lunes, 23 de abril de 2012

Durmiendo en el hotel de los Kirchner*


De otro modo. El Calafate podría llamarse de otro modo. Si es por la abundancia (el nombre del pueblo alude a la profusión del calafate: un arbusto de frutos violáceos que crece en cada rincón de la comarca) lo cierto es que en la zona hay otras cosas que también abundan. El viento, por ejemplo: el viento es una sordina eterna que recorre las calles (y entonces El Calafate podría llamarse Pueblo Viento). El hielo, por ejemplo: El Calafate está a 78 kilómetros del Parque Nacional Los Glaciares y es considerada la mejor puerta de entrada al Frío mayúsculo (y entonces El Calafate podría llamarse Pueblo Hielo). Y las propiedades de los Kirchner, por ejemplo: una infinidad de hoteles, restaurantes, inmobiliarias, terrenos y emprendimientos civiles que crecen con la naturalidad de las plantas silvestres (y entonces El Calafate podría llamarse Pueblo Kirchner).

 De otro modo. Acá, en El Calafate, todo podría ser de otro modo. Este podría ser un pueblo modesto –el mínimo acceso a la inmensidad de los glaciares-, pero la llegada del matrimonio Kirchner al poder –en el año 2003, con la asunción de Néstor Kirchner- lo transformó en bastante más que eso. De 7 mil habitantes pasaron a 20 mil –un número que sigue siendo exiguo, pero supone un aumento demográfico de casi un 300 por ciento en menos de una década-; de la tierra pasaron al asfalto; y de los hoteles sencillos pasaron a una oferta buena y abundante. Hoy, El Calafate es un polo turístico con opciones para el viajero exquisito que, en muchos casos –y esta es la curiosidad- están vinculadas con el bolsillo y la actividad privada de la actual presidenta Cristina Fernández.

 Aunque nada, nunca, es tan evidente. Sólo por dar dos ejemplos, la hostería Las Dunas pertenece a una empresa presidida por el escribano de Lázaro Báez, un empresario kirchnerista varias veces indicado como testaferro de los Kirchner. Y el hotel Alto Calafate –que años atrás fue abiertamente de los Kirchner, pero ya no- también es el resultado de una maniobra parecida.

Estas trapisondas, en fin, abundan en los relatos sobre el crecimiento del pueblo. Por eso, encontrar un hotel que sea abiertamente de la familia Kirchner es casi un milagro de transparencia. Un milagro que existe. Los Sauces Casa Patagónica es un hotel boutique que fue inaugurado el 1 de septiembre de 2006 y que –esta es la particularidad- no sólo pertenece declaradamente a Cristina Fernández sino que comparte terreno con la histórica casa de descanso de los Kirchner.

Aquí, en Los Sauces, pasaré los próximos dos días.



 —El hotel guarda la estética de las grandes estancias de principios de siglo y está emplazado en un terreno de cuatro hectáreas donde hay dos restaurantes, uno de parrilla al asador y otro de cocina gourmet, un spa y cinco casas patagónicas entre las que se reparten 38 suites de distintas categorías. Cada casa recibe un nombre de acuerdo al lugar que ocupa dentro de este predio. Vos, por ejemplo, estás en la casa Las Rocas porque está en una zona rodeada de rocas, la casa de adelante es Rosa Mosqueta porque está frente a un jardín de rosa mosqueta, luego tenés El Arroyo, pegada al Arroyo de Calafate, y después están las casas Bosque y Viento. Adentro de cada casa hay entre cinco y diez suites que tienen un nombre particular, están decoradas de un modo temático y comparten entre todas un living como éste.

 —¿Y esto lo decoró la Presidenta?

 —No.

 Y ahí es cuando la amabilidad se corta. Ariel Casco, gerente de Los Sauces, es un varón joven, rubio y moderado que funciona todo el tiempo en “modo gerencial”. Casco tiene esa forma de la corrección que nace de la distancia y –sobre todo- del estado de alerta. La presencia del periodismo lo incomoda. Desde mi llegada, y a lo largo de la recorrida por el hotel, todas las preguntas –elementales- vinculadas a la familia Kirchner tuvieron como respuesta la palabra “no”.

—¿La presidenta viene cada tanto?

—No.

—¿Antes venía?

—No sabría decirte.

—¿Los turistas saben que este hotel es de Cristina Fernández?

—No lo comercializamos de esa forma. Lo comercializamos como un hotel boutique de Calafate.

—¿Esa es la casa de la presidenta?

—No sé.

Todo fue así. Todo fue así mientras avanzábamos por los senderos de piedra que unen las distintas casas, y cruzábamos el Arroyo Calafate –que pasa por el hotel- para llegar hasta el salón del desayuno, y nos dejábamos rodear por sauces, álamos y pinos, y hablábamos –intentábamos hablar-, y Casco dialogaba como si estuviera librando una batalla.

Sobran los motivos para estar alerta. En los últimos años, varias investigaciones periodísticas pusieron la mira en el patrimonio presidencial y dieron a conocer que en sólo cinco años –entre 2002 y 2007- el matrimonio Kirchner había multiplicado su fortuna por nueve. ¿Cómo había hecho? En su nota de portada, titulada “La fortuna que no cierra”, la revista Noticias había subrayado como elementos clave de ese crecimiento el rol del empresario Lázaro Báez –con quien los Kirchner armaron sociedades inmobiliarias- y el negocio turístico de El Calafate, montado sobre tierras fiscales que el matrimonio presidencial compró a precio de ganga (7,5 dólares el metro cuadrado). ¿Cómo hicieron los Kirchner para explicar el aumento patrimonial? Argumentaron buenos negocios inmobiliarios, y hoteles que daban mucha ganancia pues –decían- estaban llenos todo el tiempo.

Hoy el hotel no está lleno.

—Hay un sesenta por ciento de ocupación –dice Casco desde su trinchera, mientras se acomoda –incómodo- en el sillón del living de Las Rocas: la casa donde voy a hospedarme. El cupo –moderado- es llamativo si se tiene en cuenta que las tarifas de Los Sauces son accesibles para un emprendimiento cinco estrellas de la Patagonia. Mi habitación, llamada “Rosas rojas”, es amplia, está exquisitamente decorada (hay –además de un piso de madera y paredes en tonos terracota- un candelabro, un dressoir, un ropero antiguo y un confortable salón baño con paredes y suelo de piedra tibia) y cuesta –por habitación- 150 dólares más IVA la noche. La cifra puede variar de acuerdo con la categoría de la habitación –la mía es la más baja- y con el nivel de ocupación del hotel; pero en cualquier caso –dice Casco- no supera los 250 dólares más IVA.

¿Por qué Los Sauces –siendo tan exclusivo- es relativamente barato? En el centro del pueblo, algunos empleados de agencias de turismo dan la siguiente explicación: Los Sauces es un emprendimiento de élite no tanto por su tarifa, sino principalmente porque es un secreto dentro de los circuitos turísticos. Si bien el lugar está comercializado por el Hotel Panamericano de Buenos Aires (una cadena importante de la Argentina, cuyos dueños –Juan Carlos y Silvana Relats- están muy vinculados al kirchnerismo) no suele figurar dentro de los itinerarios más masivos porque la presidenta Cristina Fernández –dicen en Calafate-prefiere usarlo para alojar correligionarios que se acercan al pueblo a tejer y destejer alianzas políticas.

—Ella estaba cansada de que todos se le quedaran en su casa –dice una empleada de Los Sauces-. Pero ahora los aloja en el hotel. Y los hace pagar.

En Los Sauces –tal vez en la habitación “La vaca”, o en “Gardel”, o en “Evita”- se alojaron figuras como el conde de Rothschild, titular del banco homónimo; Larry Page –presidente de Google- y Alan Ducas, el cocinero más renombrado de Francia. Si pagaron o no, es un misterio. Con esos precios, en cualquier caso, no habrán notado la diferencia.

*

La casa de los Kirchner –que también se llama “Los Sauces”- está a menos de cien metros del hotel y puede vislumbrarse desde la piscina del spa. No es lo único que está a la vista. A través de los ventanales –el spa tiene paredes de vidrio- puede verse el Cerro Calafate sellando el silencio desde las alturas. Todo el pueblo –al menos hasta octubre- está marcado por la sordina del frío: una quietud que sólo se corta cuando el viento sopla y las plantas –las ramas- se atolondran de cara al cielo.

Ahora, desde la piscina, no se siente el viento pero se ven los árboles: álamos sin hojas moviéndose con furia como si vivieran una guerra largamente aprendida. Aquí adentro, tan cerca y lejos de todo, hace calor. El agua de la piscina es tibia y traslúcida y alguien puso música de Norah Jones y en un rincón hay té verde y hay aroma a velas de vainilla y todo este lugar está vacío (no es sólo una cuestión de cupo: a esta hora, dos de la tarde, la gente está en sus excursiones al Glaciar Perito Moreno) y afuera están las montañas y de repente la sensación es ésta: aquí se está solo. Solo de veras.

—Este es mi lugar en el mundo –suele decir Cristina Fernández cuando habla de El Calafate. Lo habrá dicho pensando en su casa: dos plantas con techo a dos aguas y ventanales vidriados, que dan a un parque que se continúa con el parque del hotel (ambos terrenos sólo están separados por una pequeña valla de arbustos y una tranquera). Y lo habrá dicho, también, pensando en su pueblo, un territorio yermo que resume lo mejor y lo peor de la Patagonia argentina: el suelo de Calafate es árido y hostil, pero la lejanía –el paisaje de lago y montañas- le da a la zona esa perfección austera –azul- de las publicidades de agua mineral.

Algo de eso también puede verse desde el tercer piso del salón Las Nubes, la casa donde se desayuna, se almuerza y se hacen las actividades de esparcimiento. Allí –aquí- en una esquina con grandes ventanas y paredes color ocre (los tonos secos abundan en todo el hotel) es posible descansar con vistas al Lago Argentino y las montañas nevadas de la precordillera de los Andes. Aunque ése no es el único paisaje. Frente a la Bahía Redonda –una lengua de agua que sale del Lago y se mete en el pueblo- hay varios obreros y algunas grúas haciendo trabajos de construcción. Desde que el matrimonio Kirchner compró Los Sauces se está extendiendo el Paseo Costero Néstor Kirchner: una costanera que cambió de nombre tras la muerte del ex presidente y que hoy está siendo prolongada para que llegue hasta el hotel. La obra le cuesta al Estado 36 millones de dólares y está siendo llevada a cabo por Austral Construcciones, una empresa de Lázaro Báez.

—Ellos son los dueños de todo –dirá mañana una vendedora de Ovejitas de la Patagonia, una fábrica de chocolates ubicada a metros de Los Sauces. Pero ahora nadie dice nada. La casa Las Nubes está vacía. Vacío el mirador, vacío el restaurante (con una oferta gastronómica llamativamente acotada y elemental para los mediodías: no mucho más que sándwiches y ensaladas con insumos básicos) y vacío el espacio de juegos: una estancia con piano, guitarra, algunos óleos de arte moderno, varios elementos autóctonos –ponchos, telares- y muchos muebles restaurados –comprados en anticuarios de Buenos Aires- que fueron trasladados a Los Sauces en avión oficial.

—La señora está en todos los detalles. Cuando viene se acuerda de este sillón de acá. De ese poncho de allá: registra cualquier cambio que hayamos hecho; no entiendo cómo hace –dice Paula, una de las amables camareras del restaurante. Pero luego calla. Acá todos han aprendido a callar. Dos años atrás, un comentario informal –hecho por un empleado de Los Sauces- terminó en la portada de la revista Noticias. Allí se contaba que Cristina Fernández había llegado de improviso al hotel, se había molestado por algunas imperfecciones menores -las mucamas no sabían acomodar los almohadones en las camas king size y el césped estaba demasiado amarillo- y había gritado al gerente de tal modo que el hombre, tras la partida de la Presidenta, terminó encerrado en su cuarto con un pico de presión.

*

Ya es la mañana. Me entero de ello porque en el living de “mi casa” –Las Rocas- una pareja decidió ponerse cómoda. Hoy llegó gente, y junto con la gente llegó una certeza: es mejor que el hotel esté vacío. Si está más lleno, el sistema del living compartido funciona siempre y cuando tu cuarto no esté al lado del living y los que estén en el living no sean ruidosos. Salgo de la habitación y miro. Hay un hombre de barba blanca y aspecto nórdico hojeando la revista Sólo líderes –esa es la literatura que hay en nuestro living- mientras oye la retahíla de palabras de una mujer oriental. Me sorprende que un nórdico y una oriental sean tan ruidosos. Me sorprende, además, que sean pareja. No sé qué decir. Les pregunto si saben que todo esto es de Cristina Fernández de Kirchner. Miran con ojos vacíos.

—The president –les digo. Todo pertenece a the president.

—Oh! –sonríen. Su gesto de sorpresa parece mecánico. El “oh!” del living pertenece a la misma familia del “oh!” del Glaciar.

Mientras mis vecinos salen de excursión (150 dólares un paseo con trekking por el Parque Nacional los Glaciares, que a su vez incluyen una hora de caminata sobre la superficie del glaciar Perito Moreno), tomo una bicicleta del hotel –hay varias disponibles- y salgo a pasear por el pueblo. Visto desde la distancia –desde una loma, por caso-, el pueblo es un cuadro solitario y signado por algunas casas que soportan el rigor del frío. Pero de cerca el paisaje es otro: dentro del pueblo hay cinco cuadras de paseo comercial confortable y pensado para el turismo. Aquí hay locales de indumentaria, restaurantes, souvenires y chocolates, y –sobre todo- una infinidad de carteles promoviendo candidatos a la próxima intendencia. Bellotti, Méndez, quién sea: todos apoyan a los Kirchner.

—Ellos son los dueños de todo. Los candidatos la apoyan a ella porque si no acá no podés hacer nada. Ella después les da un terrenito, o algo siempre les da –dice una vendedora de Ovejitas de la Patagonia: una empresa de chocolates –se cree que la mejor del Sur argentino- que tiene una fábrica al lado de Los Sauces y un local en el centro del pueblo. El local tiene chocolates con forma de ovejita, cajas con dibujos de ovejitas, una lámpara con estampado de ovejitas y algunos cuadros con pinturas de ovejitas.

—Hasta se decía que las ovejitas eran de ella, porque mi patrón tiene la fábrica justo al lado de Los Sauces. Pero no. Menos las ovejitas, todo -agrega la vendedora, quien trabajó antes en Austral Construcciones, la empresa de Lázaro Báez. Y luego dice otras cosas: que por afuera del radio de influencia de los Kirchner, no hay mucha alternativa de trabajo en Calafate. Y que el sueldo en esas empresas es bueno –parte de los 1800 dólares- pero no es fácil de gastar. En Calafate, dice, no hay cines ni teatros: el esparcimiento se reparte entre el Casino Club (una mole de vidrios ahumados a nombre de Jorge Bark, empresario ultrakirchnerista declarado “deudor irrecuperable” por el Banco Central de la República Argentina) y las caminatas por la calle Libertador: la arteria más importante del pueblo, que dura cinco cuadras y después se desvanece.

En Calafate, la periferia queda a doscientos metros del centro. Y es en esa periferia donde está Los Amigos: un restaurante que, según los calafatenses, puede considerarse el mejor de la comarca. Quizás sea buena idea comer aquí. La cocina de Los Sauces, hasta el momento, es lo único que no está a la altura de las instalaciones: los precios son escandalosos (un asado con cordero patagónico, postres regionales y mate -¿mate? Nadie toma mate luego del almuerzo- sale 180 dólares más IVA, un monto que ni siquiera incluye vino) y la materia prima no honra esos precios. En mi primer día de estadía, el queso brie estaba duro, las ensaladas verdes sólo tenían lechuga criolla con algunos bordes renegridos y el cheese cake lucía bien pero era una piedra. Una piedra cara.

Los Amigos, en cambio, no será glamoroso pero ofrece unos platos geniales. Un salmón con crema de langostinos (18 dólares), una botella pequeña de Malbec (5 dólaes) y un café con una oveja de la Patagonia –esa la saqué de mi bolso- son tres razones de peso para devolver la fe en la gastronomía local. A este sitio, atendido por sus propios dueños, vienen a comer todos los intendentes y ha venido –aunque no a comer- Néstor Kirchner.

—Él era un hombre especial –dice Sergio, dueño y camarero del lugar-. El día de la inauguración de la placita de aquí enfrente él se salió del protocolo, cruzó la calle y vino a pedirnos una botella de agua porque se moría de sed. Yo siempre le tuve aprecio y por eso a veces me cansan las habladurías: que esto es de ellos, que aquello también… A mí los rumores me tienen podrido. Una noche unos comensales empezaron a insistir con que Kirchner tenía una amante de Calafate, y lo dijeron tantas veces que en un momento me harté y les dije: “Mirá, ¡yo tengo tres amantes y a mí no me quitó ninguna!”.

Sergio ríe. Su barba es blanca y sus dientes son –se ven- filosos.

—Ay, Kirchner... Cuando él estaba ellos venían seguido al pueblo. Pero desde que murió, a ella no se la ve más. Sólo queda la casa. 

A la noche, desde Los Sauces, se verá –iluminada- la casa. Los ventanales, el parque, el techo agudo apuntando al cielo: se verá lo que queda.

Que es eso, claro. Y todo lo demás también.



* Publicado en septiembre de 2011 en la revista Domingo, del diario El Mercurio.