viernes, 27 de enero de 2012

Alguien tiene que morir*



Luego de la discusión Julia tomó la bolsa de dormir y se fue al balcón. No fue un gesto teatral: fue una operación práctica. Juntó algunas cosas -llaves, cigarrillos, celular, el palo de la escoba-, sacó la bolsa del placard y cruzó el salón con los brazos cargados.

Al principio Diego no se movió. Estaba arrumbado en un sillón; tenía la mirada fija en una vela encendida. Pero una vez a la intemperie Julia cerró el ventanal y lo trabó con el palo. Fue una acción rápida y brusca que sacó a Diego del trance. Él se había quedado adentro.

—¿Qué hacés? –Se puso de pie. Golpeó el cristal-. ¡Julia!

Ella no respondió. Se dedicó a desenrollar la bolsa con detenimiento. Atrás del vidrio, la voz de Diego era una invocación ahogada y llena de palabras como “abrí”, “hablemos”, “calor” y “no es para tanto”, pero nada parecía llegar al otro lado. Julia hizo un pequeño gesto de desprecio con la mano –como si las palabras fueran moscas- y luego tomó el celular y le alumbró la cara con malicia: era su marido, sí. Y se estaba asfixiando.

Giró sobre sí misma. De cara a la ciudad prendió un cigarrillo. Era una noche negra. Medio Buenos Aires estaba sin luz y todos parecían presos en una cárcel sin bordes. Recordó un libro de la infancia. Todavía lo guardaba en la biblioteca del living. (“Para cuando tenga hijos”, decía. Pero ese es otro tema). El libro se llamaba Había una vez un pueblo y contaba la historia de una aldea devenida en gran metrópolis, en la que el sol –cansado de las opulencias del progreso- se iba para siempre y dejaba a los vecinos en una oscuridad mortuoria. La parte inolvidable de ese cuento era un dibujo: hacia el final, cientos de personas rompían los techos de los edificios en una enardecida búsqueda de oxígeno y luz.

Así, como en aquella historia, estaban todos esa noche: cuarenta grados y un aire duro como una pared.

—¡¿¿Te llevaste las llaves??!

A espaldas de Julia, Diego iba enterándose de cómo eran las cosas. Ella tragó el humo. Habló. Las palabras le salieron grises.

— Mi abuelo tenía unos binoculares –dijo-. Los llevaba a las carreras de caballos. Cuando iba de visita yo los usaba para mirar desde el balcón. Quería encontrar gente desnuda, novios besándose. Era chica. Sobrevaluaba la vida de pareja.

—¿Qué?

Él no escuchaba. Hacía esfuerzos pero el cristal era grueso y estaba empezando a empañarse. Diego tenía la piel brillante y salitre, las sienes mojadas. Pronto se quitó la remera y se limpió el sudor.

—Julia, mirame –golpeó el vidrio-: ¡Soy yo! Todo va a estar bien.

Julia soltó una carcajada.

—“No te suicides, soy yo”, sos patético, parecés un gato rascando la puerta de entrada –dio la vuelta y miró-. Ay, Diego... ¿Tenés calor? ¿Viste que teníamos que comprar todo externo? ¿Querés que te abra? ¿Y si no te abro? –aplastó la colilla con el pie descalzo-. Alguien tiene que morir, Diego. Hoy te mataría. Por eso me encierro. O te encierro, no sé… –volvió a darle la espalda-. Puntos de vista.

—¡Julia!!!!

Después de gritar “Julia”, Diego escupió una lista de palabras lacerantes que ya no parecían hacer daño. Era un francotirador a ciegas. Cuando lo entendió, calló. Se deslizó hasta el piso y todo quedó en silencio.

La ciudad era un pozo. Sólo se oía el ruido de los autos y los perros, pero el resto de las cosas parecía aplastado por el espesor infame de los aires de enero. Julia recorrió el paisaje con la vista. No había familias frente al televisor, no había bebés, no había cenas románticas: no había nada. Todas las casillas del mundo doméstico se habían fundido a negro y sólo quedaban las horas largas, la vida irrespirable.

—Che, Diego –golpeó el cristal con el pie-. ¿Tenés idea de cuántas familias sobreviven a un corte de luz?

Diego no contestó. Julia tampoco esperó respuesta. Sólo se reclinó sobre la baranda y se dispuso a seguir mirando. En el balcón de enfrente, oscura sobre un fondo oscuro, distinguió –en algún momento- la silueta de una niña. A la altura de los ojos, el brillo de un binocular hizo la única luz de la noche.




* Publicado en Clarín, enero de 2012

1 comentario:

buscandovidazen dijo...

que linda historia, y qué calor!