La primavera estudiantil pasó y
ahora sus principales líderes —entre ellos la bellísima Camila Vallejo— pelean
por una banca en el Congreso nacional. Crónica de una gesta social que ya se ha
vuelto partidaria, y que tiene a jóvenes de veintitantos años jugando un rol
fundamental en la elección más importante desde la caída de Augusto Pinochet.
Esta es la escena; ocurrió el 21 de
mayo de 2012. Esa mañana, en Valparaíso, una ciudad costera ubicada a 120 kilómetros de Santiago
de Chile, el presidente Sebastián Piñera debía dar la «cuenta pública anual»:
un discurso ante el Congreso en el que el primer mandatario tenía que rendir
cuenta del estado administrativo y político de la Nación. Ese día, a diferencia
de tantos otros años, la situación era especialmente tensa. En pleno auge de
las protestas estudiantiles —la gesta popular más importante que tuvo Chile
desde el regreso de la democracia, en 1990— cualquier aparición pública de
Piñera garantizaba, como mínimo, un recalentamiento del humor social.
Adentro y afuera del Congreso había
gente apostada, aunque la tensión era distinta en cada lado. Adentro, en un ambiente
más calmo, estaba Jaime Parada: un concejal y militante por los derechos
civiles de las minorías sexuales que asistía al discurso a sabiendas de que
Piñera se pronunciaría sobre el asesinato de Daniel Zamudio, un muchacho gay
cuya muerte había paralizado al país. Afuera, en cambio, manifestando en contra
de Piñera estaban los estudiantes encabezados en buena parte por Giorgio
Jackson (presidente de la
Federación de Estudiantes de la Universidad Católica
-FEUC), Francisco Figueroa (ex vicepresidente de la Federación de
Estudiantes de Chile -FECH) y Camila Vallejo, vicepresidente de la FECH , quien gracias a un discurso
de hilvanes perfectos y a una belleza inaudita le había dado voz y rostro al
movimiento ante todos los medios de comunicación del mundo.
Camila y Jaime —amigos— acortaban la
distancia enviándose mensajes por Whatsapp, la aplicación de chat telefónico con
la que fue coordinada buena parte de la revuelta estudiantil. «Leona esto ya
termina tenemos que encontrarnos» le escribió Jaime a Camila cuando acabó el
discurso. «Sal y nos vemos» respondió ella, y Jaime salió.
Una vez en la calle, Jaime buscó a Camila
entre el gentío hasta que dio, finalmente, con la escena: a lo lejos, y en el
medio del caos de las protestas, Camila avanzaba rodeada por un anillo de compañeros
de la Juventud Comunista
—el partido al que ella pertenecía y pertenece— que la protegía del desborde
que se arrojaba sobre ella: una horda de militantes de ultraizquierda que le
gritaban «vendida» y «amarilla» —«tibia»—; decenas de medios de prensa soltando
preguntas al viento; y un manojo de vivillos que buscaban el momento de estirar
la mano y tocarle el culo a la vez que le gritaban «hazme un hijo», «déjame chuparte las tetas», «acéptame en Facebook».
—Era como una jauría en torno a la Camila , y ella caminaba
estoica con su grupo de gente rodeándola. La Camila es muy admirada pero también es muy
odiada, más aún por el mundo de la extrema izquierda que la considera una
«amarilla» y está dispuesto a hacérselo saber. Pero ella puede vivir con eso.
Tú la veías caminando y era como si nada pasara. Para mí esa escena explica
como ninguna otra la complejidad del movimiento.
Eso dice Jaime Parada ahora, un año
y medio después, mientras toma té en un bar de Santiago de Chile. Durante la
charla dirá también otras cosas, pero será esta imagen —este trance cinematográfico—
la que volverá infinitas veces a lo largo de este viaje, cada vez que tenga yo
que recordar de qué está hecha «la
Camila » y de qué está hecho, por tanto, el movimiento
estudiantil chileno: el mayor alzamiento social que ocurre en Chile desde fines
del pinochetismo y una hazaña política que este año está pasando por un momento
crucial. El próximo 17 de noviembre habrá elecciones presidenciales y parlamentarias
en el país, y muchos de los líderes que coordinaron la revuelta —entre ellos Camila
Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa— intentarán, con veintiséis años
de edad promedio, ingresar a un Congreso regido desde hace dos décadas por dinosaurios
políticos.
Aunque el salto tiene sus
detalles. No todos los candidatos jóvenes van por un mismo partido, y de todos
ellos fue Camila quien llegó más lejos y a un lugar más complejo. Tras decir
infinitas veces, durante las protestas, que jamás votaría a la expresidente y
hoy nuevamente candidata Michelle Bachelet —quien respaldó en su gobierno un status quo desfavorable para las clases
medias y bajas de Chile— este año obedece las órdenes de su partido —el Comunista—
y va de candidata a diputada apoyando la candidatura presidencial, sí, de Michelle
Bachelet. Lo que tuvo consecuencias. Buena parte de la población apoya a Camila
Vallejo, pero muchos estudiantes reaccionaron como se reacciona ante una
estafa. «Falsa», «prostituta», «mentirosa», «política» (sic), «muppet»: estos
son algunos de los calificativos que viene recibiendo Camila Vallejo por entrar
a las filas de la
Concertación , la coalición de partidos y movimientos de
centro izquierda que se armó en Chile con el regreso de la democracia y que
creció bajo la promesa —para muchos incumplida— de devolverles a los ciudadanos
los derechos sociales perdidos durante los diecisiete años de dictadura de
Augusto Pinochet.
—Yo no soy principista. Tengo
mis principios pero también sé lo que es la táctica y la estrategia, y entiendo
que para avanzar en las demandas que se plantean hoy en Chile se requiere buena
correlación de fuerzas políticas —dirá en unos días Camila Vallejo sin que una
sola vacilación le robe gracia a su rostro templado. Cuando la vea y la escuche
recordaré entonces esta imagen que ahora da Jaime Parada: construiré a Camila como
una heroína de comic; como un personaje de paso plomizo que avanza entre el
fuego social con los cabellos al viento.
Camila es fuerte, pero además
es —y esto se confirma cuando se la ve en persona— rematadamente hermosa. Tan
hermosa que es imposible leer el movimiento como una gesta política apartada de
su dimensión estética. La belleza de Camila llevó a Chile a los medios de
prensa del mundo —el semanario alemán Die
Zeit la entronó como figura emblemática de 2011, los lectores de The Guardian la eligieron como «persona
del año», el New York Times habló de ella
como «la revolucionaria más glamorosa», etcétera— y ese relato internacional a
su vez robusteció la bases, el alcance y el poder político del movimiento
chileno.
—La Camila es muy inteligente,
pero si hubiera sido gorda y con bigotes no te quepa duda de que no hubiera
llegado a tanto —dirá en unos días Patricio Fernández, director del semanario The Clinic, acaso la única publicación
contestataria y de alcance masivo que hay en Chile.
—A la derecha le molesta que sea
bonita, porque ellos asocian a la izquierda con la fealdad. Han hablado de la Camila como «esa perra» y
han hecho chistes del estilo de «¿están haciendo casting los comunistas?». Los varones con Camila y las mujeres con
Giorgio: así se definía la sexualidad de Chile hace dos años —dice ahora Jaime Parada.
Jaime me ayudó estos días. Antes de
viajar quise acordar una serie de encuentros con Camila y, contra lo esperable,
me fue dada media hora de entrevista. A Camila no le interesan los grandes
medios. Le da igual una radio regional que el New York Times, y hasta ha postergado encuentros a colegas que se
han ido de Chile con las manos vacías. En ese contexto, media hora asegurada es
una conquista que atribuyo a Jaime Parada, con quien tenemos una amiga en común.
Ahora estamos en un lindo bar de
Providencia, el tercer municipio más rico de Chile —un país dividido en sesenta
distritos— y el territorio que en 2012 erigió a Jaime concejal. Fue en esos
tiempos, cuando asumía su cargo político, que Jaime empezó a hacerse amigo de
Camila. Aún cuando militaban y militan en partidos distintos y bastante
enfrentados dentro del abanico de la izquierda —Camila está en el PC y Jaime en
el Partido Progresista— lograron amistarse ayudados incluso por un factor
sexual. Camila podía estar con Jaime —gay— sin que hubiera ninguna especulación
al respecto.
—La Camila es muy acosada por los
hombres, es la mujer de Chile más deseada. Si le preguntái a un heterosexual a
quién desea con toda su alma te dice la Camila Vallejo. Entonces creo
que de todas formas le hacía bien tener un amigo gay con quien salir más
relajada. La Camila
es muy sencilla, no quiere problemas de ese tipo.
Jaime toma la taza de té y da un
sorbo que acompaña con una torta de nuez. Tiene dedos finos y barba prolija, y
esa clase de mesura que empieza a llegar —si llega— entrados los treinta años.
Jaime tiene casi treinta y seis, creció en una comuna de clase acomodada de
Chile y fue a la
Universidad cuando el modelo neoliberal instalado por
Pinochet y sostenido por los gobiernos democráticos mostraba todos sus brillos.
Hasta el 2011, Chile venía siendo
visto en el mundo como «el jaguar de América Latina»: un país que, según datos
del Banco Mundial, tenía casi pleno empleo, sólo un 14 por ciento de pobres y un
Estado eficaz. Sin embargo, el movimiento estudiantil desnudó en 2011 las
costuras de ese modelo. Y demostró que las estadísticas globales (que decían,
por ejemplo, que cada ciudadano tenía un poder de compra de 20 mil dólares al
año) eran promedios montados sobre una notable desigualdad social y sobre un
modo de Estado demasiado ligado a los vaivenes del mercado. Las clases medias y
bajas, se supo, tenían todos los procesos vitales intervenidos por el sector
privado, y debían endeudarse hasta límites insospechados para pagar por
derechos básicos como la salud, el cuidado en la vejez y la educación. ¿Por qué
saltaron entonces los estudiantes, y no los viejos o los enfermos? Porque la
transición chilena —que es como se llama al período de salida gradual de los
esquemas institucionales de la dictadura— creó en torno a la educación un ideal
de ascenso social que, a pesar de las buenas intenciones, mantenía los fundamentos
de la Escuela
de Chicago instalados por el pinochetismo. Todos, se dijo, podían alcanzar una
realización personal mediante el estudio, pero con la salvaguarda de que las
universidades eran pagas y caras, y obligaban a buena parte de la población al
endeudamiento con la banca privada para poder cumplir con las obligaciones
económicas que suponía estudiar.
Con el paso de los años empezaron a
abrirse las grietas de este mito educativo. Miles de estudiantes comenzaron a
egresar —y también a desertar— llenos de deudas y en el mejor de los casos con
un título que no los habilitaba a conseguir un buen trabajo ya que muchas
universidades, nacidas con el único fin de lucrar, tenían un nivel académico
penoso. La educación se transformó, entonces, en un ejemplo prefecto de cómo las
trampas institucionales creadas en la dictadura seguían siendo sostenidas en la
democracia. Y los jóvenes reaccionaron ante eso representados, entre otros, por
Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa.
—Ellos fueron la cara visible de un
movimiento que desnudó la parte más difícil de Chile —dice Jaime Parada—, y por
primera vez instalaron la idea de que en la clase política realmente existe una
contraparte del establishment. Que paradójicamente pasa a pertenecer al
establishment, porque la Camila
ahora va de candidata a diputado.
—¿Eso
es un error?
—No. Giorgio va, y Francisco, uno de
los tipos más capaces que hay dentro del movimiento, también va. Lo que más
molesta es el apoyo de la
Camila a Bachelet. Eso le ha ganado respaldo político, pero
también le sumó mucha antipatía dentro de los estudiantes.
La decisión de Camila Vallejo —que
en realidad no es suya, sino del Partido Comunista al que Camila pertenece—
tiene una explicación. Y tratar de entenderla obliga a revisar el esquema
político que Chile arrastra desde los tiempos de Augusto Pinochet.
Puede ser espeso, pero es esencial.
En Chile hay un sistema de gobierno «binominal»,
lo que significa que el país está dividido en sesenta regiones y que cada
región debe elegir dos diputados (por lo que en el Parlamento hay ciento veinte
diputados en total). Para elegirlos se da un proceso de sufragio por listas: las
dos listas que ganen más votos en cada distrito son las que pondrán su diputado
en el Congreso. La nota al pie es que las dos listas principales son siempre
las mismas: la Alianza
—la coalición de derecha a la que pertenece el presidente Piñera— y la Concertación , que
encuentra a su mayor figura en Bachelet. Como esas listas siempre sacan el
mayor caudal de votos, en todas las elecciones y en todas las regiones la Alianza y la Concertación ganan un
escaño, por lo que el Congreso siempre está partido en mitades ideológicas
exactas. Esto tiene consecuencias institucionales directas. Si se considera que
las leyes sólo se aprueban con el aval de más de la mitad del Parlamento, eso
explica por qué es imposible sancionar un paquete de medidas que haga cambios de
fondo en la realidad de Chile.
Dado su alto grado de injusticia,
este sistema está siendo interpelado por primera vez en décadas, y son los
líderes del movimiento estudiantil quienes están buscando por vías políticas el
punto vulnerable de este modelo conservador. Es un proyecto difícil, entre
otras cosas porque los candidatos jóvenes deben pelear con partidos que cuentan
con una ayuda extra: a diferencia de los movimientos chicos, la Alianza y la Concertación —al ser
coaliciones que reúnen a varios partidos políticos— pueden presentar cada una dos
candidatos por región que, llegado el recuento de votos, y a la manera de una
ley de Lemas, sumarán sus boletas bajo el paraguas del partido que los
aglutine. Los movimientos chicos, en cambio, sólo pueden presentar un
candidato. Por esa razón, cualquier figura que quiera ir de modo independiente
—como Giorgio Jackson o Francisco Figueroa— se verá obligada a un esfuerzo feroz
ya que no pelea contra dos candidatos —uno de la Alianza y uno de la Concertación — sino
contra cuatro.
—Es un sistema perverso —explica
Jaime—. Si quieres llegar al Congreso tienes que sentarte con la máquina de los
partidos políticos en tu distrito. Si no lo haces, los partidos se vuelven
extorsivos: «o nos apoyas —dicen— o nosotros instalamos en la región unos
candidatos igual de fuertes que tú y se te acabaron las posibilidades». Eso le
están haciendo a Giorgio, que quiere ir por afuera con un movimento nuevo
llamado Revolución Democrática. Y por eso el comunismo arregló con Bachelet.
Esta explicación para muchos es
insuficiente. La parte más radical de lo fue fuera el movimiento estudiantil
—que sigue vivo, pero sin los líderes ni los picos de fuerza de los años 2011 y
2012—, cree que Camila Vallejo está desoyendo al colectivo de estudiantes que
la enarboló, y que forma parte de un partido dispuesto a negociar sus
convicciones por un puñado de cupos seguros en el Parlamento.
Aunque hay otras formas de verlo:
—Tú nunca eres lo suficientemente de
izquierda —dirá Camila en unos días con el rostro lacio: iluminado.
—Camila hizo lo que le pidió su
partido, que tiene un rasgo pragmático altísimo, y ella es una militante
disciplinada —dice ahora Jaime—. Además la gente la quiere. Yo ando con la Camila por la calle y no
puedes avanzar cien metros sin que la paren tres veces al menos para tomarse
fotos… A propósito —Jaime pestañea, parece despertarse—: ¿has quedado
finalmente con ella?
—Había
quedado para mañana, pero me canceló.
—Ah… Es que mañana es un día muy
importante para la Camila. Mañana
rinde su último examen para recibirse.
—Pero
la van a aprobar, todos deben apoyar lo que ella representa.
Jaime mueve la cabeza, frunce la
nariz: duda.
—Ella lideró un movimiento que
eclipsó el sistema educativo de Chile. No creas que es tan fácil.
***
El movimiento liderado, entre otros,
por Camila Vallejo fue el último y el más potente dentro de una seguidilla de
protestas que se venían dando desde fines de 1990. De todas ellas, el mayor
antedecente ocurrió en el 2006 con lo que los medios llamaron «la revolución
pingüina»: un fuerte reclamo de los estudiantes de colegios secundarios —cuyos
uniformes remitían a los colores de un pingüino, de ahí el nombre— que cuestionaba
un sistema educativo que se les hacía caro y malo. Los «pingüinos» querían
estatizar la educación —derogando la
LOCE , una ley parida durante el pinochetismo— y obligaron a la
entonces presidente Michelle Bachelet a cambiar a su ministro de educación de
entonces y a sentarse a negociar con los alumnos, que a esa altura ya habían
ganado el apoyo popular.
Todo parecía estar dado para que los
«pingüinos» triunfaran; pero se dio un episodio que hoy es visto como una
instancia fundacional de la desconfianza de los estudiantes en el sistema
político y específicamente en la Concertación. Y es que Bachelet promovió el
armado de un concejo asesor formado por estudiantes, intelectuales y
empresarios que reemplazó la LOCE ,
sí, pero por una ley que tenía poco que ver con
las reivindicaciones de los estudiantes y que no tocaba el punto medular: el
Estado seguiría subvencionando a cualquier empresa educativa que se abriera en
Chile. Y las familias seguirían pagando lo que hubiera que pagar. De ese
diálogo frustrado queda una foto que hoy es un símbolo de la «estafa
progresista». En ella se ve a Michelle Bachelet festejando la nueva ley con una
mano en alto, blandiendo un banderín de Chile y acompañada por todo el arco
partidario, la derecha incluida.
Fue este
antecedente el que marcó las bases del estallido social de 2011. Para ese
entonces, los estudiantes —muchos de ellos, ex «pingüinos»— estaban de cara a
un sistema que seguía siendo —como ahora— caro y malo. Hoy una carrera
universitaria en Chile sale entre 4000 y 6000 dólares al año. Como buena parte
del alumnado no puede enfrentar ese gasto —ya que la mitad de la población
chilena gana 500 dólares por mes—, casi todos acuden al llamado «crédito con
aval del Estado»: un modo de endeudamiento creado durante la presidencia de
Ricardo Lagos —otro de la
Concertación — que endeuda a los estudiantes con la banca
privada a tasas que los llevan, llegado el momento, a tener que devolver casi
el doble del dinero que pidieron prestado.
Así fue que en
abril de 2011, y durante la presidencia del derechista Sebastián Piñera —educado en Harvard y fundador de Bancard, la mayor tarjeta
de crédito de Chile, hoy vendida a una multinacoinal—estalló una bomba social
que transformó a los jóvenes en la cara visible de una gesta que ya trascendía
los claustros y ganaba el apoyo popular, con un respaldo al movimiento cercano
al 80 por ciento. Para diciembre de 2011 —a ocho meses de iniciadas las
movilizaciones— los estudiantes ya habían forzado la renuncia de dos ministros
de Educación y habían logrado colocar la reforma educativa al tope de la agenda
parlamentaria. Toda esa presión y todos esos logros, entre tanto, eran
gestionados y encarnados por figuras que abarcaban toda la amplitud del
movimiento: Camila Vallejo presidía la Federación
Universitaria de la Universidad de Chile, una institución laica, pública
y anticlerical —aunque paga— a la que va la clase media erudita. Y Giorgio Jackson
presidía la Federación
Universitaria de la Universidad Católica ,
a la que va el conservadurismo religioso y social de Chile.
—En la
Católica los niños pobres se visten como ricos. En la Chile los ricos se visten
como pobres —resume el escritor Rafael Gumucio en un bar del Drugstore, el
espacio —ubicado en un pequeño shopping— al que concurre buena parte del
circuito intelectual de Santiago de Chile.
Gumucio siguió de cerca el
movimiento. Y fue quien mostró, hacia el exterior del país, un rostro de la
revuelta estudiantil distinto del de Camila Vallejo. En el año 2011, Gumucio
publicó en la revista mexicana Gatopardo
un perfil sobre Giorgio Jackson.
—La Camila me parece la parte
menos interesante de todo este movimiento —dice—. Toda la gente de la Juventud Comunista
se parece entre sí. En cambio Giorgio, por no hablar de Francisco Figueroa, que
me genera un gran respeto, tenía algo distinto.
Giorgio, dice Gumucio, era la parte
acaso elegante de la gesta estudiantil. A los veinticuatro años —hoy tiene veintiséis—
era un prolijo estudiante de Ingeniería, gustaba a las chicas y gustaba a las
madres de las chicas porque salía dando notas a Al Jazeera en perfecto inglés. En ese entonces, cuando arrastraba
tras de sí a un movimiento que llegó a llevar más de cien mil personas a las
calles, vivía con su madre y sus cuatro hermanas en Las Condes, un barrio de
clase acomodada del que se fue el año pasado.
Ahora vive en Providencia, en una
casa antigua junto a cinco amigos más con los que reparte el alquiler. Un rato
después de hablar con Gumucio, toco el timbre de la casa y me recibe Auska
Ovando, la encargada de prensa de la campaña de Giorgio para diputado; una
chica amable que me hace pasar al living y pide que aguarde. Giorgio está en el
cuarto contiguo dando una entrevista por radio.
Tomo asiento. La casa se intuye
grande y sólida, pero sin afeites. En el living hay esa comunión de objetos
propia de los lugares donde vive demasiada gente. Se ve una colección de
relojes antiguos, un cuadro de Al Pacino, otro de Emiliano Zapata, máscaras
indígenas, sifones, paraguas, una valija chica, una guitarra, una planta, un
mandala, adornos tailandeses, libros: una Enciclopedia Larousse, La conjura de
los necios, una biografía de Obama. Arriba, una lamparita de bajo consumo arroja
una luz dormida sobre la estancia.
—A dos semanas las cartas están
echadas, pero igual tenemos que ir casa por casa con los vecinos —se oye al
otro lado de la puerta.
Giorgio está hablando de la entrega
de listas: dentro de dos semanas se sabrá si finalmente —y tal como terminará
sucediendo— puede presentarse a elecciones como independiente a través de su
movimiento, Revolución Democrática. Ahora corta la conversación y sale de su
habitación. Giorgio se ve alto y saludable, dueño de una barba rubia que ralea
sobre la piel pálida. Se está frotando un brazo.
—Veinte minutos con el brazo doblado
para tener el teléfono, tengo que cambiar de teléfono —dice. Con el brazo sano,
toma un caloventor que tira un aire tibio y débil. Hace frío. Giorgio toma
asiento y se masajea el bíceps. Ayer y hoy estuvo dando demasiadas entrevistas.
—Estas elecciones tienen un grado
ideológico muy alto y son muy sofisticadas en términos políticos. Pero creo que
esta vez tenemos fuerza suficiente para impulsar un cambio. Hay compañeros que
nos critican por querer entrar al Congreso, pero es desde ahí donde se libra la
batalla. En el Parlamento más del 90 por ciento van a la reelección, no se
quieren ir. ¿Quién va a querer irse? Tenemos que sacarlos nosotros. Metámonos
ahí, no regalemos nada. Cuando el gobierno dice que no puede haber educación
gratuita en Chile porque no hay plata para eso, decimos cómo que no: somos un
país de 20 mil dólares per capita, sólo es cuestión de hacer una reforma
tributaria porque ese promedio de 20 mil dólares sólo lo alcanza menos del 10
por ciento de la población de Chile y es más: sólo el 1 por ciento en Chile acumula
el 30 por ciento del ingreso nacional entonces claro, cuando se habla de promedio
se esconde eso y se dice que en Chile estamos superbien, pero lo escondido es
que el 50 por ciento de los chilenos gana menos de 500 dólares al mes.
Giorgio suelta datos de un modo casi
deportivo, como si la política fuera un lucha que no se gana por noqueo sino
más bien por puntos. Este concepto, de hecho, fue siempre la carta dorada del
movimiento estudiantil: a sabiendas de que ellos eran jóvenes y de clase media,
y de que los iban a criticar por eso, decidieron estudiar y apabullar con
datos. Unas horas atrás, Rafael Gumucio contó una anécdota que permite entender
esto aún mejor: al poco tiempo de iniciadas las protestas, el semanario The Clinic les ofreció a los estudiantes
formar parte del consejo editorial de un número que estaría íntegramente
dedicado al movimiento. La propuesta estética para esa edición, dijeron en The Clinic, consistía en poner en la
portada a Camila desnuda de frente y en poner en la contraportada a Giorgio
desnudo de atrás. Julio Sarmiento —cuadro de la Juventud Comunista ,
pareja de Camila e invitado a la reunión de pauta— miró a la gente de The Clinic con ojos de fusil.
—Les cayó pésimo —contó Gumucio—.
Para nuestra sorpresa, carecían completamente de sentido del humor. Tengo
cuarenta y tres años y mi generación fue la del punk y lo visible, entonces dijimos:
«hagamos esta portada porque vamos a matar», pero ellos son otra cosa. Se han
tomado todo muy en serio. Creen mucho en lo que creen. Hay una pequeña
solemnidad. Cuando mandaban los contenidos eran unos informes sociológicos con
entrevistas a expertos y especialistas que… era una cosa desnuda de cualquier
señal de juventud, y encima cada cosa era sometida a un asambleísmo infinito. Ellos
tienen señales culturales distintas de la nuestra: no aceptan frivolizar, hacen
énfasis en lo colectivo por encima de lo individual, tienen una vision de la
igualdad como algo entretenido y una visión de lo público o lo socialdemócrata
como algo trendy, como que es trendy andar en tren, ir a hospitales
públicos… bueno, no: eso todavía no es trendy.
Recuerdo a Gumucio mientras oigo a
Giorgio, quien dice lo mismo que Gumucio. Pero a su manera. Giorgio habla de
ser «mateos».
—Los dirigentes en general, no sólo
Camila y yo, quisimos qusimos ser súper mateos, no sé cómo le digan ustedes… Me
refiero a una caricatura de los que están en las bibliotecas…
—Tragas.
—¿Pero tiene un significado malo?
—No,
no. Es irónico pero no significa nada malo.
—Éramos tragas entonces. Quisimos
explicar de manera clara que esto no era la agenda de un partido político
particular o de unos chicos aburridos y sin ganas de estudiar. Los viejos
siempre nos tiraron con el discurso de «vagos» o de «jóvenes soñadores e
idealistas» ¿Cómo eliminamos esos prejuicios? Siendo serios, ordenados en
ciertas cosas, siendo tragas como dices tú, dando entrevistas al extranjero,
mostrando cifras y hablando sin poesía y diciendo «respóndeme a esto». Y la
verdad que la gente cree tan poco a los políticos que nosotros no tuvimos que
hacer la gran cosa para que nos creyeran —Giorgio sonríe—, sólo teníamos que no
ser mediocres.
Les salió bien, o casi. Durante el
2011 y buena parte del 2012, todas las semanas decenas de miles de personas
tomaban las calles y pedían un cambio que —esto es lo que no salió tan bien— chocaba
contra las paredes de un Congreso incapaz de aprobar reformas reales. Eso dice
Giorgio ahora, y eso dice también en El
país que soñamos, un libro que salió a la venta en abril de este año —lo
publica la multinacional Random House— y en el que relata la experiencia rica
pero a la vez triste dentro del movimiento. Todos los principales líderes estudiantiles
han sacado un libro. En el caso de Camila Vallejo, lanzó una compilación de sus
discursos y columnas en medios de prensa, y Francisco Figueroa acaba de editar
un título que, por esas casualidades, ahora un cartero deja en la puerta de la
casa de Giorgio.
Francisco Figueroa también quiere
ser —y finalmente será— candidato. Lo hace dentro del mismo movimento que
Gabriel Boric —otro líder que hoy está haciendo campaña en el sur de Chile— y
bajo la misma nube de problemas de Giorgio Jackson. Ambos, Francisco y Giorgio,
saben que pelean contra dos grandes máquinas políticas (aunque Giorgio un mes
después terminará siendo ayudado por la Concertación ), y sospechan que la chance de ganar
depende en buena parte del electorado joven. Eso, a su vez, exige un doble
trabajo: deben convencerlos de que voten por ellos, pero sobre todo deben
impulsarlos a que vayan a votar. En Chile el sufragio no es obligatorio y hay
un gran descreimiento del poder de cambio del voto, por lo que muchos jóvenes,
aún si están interesados en política, los días de comicios prefieren quedarse
en casa. A ellos van dirigidas buena parte de las acciones de prensa que hacen,
entre otros, Giorgio y Francisco.
Ahora Giorgio se pone de pie y se
aleja para dar otra entrevista por radio. Mientras lo espero googleo su
nombre desde mi teléfono. «Mira a Giorgio en Instagram» leo. El link me lleva a
una página llena de fotos en la que se ve a Giorgio comiendo empanadas, asando
salchichas y planchando su camisa —dice— antes de «la primera sesión de fotos
que hicimos para la campaña».
—Soy medio ñoño con la tecnología, pero creo que ayuda a
generar cercanía y a que los jóvenes entendamos que no hay que hacer una
carrera política para ser un sujeto político —dice Giorgio a su regreso—. Yo
elegí hacer carrera política, esa es la única diferencia. Pero en lo demás soy
como ellos y tengo los mismos problemas que ellos.
Uno de los problemas comunes a buena parte de los estudiantes
es el atraso en la carrera. En 2011 miles de universitarios estuvieron
dispuestos a pagar el costo de la lucha, y perder el año. Y eso significa que
ahora muchos militantes están concluyendo de un modo
tardío sus carreras de grado. Esta semana Giorgio deberá terminar su tesis y en
quince días deberá defenderla para recibirse de ingeniero. Camila, entre tanto,
en este momento está defendiendo su licenciatura. Dentro de unas horas, los
periódicos dirán que Camila «se tituló con distinción máxima». Pero en ningún medio
—tal vez porque es un dato obvio— se leerá la otra parte: ahora que egresó,
Camila deberá enfrentar una deuda bancaria de 10 mil dólares.
***
Es un miércoles de sol. Es la mañana. El equipo de prensa
de Camila Vallejo da una cita para la entrevista en La Florida , una comuna de
clase media trabajadora por la que hoy Camila es candidata. Ella creció aquí
junto a su madre —Daniela Dowling, ama de casa— y su padre, Reinaldo Vallejo,
un miembro veterano del PC que en los ‘80 fue estrella de un teleteatro popular
en Chile y que hoy tiene un negocio de reparación de radiadores.
El centro de operaciones de campaña de Camila está en una
urbanización sencilla a la que se accede atravesando un portón vigilado, y consiste
en una casa menuda que organiza su dinámica en torno a la sala principal. En la
entrada hay un cartel inmenso con el rostro de Camila —su piel luminosa, su aro
en la nariz— y en el centro de la estancia hay una mesa larga en la que siete
personas desayunan pan, queso y café. Hace frío. Un mechero —sobre el que hay
apoyado un pedazo de pan— es la única calefacción del lugar.
—Toma asiento, la Camila está viniendo.
La que me recibe es Evelyn, una
chica de cabellos cortos, pecas y una austeridad de gestos que delimita un
carácter. Evelyn es la jefa de prensa y la mujer con la que estuve regateando los
minutos de entrevista hasta último momento. Nada funcionó. Evelyn es marcial. Y
es marxista. Forma parte de un cuerpo partidario que hizo de la disciplina un
elemento fundante y que eligió a Camila, entre tantas cosas, no sólo por su inteligencia
y su belleza sino también por su voluntad de someterse a las normas que impone el
partido.
Eso, de hecho, solventa la mayor
crítica que se le hizo a Camila en las elecciones de la Federación
Universitaria de 2012: se le reprochó que obedeciera más al
PC que al movimiento estudiantil, y se temió que —dado el afán negociador del
comunismo chileno— eso llevara al movimiento a contactar con los políticos
tradicionales de la Concertación. Por
eso perdió Camila: salió segunda —quedó como vicepresidenta— detrás de Gabriel
Boric, un estudiante de Derecho de enfoque más radical que ahora no está en
Santiago de Chile sino en el Sur del país, donde se candidatea por la comuna de
Magallanes, con altas probabilidades de salir diputado.
En cuanto a Camila, terminó su
mandato el 28 de noviembre de 2012 y hoy, como temió el movimiento años atrás,
es una de las figuras más fuertes de la Concertación.
—La Camila es una niña
comunista, inteligente y linda, pero nadie pensó que fuera a llegar tan alto
—dijo días atrás el escritor Rafael Gumucio—. Ni siquiera creo que ella estuviera
preparada: no era algo que ambicionara. Una cosa es que no estés preparado para
ser John Lennon, ¡pero tú quisiste ser John Lennon! El problema es que ella no
quería ser ni Ringo Star.
En algún momento llega Camila. Tiene
una panza chica despuntando entre las ropas negras —está embarazada de seis
meses— y tiene, sobre todo, una belleza desequilibrante. Camila es incluso más hermosa
que en las fotos. La miro como se mira una estampa y me pregunto cuán difícil habrá
sido que la tomen en serio, y hasta dónde el movimiento habría crecido de esta
forma —con prensa internacional, con prensa local nutriéndose de la
internacional, con ciudadanos alimentándose de la prensa local— sin el calibre
perfecto de la cara de Camila Vallejo.
—La Camila es muy inteligente,
pero su belleza la lanzó y la transformó en la pieza de oro de una máquina más
o menos oxidada —dijo Patricio Fernández, director de The Clinic—. Lo curioso es que a ella le cuesta y le ha costado
mucho jugar con su belleza, cosa que no entiendo porque uno espera cierta
frescura para hacerlo. Sácale partido a la belleza en vez de esconderla como si
estuvieras avergonzada; eso es un remilgo, una coquetería penca y propia del
conservadurismo histórico del PC, ¡usa tú una coquetería más rockera y ponte
una minifalda, muestra el poto y sale a meter bulla!
—Creo que lo de la belleza le
aterró, le generó un pánico escénico —dijo Gumucio—. La Camila no es como alguien
con vocación de artista ni mucho menos, entonces cuando se habla de su belleza
se la ve muy incómoda.
—La belleza de la Camila ayudó harto —dirá
Francisco Figueroa—. Quedó la idea de que los dirigentes estudiantiles eramos
héroes apolíneos cuando eso era una gran mentira. Gabriel (Boric) estaba
gordito, a Giorgio se le está cayendo el pelo, yo tengo unas ojeras
estructurales y en esos tiempos ninguno de nosotros alcanzaba ni a ducharse…
Pero la belleza de la Camila
creo una idea de lo bueno y lo bello. Sin desmerecer en ningún caso a nadie ni
a la Camila ,
creo que fue súper relevante. Cuando ella sale presidenta de la FECH , la primera razón de la
cobertura no fue que había presidente nuevo, eso a nadie le importaba. Lo que
importaba eran sus ojos.
—La alusión a mi figura suele ser un comentario recurrente
—dirá pronto Camila—. Durante las protestas sabíamos que eso se iba a utilizar
porque yo estaba conciente de la sociedad donde vivo y porque la derecha lo iba
a usar para banalizar las demandas del movimiento. Aunque tampoco pensé que
podía ser tanto.
Ahora Camila toma asiento y se acoda en la mesa
larga que ocupa la habitación. A su alrededor hay gente. Esta media hora no
será, exactamente, íntima. Algunos hablan por teléfono, otros le dicen a Camila
alguna cosa vinculada a la campaña y otros le preguntan por la panza. A los
veinticinco años y con el mito sexual sobre la espalda, Camila ha elegido
atentar contra la libido social y transformarse en madre. Error: ahora le
gritan «quiero hacerte otra guagua». Lo cierto es que para el mes de octubre
—uno previo a las elecciones— espera tener la hija que buscó junto a Julio
Sarmiento, su compañero de vida y de militancia. Cuando habla de la niña dice algo
curioso:
—Todas las mujeres nos preguntamos si podremos
hacerlo bien, pero no soy la única. Lo importante es que la queremos y la vamos
a querer: ella tiene garantías de amor.
«Garantía». Esa palabra es central en el
lenguaje del mercado —todo lo que se compra, viene con garantía— y ha sido
central dentro del movimiento estudiantil. Luego de infinitas estafas
políticas, los estudiantes supieron que eran necesarias señales confiables de
que los reclamos sociales producirían cambios. Por eso este año muchos quieren
ser candidatos: para tener garantías si no de amor, al menos de que no van a embaucarlos.
Y por eso, también, hay tanto disgusto con la alianza entre Camila y Bachelet.
—¿Cuan
duro fue enfrentar esas críticas?
—Creo que esa discusión está dentro
del debate de qué es ser más o menos de izquierda. Uno de los problemas de la
izquierda es justamente el no poder resolver quién es más de izquierda que el
otro. Y creo que muchas veces se cae por error desde mi punto de vista en lo
principista. Yo no soy principista. Tengo mis principios pero también sé lo que
es la táctica y la estrategia. Personalizar las cosas no tiene sentido, hoy
todos los candidatos presidenciales tienen pasados más o menos cuestionables y
si uno se basa en eso la verdad que se va a quedar muy solo.
Esta posición conciliadora, contra
lo que pueda pensarse, le está dando un apoyo masivo a Camila Vallejo. Tanto es
así que hoy Camila no es sólo una candidata a la diputación, sino que encarna
expectativas aún mayores dentro de la alianza progresista. Se cree que su
imagen podría concretar una hazaña: duplicar los votos sobre la derecha y lograr
que la Concertación
no meta uno sino dos diputados de La
Florida en el Congreso. Esta apuesta tiene una traducción
logística —hay todo un aparato trabajando para que Camila llegue al Parlamento—
pero también tiene una contraparte: Camila, metida en el vórtice proselitista, podría
estar perdiendo frescura. En Twitter, por ejemplo, donde hasta el momento tiene
casi 742 mil seguidores, Camila sólo escribe sobre temas de campaña. Y el día
de su graduación, lejos de hacer una catarsis pública —que es lo que acaso
haría una chica de veinticinco años— sólo se limitó a escribir «Muchas
gracias x las felicitaciones, costó pero se logró!».
Le pregunto a
Camila por su egreso, y por su deuda.
—Soy de un segmento medio, y los
segmentos medios en Chile son todos endeudados —dice—. Ese dato es lo que no
cabe dentro de la pobreza estadística. Es gente que tiene un ingreso y por eso
no tiene ninguna protección social, y entonces tiene que endeudarse para todo
porque por todo hay que pagar en Chile. Yo estoy endeudada. Mi hermana esta
endeudada. Mi familia esta endeudada. Tengo una deuda de unos 10 mil dólares, y
eso que tuve la suerte de tomar un crédito blando del Fondo Solidario. Pero hay
otros casos mucho más terribles que el mío. Hay gente que no termina la carrera
y tiene que pagar igual.
Camila habla con voz moderada, como
esos nadadores que cortan el agua siempre por el centro del andarivel. Durante
la charla responde con palabras como «proyecto», «educación» y «colectivo», y lo
curioso no es tanto lo que dice, como el hilo perfecto en el que las ideas se
van desgranando. A un lado, Evelyn chequea el reloj de su teléfono y mira con
insistencia. Ya no hay tiempo. Pregunto si puedo volver a verla. Me citan esta misma
noche a una actividad partidaria que se hará en La Florida. En un centro cultural
se dará una charla abierta en la que se explicará la importancia de tener una
nueva Constitución Nacional, un debate que se ha vuelto central en la campaña
de Michelle Bachelet. Para hablar de eso estará Camila junto al diputado y
candidato a senador Carlos Montes, y junto a Fernando Atria, un profesor de
Derecho de la Universidad
de Chile que se ha convertido en el mayor exégeta de la candidata presidencial.
Cinco horas más tarde vuelvo al barrio.
Ahora es la noche y la zona está distinta. En la avenida Vicuña Mackenna, una
de las calles centrales de La
Florida , brillan los tragamonedas y se ven los neones de unos
salones de juego informal. El encuentro se hace en el centro cultural La Barraca , y está montado
puntualmente en un galpón al que se llega luego de cruzar un patio donde unas
mujeres hacen yoga sobre pelotas inmensas. En la entrada del galpón está
Evelyn. Me dice que pase, a su manera:
—Hola. Pasa.
Una vez adentro el lugar está lleno
de gente entusiasta. Algunos son militantes, pero otros —muchos otros— son
vecinos que vinieron a escuchar y celebrar. Hay cierto clima de festejo que no
parece tener que ver con una euforia boba sino —perdón por el lugar común— con cierto
estado de esperanza. Apenas el presentador anuncia a los expositores, la gente comienza
a aplaudir y a gritar «bravo» con un furor que va de lo admirable a lo bizarro
en cuestión de segundos. «¡Quiero saludar a Fernando Atria! ¡Gracias por estar
con nosotros!» «¡¡¡Bravo!!!» «¡Este es David Peralta, concejal de la comuna de La Florida !» «¡¡¡Bravo!!!» «¡Esta
es nuestra candidata a diputado Camila Vallejo!»
—Diputada —interviene Camila.
Las mujeres hacen hurras por la aclaración.
Gritan «¡¡¡Bravo!!!» y siguen las presentaciones: «Quiero saludar a los
dirigentes del Partido Comunista que están hoy con nosotros» «¡¡¡Bravo!!!» «¡A
los dirigentes del Partido por la
Democracia !» «¡¡¡Bravo!!!» «¡A los dirigentes del Partido Socialista!»
«¡¡¡Bravo!!!» «¡Y no sé si hay algún dirigente que no hayamos mencionado y que
no sabemos que está pero aplausos para él también y para todos los dirigentes
independientes que estarán en esta reunión!» «¡¡¡Bravo!!!» «Y ahora vamos a
debatir sobre la reforma constitucional en Chile: ¿Por qué tener una nueva
Constitución?» «¡¡¡Bravo!!!».
El presentador pasa el micrófono. En
una mesa, Fernando Atria agradece el fervor popular y trata de explicar,
abriéndose paso entre los «bravos», por qué es fundamental hacer una reforma y
por qué esa iniciativa es central en la campaña de Michelle Bachelet.
—Esta deberá ser la elección más
importante de estos últimos veinte años —dice Atria, y se hace silencio—. Es
momento de cambiar los fundamentos políticos inaugurados con el gobierno de
Pinochet. Lo que necesitamos ahora es una forma política sin trampas. ¿Por qué
no se pudo hacer hasta ahora? Porque hay tres cerrojos que lo impiden: el
sistema binominal, el quórum de más del 50 por ciento para aprobar una ley, y
la existencia de un Tribunal Constitucional que puede anular proyectos de ley
antes de que se discutan. Hoy es imposible hacer una reforma porque el sistema
institucional de Chile es como las tres hojas de una Gilette: la primera
levanta el pelo, la segunda lo corta, y la tercera limpia lo que haya quedado.
Risas, aplausos. Camila toma nota,
sonríe y cada tanto come alguno de los caramelos que hay sobre la mesa. A sus
espaldas hay un mural de colores, y a los lados hay dos afiches gigantes: uno
muestra a Bachelet con Carlos Montes, el candidato a senador, quien está por
llegar. Y otro la muestra a Camila sola. Aunque en breve se hará la polémica foto
con Bachelet. Ahora Camila se aclara la voz y toma el micrófono: es su turno de
hablar. Frente a ella hay unas doscientas personas y un pequeño radiador eléctrico
que suelta un calor inútil.
—Todas esas trampas de las que habló
Atria protegían un modelo de sociedad —dice Camila—.La educación como bien de
consumo y la posibilidad de que el sector privado haga negocios están
resguardados por la Constitución
actual. Con el movimiento fracturamos una hegemonía cultural bien grande. Esta
imagen de que somos un país desarrollado, de que estamos súper bien y que aquí
todo se conquista gracias a ambiciones personales, se rompió. Nosotros dimos el
empujoncito, pero la gente igual ya se estaba cansando.
Todos aplauden. Camila ha hablado,
como siempre, como si cada palabra estuviera cosida por un hilo de seda
indestructible. Mientras hablaba llegó Carlos Montes, diputado por La Florida desde 1990 y, en
tiempos de Pinochet, detenido y torturado por dirigir un movimiento popular
desde la clandestinidad. Montes hoy es un político de raza. Llega vestido de
traje y habla de pie con la naturalidad y la vehemencia de un predicador.
Camila lo escucha mientras come algún dulce. Una mujer le señala la panza, como
si dijera «alimenta a tu niño», y Camila sonríe.
—En 2011 salió a la calle toda una
generación que quiere otra sociedad; no existió algo así en la historia de este
país —dice Montes—.Estoy convencido de que Camila Vallejo y Giorgio Jackson
tienen que ser diputados. El desafío de ellos es ver cómo traducir los procesos
políticos dentro de la institucionalidad. ¡Apoyen a Camila Vallejo porque va a
hacer una gran votación y va a ser una gran diputada!
El galpón se desploma: llueven
aplausos y la gente grita «bravo» y se pone de pie. Varios minutos después,
cuando Montes termina su exposición, el encuentro se abre al público. Un
asistente pregunta si la nueva Constitución tratará a las Fuerzas Armadas como
ciudadanos sin prerrogativas. Otro pregunta por qué debería creer en todo esto
si la Concertación
no hizo nada en los últimos veinte años. Otro habla de no quedarse en las
propias casas, de seguir luchando desde los trabajos. Otro habla de patria
grande y de imperialismo y dice «trabajadores del mundo uníos» y todos se le
ríen por lo bajo.
—Soy profesora —se escucha entonces:
es una voz agrietada—. Ayer un periodista de CNN dijo que aquí «se les pasó la
mano con el neoliberalismo»… ¡Hasta la
CNN dice que nos hemos pasado! Aquí hay gente que trabaja
dieciséis horas y gana una miseria y después tiene que aguantar que se le diga
que en Chile «todo es posible»; acá se sigue diciendo «usted es pobre porque no
es emprendedor» y uno tiene que cargar con eso de «ser más emprendedor» ¡y es
mentira! ¡Uno no sube cuando «emprende»! ¡Uno sube cuando todos suben!
Giro la cabeza. La que habla es una
mujer vieja, de lentes, con un abrigo gastado que la guarda del frío. Alguien
hace un chistido: que hagan silencio, que hay que escuchar.
—La cultura, a eso voy yo. Al cambio
cultural que hemos sufrido y que se nota en el marcado individualismo que hemos
desarrollado. Esos hombres primitivos de los que venimos no estaban solos
peleando contra los animales: ¡Sobrevivieron porque pelearon juntos! Eso es lo
que yo quería decir.
Lo que sigue es un aplauso íntegro y
cerrado, en el que nadie llora de emoción. La gente sonríe, la gente grita
«bravo». La gente se ve alegre, y fuerte.
***
—Nosotros no vamos con la idea de
que siendo diputados vamos a volver realidad los anhelos de la gente
movilizada. No vamos a vender esa pomada porque es mucho más difícil que eso. Esta
es una pelea bien larga y en este rato vamos abajo: vamos perdiendo. Bachelet
tuvo la oportunidad de hacer algo y no lo ha hecho, y ahora está intentando
absorber las partes del movimiento.
Francisco Figueroa no es tan
optimista como la gente de La
Barraca. Vine a verlo para darle a este artículo un cierre
festivo, pero el cálculo salió mal. Francisco —mencionado por todos como una de
las cabezas más brillantes del movimiento— vive en el centro, en una zona de
universidades, y es un chico pálido y delgado que ahora toma asiento de
espaldas a una vista admirable de Santiago de Chile. Su departamento está en el
piso veinticuatro de unas torres que se levantan a metros de distancia de la
casa Casa Central de la
Universidad de Chile, el mayor epicentro de las tomas de 2011.
De aquellos días, Francisco recuerda pocas cosas: todo es una larga confusión
que se reparte en asambleas, reuniones, debates, viajes y entrevistas que
Francisco sólo pudo ver en perspectiva cuando sucedieron dos únicos eventos: el
cumpleaños de su madre —en el que vio a su familia, poco politizada, al tanto
de los pormenores de la lucha estudiantil— y el viaje junto a Giorgio y Camila
a París y Suiza: una gira rápida en la que notaron que Chile era tema de la
agenda mundial y que habían derrumbado el mito del jaguar latinoamericano. Para
ese entonces, Francisco estaba a punto de recibirse de periodista, era vicepresidente
de la FECH y con
cuatro años dentro de la Federación
se había transformado en uno de los analistas más precisos del movimiento.
Sentado en su living —vive aquí
junto a su novia—, mientras sirve café y coloca un tupper con galletas en una
mesa ratona, Francisco no parece un chico que haga de su lucidez una
herramienta de daño. Se lo ve amable: calmo. Y es con esa parsimonia que
Francisco dice que la próxima elección no es un evento para aplaudir tanto.
—Hay que ser fríos. Esta elección la
va a ganar Bachelet cómodamente, pero eso todavía no es expresión de lo que
está pasando en este país. La transición se va a acabar cuando se acabe ese
modelo de Estado. Creo que esa es la demanda de fondo que hay en el movimiento.
Es un reclamo contra la mercantilización de la vida, y en la medida que eso no
se traduzca políticamente vamos a estar en un período de agonía de lo viejo
pero no de surgimiento de lo nuevo. Así que nosotros con la Izquierda Autónoma
vamos a estas elecciones básicamente a seguir metiéndole la pica al edificio de
la transición. Creemos que para que termine de germinar lo nuevo hay que matar
a lo viejo. Matarlo, no… políticamente digamos, ¿no? Sabemos que es una locura
tratar de romper el binomimal como independientes, pero no estamos locos. Sabemos
que es difícil, pero estamos confiados.
Francisco habla como quien afila lentamente un cuchillo. Luego
hace esta pausa.
—Nosotros tenemos tiempo —dice.
Tal como se ve —flaco, con lentes— Francisco parece inofensivo.
Y es acaso este aspecto —que es el de tantos estudiantes— el que ha generado el
mayor equívoco entre los políticos de carrera. Francisco saltó a las primeras
planas de los diarios durante una entrevista en CNN Chile en la que logró sacar
de las casillas a Sergio Bitar, ex ministro de Educación del progresista
Ricardo Lagos y el hombre que implementó el famoso «crédito con aval del Estado»
que endeudó a buena parte de las familias chilenas. Bitar era uno de los tres
enemigos más claros del movimiento estudiantil, y Francisco lo tenía a su lado
en uno de los programas políticos centrales de Chile.
—La Concertación y la
derecha tienen que decidir sin van a seguir siendo el brazo político de la
banca —dijo Francisco en un momento, en el medio de una discusión llena de
detalles técnicos—. Porque aquí la banca fue a golpear las puertas a la Concertación y la
derecha para que les aseguraran un nicho de negocio rentista y usted, ministro,
esa puerta la abrió.
Antes de que Bitar pudiera
abrir la boca, el presentador —Ramón Ulloa— mostró una placa en la que se veía
el grado de endeudamiento de los estudiantes. Mientras Ulloa leía los números,
Bitar parecía respirar con fuerza.
—Es una insolencia —dijo— suponer
que tú tienes la moral y que los demás no hemos luchado por…
—Usted no tiene la moral.
—¡Tú quieres hacer mejor
política, entonces entra a la política y respeta a la gente! ¡Nadie fue a
golpear la puerta del ministro diciendo «quiero hacer un negocio», por favor, yo
tengo mi vida entera dedicada a la política! ¡Fui ministro de Allende y he
estado preso y he estado exiliado para que ahora venga un niño a calificarme de
esta manera!
Francisco lo miraba con los
ojos alerta pero en estado de quietud. El presentador intentó moderar y
resolvió darles treinta segundos más a cada uno. Empezó Bitar. Francisco aguardaba
su momento, sin imaginar que esa escena se transformaría en un resumen claro de
la brecha entre la vieja política de la Concertación , y la nueva política del movimiento.
Las demandas sociales estaban en boca de una generación nacida en democracia,
que no conocía el miedo, que estaba libre de los traumas de la dictadura, y a
la que las credenciales convencionales —«he sido perseguido» «he estado con
Allende»— le resultaban importantes, pero no le parecían un salvoconducto capaz
de purificar cualquier error político.
—Yo no caché que la entrevista había
sido tan significativa, hablé y después me fui a la toma —dice Francisco—. Yo
sabía que Bitar era un tipo de mecha corta pero…
—¿Tenés
copia de ese programa?
—Lo puedes encontrar en Youtube.
—¿Con
que nombre?
—Tú pon «Sergio Bitar —tomo nota,
aguardo lo que sigue— enloquece».
«Sergio Bitar enloquece». Así lo
busco en el teléfono y así llego al video: quince minutos de discusión con
altos momentos técnicos en los que Bitar termina fuera de sus casillas —sin que
sea algo excesivo: los chilenos son moderados—, y en los que el presentador
Ulloa debe intermediar de un modo salomónico. Le da treinta segundos a Bitar
primero, y treinta segundos a Francisco después.
—Lo positivo de todo esto —dice
finalmente Francisco, cuando le toca su turno— es que estas indecencias que se
han cometido con los estudiantes y sus familias no se van a poder seguir
cometiendo porque nuestra generación llegó a la política para quedarse y eso es
lo que realmente irrita al ex ministro Bitar. Ellos han tenido el monopolio de
la política —Francisco mira a Bitar— y eso va a dejar de suceder.
Mientras termino de ver el video, Francisco
se levanta de su asiento, va a su cuarto y regresa con un libro —su libro— que
tiene en portada una foto del movimiento en la calle. El título es Llegamos para quedarnos y lo que hay
adentro es —sabré después— una ácida crónica de la revuelta estudiantil, pero también
una advertencia de cara a los años que vendrán. A un futuro que, se sabe, pertenece
sobre todo a los que tienen tiempo.
* Este texto fue publicado primero en la revista brasileña Piauí, y luego en Orsai. Y tiene epílogo: Giorgio Jackson, Camila Vallejo, Karol Cariola y Gabriel Boric entraron al Congreso. Pancho Figueroa no, pero este blog igual lo banca a muerte.
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