.

—Nos dijeron que la beba tenía bajo ritmo cardíaco antes de nacer, pero si ves los estudios que le venían haciendo ella estaba perfecta. Si hasta tenemos una ecografía que le hicimos, vas a ver qué activa era nuestra bebé.

Analía mete una mano en su bolso y saca un cómpact que dice en letra de molde “Analía y Fabian. Nuestro bebé”. Es la ecografía del cuarto mes y quieren volver a verla. El matrimonio se acomoda en un rincón de la sala. Hace frío. Ya atardeció y varias mujeres jóvenes, envueltas en mantas, toman mate de leche mientras comparan los gramajes de sus crías. Pero Analía logra abstraerse de la charla, pone el disco en la computadora y se dispone a mirar todo –cinco minutos de vídeo- como si fuera una película optimista.

—Ahí está la cabecita –señala Fabián.

—Ahí está la colita, ahí supimos que era nena, ¿ves? –señala Analía.

Lo que se ve es una imagen brumosa: gránulos grises que se arman y desarman como partículas de agua, y en los que un padre y una madre ven, ahora, una persona en movimiento.



* Publicado en la revista Ya del diario chileno El Mercurio, año 2012.