lunes, 30 de enero de 2012

Flecha

"Tensa el arco al máximo mientras escribes y después suéltalo de un solo golpe y ve a beber vino con los amigos. La flecha ya anda por el aire, y se clavará o no se clavará en el blanco; sólo los imbéciles pueden pretender modificar su trayectoria o correr detrás de ella para darle empujones suplementarios con vistas a la eternidad y a las ediciones internacionales”.

Clarice Lispector, hermosa como siempre.

viernes, 27 de enero de 2012

Alguien tiene que morir*



Luego de la discusión Julia tomó la bolsa de dormir y se fue al balcón. No fue un gesto teatral: fue una operación práctica. Juntó algunas cosas -llaves, cigarrillos, celular, el palo de la escoba-, sacó la bolsa del placard y cruzó el salón con los brazos cargados.

Al principio Diego no se movió. Estaba arrumbado en un sillón; tenía la mirada fija en una vela encendida. Pero una vez a la intemperie Julia cerró el ventanal y lo trabó con el palo. Fue una acción rápida y brusca que sacó a Diego del trance. Él se había quedado adentro.

—¿Qué hacés? –Se puso de pie. Golpeó el cristal-. ¡Julia!

Ella no respondió. Se dedicó a desenrollar la bolsa con detenimiento. Atrás del vidrio, la voz de Diego era una invocación ahogada y llena de palabras como “abrí”, “hablemos”, “calor” y “no es para tanto”, pero nada parecía llegar al otro lado. Julia hizo un pequeño gesto de desprecio con la mano –como si las palabras fueran moscas- y luego tomó el celular y le alumbró la cara con malicia: era su marido, sí. Y se estaba asfixiando.

Giró sobre sí misma. De cara a la ciudad prendió un cigarrillo. Era una noche negra. Medio Buenos Aires estaba sin luz y todos parecían presos en una cárcel sin bordes. Recordó un libro de la infancia. Todavía lo guardaba en la biblioteca del living. (“Para cuando tenga hijos”, decía. Pero ese es otro tema). El libro se llamaba Había una vez un pueblo y contaba la historia de una aldea devenida en gran metrópolis, en la que el sol –cansado de las opulencias del progreso- se iba para siempre y dejaba a los vecinos en una oscuridad mortuoria. La parte inolvidable de ese cuento era un dibujo: hacia el final, cientos de personas rompían los techos de los edificios en una enardecida búsqueda de oxígeno y luz.

Así, como en aquella historia, estaban todos esa noche: cuarenta grados y un aire duro como una pared.

—¡¿¿Te llevaste las llaves??!

A espaldas de Julia, Diego iba enterándose de cómo eran las cosas. Ella tragó el humo. Habló. Las palabras le salieron grises.

— Mi abuelo tenía unos binoculares –dijo-. Los llevaba a las carreras de caballos. Cuando iba de visita yo los usaba para mirar desde el balcón. Quería encontrar gente desnuda, novios besándose. Era chica. Sobrevaluaba la vida de pareja.

—¿Qué?

Él no escuchaba. Hacía esfuerzos pero el cristal era grueso y estaba empezando a empañarse. Diego tenía la piel brillante y salitre, las sienes mojadas. Pronto se quitó la remera y se limpió el sudor.

—Julia, mirame –golpeó el vidrio-: ¡Soy yo! Todo va a estar bien.

Julia soltó una carcajada.

—“No te suicides, soy yo”, sos patético, parecés un gato rascando la puerta de entrada –dio la vuelta y miró-. Ay, Diego... ¿Tenés calor? ¿Viste que teníamos que comprar todo externo? ¿Querés que te abra? ¿Y si no te abro? –aplastó la colilla con el pie descalzo-. Alguien tiene que morir, Diego. Hoy te mataría. Por eso me encierro. O te encierro, no sé… –volvió a darle la espalda-. Puntos de vista.

—¡Julia!!!!

Después de gritar “Julia”, Diego escupió una lista de palabras lacerantes que ya no parecían hacer daño. Era un francotirador a ciegas. Cuando lo entendió, calló. Se deslizó hasta el piso y todo quedó en silencio.

La ciudad era un pozo. Sólo se oía el ruido de los autos y los perros, pero el resto de las cosas parecía aplastado por el espesor infame de los aires de enero. Julia recorrió el paisaje con la vista. No había familias frente al televisor, no había bebés, no había cenas románticas: no había nada. Todas las casillas del mundo doméstico se habían fundido a negro y sólo quedaban las horas largas, la vida irrespirable.

—Che, Diego –golpeó el cristal con el pie-. ¿Tenés idea de cuántas familias sobreviven a un corte de luz?

Diego no contestó. Julia tampoco esperó respuesta. Sólo se reclinó sobre la baranda y se dispuso a seguir mirando. En el balcón de enfrente, oscura sobre un fondo oscuro, distinguió –en algún momento- la silueta de una niña. A la altura de los ojos, el brillo de un binocular hizo la única luz de la noche.




* Publicado en Clarín, enero de 2012

lunes, 16 de enero de 2012

Iberá*



Marisi López conduce su camioneta. Los brazos tensos, el torso erguido, la ruta gris –vacía- metida en los ojos.

—Deberías conocer a mi jefe –dice.

Marisi tiene huesos finos, piel bronceada. Gira la cabeza y sonríe.

—Doug es muy especial. Doug es yanqui.

A los costados, el paisaje es una sucesión de aguas y plantas muy verdes.

—Y a los de acá, que venga un tipo con plata, para colmo yanqui, y les diga cómo hacer las cosas no les gusta nada.

“Acá” es Corrientes: una provincia del noreste argentino, ubicada a casi 800 kilómetros de Buenos Aires y conocida en términos turísticos y ambientales porque en ella están los Esteros del Iberá: una superficie de 1.450.000 hectáreas que conforma una de las mayores reservas acuíferas del mundo, y el lugar donde montó parte de su imperio ecológico Douglas Tompkins: un magnate americano –el jefe de Marisi- que en los últimos años se ha transformado en el mayor benefactor y el mayor interrogante en la provincia.

Desde el año 1998, a través de la Land Conservation Trust –una ONG creada en Estados Unidos y presidida por Tompkins-, lleva compradas 150 mil hectáreas en los Esteros. Y lo cierto es que, si bien el objetivo –avalado por las Naciones Unidas- consiste adquirir tierras privadas, someterlas a un manejo de “conservación” y luego devolverlas saneadas al Estado, el recelo –cuando se trata de Tompkins- es, en Corrientes, una condición del aire.

—Corrientes tiene tiempos de pueblo. Y mi jefe tiene los tiempos de, bueno, de mi jefe. No importa que tenga razón. Si viene un extranjero con dinero y paga para que tu provincia esté mejor y quiere que todo se haga pronto, vos dudás –dice Marisi mientras sale de la ruta, entra a un camino de tierra y mete el morro de la camioneta en la Gran Reserva Nacional del Iberá. Ahora, debe detener el coche frente a un grupo de carpinchos. Son animales morrudos, pesados: ratones gigantes y de ojos moluscos que miran hacia algún punto indefinido del camino. Los carpinchos se retiran lentamente. Han aprendido a vivir con aplomo. Al no tener aquí predadores naturales –y al estar prohibida la caza furtiva- estas criaturas reinan en la zona. Estas, y tantas otras. En los últimos años, la intervención de Tompkins permitió recuperar animales en peligro de extinción –como el ciervo de las pampas y el oso hormiguero-, y transformar al Iberá en un vergel que hoy se explota turísticamente.

En Colonia Carlos Pellegrini, un pueblo mínimo que opera como el principal acceso a los Esteros, hay un camping para pasar la noche en carpa y hay 350 camas (de las cuales diez corresponden a Rincón del Socorro: una de las dos haciendas ubicadas en terrenos de la CLT). Y por afuera de la Colonia, hay –desde el pasado septiembre- un segundo ingreso público creado por la CLT y transformado, dada su inauguración reciente, en un secreto dentro de la provincia. San Nicolás –así se llama el acceso- tiene también un camping y es el punto de conexión acuática –ya que el otro es aéreo- con el grial de los Esteros: la isla de San Alonso, también –sí- de Tompkins.

Allí, en un terreno de 56 mil hectáreas donde no hay energía eléctrica ni señal de teléfono, una familia de ermitaños recibe y atiende –en un caserón rústico y perfecto- un turismo exclusivo y en mínima escala. En San Alonso hay sólo cinco habitaciones y tres baños. El resto es agua, aves, venados, carpinchos, caballos y un cielo cóncavo y espeso que lo encierra todo.

Ése es mi destino.

*

Los Esteros del Iberá son un entramado de islas, islotes, bañados y lagunas (“Iberá” significa “agua que brilla” en dialecto guaraní) que en 1989 fueron convertidos en Gran Reserva Nacional y que se distribuyen sobre una superficie que toma el 15 por ciento de la provincia de Corrientes. Allí, el 60 por ciento del terreno es privado y, dentro de los privados, la CLT de Tomkins es –por lejos- la que tiene la mayor parte. Lo que genera temores. Para algunos, Tompkins está llevando a cabo una maniobra monopolizadora de los Esteros y está a la altura de cualquier magnate con prontuario como Joe Lewis o Luciano Benetton.

Sin embargo, en la práctica Tompkins –catalogado de “ecologista radical”- no parece haberse dedicado a la compra especulativa de tierras, sino más bien lo contrario: a lo largo de dos décadas, la CLT se agenció superficies otrora destinadas a la actividad productiva industrial –ganadera, agrícola o forestal- y les fue restituyendo lentamente parte de su flora y fauna perdidas. Las consecuencias son políticas (Tompkins quiere donar todas sus tierras a Parques Nacionales, siempre y cuando el gobierno correntino haga lo mismo con sus terrenos fiscales: un pedido que hoy es centro de disputa entre Tompkins y el gobierno provicial) y también estéticas.

De camino al Arroyo Carambola, a siete kilómetros del camping de San Nicolás –y desde donde parte la lancha a San Alonso- el paisaje es un inmenso territorio signado por la humedad, los pastos altos, los venados y las cigüeñas que baten sus alas con una elegancia que recuerda a la melancolía. También hay carpinchos.

—Cuando ven el primero, todos los turistas se bajan del coche para hacer una foto –dice Marisi, quien trabaja como coordinadora del Proyecto Ruta Escénica del IBerá por la CLT-. No saben que después ven los carpinchos hasta en sueños. Son una plaga.

Afuera de la reserva, los carpinchos tienen un destino bastante menos romántico. Uno de estos bichos equivale a 30 kilos de carne y Corrientes es –sigue siendo- una provincia pobre, por lo que hay familias que los cazan de modo furtivo y se comen hasta la cabeza. Pero eso no sucede en el imperio Tompkins. Aquí hay carpinchos como en las ciudades hay palomas. Entre los pastos, bajo el agua, sobre los caminos: los carpinchos –sin predadores naturales ni humanos- viven en estado de silenciosa revancha.

Así, pues, escoltada desde lejos por esa colonia de criaturas, meto el pie en la lancha que me lleva a San Alonso. Lo que sigue es un viaje de una hora que puede resumirse así: hay un viento fresco en la cara, un motor de rugido cansino y un curso de agua lleno de camalotes, flores de tono escandaloso –amarillas, fucsias, violetas-, aves inclasificables, yacarés, carpinchos –siempre carpinchos- y unos pastos blandos, esponjosos, que se van desgranando sobre las aguas claras.

—Antes, cuando no estaban las lanchas a motor, todo este trayecto se hacía a caballo. Eran catorce horas.

—¿Y si el caballo no hacía pie?

—Nadabas con el caballo.

Eso dice Omar Rojas, el varón que conduce la lancha y que me albergará, junto a su familia, en la hostería de San Alonso. Omar y su clan son las únicas personas que viven en la isla. Una hora después, todos me darán la bienvenida y me servirán té con chipás –unos exquisitos bollos con sabor a queso, característicos del noreste argentino- y me conducirán hasta mi habitación.

San Alonso tiene cinco cuartos dobles, tres baños –dos de ellos, compartidos- y algunas luces que sólo funcionan de ocho a diez de la noche. Pero ahora –pasado el viaje en lancha- son las cinco de la tarde y el cuarto está en penumbras. La falta de corriente eléctrica me da –noto- una especie de shock nervioso. Aquí no hay señal de teléfono móvil (hay sólo un aparato de línea en la casa de los Rojas), no hay televisor, no hay radio, no hay películas, no hay Internet, y no hay –lo dicho- luz artificial que ilumine cosa alguna. Miro mi ventana. Unas gotas suaves –una lluvia breve- caen sobre las hortensias. El repiqueteo del agua es un mantra.

Me duermo.

Un rato después, salgo a la galería de la estancia y me siento a leer. Estoy sola. No hay más turistas –el lugar funciona dentro de un circuito exclusivo y poco difundido- y tampoco está Tompkins. Aunque podría estar. El hombre tiene su domicilio fijo en su otra estancia –Rincón del Socorro, que queda en Colonia Carlos Pellegrini- pero viene en avioneta cada vez que quiere. Si bien afuera del Estero se traslada con una sencillez insólita (de Buenos Aires a Corrientes viaja en ómnibus semicama, y de Corrientes a Chile va en auto), aquí adentro es conocido por el runrún de sus alas: cuando está, Tompkins sobrevuela los esteros, toma fotos –por caso, de un tejado roto o de una huella de auto que no debería existir- y luego las manda por mail para pedir explicaciones.

—A él le gusta que todo esté perfecto, incluso desde arriba –dijo Marisi horas atrás, antes de despedirnos-. Tampoco le gusta que haya huellas de autos fuera de los caminos trazados. “La estética informa las cosas” dice mi jefe. Deberías conocer a mi jefe.

Pero el jefe no está. El 12 de diciembre Tompkins se fue en auto hasta su casa en el parque Pumalín -donde tiene buena parte de sus tierras- y su idea es quedarse allí hasta que pasen los aires sofocantes del verano. En San Alonso, pues, sólo quedan los que quedan siempre: los Rojas. Seis personas que se mueven por la estancia con la suavidad de un arrullo, y que hicieron del silencio su mayor acervo cultural. Los Rojas han vivido aislados desde que tienen memoria.

—A nuestros hijos, a leer y escribir les enseñamos nosotros –dirá mañana Omar, mientras andemos a caballo-. Yo soy el director, el maestro: todo. Yo me ocupo de que aprendan lo importante. Ellos saben que lo importante es trabajar.

Y trabajan. Y sus cuerpos –carnes fuertes, decididas, enfundadas en ambos de algodón blanco- trabajan. Y eso, parece, es lo más que puede hacerse en San Alonso. Ahora –ocho de la noche- Mercedes, una de las hijas mayores, aprovecha las dos horas de luz eléctrica y sirve una cena. Disfruto mi plato –pastas caseras- acompañada por el bullicio de los pájaros nocturnos. Luego la familia Rojas se retira y me quedo en el caserón y lo único que permanece vivo, llegada la noche, es la noche.

*

Gritos. Miles de aves chillan, aletean y se sofocan como si fueran chicas antes del baile. Hay gorjeos agudos, graves, largos, secos; hay un batir de alas y de hojas; hay un trajín, un viento, un canto feroz: esta es la hora pico de las aves. Se cree que en la zona hay unas 350 especies distintas y amanezco con cada una de ellas en mi oído.

Son las nueve de la mañana. Me levanto de excelente humor –milagros de la isla- y tomo un desayuno –artesanal, abundante- de cara al parque que rodea la estancia. Me distraigo viendo cómo va, de un lado a otro, sin destino preciso, una de las niñas de Omar y Antonia. Se llama Graciela, lleva ropas fucsias y, vista desde la distancia, parece un pétalo suelto y empujado por algún viento errático. Graciela se aburre entre las hortensias. O entre cualquier otra flor.

Es un lindo día para caminar. El sol es suave para ser verano. Omar –bombacha azul, sombrero de ala negro, pies descalzos- saluda, me da las indicaciones para recorrer el sendero de un bosque –uno pequeño, de árboles autóctonos, que queda a quinientos metros del casco de estancia- y luego me ofrece un handy.

—Por si usted se pierde –dice.

Soy orgullosa y rechazo todo artefacto.

—Si en dos horas no vuelvo, me buscan –digo y parto. Ahora me siento Indiana Jones, o la novia de Indiana Jones, o cualquier cosa distinta de lo que soy: una chica de ciudad con imaginación frondosa y zapatillas All Stars. Camino lentamente hacia el bosque. Cruzo, para ello, toda la pista de aterrizaje de Douglas Tompkins: una inmensa explanada de pasto sano y perfecto, y el principal motivo por el que los caseros viven en la isla. Mantener cortado el césped de la pista y del parque que rodea la estancia –y mantener el casco en condiciones de integridad y limpieza- es el principal trabajo de la familia Rojas. Y se lo toman en serio.

Por afuera del perímetro cortado a mano, el resto del campo es un inmenso mar de flecos ambarinos. Esos son los famosos pastizales de Tompkins y ahí adentro se almacena todo lo que este hombre añora: infinidad de carpinchos (que se alimentan de esos pastos), aves, ciervos, y una larga lista de insectos que es mejor no conocer a fondo. Hacia el final del camino está el bosque: un camafeo de árboles oscuros que encierra el secreto de un mundo paralelo. Adentro vuelan aves de alas grandes y hay sombras, monos, chicharras, en fin: falta el humo negro para que esto se transforme en Lost. Avanzo por un sendero angosto y el pelo se me enreda en las plantas. El bosque es un cuerpo en movimiento. Hago esfuerzos por no pisar nada que esté claramente vivo. A partir de ahora, soy ecologista ya no por convicción sino por superstición: cada pisada puede desencadenar la furia y la venganza del pequeño mundo que me aloja y que ahora me escupe: he salido. Es un mundo bravo, pero bastante breve.

Dos horas después estoy en la estancia. Allí espera Antonia con el almuerzo listo (carne y verduras asadas), y allí están las niñas merodeando sin rumbo. Luego de comer, los Rojas se van a su siesta y me quedo en la galería, sola, leyendo un libro mientras sobre mi cabeza van y vienen dos picaflores. Las criaturas flotan como adornos. Las miro. Supongo que me duermo mirando los pájaros, pues en algún momento siento un susurro: es Antonia.

—Despierte –dice.

Habíamos acordado con Omar en ir cabalgar cuando bajara el sol, así que me levanto y voy a cambiarme. Al regresar encuentro a la pareja agazapada, en silencio, mirando la portada de mi libro: Biografía del Hambre, de Amélie Nothomb.

—Qué es eso –dice uno.

Les explico la idea de biografía. Les cuento que Nothomb sufrió anorexia por dos años. Les explico la idea de anorexia. Ellos responden un “ah” largo.

—Ahhh.

Y sé, sin gran esfuerzo, que en este mundo son otras las palabras que importan.

*

Omar y Antonia se conocieron hace veintiocho años en un paraje llamado Ñu Pij, que ahora puede verse desde la distancia pues ahí se yergue un bosque de eucaliptos. Se casaron un 17 de diciembre y el 1 de marzo ya estaban trabajando en San Alonso. En un comienzo, el dueño del lugar era empresario ganadero y el trabajo era duro porque la vida, en general, era dura. Omar lidiaba con las vacas, y una vez cada tres meses iba junto a su familia a buscar alimento a la ciudad de Concepción, cercana a la isla. Eran travesías de catorce horas que la pareja hacía con sus hijos en andas -cuando eran muy pequeños- o en caballos propios, cuando ya tenían seis años.

Para ellos, el curso de agua con florecillas blancas, los carpinchos remojando sus carnes gordas en los barrales, los camalotes, las gaviotas, los ciervos, los biguaes, los chajás, las monjitas franciscanas: para ellos nada de esto se asociaba a la palabra “paisaje”. Para los Rojas, el agua era y es lo que siempre fue en términos geopolíticos: frontera. El agua era el cuerpo que marcaba el límite entre los Rojas y el mundo.

—¿Hacen algo? ¿Ven películas?

—Pocas. Algunas que sean muy aptas para todos. Vemos Cantinflas por ejemplo, ése es gracioso.

Omar habla de Cantinflas mientras vamos a caballo entre los pastizales. Hoy, el mayor entretenimiento de la familia Rojas es, probablemente, el turismo: una ocupación que desempeñan con dedicación plena, y que nació hace trece años, con la llegada de Tomkins a la isla.

—Desde que lo conocimos, enseguida entendimos el mensaje de Tompkins. Es muy inteligente. Muuuy prolijo. Hay que hacer dos veces las cosas bien para que él las vea bien –dice Omar mientras los cascos de Carcoma y Huérfano (así se llaman nuestros caballos: para lirismo, el del paisaje) chapotean en el agua. La experiencia de los caballos y el agua es una de las opciones de excursión más impactantes de la reserva. Consiste en hacer, entre Rincón del Socorro –la exclusiva hostería de Carlos Pellegrini- y San Alonso el mismo cruce que hacían los baquianos cuando no existían las lanchas a motor. La travesía dura ocho horas y suele ser vendida con su mejor perfil: en los videos de promoción siempre se muestra el momento culminante, que es el del nado con caballos.

El problema es que, luego de nadar, hay que seguir en andas cinco horas más.

—La gente llega arruinada y al día siguiente no puede moverse –dice Omar-. Yo propuse ir a buscarlos en tractor a la salida del agua pero Tomkins no quiere.

—¿Por qué?

—Porque el tractor hace huella.

*

Es la última mañana en la isla. Amanece igual que los días anteriores –un escándalo de aves-, desayuno igual que los días anteriores –delicias caseras- y me despido de la familia. Antes, cuando el cruce no se hacía con caballos se hacía con botadores, esto es: con botes impulsados por tacuaras, unas cañas largas que se clavaban en el fondo del humedal y con las que se impulsaba la embarcación a lo largo del estero. Hoy, los botadores se usan para paseos turísticos –son muy lentos- así que volveré de la misma forma en la que vine: en lancha hasta San Nicolás, luego en camioneta hasta Corrientes, y luego en avión hasta Buenos Aires.

Por ahora estamos en el primer tramo: hay que ir de la hostería a la costa, y eso se hace sobre un tractor, con la nuca húmeda de Omar operando como centro de un paisaje llano que desborda el horizonte.

Todo lo que aquí se ve, alguna vez fue visto por primera vez por Tompkins desde el cielo. Cuando le sugirieron desembarcar en Corrientes, hizo un primer vuelo en avioneta y pronunció esta frase: “Es la Sudáfrica de Sudamérica”. Luego empezó a comprar tierras y conoció, en pleno raid inmobiliario, a la familia Rojas: seis personas detenidas en los tiempos de Cantinflas, y habituadas a hacer lo que hace Omar en este instante: disolverse en gotas de sudor, e ir y volver por la eternidad de los Esteros.

—Este es Puerto Argentino –dice finalmente Omar, mirando la costa donde se amarra la lancha.

Le pregunto por qué habla de Puerto Argentino (la población más grande de las Islas Malvinas) y responde que -cuando recibía las noticias de la guerra- él notaba que Puerto Argentino era un lugar húmedo y desolado, es decir: un lugar como éste, rodeado de aguas mansas pero lo suficientemente espesas como para operar como frontera entre la isla y el mundo.

Puerto Argentino es, para Omar, la única noción de extranjería. La confirmación de que, en San Alonso, el mundo queda más lejos que en cualquier otra parte.

—Acá no llegan las noticias –dice mientras quita los amarres-. De repente hay un lío bárbaro y nosotros nos enteramos tarde. Cuando se murió Kirchner, por ejemplo, eso lo supimos una semana después.

—¿Y les afectó?

—Para nada –se encoje de hombros-. Una sorpresa nomás.

Omar sube a la lancha y arranca. A los costados, las plantas de los Esteros se mecen rítmicamente sobre las ondas del agua como si quisieran despedirse de algo, o mejor dicho: como si no quisieran hacer nada en especial.



* Publicado en Domingo, la revista de viajes del diario El Mercurio.

jueves, 5 de enero de 2012

Moras



Voy por un sendero lleno de plantas. Es un mediodía fresco y soleado de noviembre. Me invitaron a pasar una jornada en este campo en Buenos Aires, a más de cien kilómetros de la Capital, por motivos laborales. Tengo que escribir sobre estancias de lujo para una revista extranjera. Esta es una de esas estancias. Tiene caballos, casuarinas, estatuas, fuentes y senderos bisbiseantes, húmedos, oscurecidos por un cielo de ramas sinuosas.

El edificio no es gran cosa (acá se llama lujo a cualquier espacio decorado con terciopelos) pero tiene la maravilla de sus árboles y sus caminos. Avanzo, miro mis pies. Pienso: “El lugar está bien, pero no voy a aguantar mucho tiempo más con esta gente”. En el campo sólo están el dueño con tres amigos y entre todos suman –hago el cálculo- 285 años. Viven en el mismo edificio en Recoleta y se la pasan hablando de temas de consorcio.

“No voy a aguantar”, vuelvo a pensar mientras miro mis pies. Y recién entonces, como una respuesta piadosa ante mi hartazgo, aparecen las manchas: alrededor de mis pies hay muchas manchas del color del vino. Me distraigo; dejo de sufrir por mis compañeros de estancia. Abro la vista y sobre el pasto hay moras. Cientos -¿miles?- de moras apisonadas entre las hojas. Miro hacia arriba. Los frutos cuelgan como adornos de un árbol de Navidad voluptuoso. Estiro un brazo, tomo uno. Lo como. Qué placer. Una gota roja, espesa, se queda detenida en mi dedo. La miro. La chupo. Luego tomo otro fruto, y otro, y otro más.

Mi primer empacho –dice mi madre- fue bajo un árbol de moras. Yo era chica. Alguien me dejó sola y me dediqué a comer frutos que todavía estaban verdes. Hay algo en el gesto –estirar el brazo, recoger el ganglio de la tierra, engullirlo- que me devuelve a la infancia y me saca de este vergel al que no pertenezco.

Este día me dedicaré a comer: eso me digo. Este día me dedicaré a comer moras.

Ahora no las tomo de a una, sino de a puñados. Son frágiles. Las destrozo sin fuerzas contra el paladar. Soy poderosa. Mis manos están violetas y me gustan así. No sé cómo estará mi cara. ¡Mi cara! Alguien puede verme. Miro alrededor. Aquí sólo se ven plantas y palomas, pero igual decido irme. En unos minutos debo almorzar con mis amigos. Tengo que parecer normal. Entro al cuarto, me miro en el espejo. Luzco como un animal de caza. Manchas terribles alrededor de mi boca. Me lavo el rostro, las manos; el agua se va morada por las cañerías. Vuelvo a mirarme, sonrío. Ensayo: “¿Qué tal? ¿Cómo la están pasando?”. Luego bajo.

La mesa del almuerzo está tendida en el parque. Hay un mantel blanco, cinco copas y cuatro ancianos bien conservados hablando –ahora- de los viajes que hicieron con el sistema de millas de la tarjeta de crédito.

—¿Qué tal? ¿Cómo la están pasando? –digo y me siento. Pero antes de cualquier respuesta sopla un viento suave y una mora revienta contra mi plato limpio. Arriba hay uno de esos árboles.

—Qué divertido, moras –dice una de mis amigas. Todos la llaman Queeny. Es bastante simpática. No puedo evitar imaginar el resto: un viento que se desata y cientos de frutos que rompen violentamente sobre nosotros. Algo parecido a Los Pájaros de Hitchcock pero en colores. En colores fuertes. Eso imagino. Luego tomo el fruto de mi plato y lo sostengo con delicadeza. No limpié mis uñas; bajo las uñas todo está rojo pero ya no importa. La mora tiene una belleza cruda. Pequeños nódulos se agolpan hasta formar un cuerpo perfecto, casi humano.

—Deberías probarla, Queeny –le digo. Luego me la meto en la boca. La deshago en menos de un segundo.



Publicado en Revista El Gourmet, enero de 2012.