jueves, 27 de marzo de 2014

Plantar un árbol

Muriel decide comprar un limonero. Camina un kilómetro hasta el vivero para elegir y llevarse la planta. Se queda con la única que tiene un limón colgando: es esmirriada pero tiene garantías. Paga. Un empleado lleva el limonero a la calle. Muriel queda de pie con el árbol a su lado y espera un taxi. Algunos pasan de largo hasta que uno finalmente se detiene.
—¿Y cómo pensás hacer? —dice el hombre, con un rictus de burla. Muriel lo mira como si estuviera midiendo algo. Le ofrece más dinero del habitual y le dice que va a meter la planta de costado, con las ramas saliendo por la ventanilla baja. El conductor acepta de mala gana; ella acomoda todo y arrancan. El auto va a buena velocidad por una calle empedrada. Muriel mira por la ventanilla: el único limón salta enloquecido y en cualquier momento se desprenderá del tallo. Saca la mano y lo sostiene. Viaja diez minutos con la mano afuera sosteniendo el limón como si fuera la llama olímpica, pero sin fuego.
Llega a destino con un dolor en el brazo. Baja la planta como puede y la arrastra por la casa hasta el jardín. La deja. Enciende un cigarro y sube la escalera hasta su escritorio. Debe trabajar. Empieza a corregir un manuscrito de autoayuda titulado Desapegarse sin anestesia, pero deja un signo de interrogación en torno a la palabra «sin» y pasa a otra cosa. Ve televisión todo el día hasta quedarse dormida.
A la mañana siguiente desayuna, toma una pala, camina hasta el fondo y empieza a cavar con fuerza. Lo hace durante media hora; no luce cansada. Mientras cava encuentra las raíces gordas y blancas de una rosa china que alguna vez tuvo, y que hubo que sacar. Ve gusanos, lombrices y arañas. Parece pensar en sí misma. Hacer un pozo es como subir una montaña.
Después deja todo abierto y vuelve a trabajar. Quita el signo de interrogación en torno a la palabra «sin». También hace otras cosas. Atiende el llamado de su hermana.
—Compré el limonero —le dice.
—¿Voy?
Muriel responde que no. Corta y mira el jardín por la ventana: el césped está dispuesto como esas doncellas que esperan al rey en la cama. Muriel se sienta en una escalera externa –la que va al escritorio- enciende un cigarro y ve el atardecer. El cielo está lleno de edificios: parece el horizonte de un juego de tetris. Aunque no hay colores. Ya es la noche.
Muriel baja a oscuras hasta la biblioteca, enciende una luz y toma el cofre. Está apoyado sobre unos libros de fotografía de tonos vibrantes. El cofre es de una madera barata y liviana. Lo sostiene con la mano; podría sostenerlo con un dedo. La fragilidad de esa cosa la hace temblar.
Veinte días atrás Muriel vio a su gata respirar con dificultad. Cada exhalación era como un fuelle que cerraba sus pliegues para siempre. La metió en un bolso y la llevó a la veterinaria. Cuando la sacó y la acomodó en la camilla la cara de la gata estaba deformada: era el rictus de un animal desahuciado. Babeaba. Le pusieron oxígeno y le dieron inyecciones, quién sabe de qué. Pero no funcionó. Unos minutos después la gata empezó a retorcerse enloquecida y a querer quitarse la máscara. Clavó las uñas en la mano de la veterinaria.
—¡Tómela fuerte! —gritó la mujer— ¡Se está ahogando!
Muriel no entendió. Estaba aturdida. Tomó a la gata con fuerza pero encontró un animal de ojos secos que había dejado de pelear. ¿Había muerto? Se llamaba Cati: el nombre más tonto del Universo.
Muriel había conocido a Cati diecisiete años atrás. Ella —Muriel— tenía veintiuno, vivía sola y no quería llegar a su casa y que no hubiera nadie para recibirla. El primer día que se vieron Cati tenía una pulga caminándole por la frente. Muriel la limpió, la vacunó, la alimentó. Vivió con ella durante dos convivencias, dos separaciones y tres noviazgos frustrados. A Muriel le gustaba decir que Cati y ella habían vivido nueve vidas juntas. Pero pasados los treinta años ese chiste le provocaba tristeza.
—Cati —dijo Muriel frente a la camilla. La soltó lentamente, con estupor. Se sentó en una silla y se miró las manos.
—Hay que resolver lo del cuerpito —escuchó. Muriel alzó la cabeza. La veterinaria tenía los dientes rubios de nicotina; movía la boca. —Quiero decir: podés dejarla acá y nos encargamos nosotros, podés llevarla en una bolsa o podés cremarla.
No iba a dejarla ahí. Tampoco iba a cargar el peso de su gata muerta. Eligió cremarla.
—¿Querés las cenizas o las dejás allá? Es un tema de precio, viste.
¿«Allá»? Muriel firmó y pagó para que le llevaran las cenizas a la casa. Se despidió de la veterinaria sin tocarla y se fue con el bolso vacío en una mano. Lloró, tomó un diazepam, durmió. Al día siguiente se sentó a trabajar. Desapegarse sin anestesia. Puso un signo de interrogación sobre la palabra «desapegarse» y se fue a fumar a la escalera. Las cenizas no llegaban. Tampoco llegaron el día posterior. Al tercer día Muriel llamó a la veterinaria y le explicaron que ellos subcontrataban el servicio. Le dieron el teléfono de la empresa encargada de las cremaciones de mascotas. Muriel llamó y la atendió un hombre de voz áspera, humeante.
—Esto no es en el acto, señora. Acá el trámite toma entre diez y veinticinco días.
—Dónde está mi gata.
—Está con nosotros.
Muriel se largó a llorar. Volvió a preguntar dónde estaba su gata y le hablaron de cámaras frigoríficas. Muriel imaginó a Cati congelada o pudriéndose en una bolsa de plástico oscuro.
—Esto es una estafa —gritó. Luego cortó y se quedó mirando el teléfono.
Tomó otro diazepam. Durmió. Soñó que quedaba encerrada en un galpón con gente y que alguien le decía «¿es tu primera vez en Auschwitz?». Se despertó sobresaltada. Alguien estaba tocando el timbre. Llovía. Muriel abrió en piyama. Un hombre bajó de una camioneta y desde adentro del impermeable estiró los brazos y habló.
—Las cenicitas —dijo.
Ella recibió el cofre, entró a la casa y se quedó de pie en el salón. No sabía qué hacer con eso. Lo puso en la biblioteca, donde quedó varios días. Luego compró el limonero y cavó este pozo que ahora palpita como el vórtice de una desgracia. Muriel toma el cofre y un destornillador, y va al jardín. Se arrodilla en la noche, se pone una linterna entre los dientes y desmonta la tapa. La abre esperando una luz o una revelación, pero sólo hay un polvo plateado y lunar: cenicitas.
Las tira en el pozo y despide a su gata murmurando algo. Después acomoda encima la planta de limón y la completa con tierra para que esté firme. No piensa en los ciclos de la muerte y de la vida, ni en ninguna otra cosa. Sólo piensa en la palabra «anestesia», y en la necesidad de una lluvia.

martes, 18 de marzo de 2014

Usted

Estoy en un hospital público de Tucumán. Vine a ver a una chica que fue internada por riesgo de parto prematuro. Me acompaña la madre de la chica; la futura abuela del bebé. Caminamos por el hospital hasta llegar al área de maternidad. El hospital es macizo y frío. Las paredes están sucias y llenas de ecos. En la puerta de ingreso a la maternidad hay un guardia con borcegos robustos.
-Vengo a ver a mi hija -dice la madre.
-Msfñsjkesperequestánlosmedicosmsflf -dice el guardia. "Espere que están los médicos" quiso decir. O quiso no decir. El guardia no levanta la vista de su teléfono móvil.
-Pero mi hija no tiene cuidadora, necesito entrar -dice la madre.
-Msfñsjkesperequemsflf -dice el guardia.
-¿Qué? -dice la madre.
Silencio.
-Míreme cuando le hablo que yo a usted no le falto el respeto.
-Msfñsjksmsflf.
-¿¿¿Sabe qué???
La madre empieza a los gritos. Dice las palabras "denuncia", "causa" y "penal" como quien tira disparos en la noche, y se va por una escalera.
Se acerca al lugar una mujer de seguridad: los mismos borcegos. Inmensos.
-Qué pasó -dice.
-Que la señora no respeta las normas -dice el vigilante.
-Eso no es cierto -digo yo-. Usted la trató con desprecio. Usted jamás levantó la vista del teléfono.
-Ella me habló mal -dice él.
-Ella le habló normal -digo yo.
-Y usted para qué está -me pregunta la vigilante.
Le explico que vine a ver a una chica internada.
-No es horario de visita -dice la mujer.
-No tiene quién la cuide -digo yo.
-Bueno, si se queda de cuidadora no se puede mover por cuatro horas.
-Me quedo entonces de cuidadora.
La vigilante me mira. Estira un brazo. Hace un círculo amplio y lento con el dedo índice.
-Usted va a dar tooooda la vuelta y va a ir a una sala de espera. Ahí va a esperar. Y cuando yo la llame usted va a poder pasar. Y va a poder pasar si YO decido que la chica necesita una cuidadora.
La miro.
Me retiro.
Doy toda la vuelta.
Tomo asiento en una sala llena de mujeres pobres e ignorantes a la espera de que otra mujer pobre e ignorante las señale con el dedo y diga: Usted.
Y así pasa la tarde.

lunes, 17 de marzo de 2014

Lamparitas



Anoche se cortó la luz. Cenamos con Joaquín alumbrados por velas. A las diez de la noche ya habíamos hecho todo. Nos sobraba el tiempo. Preparé dos chocolatadas calientes y nos quedamos charlando. Le conté que la semana próxima tengo que ir al Norte por un trabajo. Preguntó, por primera vez, en qué consistía ese trabajo. Le conté. “¿Y no es peligroso?” dijo. Le expliqué que no. “¿Y cómo hacés después?” preguntó. Le hablé de desgrabar, ordenar, escribir. 
Se quedó pensando. 
“Guau” dijo al fin. “Tengo una mamá escritora”.
Después seguimos conversando y nos fuimos a acostar. Continuábamos a oscuras. Pero la noche, para mí, se había llenado de lamparitas que iluminaban la Tierra.

viernes, 7 de marzo de 2014

No me avergüences*


Fui a ver a mi hijo a una clase de natación. Era una de esas muestras abiertas en las que los padres somos invitados –más bien obligados- a participar. En la pileta había seis nenes de entre ocho y doce años, de los cuales Joaquín, mi hijo, era el menor. El mayor era uno llamado Ramiro, y jugaba sucio. Ramiro tiraba agua en la cara de sus compañeros para ganar los juegos y tenía toda la pinta de esos pibes que hostigan al prójimo en la escuela. Pero no voy a detenerme en eso sino en lo que sigue: Joaquín tuvo que competir con él. Promediando la clase la profesora llevó al grupo al fondo y puso a todos en duplas para jugar carreras. Joaquín y Ramiro quedaron juntos. Miré esos cuerpos impares y me encomendé al mito de David y Goliat. Entonces dieron la señal de largada.
Los chicos se zambulleron y empezaron a nadar. Me quedé inmóvil. Los veía avanzar por el fondo como peces gráciles buscando la superficie. Hasta que emergió uno y después el otro, y comenzaron a bracear con urgencia. El tiempo desapareció en mí; sentí un mareo en las rodillas. Tenía el cuerpo tenso y reclinado hacia delante como si esa gradación del torso fuera a ayudar a mi hijo a levantar velocidad.
Funcionó, o no sé qué pudo haber pasado. Lo cierto es que Joaquín empezó a adelantarse al otro nene. Su nado era limpio y poderoso, y estaba libre de desesperación. Joaquín braceaba con madurez, como si uniera tenazmente los puntos de un mapa. Así llegó a la meta y así ganó, por lo que me emocioné y grité su nombre y di unos saltitos ridículos. Ese era mi hijo. Necesitaba celebrar lo que acababa de pasar. Así que me tiré al agua y fui hasta la otra punta y una vez ahí me acerqué y le di un beso y le dije cosas lindas. Entonces él miró a los costados.
No me avergüences –susurró.
Creí que había entendido mal.
¿Cómo?
Que no me avergüences –repitió con discreción–. Por suerte pareció que me dijiste un secreto.
Joaquín me hablaba como si estuviera pasándole un código a un agente encubierto. «No me avergüences». Tenía que procesar esa idea. Todo empezó a girar. ¿Era yo un bochorno para mi hijo? ¿En qué momento había empezado eso? ¿Duraría para siempre? ¿Todos los hijos se avergüenzan de sus padres? ¿Eso es lo más sano del mundo? ¿Quién es el idiota que lo dice? Las preguntas me ahogaban. A mi lado la profesora daba nuevas instrucciones y movía sus brazos rollizos (un día escribiré algo sobre las profesoras de natación y su insólito sobrepeso) pero yo ya estaba en esa cueva inmensa en la que a veces me encierro.
«No me avergüences». No recordaba a qué edad había sentido la primera vergüenza de mis padres. Con mi padre no había crecido y mi madre trabajaba todo el día, así que estimé que ese evento iniciático habría ocurrido con mi abuela. Ella siempre pedía descuentos cuando íbamos de compras. Yo aguantaba todo pacientemente hasta que una vez, en la verdulería, ella pidió un «descuento por cantidad» seguido de un «descuento de jubilada» seguido de un «descuento de vecina» y yo dije en voz baja «por favor, basta». No sé si me escuchó, pero sé que en ese instante decidí que a los negocios yo entraría con mi abuela pero fingiría estar sola.
Nunca pude decir «no me avergüences» –mi abuela era, y sigue siendo, una mujer de carácter- pero varias décadas después, en la pileta, pensando en Joaquín y en aquellos años míos pude sospechar que ese pedido de mi hijo, como el de tantos otros pibes a sus padres, era todo lo opuesto a la voluntad de hacer daño: era, al fin y al cabo, el reclamo por una soledad digna. «No me avergüences» era el nombre de un apremio que luego se aprende a silenciar en la adultez, y que en el caso de Joaquín –y seguramente de muchos otros- ni siquiera era nuevo. Algunos días atrás, cuando íbamos por la calle mi hijo ya había dicho algo al respecto.
Tomame una foto de espaldas –dijo-. Como si estuviera caminando solo.
Accedí a su pedido y apreté el obturador. Después miré la imagen. En el cuadro se veía el orgullo de Joaquín y su felicidad henchida; se veía su cuerpo que todavía siento chico; y se veía el modo en que su mundo se expandía mientras él se lo ganaba con un paso limpio y poderoso, libre de desesperación, como si estuviera uniendo tenazmente los puntos de un mapa.


* Publicado en la revista YA del diario chileno El Mercurio.

lunes, 3 de marzo de 2014

EL VERANO CHILENO *



La primavera estudiantil pasó y ahora sus principales líderes —entre ellos la bellísima Camila Vallejo— pelean por una banca en el Congreso nacional. Crónica de una gesta social que ya se ha vuelto partidaria, y que tiene a jóvenes de veintitantos años jugando un rol fundamental en la elección más importante desde la caída de Augusto Pinochet.



Esta es la escena; ocurrió el 21 de mayo de 2012. Esa mañana, en Valparaíso, una ciudad costera ubicada a 120 kilómetros de Santiago de Chile, el presidente Sebastián Piñera debía dar la «cuenta pública anual»: un discurso ante el Congreso en el que el primer mandatario tenía que rendir cuenta del estado administrativo y político de la Nación. Ese día, a diferencia de tantos otros años, la situación era especialmente tensa. En pleno auge de las protestas estudiantiles —la gesta popular más importante que tuvo Chile desde el regreso de la democracia, en 1990— cualquier aparición pública de Piñera garantizaba, como mínimo, un recalentamiento del humor social.
Adentro y afuera del Congreso había gente apostada, aunque la tensión era distinta en cada lado. Adentro, en un ambiente más calmo, estaba Jaime Parada: un concejal y militante por los derechos civiles de las minorías sexuales que asistía al discurso a sabiendas de que Piñera se pronunciaría sobre el asesinato de Daniel Zamudio, un muchacho gay cuya muerte había paralizado al país. Afuera, en cambio, manifestando en contra de Piñera estaban los estudiantes encabezados en buena parte por Giorgio Jackson (presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica -FEUC), Francisco Figueroa (ex vicepresidente de la Federación de Estudiantes de Chile -FECH) y Camila Vallejo, vicepresidente de la FECH, quien gracias a un discurso de hilvanes perfectos y a una belleza inaudita le había dado voz y rostro al movimiento ante todos los medios de comunicación del mundo.
Camila y Jaime —amigos— acortaban la distancia enviándose mensajes por Whatsapp, la aplicación de chat telefónico con la que fue coordinada buena parte de la revuelta estudiantil. «Leona esto ya termina tenemos que encontrarnos» le escribió Jaime a Camila cuando acabó el discurso. «Sal y nos vemos» respondió ella, y Jaime salió.
Una vez en la calle, Jaime buscó a Camila entre el gentío hasta que dio, finalmente, con la escena: a lo lejos, y en el medio del caos de las protestas, Camila avanzaba rodeada por un anillo de compañeros de la Juventud Comunista —el partido al que ella pertenecía y pertenece— que la protegía del desborde que se arrojaba sobre ella: una horda de militantes de ultraizquierda que le gritaban «vendida» y «amarilla» —«tibia»—; decenas de medios de prensa soltando preguntas al viento; y un manojo de vivillos que buscaban el momento de estirar la mano y tocarle el culo a la vez que le gritaban «hazme un hijo», «déjame chuparte las tetas», «acéptame en Facebook».
—Era como una jauría en torno a la Camila, y ella caminaba estoica con su grupo de gente rodeándola. La Camila es muy admirada pero también es muy odiada, más aún por el mundo de la extrema izquierda que la considera una «amarilla» y está dispuesto a hacérselo saber. Pero ella puede vivir con eso. Tú la veías caminando y era como si nada pasara. Para mí esa escena explica como ninguna otra la complejidad del movimiento.
Eso dice Jaime Parada ahora, un año y medio después, mientras toma té en un bar de Santiago de Chile. Durante la charla dirá también otras cosas, pero será esta imagen —este trance cinematográfico— la que volverá infinitas veces a lo largo de este viaje, cada vez que tenga yo que recordar de qué está hecha «la Camila» y de qué está hecho, por tanto, el movimiento estudiantil chileno: el mayor alzamiento social que ocurre en Chile desde fines del pinochetismo y una hazaña política que este año está pasando por un momento crucial. El próximo 17 de noviembre habrá elecciones presidenciales y parlamentarias en el país, y muchos de los líderes que coordinaron la revuelta —entre ellos Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa— intentarán, con veintiséis años de edad promedio, ingresar a un Congreso regido desde hace dos décadas por dinosaurios políticos.
Aunque el salto tiene sus detalles. No todos los candidatos jóvenes van por un mismo partido, y de todos ellos fue Camila quien llegó más lejos y a un lugar más complejo. Tras decir infinitas veces, durante las protestas, que jamás votaría a la expresidente y hoy nuevamente candidata Michelle Bachelet —quien respaldó en su gobierno un status quo desfavorable para las clases medias y bajas de Chile— este año obedece las órdenes de su partido —el Comunista— y va de candidata a diputada apoyando la candidatura presidencial, sí, de Michelle Bachelet. Lo que tuvo consecuencias. Buena parte de la población apoya a Camila Vallejo, pero muchos estudiantes reaccionaron como se reacciona ante una estafa. «Falsa», «prostituta», «mentirosa», «política» (sic), «muppet»: estos son algunos de los calificativos que viene recibiendo Camila Vallejo por entrar a las filas de la Concertación, la coalición de partidos y movimientos de centro izquierda que se armó en Chile con el regreso de la democracia y que creció bajo la promesa —para muchos incumplida— de devolverles a los ciudadanos los derechos sociales perdidos durante los diecisiete años de dictadura de Augusto Pinochet.
—Yo no soy principista. Tengo mis principios pero también sé lo que es la táctica y la estrategia, y entiendo que para avanzar en las demandas que se plantean hoy en Chile se requiere buena correlación de fuerzas políticas —dirá en unos días Camila Vallejo sin que una sola vacilación le robe gracia a su rostro templado. Cuando la vea y la escuche recordaré entonces esta imagen que ahora da Jaime Parada: construiré a Camila como una heroína de comic; como un personaje de paso plomizo que avanza entre el fuego social con los cabellos al viento.
Camila es fuerte, pero además es —y esto se confirma cuando se la ve en persona— rematadamente hermosa. Tan hermosa que es imposible leer el movimiento como una gesta política apartada de su dimensión estética. La belleza de Camila llevó a Chile a los medios de prensa del mundo —el semanario alemán Die Zeit la entronó como figura emblemática de 2011, los lectores de The Guardian la eligieron como «persona del año», el New York Times habló de ella como «la revolucionaria más glamorosa», etcétera— y ese relato internacional a su vez robusteció la bases, el alcance y el poder político del movimiento chileno.
La Camila es muy inteligente, pero si hubiera sido gorda y con bigotes no te quepa duda de que no hubiera llegado a tanto —dirá en unos días Patricio Fernández, director del semanario The Clinic, acaso la única publicación contestataria y de alcance masivo que hay en Chile.
—A la derecha le molesta que sea bonita, porque ellos asocian a la izquierda con la fealdad. Han hablado de la Camila como «esa perra» y han hecho chistes del estilo de «¿están haciendo casting los comunistas?». Los varones con Camila y las mujeres con Giorgio: así se definía la sexualidad de Chile hace dos años —dice ahora Jaime Parada.
Jaime me ayudó estos días. Antes de viajar quise acordar una serie de encuentros con Camila y, contra lo esperable, me fue dada media hora de entrevista. A Camila no le interesan los grandes medios. Le da igual una radio regional que el New York Times, y hasta ha postergado encuentros a colegas que se han ido de Chile con las manos vacías. En ese contexto, media hora asegurada es una conquista que atribuyo a Jaime Parada, con quien tenemos una amiga en común.
Ahora estamos en un lindo bar de Providencia, el tercer municipio más rico de Chile —un país dividido en sesenta distritos— y el territorio que en 2012 erigió a Jaime concejal. Fue en esos tiempos, cuando asumía su cargo político, que Jaime empezó a hacerse amigo de Camila. Aún cuando militaban y militan en partidos distintos y bastante enfrentados dentro del abanico de la izquierda —Camila está en el PC y Jaime en el Partido Progresista— lograron amistarse ayudados incluso por un factor sexual. Camila podía estar con Jaime —gay— sin que hubiera ninguna especulación al respecto.
La Camila es muy acosada por los hombres, es la mujer de Chile más deseada. Si le preguntái a un heterosexual a quién desea con toda su alma te dice la Camila Vallejo. Entonces creo que de todas formas le hacía bien tener un amigo gay con quien salir más relajada. La Camila es muy sencilla, no quiere problemas de ese tipo.
Jaime toma la taza de té y da un sorbo que acompaña con una torta de nuez. Tiene dedos finos y barba prolija, y esa clase de mesura que empieza a llegar —si llega— entrados los treinta años. Jaime tiene casi treinta y seis, creció en una comuna de clase acomodada de Chile y fue a la Universidad cuando el modelo neoliberal instalado por Pinochet y sostenido por los gobiernos democráticos mostraba todos sus brillos.
Hasta el 2011, Chile venía siendo visto en el mundo como «el jaguar de América Latina»: un país que, según datos del Banco Mundial, tenía casi pleno empleo, sólo un 14 por ciento de pobres y un Estado eficaz. Sin embargo, el movimiento estudiantil desnudó en 2011 las costuras de ese modelo. Y demostró que las estadísticas globales (que decían, por ejemplo, que cada ciudadano tenía un poder de compra de 20 mil dólares al año) eran promedios montados sobre una notable desigualdad social y sobre un modo de Estado demasiado ligado a los vaivenes del mercado. Las clases medias y bajas, se supo, tenían todos los procesos vitales intervenidos por el sector privado, y debían endeudarse hasta límites insospechados para pagar por derechos básicos como la salud, el cuidado en la vejez y la educación. ¿Por qué saltaron entonces los estudiantes, y no los viejos o los enfermos? Porque la transición chilena —que es como se llama al período de salida gradual de los esquemas institucionales de la dictadura— creó en torno a la educación un ideal de ascenso social que, a pesar de las buenas intenciones, mantenía los fundamentos de la Escuela de Chicago instalados por el pinochetismo. Todos, se dijo, podían alcanzar una realización personal mediante el estudio, pero con la salvaguarda de que las universidades eran pagas y caras, y obligaban a buena parte de la población al endeudamiento con la banca privada para poder cumplir con las obligaciones económicas que suponía estudiar.
Con el paso de los años empezaron a abrirse las grietas de este mito educativo. Miles de estudiantes comenzaron a egresar —y también a desertar— llenos de deudas y en el mejor de los casos con un título que no los habilitaba a conseguir un buen trabajo ya que muchas universidades, nacidas con el único fin de lucrar, tenían un nivel académico penoso. La educación se transformó, entonces, en un ejemplo prefecto de cómo las trampas institucionales creadas en la dictadura seguían siendo sostenidas en la democracia. Y los jóvenes reaccionaron ante eso representados, entre otros, por Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa.
—Ellos fueron la cara visible de un movimiento que desnudó la parte más difícil de Chile —dice Jaime Parada—, y por primera vez instalaron la idea de que en la clase política realmente existe una contraparte del establishment. Que paradójicamente pasa a pertenecer al establishment, porque la Camila ahora va de candidata a diputado.
—¿Eso es un error?
—No. Giorgio va, y Francisco, uno de los tipos más capaces que hay dentro del movimiento, también va. Lo que más molesta es el apoyo de la Camila a Bachelet. Eso le ha ganado respaldo político, pero también le sumó mucha antipatía dentro de los estudiantes.
La decisión de Camila Vallejo —que en realidad no es suya, sino del Partido Comunista al que Camila pertenece— tiene una explicación. Y tratar de entenderla obliga a revisar el esquema político que Chile arrastra desde los tiempos de Augusto Pinochet.
Puede ser espeso, pero es esencial.
En Chile hay un sistema de gobierno «binominal», lo que significa que el país está dividido en sesenta regiones y que cada región debe elegir dos diputados (por lo que en el Parlamento hay ciento veinte diputados en total). Para elegirlos se da un proceso de sufragio por listas: las dos listas que ganen más votos en cada distrito son las que pondrán su diputado en el Congreso. La nota al pie es que las dos listas principales son siempre las mismas: la Alianza —la coalición de derecha a la que pertenece el presidente Piñera— y la Concertación, que encuentra a su mayor figura en Bachelet. Como esas listas siempre sacan el mayor caudal de votos, en todas las elecciones y en todas las regiones la Alianza y la Concertación ganan un escaño, por lo que el Congreso siempre está partido en mitades ideológicas exactas. Esto tiene consecuencias institucionales directas. Si se considera que las leyes sólo se aprueban con el aval de más de la mitad del Parlamento, eso explica por qué es imposible sancionar un paquete de medidas que haga cambios de fondo en la realidad de Chile.
Dado su alto grado de injusticia, este sistema está siendo interpelado por primera vez en décadas, y son los líderes del movimiento estudiantil quienes están buscando por vías políticas el punto vulnerable de este modelo conservador. Es un proyecto difícil, entre otras cosas porque los candidatos jóvenes deben pelear con partidos que cuentan con una ayuda extra: a diferencia de los movimientos chicos, la Alianza y la Concertación —al ser coaliciones que reúnen a varios partidos políticos— pueden presentar cada una dos candidatos por región que, llegado el recuento de votos, y a la manera de una ley de Lemas, sumarán sus boletas bajo el paraguas del partido que los aglutine. Los movimientos chicos, en cambio, sólo pueden presentar un candidato. Por esa razón, cualquier figura que quiera ir de modo independiente —como Giorgio Jackson o Francisco Figueroa— se verá obligada a un esfuerzo feroz ya que no pelea contra dos candidatos —uno de la Alianza y uno de la Concertación— sino contra cuatro.
—Es un sistema perverso —explica Jaime—. Si quieres llegar al Congreso tienes que sentarte con la máquina de los partidos políticos en tu distrito. Si no lo haces, los partidos se vuelven extorsivos: «o nos apoyas —dicen— o nosotros instalamos en la región unos candidatos igual de fuertes que tú y se te acabaron las posibilidades». Eso le están haciendo a Giorgio, que quiere ir por afuera con un movimento nuevo llamado Revolución Democrática. Y por eso el comunismo arregló con Bachelet.
Esta explicación para muchos es insuficiente. La parte más radical de lo fue fuera el movimiento estudiantil —que sigue vivo, pero sin los líderes ni los picos de fuerza de los años 2011 y 2012—, cree que Camila Vallejo está desoyendo al colectivo de estudiantes que la enarboló, y que forma parte de un partido dispuesto a negociar sus convicciones por un puñado de cupos seguros en el Parlamento.
Aunque hay otras formas de verlo:
—Tú nunca eres lo suficientemente de izquierda —dirá Camila en unos días con el rostro lacio: iluminado.
—Camila hizo lo que le pidió su partido, que tiene un rasgo pragmático altísimo, y ella es una militante disciplinada —dice ahora Jaime—. Además la gente la quiere. Yo ando con la Camila por la calle y no puedes avanzar cien metros sin que la paren tres veces al menos para tomarse fotos… A propósito —Jaime pestañea, parece despertarse—: ¿has quedado finalmente con ella?
—Había quedado para mañana, pero me canceló.
—Ah… Es que mañana es un día muy importante para la Camila. Mañana rinde su último examen para recibirse.
—Pero la van a aprobar, todos deben apoyar lo que ella representa.
Jaime mueve la cabeza, frunce la nariz: duda.
—Ella lideró un movimiento que eclipsó el sistema educativo de Chile. No creas que es tan fácil.

***

El movimiento liderado, entre otros, por Camila Vallejo fue el último y el más potente dentro de una seguidilla de protestas que se venían dando desde fines de 1990. De todas ellas, el mayor antedecente ocurrió en el 2006 con lo que los medios llamaron «la revolución pingüina»: un fuerte reclamo de los estudiantes de colegios secundarios —cuyos uniformes remitían a los colores de un pingüino, de ahí el nombre— que cuestionaba un sistema educativo que se les hacía caro y malo. Los «pingüinos» querían estatizar la educación —derogando la LOCE, una ley parida durante el pinochetismo— y obligaron a la entonces presidente Michelle Bachelet a cambiar a su ministro de educación de entonces y a sentarse a negociar con los alumnos, que a esa altura ya habían ganado el apoyo popular.
Todo parecía estar dado para que los «pingüinos» triunfaran; pero se dio un episodio que hoy es visto como una instancia fundacional de la desconfianza de los estudiantes en el sistema político y específicamente en la Concertación. Y es que Bachelet promovió el armado de un concejo asesor formado por estudiantes, intelectuales y empresarios que reemplazó la LOCE, sí, pero por una ley que tenía poco que ver con las reivindicaciones de los estudiantes y que no tocaba el punto medular: el Estado seguiría subvencionando a cualquier empresa educativa que se abriera en Chile. Y las familias seguirían pagando lo que hubiera que pagar. De ese diálogo frustrado queda una foto que hoy es un símbolo de la «estafa progresista». En ella se ve a Michelle Bachelet festejando la nueva ley con una mano en alto, blandiendo un banderín de Chile y acompañada por todo el arco partidario, la derecha incluida.
Fue este antecedente el que marcó las bases del estallido social de 2011. Para ese entonces, los estudiantes —muchos de ellos, ex «pingüinos»— estaban de cara a un sistema que seguía siendo —como ahora— caro y malo. Hoy una carrera universitaria en Chile sale entre 4000 y 6000 dólares al año. Como buena parte del alumnado no puede enfrentar ese gasto —ya que la mitad de la población chilena gana 500 dólares por mes—, casi todos acuden al llamado «crédito con aval del Estado»: un modo de endeudamiento creado durante la presidencia de Ricardo Lagos —otro de la Concertación— que endeuda a los estudiantes con la banca privada a tasas que los llevan, llegado el momento, a tener que devolver casi el doble del dinero que pidieron prestado.
Así fue que en abril de 2011, y durante la presidencia del derechista Sebastián Piñera —educado en Harvard y fundador de Bancard, la mayor tarjeta de crédito de Chile, hoy vendida a una multinacoinal—estalló una bomba social que transformó a los jóvenes en la cara visible de una gesta que ya trascendía los claustros y ganaba el apoyo popular, con un respaldo al movimiento cercano al 80 por ciento. Para diciembre de 2011 —a ocho meses de iniciadas las movilizaciones— los estudiantes ya habían forzado la renuncia de dos ministros de Educación y habían logrado colocar la reforma educativa al tope de la agenda parlamentaria. Toda esa presión y todos esos logros, entre tanto, eran gestionados y encarnados por figuras que abarcaban toda la amplitud del movimiento: Camila Vallejo presidía la Federación Universitaria de la Universidad de Chile, una institución laica, pública y anticlerical —aunque paga— a la que va la clase media erudita. Y Giorgio Jackson presidía la Federación Universitaria de la Universidad Católica, a la que va el conservadurismo religioso y social de Chile.
—En la Católica los niños pobres se visten como ricos. En la Chile los ricos se visten como pobres —resume el escritor Rafael Gumucio en un bar del Drugstore, el espacio —ubicado en un pequeño shopping— al que concurre buena parte del circuito intelectual de Santiago de Chile.
Gumucio siguió de cerca el movimiento. Y fue quien mostró, hacia el exterior del país, un rostro de la revuelta estudiantil distinto del de Camila Vallejo. En el año 2011, Gumucio publicó en la revista mexicana Gatopardo un perfil sobre Giorgio Jackson.
La Camila me parece la parte menos interesante de todo este movimiento —dice—. Toda la gente de la Juventud Comunista se parece entre sí. En cambio Giorgio, por no hablar de Francisco Figueroa, que me genera un gran respeto, tenía algo distinto.
Giorgio, dice Gumucio, era la parte acaso elegante de la gesta estudiantil. A los veinticuatro años —hoy tiene veintiséis— era un prolijo estudiante de Ingeniería, gustaba a las chicas y gustaba a las madres de las chicas porque salía dando notas a Al Jazeera en perfecto inglés. En ese entonces, cuando arrastraba tras de sí a un movimiento que llegó a llevar más de cien mil personas a las calles, vivía con su madre y sus cuatro hermanas en Las Condes, un barrio de clase acomodada del que se fue el año pasado.
Ahora vive en Providencia, en una casa antigua junto a cinco amigos más con los que reparte el alquiler. Un rato después de hablar con Gumucio, toco el timbre de la casa y me recibe Auska Ovando, la encargada de prensa de la campaña de Giorgio para diputado; una chica amable que me hace pasar al living y pide que aguarde. Giorgio está en el cuarto contiguo dando una entrevista por radio.
Tomo asiento. La casa se intuye grande y sólida, pero sin afeites. En el living hay esa comunión de objetos propia de los lugares donde vive demasiada gente. Se ve una colección de relojes antiguos, un cuadro de Al Pacino, otro de Emiliano Zapata, máscaras indígenas, sifones, paraguas, una valija chica, una guitarra, una planta, un mandala, adornos tailandeses, libros: una Enciclopedia Larousse, La conjura de los necios, una biografía de Obama. Arriba, una lamparita de bajo consumo arroja una luz dormida sobre la estancia.
—A dos semanas las cartas están echadas, pero igual tenemos que ir casa por casa con los vecinos —se oye al otro lado de la puerta.
Giorgio está hablando de la entrega de listas: dentro de dos semanas se sabrá si finalmente —y tal como terminará sucediendo— puede presentarse a elecciones como independiente a través de su movimiento, Revolución Democrática. Ahora corta la conversación y sale de su habitación. Giorgio se ve alto y saludable, dueño de una barba rubia que ralea sobre la piel pálida. Se está frotando un brazo.
—Veinte minutos con el brazo doblado para tener el teléfono, tengo que cambiar de teléfono —dice. Con el brazo sano, toma un caloventor que tira un aire tibio y débil. Hace frío. Giorgio toma asiento y se masajea el bíceps. Ayer y hoy estuvo dando demasiadas entrevistas.
—Estas elecciones tienen un grado ideológico muy alto y son muy sofisticadas en términos políticos. Pero creo que esta vez tenemos fuerza suficiente para impulsar un cambio. Hay compañeros que nos critican por querer entrar al Congreso, pero es desde ahí donde se libra la batalla. En el Parlamento más del 90 por ciento van a la reelección, no se quieren ir. ¿Quién va a querer irse? Tenemos que sacarlos nosotros. Metámonos ahí, no regalemos nada. Cuando el gobierno dice que no puede haber educación gratuita en Chile porque no hay plata para eso, decimos cómo que no: somos un país de 20 mil dólares per capita, sólo es cuestión de hacer una reforma tributaria porque ese promedio de 20 mil dólares sólo lo alcanza menos del 10 por ciento de la población de Chile y es más: sólo el 1 por ciento en Chile acumula el 30 por ciento del ingreso nacional entonces claro, cuando se habla de promedio se esconde eso y se dice que en Chile estamos superbien, pero lo escondido es que el 50 por ciento de los chilenos gana menos de 500 dólares al mes.
Giorgio suelta datos de un modo casi deportivo, como si la política fuera un lucha que no se gana por noqueo sino más bien por puntos. Este concepto, de hecho, fue siempre la carta dorada del movimiento estudiantil: a sabiendas de que ellos eran jóvenes y de clase media, y de que los iban a criticar por eso, decidieron estudiar y apabullar con datos. Unas horas atrás, Rafael Gumucio contó una anécdota que permite entender esto aún mejor: al poco tiempo de iniciadas las protestas, el semanario The Clinic les ofreció a los estudiantes formar parte del consejo editorial de un número que estaría íntegramente dedicado al movimiento. La propuesta estética para esa edición, dijeron en The Clinic, consistía en poner en la portada a Camila desnuda de frente y en poner en la contraportada a Giorgio desnudo de atrás. Julio Sarmiento —cuadro de la Juventud Comunista, pareja de Camila e invitado a la reunión de pauta— miró a la gente de The Clinic con ojos de fusil.
—Les cayó pésimo —contó Gumucio—. Para nuestra sorpresa, carecían completamente de sentido del humor. Tengo cuarenta y tres años y mi generación fue la del punk y lo visible, entonces dijimos: «hagamos esta portada porque vamos a matar», pero ellos son otra cosa. Se han tomado todo muy en serio. Creen mucho en lo que creen. Hay una pequeña solemnidad. Cuando mandaban los contenidos eran unos informes sociológicos con entrevistas a expertos y especialistas que… era una cosa desnuda de cualquier señal de juventud, y encima cada cosa era sometida a un asambleísmo infinito. Ellos tienen señales culturales distintas de la nuestra: no aceptan frivolizar, hacen énfasis en lo colectivo por encima de lo individual, tienen una vision de la igualdad como algo entretenido y una visión de lo público o lo socialdemócrata como algo trendy, como que es trendy andar en tren, ir a hospitales públicos… bueno, no: eso todavía no es trendy.
Recuerdo a Gumucio mientras oigo a Giorgio, quien dice lo mismo que Gumucio. Pero a su manera. Giorgio habla de ser «mateos».
—Los dirigentes en general, no sólo Camila y yo, quisimos qusimos ser súper mateos, no sé cómo le digan ustedes… Me refiero a una caricatura de los que están en las bibliotecas…
—Tragas.
—¿Pero tiene un significado malo?
—No, no. Es irónico pero no significa nada malo.
—Éramos tragas entonces. Quisimos explicar de manera clara que esto no era la agenda de un partido político particular o de unos chicos aburridos y sin ganas de estudiar. Los viejos siempre nos tiraron con el discurso de «vagos» o de «jóvenes soñadores e idealistas» ¿Cómo eliminamos esos prejuicios? Siendo serios, ordenados en ciertas cosas, siendo tragas como dices tú, dando entrevistas al extranjero, mostrando cifras y hablando sin poesía y diciendo «respóndeme a esto». Y la verdad que la gente cree tan poco a los políticos que nosotros no tuvimos que hacer la gran cosa para que nos creyeran —Giorgio sonríe—, sólo teníamos que no ser mediocres.
Les salió bien, o casi. Durante el 2011 y buena parte del 2012, todas las semanas decenas de miles de personas tomaban las calles y pedían un cambio que —esto es lo que no salió tan bien— chocaba contra las paredes de un Congreso incapaz de aprobar reformas reales. Eso dice Giorgio ahora, y eso dice también en El país que soñamos, un libro que salió a la venta en abril de este año —lo publica la multinacional Random House— y en el que relata la experiencia rica pero a la vez triste dentro del movimiento. Todos los principales líderes estudiantiles han sacado un libro. En el caso de Camila Vallejo, lanzó una compilación de sus discursos y columnas en medios de prensa, y Francisco Figueroa acaba de editar un título que, por esas casualidades, ahora un cartero deja en la puerta de la casa de Giorgio.
Francisco Figueroa también quiere ser —y finalmente será— candidato. Lo hace dentro del mismo movimento que Gabriel Boric —otro líder que hoy está haciendo campaña en el sur de Chile— y bajo la misma nube de problemas de Giorgio Jackson. Ambos, Francisco y Giorgio, saben que pelean contra dos grandes máquinas políticas (aunque Giorgio un mes después terminará siendo ayudado por la Concertación), y sospechan que la chance de ganar depende en buena parte del electorado joven. Eso, a su vez, exige un doble trabajo: deben convencerlos de que voten por ellos, pero sobre todo deben impulsarlos a que vayan a votar. En Chile el sufragio no es obligatorio y hay un gran descreimiento del poder de cambio del voto, por lo que muchos jóvenes, aún si están interesados en política, los días de comicios prefieren quedarse en casa. A ellos van dirigidas buena parte de las acciones de prensa que hacen, entre otros, Giorgio y Francisco.
Ahora Giorgio se pone de pie y se aleja para dar otra entrevista por radio. Mientras lo espero googleo su nombre desde mi teléfono. «Mira a Giorgio en Instagram» leo. El link me lleva a una página llena de fotos en la que se ve a Giorgio comiendo empanadas, asando salchichas y planchando su camisa —dice— antes de «la primera sesión de fotos que hicimos para la campaña».
—Soy medio ñoño con la tecnología, pero creo que ayuda a generar cercanía y a que los jóvenes entendamos que no hay que hacer una carrera política para ser un sujeto político —dice Giorgio a su regreso—. Yo elegí hacer carrera política, esa es la única diferencia. Pero en lo demás soy como ellos y tengo los mismos problemas que ellos.
Uno de los problemas comunes a buena parte de los estudiantes es el atraso en la carrera. En 2011 miles de universitarios estuvieron dispuestos a pagar el costo de la lucha, y perder el año. Y eso significa que ahora muchos militantes están concluyendo de un modo tardío sus carreras de grado. Esta semana Giorgio deberá terminar su tesis y en quince días deberá defenderla para recibirse de ingeniero. Camila, entre tanto, en este momento está defendiendo su licenciatura. Dentro de unas horas, los periódicos dirán que Camila «se tituló con distinción máxima». Pero en ningún medio —tal vez porque es un dato obvio— se leerá la otra parte: ahora que egresó, Camila deberá enfrentar una deuda bancaria de 10 mil dólares.

***

Es un miércoles de sol. Es la mañana. El equipo de prensa de Camila Vallejo da una cita para la entrevista en La Florida, una comuna de clase media trabajadora por la que hoy Camila es candidata. Ella creció aquí junto a su madre —Daniela Dowling, ama de casa— y su padre, Reinaldo Vallejo, un miembro veterano del PC que en los ‘80 fue estrella de un teleteatro popular en Chile y que hoy tiene un negocio de reparación de radiadores.
El centro de operaciones de campaña de Camila está en una urbanización sencilla a la que se accede atravesando un portón vigilado, y consiste en una casa menuda que organiza su dinámica en torno a la sala principal. En la entrada hay un cartel inmenso con el rostro de Camila —su piel luminosa, su aro en la nariz— y en el centro de la estancia hay una mesa larga en la que siete personas desayunan pan, queso y café. Hace frío. Un mechero —sobre el que hay apoyado un pedazo de pan— es la única calefacción del lugar.
—Toma asiento, la Camila está viniendo.
La que me recibe es Evelyn, una chica de cabellos cortos, pecas y una austeridad de gestos que delimita un carácter. Evelyn es la jefa de prensa y la mujer con la que estuve regateando los minutos de entrevista hasta último momento. Nada funcionó. Evelyn es marcial. Y es marxista. Forma parte de un cuerpo partidario que hizo de la disciplina un elemento fundante y que eligió a Camila, entre tantas cosas, no sólo por su inteligencia y su belleza sino también por su voluntad de someterse a las normas que impone el partido.
Eso, de hecho, solventa la mayor crítica que se le hizo a Camila en las elecciones de la Federación Universitaria de 2012: se le reprochó que obedeciera más al PC que al movimiento estudiantil, y se temió que —dado el afán negociador del comunismo chileno— eso llevara al movimiento a contactar con los políticos tradicionales de la Concertación. Por eso perdió Camila: salió segunda —quedó como vicepresidenta— detrás de Gabriel Boric, un estudiante de Derecho de enfoque más radical que ahora no está en Santiago de Chile sino en el Sur del país, donde se candidatea por la comuna de Magallanes, con altas probabilidades de salir diputado.
En cuanto a Camila, terminó su mandato el 28 de noviembre de 2012 y hoy, como temió el movimiento años atrás, es una de las figuras más fuertes de la Concertación.
La Camila es una niña comunista, inteligente y linda, pero nadie pensó que fuera a llegar tan alto —dijo días atrás el escritor Rafael Gumucio—. Ni siquiera creo que ella estuviera preparada: no era algo que ambicionara. Una cosa es que no estés preparado para ser John Lennon, ¡pero tú quisiste ser John Lennon! El problema es que ella no quería ser ni Ringo Star.
En algún momento llega Camila. Tiene una panza chica despuntando entre las ropas negras —está embarazada de seis meses— y tiene, sobre todo, una belleza desequilibrante. Camila es incluso más hermosa que en las fotos. La miro como se mira una estampa y me pregunto cuán difícil habrá sido que la tomen en serio, y hasta dónde el movimiento habría crecido de esta forma —con prensa internacional, con prensa local nutriéndose de la internacional, con ciudadanos alimentándose de la prensa local— sin el calibre perfecto de la cara de Camila Vallejo.
La Camila es muy inteligente, pero su belleza la lanzó y la transformó en la pieza de oro de una máquina más o menos oxidada —dijo Patricio Fernández, director de The Clinic—. Lo curioso es que a ella le cuesta y le ha costado mucho jugar con su belleza, cosa que no entiendo porque uno espera cierta frescura para hacerlo. Sácale partido a la belleza en vez de esconderla como si estuvieras avergonzada; eso es un remilgo, una coquetería penca y propia del conservadurismo histórico del PC, ¡usa tú una coquetería más rockera y ponte una minifalda, muestra el poto y sale a meter bulla!
—Creo que lo de la belleza le aterró, le generó un pánico escénico —dijo Gumucio—. La Camila no es como alguien con vocación de artista ni mucho menos, entonces cuando se habla de su belleza se la ve muy incómoda.
—La belleza de la Camila ayudó harto —dirá Francisco Figueroa—. Quedó la idea de que los dirigentes estudiantiles eramos héroes apolíneos cuando eso era una gran mentira. Gabriel (Boric) estaba gordito, a Giorgio se le está cayendo el pelo, yo tengo unas ojeras estructurales y en esos tiempos ninguno de nosotros alcanzaba ni a ducharse… Pero la belleza de la Camila creo una idea de lo bueno y lo bello. Sin desmerecer en ningún caso a nadie ni a la Camila, creo que fue súper relevante. Cuando ella sale presidenta de la FECH, la primera razón de la cobertura no fue que había presidente nuevo, eso a nadie le importaba. Lo que importaba eran sus ojos.
—La alusión a mi figura suele ser un comentario recurrente —dirá pronto Camila—. Durante las protestas sabíamos que eso se iba a utilizar porque yo estaba conciente de la sociedad donde vivo y porque la derecha lo iba a usar para banalizar las demandas del movimiento. Aunque tampoco pensé que podía ser tanto.
Ahora Camila toma asiento y se acoda en la mesa larga que ocupa la habitación. A su alrededor hay gente. Esta media hora no será, exactamente, íntima. Algunos hablan por teléfono, otros le dicen a Camila alguna cosa vinculada a la campaña y otros le preguntan por la panza. A los veinticinco años y con el mito sexual sobre la espalda, Camila ha elegido atentar contra la libido social y transformarse en madre. Error: ahora le gritan «quiero hacerte otra guagua». Lo cierto es que para el mes de octubre —uno previo a las elecciones— espera tener la hija que buscó junto a Julio Sarmiento, su compañero de vida y de militancia. Cuando habla de la niña dice algo curioso:
—Todas las mujeres nos preguntamos si podremos hacerlo bien, pero no soy la única. Lo importante es que la queremos y la vamos a querer: ella tiene garantías de amor.
«Garantía». Esa palabra es central en el lenguaje del mercado —todo lo que se compra, viene con garantía— y ha sido central dentro del movimiento estudiantil. Luego de infinitas estafas políticas, los estudiantes supieron que eran necesarias señales confiables de que los reclamos sociales producirían cambios. Por eso este año muchos quieren ser candidatos: para tener garantías si no de amor, al menos de que no van a embaucarlos. Y por eso, también, hay tanto disgusto con la alianza entre Camila y Bachelet.
—¿Cuan duro fue enfrentar esas críticas?
—Creo que esa discusión está dentro del debate de qué es ser más o menos de izquierda. Uno de los problemas de la izquierda es justamente el no poder resolver quién es más de izquierda que el otro. Y creo que muchas veces se cae por error desde mi punto de vista en lo principista. Yo no soy principista. Tengo mis principios pero también sé lo que es la táctica y la estrategia. Personalizar las cosas no tiene sentido, hoy todos los candidatos presidenciales tienen pasados más o menos cuestionables y si uno se basa en eso la verdad que se va a quedar muy solo.
Esta posición conciliadora, contra lo que pueda pensarse, le está dando un apoyo masivo a Camila Vallejo. Tanto es así que hoy Camila no es sólo una candidata a la diputación, sino que encarna expectativas aún mayores dentro de la alianza progresista. Se cree que su imagen podría concretar una hazaña: duplicar los votos sobre la derecha y lograr que la Concertación no meta uno sino dos diputados de La Florida en el Congreso. Esta apuesta tiene una traducción logística —hay todo un aparato trabajando para que Camila llegue al Parlamento— pero también tiene una contraparte: Camila, metida en el vórtice proselitista, podría estar perdiendo frescura. En Twitter, por ejemplo, donde hasta el momento tiene casi 742 mil seguidores, Camila sólo escribe sobre temas de campaña. Y el día de su graduación, lejos de hacer una catarsis pública —que es lo que acaso haría una chica de veinticinco años— sólo se limitó a escribir «Muchas gracias x las felicitaciones, costó pero se logró!».
Le pregunto a Camila por su egreso, y por su deuda.
—Soy de un segmento medio, y los segmentos medios en Chile son todos endeudados —dice—. Ese dato es lo que no cabe dentro de la pobreza estadística. Es gente que tiene un ingreso y por eso no tiene ninguna protección social, y entonces tiene que endeudarse para todo porque por todo hay que pagar en Chile. Yo estoy endeudada. Mi hermana esta endeudada. Mi familia esta endeudada. Tengo una deuda de unos 10 mil dólares, y eso que tuve la suerte de tomar un crédito blando del Fondo Solidario. Pero hay otros casos mucho más terribles que el mío. Hay gente que no termina la carrera y tiene que pagar igual.
Camila habla con voz moderada, como esos nadadores que cortan el agua siempre por el centro del andarivel. Durante la charla responde con palabras como «proyecto», «educación» y «colectivo», y lo curioso no es tanto lo que dice, como el hilo perfecto en el que las ideas se van desgranando. A un lado, Evelyn chequea el reloj de su teléfono y mira con insistencia. Ya no hay tiempo. Pregunto si puedo volver a verla. Me citan esta misma noche a una actividad partidaria que se hará en La Florida. En un centro cultural se dará una charla abierta en la que se explicará la importancia de tener una nueva Constitución Nacional, un debate que se ha vuelto central en la campaña de Michelle Bachelet. Para hablar de eso estará Camila junto al diputado y candidato a senador Carlos Montes, y junto a Fernando Atria, un profesor de Derecho de la Universidad de Chile que se ha convertido en el mayor exégeta de la candidata presidencial.
Cinco horas más tarde vuelvo al barrio. Ahora es la noche y la zona está distinta. En la avenida Vicuña Mackenna, una de las calles centrales de La Florida, brillan los tragamonedas y se ven los neones de unos salones de juego informal. El encuentro se hace en el centro cultural La Barraca, y está montado puntualmente en un galpón al que se llega luego de cruzar un patio donde unas mujeres hacen yoga sobre pelotas inmensas. En la entrada del galpón está Evelyn. Me dice que pase, a su manera:
—Hola. Pasa.
Una vez adentro el lugar está lleno de gente entusiasta. Algunos son militantes, pero otros —muchos otros— son vecinos que vinieron a escuchar y celebrar. Hay cierto clima de festejo que no parece tener que ver con una euforia boba sino —perdón por el lugar común— con cierto estado de esperanza. Apenas el presentador anuncia a los expositores, la gente comienza a aplaudir y a gritar «bravo» con un furor que va de lo admirable a lo bizarro en cuestión de segundos. «¡Quiero saludar a Fernando Atria! ¡Gracias por estar con nosotros!» «¡¡¡Bravo!!!» «¡Este es David Peralta, concejal de la comuna de La Florida!» «¡¡¡Bravo!!!» «¡Esta es nuestra candidata a diputado Camila Vallejo!»
—Diputada —interviene Camila.
Las mujeres hacen hurras por la aclaración. Gritan «¡¡¡Bravo!!!» y siguen las presentaciones: «Quiero saludar a los dirigentes del Partido Comunista que están hoy con nosotros» «¡¡¡Bravo!!!» «¡A los dirigentes del Partido por la Democracia!» «¡¡¡Bravo!!!» «¡A los dirigentes del Partido Socialista!» «¡¡¡Bravo!!!» «¡Y no sé si hay algún dirigente que no hayamos mencionado y que no sabemos que está pero aplausos para él también y para todos los dirigentes independientes que estarán en esta reunión!» «¡¡¡Bravo!!!» «Y ahora vamos a debatir sobre la reforma constitucional en Chile: ¿Por qué tener una nueva Constitución?» «¡¡¡Bravo!!!».
El presentador pasa el micrófono. En una mesa, Fernando Atria agradece el fervor popular y trata de explicar, abriéndose paso entre los «bravos», por qué es fundamental hacer una reforma y por qué esa iniciativa es central en la campaña de Michelle Bachelet.
—Esta deberá ser la elección más importante de estos últimos veinte años —dice Atria, y se hace silencio—. Es momento de cambiar los fundamentos políticos inaugurados con el gobierno de Pinochet. Lo que necesitamos ahora es una forma política sin trampas. ¿Por qué no se pudo hacer hasta ahora? Porque hay tres cerrojos que lo impiden: el sistema binominal, el quórum de más del 50 por ciento para aprobar una ley, y la existencia de un Tribunal Constitucional que puede anular proyectos de ley antes de que se discutan. Hoy es imposible hacer una reforma porque el sistema institucional de Chile es como las tres hojas de una Gilette: la primera levanta el pelo, la segunda lo corta, y la tercera limpia lo que haya quedado.
Risas, aplausos. Camila toma nota, sonríe y cada tanto come alguno de los caramelos que hay sobre la mesa. A sus espaldas hay un mural de colores, y a los lados hay dos afiches gigantes: uno muestra a Bachelet con Carlos Montes, el candidato a senador, quien está por llegar. Y otro la muestra a Camila sola. Aunque en breve se hará la polémica foto con Bachelet. Ahora Camila se aclara la voz y toma el micrófono: es su turno de hablar. Frente a ella hay unas doscientas personas y un pequeño radiador eléctrico que suelta un calor inútil.
—Todas esas trampas de las que habló Atria protegían un modelo de sociedad —dice Camila—.La educación como bien de consumo y la posibilidad de que el sector privado haga negocios están resguardados por la Constitución actual. Con el movimiento fracturamos una hegemonía cultural bien grande. Esta imagen de que somos un país desarrollado, de que estamos súper bien y que aquí todo se conquista gracias a ambiciones personales, se rompió. Nosotros dimos el empujoncito, pero la gente igual ya se estaba cansando.
Todos aplauden. Camila ha hablado, como siempre, como si cada palabra estuviera cosida por un hilo de seda indestructible. Mientras hablaba llegó Carlos Montes, diputado por La Florida desde 1990 y, en tiempos de Pinochet, detenido y torturado por dirigir un movimiento popular desde la clandestinidad. Montes hoy es un político de raza. Llega vestido de traje y habla de pie con la naturalidad y la vehemencia de un predicador. Camila lo escucha mientras come algún dulce. Una mujer le señala la panza, como si dijera «alimenta a tu niño», y Camila sonríe.
—En 2011 salió a la calle toda una generación que quiere otra sociedad; no existió algo así en la historia de este país —dice Montes—.Estoy convencido de que Camila Vallejo y Giorgio Jackson tienen que ser diputados. El desafío de ellos es ver cómo traducir los procesos políticos dentro de la institucionalidad. ¡Apoyen a Camila Vallejo porque va a hacer una gran votación y va a ser una gran diputada!
El galpón se desploma: llueven aplausos y la gente grita «bravo» y se pone de pie. Varios minutos después, cuando Montes termina su exposición, el encuentro se abre al público. Un asistente pregunta si la nueva Constitución tratará a las Fuerzas Armadas como ciudadanos sin prerrogativas. Otro pregunta por qué debería creer en todo esto si la Concertación no hizo nada en los últimos veinte años. Otro habla de no quedarse en las propias casas, de seguir luchando desde los trabajos. Otro habla de patria grande y de imperialismo y dice «trabajadores del mundo uníos» y todos se le ríen por lo bajo.
—Soy profesora —se escucha entonces: es una voz agrietada—. Ayer un periodista de CNN dijo que aquí «se les pasó la mano con el neoliberalismo»… ¡Hasta la CNN dice que nos hemos pasado! Aquí hay gente que trabaja dieciséis horas y gana una miseria y después tiene que aguantar que se le diga que en Chile «todo es posible»; acá se sigue diciendo «usted es pobre porque no es emprendedor» y uno tiene que cargar con eso de «ser más emprendedor» ¡y es mentira! ¡Uno no sube cuando «emprende»! ¡Uno sube cuando todos suben!
Giro la cabeza. La que habla es una mujer vieja, de lentes, con un abrigo gastado que la guarda del frío. Alguien hace un chistido: que hagan silencio, que hay que escuchar.
—La cultura, a eso voy yo. Al cambio cultural que hemos sufrido y que se nota en el marcado individualismo que hemos desarrollado. Esos hombres primitivos de los que venimos no estaban solos peleando contra los animales: ¡Sobrevivieron porque pelearon juntos! Eso es lo que yo quería decir.
Lo que sigue es un aplauso íntegro y cerrado, en el que nadie llora de emoción. La gente sonríe, la gente grita «bravo». La gente se ve alegre, y fuerte.

***
—Nosotros no vamos con la idea de que siendo diputados vamos a volver realidad los anhelos de la gente movilizada. No vamos a vender esa pomada porque es mucho más difícil que eso. Esta es una pelea bien larga y en este rato vamos abajo: vamos perdiendo. Bachelet tuvo la oportunidad de hacer algo y no lo ha hecho, y ahora está intentando absorber las partes del movimiento.
Francisco Figueroa no es tan optimista como la gente de La Barraca. Vine a verlo para darle a este artículo un cierre festivo, pero el cálculo salió mal. Francisco —mencionado por todos como una de las cabezas más brillantes del movimiento— vive en el centro, en una zona de universidades, y es un chico pálido y delgado que ahora toma asiento de espaldas a una vista admirable de Santiago de Chile. Su departamento está en el piso veinticuatro de unas torres que se levantan a metros de distancia de la casa Casa Central de la Universidad de Chile, el mayor epicentro de las tomas de 2011. De aquellos días, Francisco recuerda pocas cosas: todo es una larga confusión que se reparte en asambleas, reuniones, debates, viajes y entrevistas que Francisco sólo pudo ver en perspectiva cuando sucedieron dos únicos eventos: el cumpleaños de su madre —en el que vio a su familia, poco politizada, al tanto de los pormenores de la lucha estudiantil— y el viaje junto a Giorgio y Camila a París y Suiza: una gira rápida en la que notaron que Chile era tema de la agenda mundial y que habían derrumbado el mito del jaguar latinoamericano. Para ese entonces, Francisco estaba a punto de recibirse de periodista, era vicepresidente de la FECH y con cuatro años dentro de la Federación se había transformado en uno de los analistas más precisos del movimiento.
Sentado en su living —vive aquí junto a su novia—, mientras sirve café y coloca un tupper con galletas en una mesa ratona, Francisco no parece un chico que haga de su lucidez una herramienta de daño. Se lo ve amable: calmo. Y es con esa parsimonia que Francisco dice que la próxima elección no es un evento para aplaudir tanto.
—Hay que ser fríos. Esta elección la va a ganar Bachelet cómodamente, pero eso todavía no es expresión de lo que está pasando en este país. La transición se va a acabar cuando se acabe ese modelo de Estado. Creo que esa es la demanda de fondo que hay en el movimiento. Es un reclamo contra la mercantilización de la vida, y en la medida que eso no se traduzca políticamente vamos a estar en un período de agonía de lo viejo pero no de surgimiento de lo nuevo. Así que nosotros con la Izquierda Autónoma vamos a estas elecciones básicamente a seguir metiéndole la pica al edificio de la transición. Creemos que para que termine de germinar lo nuevo hay que matar a lo viejo. Matarlo, no… políticamente digamos, ¿no? Sabemos que es una locura tratar de romper el binomimal como independientes, pero no estamos locos. Sabemos que es difícil, pero estamos confiados.
Francisco habla como quien afila lentamente un cuchillo. Luego hace esta pausa.
—Nosotros tenemos tiempo —dice.
Tal como se ve —flaco, con lentes— Francisco parece inofensivo. Y es acaso este aspecto —que es el de tantos estudiantes— el que ha generado el mayor equívoco entre los políticos de carrera. Francisco saltó a las primeras planas de los diarios durante una entrevista en CNN Chile en la que logró sacar de las casillas a Sergio Bitar, ex ministro de Educación del progresista Ricardo Lagos y el hombre que implementó el famoso «crédito con aval del Estado» que endeudó a buena parte de las familias chilenas. Bitar era uno de los tres enemigos más claros del movimiento estudiantil, y Francisco lo tenía a su lado en uno de los programas políticos centrales de Chile.
La Concertación y la derecha tienen que decidir sin van a seguir siendo el brazo político de la banca —dijo Francisco en un momento, en el medio de una discusión llena de detalles técnicos—. Porque aquí la banca fue a golpear las puertas a la Concertación y la derecha para que les aseguraran un nicho de negocio rentista y usted, ministro, esa puerta la abrió.
Antes de que Bitar pudiera abrir la boca, el presentador —Ramón Ulloa— mostró una placa en la que se veía el grado de endeudamiento de los estudiantes. Mientras Ulloa leía los números, Bitar parecía respirar con fuerza.
—Es una insolencia —dijo— suponer que tú tienes la moral y que los demás no hemos luchado por…
—Usted no tiene la moral.
—¡Tú quieres hacer mejor política, entonces entra a la política y respeta a la gente! ¡Nadie fue a golpear la puerta del ministro diciendo «quiero hacer un negocio», por favor, yo tengo mi vida entera dedicada a la política! ¡Fui ministro de Allende y he estado preso y he estado exiliado para que ahora venga un niño a calificarme de esta manera!
Francisco lo miraba con los ojos alerta pero en estado de quietud. El presentador intentó moderar y resolvió darles treinta segundos más a cada uno. Empezó Bitar. Francisco aguardaba su momento, sin imaginar que esa escena se transformaría en un resumen claro de la brecha entre la vieja política de la Concertación, y la nueva política del movimiento. Las demandas sociales estaban en boca de una generación nacida en democracia, que no conocía el miedo, que estaba libre de los traumas de la dictadura, y a la que las credenciales convencionales —«he sido perseguido» «he estado con Allende»— le resultaban importantes, pero no le parecían un salvoconducto capaz de purificar cualquier error político.
—Yo no caché que la entrevista había sido tan significativa, hablé y después me fui a la toma —dice Francisco—. Yo sabía que Bitar era un tipo de mecha corta pero…
—¿Tenés copia de ese programa?
—Lo puedes encontrar en Youtube.
—¿Con que nombre?
—Tú pon «Sergio Bitar —tomo nota, aguardo lo que sigue— enloquece».
«Sergio Bitar enloquece». Así lo busco en el teléfono y así llego al video: quince minutos de discusión con altos momentos técnicos en los que Bitar termina fuera de sus casillas —sin que sea algo excesivo: los chilenos son moderados—, y en los que el presentador Ulloa debe intermediar de un modo salomónico. Le da treinta segundos a Bitar primero, y treinta segundos a Francisco después.
—Lo positivo de todo esto —dice finalmente Francisco, cuando le toca su turno— es que estas indecencias que se han cometido con los estudiantes y sus familias no se van a poder seguir cometiendo porque nuestra generación llegó a la política para quedarse y eso es lo que realmente irrita al ex ministro Bitar. Ellos han tenido el monopolio de la política —Francisco mira a Bitar— y eso va a dejar de suceder.
Mientras termino de ver el video, Francisco se levanta de su asiento, va a su cuarto y regresa con un libro —su libro— que tiene en portada una foto del movimiento en la calle. El título es Llegamos para quedarnos y lo que hay adentro es —sabré después— una ácida crónica de la revuelta estudiantil, pero también una advertencia de cara a los años que vendrán. A un futuro que, se sabe, pertenece sobre todo a los que tienen tiempo.


* Este texto fue publicado primero en la revista brasileña Piauí, y luego en Orsai. Y tiene epílogo: Giorgio Jackson, Camila Vallejo, Karol Cariola y Gabriel Boric entraron al Congreso. Pancho Figueroa no, pero este blog igual lo banca a muerte.