Mar del
Plata –también conocida como “La
Feliz ”- es la localidad costera más famosa y más poblada de la Argentina. Pero
a pesar de su apodo, y aún cuando la ciudad es bella, pasar por el balneario en
enero o febrero puede ser una experiencia agotadora. Una periodista fue y
volvió (de pésimo humor) en el verano de 2012, y ahora –en vísperas del inicio
de la nueva temporada alta- cuenta esta historia.
(c) Clarín |
El error fue mío.
—¿Y si vamos a Mar del Plata? –dije.
Fue a fines de noviembre del año pasado. El 2012 había sido
un período de muchos gastos y yo había decidido sumergir a mi familia en una
propuesta austera: mi abuela tiene un apartamento en Mar del Plata –el
balneario más popular de la costa argentina- y sólo era cuestión de animarse a aprovecharlo. El verbo “animarse”
no era casual: había –y hay- que atreverse a ir a Mar del Plata en temporada
alta. La ciudad recibe casi un millón y medio de turistas sólo en enero y eso significa que la ciudad, bellísima
en invierno o primavera, en enero y febrero revienta.
Y la palabra “revienta” tampoco es casual, pero eso se verá
más adelante.
El viaje a Mar del Plata empezó en casa. Mientras
empacábamos nuestras cosas (paletas, pelotas, ropa de playa, un barrenador)
armé unos sándwiches de milanesa y preparé el equipo de mate. Si íbamos a vacacionar
en La Feliz –tal
es el apodo histórico de la ciudad- había que entrar, también, en el “modo La Feliz ”, esto es: había que
ser parte del asunto.
Cargamos nuestra heladera portátil y subimos al auto. El
pulso de Mar del Plata empezó a sentirse a la hora de salir de Buenos Aires,
cuando entramos en la Ruta
2: la vía de acceso terrestre; un tramo de asfalto impecable que en tiempos
normales permite llegar a la playa en apenas cinco horas, pero que en fechas
pico puede duplicar su marca. Hay gente que se pasa el día entero yendo a Mar
del Plata.
Cansados de un viaje que se estaba haciendo largo, a
mediodía nos detuvimos en la ruta. Había que cargar combustible. Alrededor se
apiñaba un centenar de autos y era difícil maniobrar sin recibir un insulto. Puertas
adentro los coches también desbordaban. Al auto de al lado se le abrió el baúl
y de adentro cayó una jaula con un canario.
—¿Dónde estamos? –pregunté al muchacho del
combustible.
El chico miró el escenario.
—En el Paraíso –dijo.
Cinco días más tarde semejante ironía
me habría hecho llorar de nervios, pero en un comienzo yo estaba tranquila: de buen
humor. Mi marido y mi hijo también estaban de buen humor, aunque ellos no
suelen ser un problema: en estos casos el problema soy yo.
Ese día llegamos a Mar del Plata a la
noche. El departamento nuestro tenía un balcón con vista al mar. A esa hora la
playa estaba oscura y la espuma de las olas era apenas un trazo incandescente bajo
las estrellas. Abajo, en la calle –estábamos en un noveno piso- los ruidos de
la ciudad llegaban con lejanía. En cualquier caso: estábamos cansados. Pronto nos
fuimos a dormir.
*
—Si un marciano viera todo esto pensaría que las personas
son hormigas y la playa es el hormiguero.
Mi hijo, Joaquín, entendió todo pronto.
Fue al día siguiente, cuando salimos a las diez de la mañana a buscar un
balneario donde pasar los días de playa. La multitud que había en la calle era
inaudita: parecíamos insectos aleteando torpemente en torno a una fuente de luz.
El ritual marplatense consistía –casi siempre consistió- en eso: en moverse en
manadas; en cargar sombrilla, lona, heladerita y niño con la resignación con la
que Sísifo cargaba su piedra.
No todos iban al mismo lugar. Mar del Plata tiene 47 kilómetros de
playa y cada cual elige dónde hacinarse. Por un lado están las orillas públicas
como La Perla y
la Bristol , dos espacios
célebres, entre otras cosas, porque en hora pico están tan llenas que es
técnicamente imposible ver la arena. Y por otro lado están los balnearios: complejos
con restaurante, carpas, vestuarios, pileta y facilidades de ocio que suelen
resolver bastante bien las estadías con niños. Ellos juegan y se hacen amigos en
un espacio limitado y seguro, y uno, en el mejor de los casos, descansa.
De todos los balnearios, la zona menos
saturada –suponiendo que algo así es posible- es Punta Mogotes: un barrio
famoso por la amplitud de sus playas y al que se llega en auto por la avenida costera.
La distancia entre el centro y Punta Mogotes es de apenas ocho kilómetros, pero
aquella vez –al no estar advertidos- salimos en hora pico y tardamos una hora y
media en llegar hasta allá. Durante el viaje mi hijo quedó extasiado con el
caos de gente. Juan, mi marido, hacía un silencio prudente. Él conoce mi humor
en esos casos.
El balneario que elegimos se llamaba
Mediterráneo. Era el único lugar que no tenía la música a un volumen enfermo. La
certeza de que nunca tendría un minuto de silencio me angustió. Al momento de
elegir la capa intenté buscar alguna que amortiguara el problema.
—La más silenciosa de todas –dije. La
chica del mostrador me dedicó una mirada neutra. La palabra “silencio” no
estaba dentro de su radio cognitivo. Nos dio una carpa. Una cualquiera.
Mientras íbamos hasta allá –atravesando niños, ruidos, reposeras, panzas- sentí
una amargura subiendo por el cuello y entré en ese estado que ya reconozco en
mí: el estado “todo es una mierda”. A veces me pasa: la cabeza se me funde a
negro y todo, sin distinción de edad o don de gente, se vuelve insalvable. Mi
familia en estos casos tiene su estrategia: cuando me pongo oscura me ignoran.
Juan y Joaquín se fueron al mar. Yo me tiré dentro de la carpa.
En la de enfrente una familia de seis jugaba al truco a los gritos. En la de
más allá unas viejas jugaban al burako. Y en la carpa de al lado estaban “los
Rober”: un clan que giraba en torno al jefe de familia, Roberto, a quien
invocaban todo el tiempo
Intenté concentrarme y saqué un libro: Diario de Golondrina, de Amélie Nothomb; la historia de un asesino
a sueldo.
—Ta linda la pileta Rober.
—¿Fuiste a la pileta Rober?
—¡Rober! –con boca llena- ¿Trajiste la
crema para Daiana?
—¿Rober vamos a caminar por la playa?
Un asesino a sueldo: eso es lo que yo
necesitaba.
—¡¡No me rompás los huevos!! –respondió
Rober finalmente-. ¿¿Venimos caminando no sé cuántas cuadras y vos querés
caminar por la playa??
Después alguien se llevó a Rober.
Después pasaron las horas, más después llegó
la noche.
Y la noche transcurrió sin nada nuevo, es decir: llena de
gente
*
Los días fueron pasando y la rutina era
siempre la misma: íbamos al balneario y tratábamos de sobrevivir ahí adentro.
Joaquín se hizo amigo de Guido, un nenito agradable y de padres marplatenses. Me
llamó la atención que un marplatense se aventurara a las playas en verano: en
general los lugareños odian su ciudad cuando llegan las hordas y tratan de
recluirse en sus casas con pileta –en el caso de la clase alta- o de ir a la
playa sólo en horarios anticíclicos: muy temprano o muy tarde.
Pero la familia de Guido era un caso especial. No sé por qué
estaban ahí y tampoco –aunque parecían afables- tenía ganas de hablar con
ellos. Sólo sé que Joaquín, pasado cierto tiempo, decidió mudarse de familia:
en la carpa de Guido siempre había gente jugando a las cartas y comiendo
galletitas. Así que nos dejó solos. No estaba mal. De a poco, en soledad, Juan
y yo asistimos al milagro: empezamos a sobreponernos al ruido.
Ese día volvimos al departamento a las seis de la tarde.
Tomamos algo fresco en el balcón. Vista desde arriba la calle parecía el
escenario de una diáspora: cientos de personas abandonaban la playa lentamente.
Un rato después bajamos a matar el tiempo. Cruzando una avenida estaba el Hotel
Provincial –uno de los más antiguos e importantes de Mar del Plata, donde
también hay un casino- y cruzando una calle estaba el Hotel Hermitage: el más exclusivo
de la ciudad. En el piso de entrada al Hermitage hay decenas de manos hundidas
en el cemento, a la manera de Hollywood. Jeremy Irons, Maria Grazia Cuccinota,
Alex de la Iglesia
y Sonia Braga conviven con figuras como Moria Casán.
La gente, esa tarde –como todas las otras-, miraba y se
fascinaba con las manos. Muchos tomaban fotos. Una madre le pegaba a su nena
sobre las manos de Dyango. Joaquín descubrió que el bailarín Julio Bocca no
había puesto las manos sino los pies. Celebró su hallazgo.
—¿Natalia Oreiro dónde está? –decía una
mujer con obesidad mórbida. Todo se volvió excesivo. Nos fuimos a caminar por la Avenida Peralta Ramos, que
bordea la costa del centro.
—¡Arriba esas palmas que estamos de
vacaciones!
En la rambla, un hombre daba un show
callejero y todos aplaudían. Había olor a choripán y a pochoclo. Agarré fuerte
mi cartera: sólo me faltaba un robo. Pedí que nos fuéramos de ahí. No lo dije
de la mejor forma, ya saben. Lo importante es que nos fuimos. Caminamos
bordeando la entrada al casino. La gente que entraba y salía tenía siempre el
mismo rictus: una maquillada versión del ultraje. Afuera, sobre un puñado de
reposeras, seis viejas sentadas en corro jugaban a las cartas por dinero. Miré
eso mientras alguien me ponía en la mano un volante de papel: era una promoción
para una obra de Hugo Sofovich.
—Niños gratis –dijo el promotor para
convencerme.
—¿Perdón?
Estaba dispuesta a discutir. Pero Juan
-mi marido- me tomó del brazo y cruzamos la calle. En la vereda de enfrente,
sobre la Plaza Colón ,
la más importante y una de las más hermosas de la ciudad, había una hilera de
autobuses con superhéroes adentro. Eran “trencitos de la alegría”: micros con
forma de vagón de tren que recorrían la ciudad con una música eufórica y muchos
muñecos bailando y haciendo burbujas con detergente. Joaquín insistió tanto que
dijimos que sí. Subió mi marido y yo me quedé esperando en la plaza. Ya era de
noche. Por un altoparlante se anunciaba que al día siguiente Julio Iglesias
daría un espectáculo en la playa: Mar del Plata cumplía 138 años de vida y
había que festejarlo. Un día después, el encargado de mi edificio resumiría
todo de esta forma:
—Cada tanto a Julio Iglesias lo traen, lo sacan de la
valija, lo inflan, canta, lo desinflan, lo entalcan y lo vuelven a guardar.
Al rato mi marido y mi hijo volvieron
del tren de la alegría. Joaquín estaba eufórico, pero el semblante de Juan era
inclasificable. Dos cuadras después me puso al tanto: en la mitad del trayecto
el Hombre Araña se había agarrado de un caño y había empezado a hacer
movimientos pélvicos.
—Hizo el baile del caño –dijo Juan.
Estaba absorto. Yo di rienda suelta a mi locura: quería encarar al Hombre Araña
y decirle que era un desubicado y que lo iba a denunciar. Después me dio cansancio:
necesitaba volver a casa. Ya tendría oportunidad de hablar con él. Los días
subsiguientes me pasaría el tiempo pensando en qué cosas decirle y en qué orden:
tenía que ser efectiva y dar en el blanco.
*
Si existe una chance de ser feliz en Mar del Plata en
temporada alta, esa posibilidad está a la mañana. A esa hora los adolescentes
duermen, los niños desayunan y la gente –poca- camina por la rambla bajo un sol
que entibia el agua con delicadeza.
A lo lejos, aquella vez que salimos, se veían veleros. Y de
cerca era posible ver, sumidas en un silencio ventoso –en la costa argentina
siempre hay viento-, las casas de piedra tradicionales de la ciudad. Mar del
Plata –hay que insistir con esto- es hermosa. Y su mayor problema es a la vez
su mayor capital turístico: porque es hermosa, se llena.
No siempre fue así. Al principio del siglo XX –cuando nació
como balneario- esta era una localidad semi poblada a la que concurría sólo la
gente con dinero. Mar del Plata había sido levantada bajo el signo de la Bélle Epoque y hasta allá iba a
la clase alta a pasar sus vacaciones de tres meses. Luego, con la llegada del
peronismo llegaron también la sindicalización y los derechos laborales y eso
permitió que las clases trabajadoras también pudieran ir a “La Feliz ” en sus días de
descanso. En Mar del Plata los sindicatos compraron y construyeron más de
treinta hoteles que aún hoy son conocidos por dar a sus afiliados una relación
inmejorable entre precio y calidad. A su vez, en las décadas de 1950 y 1960 las
clases medias –tal fue el caso de mi abuela- se volcaron masivamente a comprar
un departamento en Mar del Plata, lo que generó un boom de la construcción y un
cambio importante en la estructura urbana: Mar del Plata dejó de ser una “villa
balnearia exclusiva” para convertirse en una ciudad con población permanente.
Todo esto espantó a la aristocracia bonaerense: los que
pudieron hicieron base en Punta del Este. Y los que no, desde entonces se
aíslan en sus caserones del barrio Los Troncos: un vergel de árboles y pájaros
donde las casas son bonitas pero no suntuosas. Mar del Plata –a diferencia de
Punta del Este- tiene una riqueza plácida: discreta.
Luego de recorrer Los Troncos fuimos en auto a la playa.
Estábamos tranquilos: con el recambio de febrero se había ido alguna gente –no
mucha- y estaba la ilusión de que la costa estuviera menos cargada. La
diferencia finalmente fue ínfima, pero la agradecimos igual. La playa, además,
con el correr de los días comenzó a reproducir sus lugares comunes (secretamente esperados): asistimos a
un salvataje en el mar, ayudamos con la pérdida de un niño y miramos una
competencia de castillos de arena. De a poco empecé a acostumbrarme a ese
mundo: el viento parecía soplar a favor. Los Rober se habían ido del balneario.
Los jugadores de truco habían sido reemplazados por un matrimonio de ancianos.
Y a la tarde, además, el cielo se cerró y una amenaza de tormenta hizo que
mucha gente huyera del lugar. Nosotros nos quedamos. Si esa era la condición
para estar en paz, pues adelante: que nos partiera un rayo. Con los pasillos quietos
y las carpas vacías el lugar tenía ese trazo limpio del arte geométrico.
Los pocos turistas que quedaban estaban en sus carpas,
aguardando lo que finalmente llegó: una tormenta feroz cayendo de un cielo que,
por primera vez, parecía más poderoso que el mar. Fuimos corriendo hasta el
auto con el agua por los tobillos, muertos de frío.
Nos costó recuperarnos, pero lo mismo a la noche volvimos a
salir. Habíamos sacado entradas para ver Iván el terrible -un clásico dirigido
y actuado por el bailarín Maximiliano Guerra- y no queríamos perder los tickets.
El espectáculo fue conmovedor y necesario. Lo feo fue lo otro: días después me
enteraría de que Guerra había tenido que bajar una función por falta de
público. En Mar del Plata –un epicentro teatral en temporada alta- la mayor
parte de la gente suele elegir otra cosa. Hay obras de teatro buenas –con
actores famosos que aseguran taquilla- y hay principalmente una oferta inmensa
de propuestas baratas: en un sentido amplio, baratas.
Muchas de estas propuestas están sobre la calle San Martín:
una peatonal donde se alternan las casas de juegos con las carteleras (lugares
donde se venden entradas a mitad de precio) y con pequeñas salas de teatro
rematadas por carteles llenos de chicas en tanga. De una de esas salas salió Jorge
Corona, un humorista famoso por sus bromas obscenas. Corona estaba espesamente
maquillado y hacía esfuerzos por meter gente en la sala. O sea: hacía chistes
horribles. Y la gente se tomaba fotos con él.
—Ehhh… -dijo Corona- ¡¡¡Si todos los que se sacarían fotos
comprarían la entrada la sala estaría hasta las bolas!!!
Pedí perdón al dios de la gramática y seguimos caminando.
Alguien, a lo lejos, le gritó a Corona “¡maestro!” y sentí una puntada en el
apéndice. Mejor ir a cenar. Cerca del Club de Golf –camino al puerto- hay un
polo gastronómico que mezcla los mariscos –un clásico marplatense- con la
comida de autor. Para llegar hasta allá pasamos por Plaza Colon y los trencitos
de la alegría. De lejos me pareció ver al Hombre Araña haciendo pis detrás de
un árbol. No es seguro que haya sido él. Pero la sola posibilidad me dejó sin
argumentos. En silencio y sin detenernos nos fuimos a comer mariscos: un plan
al que accedimos luego de una hora de espera.
*
Llegó nuestro último día en Mar del Plata. Antes de partir aprovechamos
para recorrer las márgenes más cercanas a pie. El desafío principal era ir a la Bristol : la playa más
céntrica y –junto con La Perla-
un emblema del tumulto marplatense. El gentío de la Bristol es tan célebre que
algunos años atrás un cronista de Caiga Quien Caiga midió el tiempo que se
tarda en llegar desde el comienzo de la playa hasta el agua, y el resultado
–sorteando lonas, cuerpos y reposeras- fue de veinte minutos.
Pero una cosa es verlo por televisión y otra cosa es esto. La Bristol no es folclórica:
es angustiante. Los cuerpos sufridos, las radios a todo volumen, los vendedores
ambulantes, los guardavidas gordos –como viejos luchadores de catch- y la arena
llena de colillas, plásticos, cáscaras de fruta y pañales sucios arrojó una
imagen dura de lo popular. ¿Cuándo se decidió –quién lo hizo- dejar las playas
del centro a la deriva?
Caminamos unos minutos hasta que subimos un terraplén que
separaba la Bristol
de Playa Varese. Al otro lado, curiosamente, el espíritu era el mismo –no había
balnearios privados- pero la arena estaba limpia y con veraneantes que, podía
intuirse, pertenecían a la clase media. La división –física, pero sobre todo
conceptual- era inquietante. Nos sentamos perplejos hacia el final de la playa,
en un bar mínimo donde pedimos una bebida y el periódico. Ahí fue cuando vimos,
en La Capital –el principal diario marplatense-, el
anuncio en portada del mayor choque de trenes de la historia argentina. Era la
tragedia de Once: un subproducto de la ausencia del Estado y un accidente en el
que murieron 51 personas que iban camino al trabajo.
El ferrocarril Sarmiento –la línea que colapsó- era conocido
por el modo inhumano en el que viajaba la gente. Aplastados, resignados a que
no hubiera una opción posible, los usuarios se movían sin derecho al espacio
personal. Pensé en eso, de cara a la
Bristol y a mis vacaciones, y lo que vino después fue una profunda
tristeza.
* Publicado en la revista Domingo, del diario chileno El Mercurio.
9 comentarios:
Exhaustivo, angustiante... Pensar que hay gente que cree que así se vacaciona y no se aventura a un cambio...
Hugo Sofovich murió hace como 10 años, sigue armando obras de teatro desde al más allá?
Ta bien que para un culo y dos palabrotas no hay que moverse mucho, pero igual...
Salvando las diferencias, se siguen haciendo clásicos de Shakespeare, quien incluso murió hace más de diez años.
Volviendo a Hugo Sofovich, y buscando en un minuto algo de información en Google, veo que "El último argentino virgen" -por dar un ejemplo- se presentó durante todo el verano de 2011, ocho años después de la muerte de su autor.
Sabés quién es la autora de la nota? Hace como 12 años que no voy a Mar del Plata. Leyendo esta nota me doy cuenta que la decisión es acertada. Las vacaciones debieran ser recompensa al sacrificio del año, no un castigo....
Todos los textos que se publican en el blog son míos. Un beso!
excelente josefina, donde fue publicado el artículo? gracias y buen 2013
Gracias Raul! Acabo de ver que no puse la fuente. Ahí lo agrego. Salió en Domingo, la revista de viajes del diario chileno El Mercurio. Buen 2013 para vos también.
No me gusta mucho esta cuestión de: lo popular= Lo sucio; clase media= más limpio, pero entiendo que es un visión de clase. Por lo demás, es tal cual..
Si la playa popular está más sucia que la playa de clase media no es una cuestión de mirada, sino de políticas públicas. La solución no está en "no decir"! Hay que decir, por sobre todas las cosas.
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