lunes, 21 de enero de 2013

Diez días de ruido en la ciudad feliz *


Mar del Plata –también conocida como “La Feliz”- es la localidad costera más famosa y más poblada de la Argentina. Pero a pesar de su apodo, y aún cuando la ciudad es bella, pasar por el balneario en enero o febrero puede ser una experiencia agotadora. Una periodista fue y volvió (de pésimo humor) en el verano de 2012, y ahora –en vísperas del inicio de la nueva temporada alta- cuenta esta historia.

(c) Clarín


 El error fue mío.

—¿Y si vamos a Mar del Plata? –dije.

Fue a fines de noviembre del año pasado. El 2012 había sido un período de muchos gastos y yo había decidido sumergir a mi familia en una propuesta austera: mi abuela tiene un apartamento en Mar del Plata –el balneario más popular de la costa argentina- y sólo era cuestión de  animarse a aprovecharlo. El verbo “animarse” no era casual: había –y hay- que atreverse a ir a Mar del Plata en temporada alta. La ciudad recibe casi un millón y medio de turistas sólo en enero y eso significa que la ciudad, bellísima en invierno o primavera, en enero y febrero revienta.

Y la palabra “revienta” tampoco es casual, pero eso se verá más adelante.

El viaje a Mar del Plata empezó en casa. Mientras empacábamos nuestras cosas (paletas, pelotas, ropa de playa, un barrenador) armé unos sándwiches de milanesa y preparé el equipo de mate. Si íbamos a vacacionar en La Feliz –tal es el apodo histórico de la ciudad- había que entrar, también, en el “modo La Feliz”, esto es: había que ser parte del asunto.

Cargamos nuestra heladera portátil y subimos al auto. El pulso de Mar del Plata empezó a sentirse a la hora de salir de Buenos Aires, cuando entramos en la Ruta 2: la vía de acceso terrestre; un tramo de asfalto impecable que en tiempos normales permite llegar a la playa en apenas cinco horas, pero que en fechas pico puede duplicar su marca. Hay gente que se pasa el día entero yendo a Mar del Plata.

Cansados de un viaje que se estaba haciendo largo, a mediodía nos detuvimos en la ruta. Había que cargar combustible. Alrededor se apiñaba un centenar de autos y era difícil maniobrar sin recibir un insulto. Puertas adentro los coches también desbordaban. Al auto de al lado se le abrió el baúl y de adentro cayó una jaula con un canario.

—¿Dónde estamos? –pregunté al muchacho del combustible.

El chico miró el escenario.

—En el Paraíso –dijo.

Cinco días más tarde semejante ironía me habría hecho llorar de nervios, pero en un comienzo yo estaba tranquila: de buen humor. Mi marido y mi hijo también estaban de buen humor, aunque ellos no suelen ser un problema: en estos casos el problema soy yo.

Ese día llegamos a Mar del Plata a la noche. El departamento nuestro tenía un balcón con vista al mar. A esa hora la playa estaba oscura y la espuma de las olas era apenas un trazo incandescente bajo las estrellas. Abajo, en la calle –estábamos en un noveno piso- los ruidos de la ciudad llegaban con lejanía. En cualquier caso: estábamos cansados. Pronto nos fuimos a dormir.

*

—Si un marciano viera todo esto pensaría que las personas son hormigas y la playa es el hormiguero.

Mi hijo, Joaquín, entendió todo pronto. Fue al día siguiente, cuando salimos a las diez de la mañana a buscar un balneario donde pasar los días de playa. La multitud que había en la calle era inaudita: parecíamos insectos aleteando torpemente en torno a una fuente de luz. El ritual marplatense consistía –casi siempre consistió- en eso: en moverse en manadas; en cargar sombrilla, lona, heladerita y niño con la resignación con la que Sísifo cargaba su piedra.

No todos iban al mismo lugar. Mar del Plata tiene 47 kilómetros de playa y cada cual elige dónde hacinarse. Por un lado están las orillas públicas como La Perla y la Bristoldos espacios célebres, entre otras cosas, porque en hora pico están tan llenas que es técnicamente imposible ver la arena. Y por otro lado están los balnearios: complejos con restaurante, carpas, vestuarios, pileta y facilidades de ocio que suelen resolver bastante bien las estadías con niños. Ellos juegan y se hacen amigos en un espacio limitado y seguro, y uno, en el mejor de los casos, descansa.

De todos los balnearios, la zona menos saturada –suponiendo que algo así es posible- es Punta Mogotes: un barrio famoso por la amplitud de sus playas y al que se llega en auto por la avenida costera. La distancia entre el centro y Punta Mogotes es de apenas ocho kilómetros, pero aquella vez –al no estar advertidos- salimos en hora pico y tardamos una hora y media en llegar hasta allá. Durante el viaje mi hijo quedó extasiado con el caos de gente. Juan, mi marido, hacía un silencio prudente. Él conoce mi humor en esos casos.

El balneario que elegimos se llamaba Mediterráneo. Era el único lugar que no tenía la música a un volumen enfermo. La certeza de que nunca tendría un minuto de silencio me angustió. Al momento de elegir la capa intenté buscar alguna que amortiguara el problema.

—La más silenciosa de todas –dije. La chica del mostrador me dedicó una mirada neutra. La palabra “silencio” no estaba dentro de su radio cognitivo. Nos dio una carpa. Una cualquiera. Mientras íbamos hasta allá –atravesando niños, ruidos, reposeras, panzas- sentí una amargura subiendo por el cuello y entré en ese estado que ya reconozco en mí: el estado “todo es una mierda”. A veces me pasa: la cabeza se me funde a negro y todo, sin distinción de edad o don de gente, se vuelve insalvable. Mi familia en estos casos tiene su estrategia: cuando me pongo oscura me ignoran.

Juan y Joaquín se fueron al mar. Yo me tiré dentro de la carpa. En la de enfrente una familia de seis jugaba al truco a los gritos. En la de más allá unas viejas jugaban al burako. Y en la carpa de al lado estaban “los Rober”: un clan que giraba en torno al jefe de familia, Roberto, a quien invocaban todo el tiempo

Intenté concentrarme y saqué un libro: Diario de Golondrina, de Amélie Nothomb; la historia de un asesino a sueldo.

—Ta linda la pileta Rober.

—¿Fuiste a la pileta Rober?

—¡Rober! –con boca llena- ¿Trajiste la crema para Daiana?

—¿Rober vamos a caminar por la playa?

Un asesino a sueldo: eso es lo que yo necesitaba.        

—¡¡No me rompás los huevos!! –respondió Rober finalmente-. ¿¿Venimos caminando no sé cuántas cuadras y vos querés caminar por la playa??

Después alguien se llevó a Rober.

Después pasaron las horas, más después llegó la noche.

Y la noche transcurrió sin nada nuevo, es decir: llena de gente

*
        
Los días fueron pasando y la rutina era siempre la misma: íbamos al balneario y tratábamos de sobrevivir ahí adentro. Joaquín se hizo amigo de Guido, un nenito agradable y de padres marplatenses. Me llamó la atención que un marplatense se aventurara a las playas en verano: en general los lugareños odian su ciudad cuando llegan las hordas y tratan de recluirse en sus casas con pileta –en el caso de la clase alta- o de ir a la playa sólo en horarios anticíclicos: muy temprano o muy tarde.

Pero la familia de Guido era un caso especial. No sé por qué estaban ahí y tampoco –aunque parecían afables- tenía ganas de hablar con ellos. Sólo sé que Joaquín, pasado cierto tiempo, decidió mudarse de familia: en la carpa de Guido siempre había gente jugando a las cartas y comiendo galletitas. Así que nos dejó solos. No estaba mal. De a poco, en soledad, Juan y yo asistimos al milagro: empezamos a sobreponernos al ruido.

Ese día volvimos al departamento a las seis de la tarde. Tomamos algo fresco en el balcón. Vista desde arriba la calle parecía el escenario de una diáspora: cientos de personas abandonaban la playa lentamente. Un rato después bajamos a matar el tiempo. Cruzando una avenida estaba el Hotel Provincial –uno de los más antiguos e importantes de Mar del Plata, donde también hay un casino- y cruzando una calle estaba el Hotel Hermitage: el más exclusivo de la ciudad. En el piso de entrada al Hermitage hay decenas de manos hundidas en el cemento, a la manera de Hollywood. Jeremy Irons, Maria Grazia Cuccinota, Alex de la Iglesia y Sonia Braga conviven con figuras como Moria Casán.

La gente, esa tarde –como todas las otras-, miraba y se fascinaba con las manos. Muchos tomaban fotos. Una madre le pegaba a su nena sobre las manos de Dyango. Joaquín descubrió que el bailarín Julio Bocca no había puesto las manos sino los pies. Celebró su hallazgo.

—¿Natalia Oreiro dónde está? –decía una mujer con obesidad mórbida. Todo se volvió excesivo. Nos fuimos a caminar por la Avenida Peralta Ramos, que bordea la costa del centro.

—¡Arriba esas palmas que estamos de vacaciones!

En la rambla, un hombre daba un show callejero y todos aplaudían. Había olor a choripán y a pochoclo. Agarré fuerte mi cartera: sólo me faltaba un robo. Pedí que nos fuéramos de ahí. No lo dije de la mejor forma, ya saben. Lo importante es que nos fuimos. Caminamos bordeando la entrada al casino. La gente que entraba y salía tenía siempre el mismo rictus: una maquillada versión del ultraje. Afuera, sobre un puñado de reposeras, seis viejas sentadas en corro jugaban a las cartas por dinero. Miré eso mientras alguien me ponía en la mano un volante de papel: era una promoción para una obra de Hugo Sofovich.

—Niños gratis –dijo el promotor para convencerme.

—¿Perdón?

Estaba dispuesta a discutir. Pero Juan -mi marido- me tomó del brazo y cruzamos la calle. En la vereda de enfrente, sobre la Plaza Colón, la más importante y una de las más hermosas de la ciudad, había una hilera de autobuses con superhéroes adentro. Eran “trencitos de la alegría”: micros con forma de vagón de tren que recorrían la ciudad con una música eufórica y muchos muñecos bailando y haciendo burbujas con detergente. Joaquín insistió tanto que dijimos que sí. Subió mi marido y yo me quedé esperando en la plaza. Ya era de noche. Por un altoparlante se anunciaba que al día siguiente Julio Iglesias daría un espectáculo en la playa: Mar del Plata cumplía 138 años de vida y había que festejarlo. Un día después, el encargado de mi edificio resumiría todo de esta forma:

—Cada tanto a Julio Iglesias lo traen, lo sacan de la valija, lo inflan, canta, lo desinflan, lo entalcan y lo vuelven a guardar.

Al rato mi marido y mi hijo volvieron del tren de la alegría. Joaquín estaba eufórico, pero el semblante de Juan era inclasificable. Dos cuadras después me puso al tanto: en la mitad del trayecto el Hombre Araña se había agarrado de un caño y había empezado a hacer movimientos pélvicos.

—Hizo el baile del caño –dijo Juan. Estaba absorto. Yo di rienda suelta a mi locura: quería encarar al Hombre Araña y decirle que era un desubicado y que lo iba a denunciar. Después me dio cansancio: necesitaba volver a casa. Ya tendría oportunidad de hablar con él. Los días subsiguientes me pasaría el tiempo pensando en qué cosas decirle y en qué orden: tenía que ser efectiva y dar en el blanco.
        
*

Si existe una chance de ser feliz en Mar del Plata en temporada alta, esa posibilidad está a la mañana. A esa hora los adolescentes duermen, los niños desayunan y la gente –poca- camina por la rambla bajo un sol que entibia el agua con delicadeza.

A lo lejos, aquella vez que salimos, se veían veleros. Y de cerca era posible ver, sumidas en un silencio ventoso –en la costa argentina siempre hay viento-, las casas de piedra tradicionales de la ciudad. Mar del Plata –hay que insistir con esto- es hermosa. Y su mayor problema es a la vez su mayor capital turístico: porque es hermosa, se llena.

No siempre fue así. Al principio del siglo XX –cuando nació como balneario- esta era una localidad semi poblada a la que concurría sólo la gente con dinero. Mar del Plata había sido levantada bajo el signo de la Bélle Epoque y hasta allá iba a la clase alta a pasar sus vacaciones de tres meses. Luego, con la llegada del peronismo llegaron también la sindicalización y los derechos laborales y eso permitió que las clases trabajadoras también pudieran ir a “La Feliz” en sus días de descanso. En Mar del Plata los sindicatos compraron y construyeron más de treinta hoteles que aún hoy son conocidos por dar a sus afiliados una relación inmejorable entre precio y calidad. A su vez, en las décadas de 1950 y 1960 las clases medias –tal fue el caso de mi abuela- se volcaron masivamente a comprar un departamento en Mar del Plata, lo que generó un boom de la construcción y un cambio importante en la estructura urbana: Mar del Plata dejó de ser una “villa balnearia exclusiva” para convertirse en una ciudad con población permanente.

Todo esto espantó a la aristocracia bonaerense: los que pudieron hicieron base en Punta del Este. Y los que no, desde entonces se aíslan en sus caserones del barrio Los Troncos: un vergel de árboles y pájaros donde las casas son bonitas pero no suntuosas. Mar del Plata –a diferencia de Punta del Este- tiene una riqueza plácida: discreta.

Luego de recorrer Los Troncos fuimos en auto a la playa. Estábamos tranquilos: con el recambio de febrero se había ido alguna gente –no mucha- y estaba la ilusión de que la costa estuviera menos cargada. La diferencia finalmente fue ínfima, pero la agradecimos igual. La playa, además, con el correr de los días comenzó a reproducir sus lugares comunes (secretamente esperados): asistimos a un salvataje en el mar, ayudamos con la pérdida de un niño y miramos una competencia de castillos de arena. De a poco empecé a acostumbrarme a ese mundo: el viento parecía soplar a favor. Los Rober se habían ido del balneario. Los jugadores de truco habían sido reemplazados por un matrimonio de ancianos. Y a la tarde, además, el cielo se cerró y una amenaza de tormenta hizo que mucha gente huyera del lugar. Nosotros nos quedamos. Si esa era la condición para estar en paz, pues adelante: que nos partiera un rayo. Con los pasillos quietos y las carpas vacías el lugar tenía ese trazo limpio del arte geométrico.

Los pocos turistas que quedaban estaban en sus carpas, aguardando lo que finalmente llegó: una tormenta feroz cayendo de un cielo que, por primera vez, parecía más poderoso que el mar. Fuimos corriendo hasta el auto con el agua por los tobillos, muertos de frío.

Nos costó recuperarnos, pero lo mismo a la noche volvimos a salir. Habíamos sacado entradas para ver Iván el terrible -un clásico dirigido y actuado por el bailarín Maximiliano Guerra- y no queríamos perder los tickets. El espectáculo fue conmovedor y necesario. Lo feo fue lo otro: días después me enteraría de que Guerra había tenido que bajar una función por falta de público. En Mar del Plata –un epicentro teatral en temporada alta- la mayor parte de la gente suele elegir otra cosa. Hay obras de teatro buenas –con actores famosos que aseguran taquilla- y hay principalmente una oferta inmensa de propuestas baratas: en un sentido amplio, baratas.

Muchas de estas propuestas están sobre la calle San Martín: una peatonal donde se alternan las casas de juegos con las carteleras (lugares donde se venden entradas a mitad de precio) y con pequeñas salas de teatro rematadas por carteles llenos de chicas en tanga. De una de esas salas salió Jorge Corona, un humorista famoso por sus bromas obscenas. Corona estaba espesamente maquillado y hacía esfuerzos por meter gente en la sala. O sea: hacía chistes horribles. Y la gente se tomaba fotos con él. 

—Ehhh… -dijo Corona- ¡¡¡Si todos los que se sacarían fotos comprarían la entrada la sala estaría hasta las bolas!!!

Pedí perdón al dios de la gramática y seguimos caminando. Alguien, a lo lejos, le gritó a Corona “¡maestro!” y sentí una puntada en el apéndice. Mejor ir a cenar. Cerca del Club de Golf –camino al puerto- hay un polo gastronómico que mezcla los mariscos –un clásico marplatense- con la comida de autor. Para llegar hasta allá pasamos por Plaza Colon y los trencitos de la alegría. De lejos me pareció ver al Hombre Araña haciendo pis detrás de un árbol. No es seguro que haya sido él. Pero la sola posibilidad me dejó sin argumentos. En silencio y sin detenernos nos fuimos a comer mariscos: un plan al que accedimos luego de una hora de espera.

*

Llegó nuestro último día en Mar del Plata. Antes de partir aprovechamos para recorrer las márgenes más cercanas a pie. El desafío principal era ir a la Bristol: la playa más céntrica y –junto con La Perla- un emblema del tumulto marplatense. El gentío de la Bristol es tan célebre que algunos años atrás un cronista de Caiga Quien Caiga midió el tiempo que se tarda en llegar desde el comienzo de la playa hasta el agua, y el resultado –sorteando lonas, cuerpos y reposeras- fue de veinte minutos.

Pero una cosa es verlo por televisión y otra cosa es esto. La Bristol no es folclórica: es angustiante. Los cuerpos sufridos, las radios a todo volumen, los vendedores ambulantes, los guardavidas gordos –como viejos luchadores de catch- y la arena llena de colillas, plásticos, cáscaras de fruta y pañales sucios arrojó una imagen dura de lo popular. ¿Cuándo se decidió –quién lo hizo- dejar las playas del centro a la deriva?

Caminamos unos minutos hasta que subimos un terraplén que separaba la Bristol de Playa Varese. Al otro lado, curiosamente, el espíritu era el mismo –no había balnearios privados- pero la arena estaba limpia y con veraneantes que, podía intuirse, pertenecían a la clase media. La división –física, pero sobre todo conceptual- era inquietante. Nos sentamos perplejos hacia el final de la playa, en un bar mínimo donde pedimos una bebida y el periódico. Ahí fue cuando vimos, en La Capital –el principal diario marplatense-, el anuncio en portada del mayor choque de trenes de la historia argentina. Era la tragedia de Once: un subproducto de la ausencia del Estado y un accidente en el que murieron 51 personas que iban camino al trabajo.

El ferrocarril Sarmiento –la línea que colapsó- era conocido por el modo inhumano en el que viajaba la gente. Aplastados, resignados a que no hubiera una opción posible, los usuarios se movían sin derecho al espacio personal. Pensé en eso, de cara a la Bristol y a mis vacaciones, y lo que vino después fue una profunda tristeza.




* Publicado en la revista Domingo, del diario chileno El Mercurio.

9 comentarios:

Alicia's Own dijo...

Exhaustivo, angustiante... Pensar que hay gente que cree que así se vacaciona y no se aventura a un cambio...

Ale dijo...

Hugo Sofovich murió hace como 10 años, sigue armando obras de teatro desde al más allá?
Ta bien que para un culo y dos palabrotas no hay que moverse mucho, pero igual...

Li dijo...

Salvando las diferencias, se siguen haciendo clásicos de Shakespeare, quien incluso murió hace más de diez años.
Volviendo a Hugo Sofovich, y buscando en un minuto algo de información en Google, veo que "El último argentino virgen" -por dar un ejemplo- se presentó durante todo el verano de 2011, ocho años después de la muerte de su autor.

Flor dijo...

Sabés quién es la autora de la nota? Hace como 12 años que no voy a Mar del Plata. Leyendo esta nota me doy cuenta que la decisión es acertada. Las vacaciones debieran ser recompensa al sacrificio del año, no un castigo....

Li dijo...

Todos los textos que se publican en el blog son míos. Un beso!

Unknown dijo...

excelente josefina, donde fue publicado el artículo? gracias y buen 2013

Li dijo...

Gracias Raul! Acabo de ver que no puse la fuente. Ahí lo agrego. Salió en Domingo, la revista de viajes del diario chileno El Mercurio. Buen 2013 para vos también.

Laura dijo...

No me gusta mucho esta cuestión de: lo popular= Lo sucio; clase media= más limpio, pero entiendo que es un visión de clase. Por lo demás, es tal cual..

Li dijo...

Si la playa popular está más sucia que la playa de clase media no es una cuestión de mirada, sino de políticas públicas. La solución no está en "no decir"! Hay que decir, por sobre todas las cosas.