viernes, 2 de marzo de 2012

Previvientes *



El pelo rubio, el pantalón blanco, las uñas rojas en los pies descalzos. Acomodada en su living, Deborah Lindner parece la chica de una propaganda de tampones. Está cruzada de piernas, no usa maquillaje y escribe en una Mac portátil que se abre (se hunde) en el cuero inmaculado del sillón. ¿Es una publicidad? No. Es la foto que pusieron en el New York Times para acompañar una historia: Deborah Linder, 33 años, médica, linda, temperamental, imitación bastante real de Carrie Bradshaw, se hizo conocida porque sabe tomar decisiones fuertes. Seis meses atrás, y en perfecto estado de salud, se vació los pechos. Fuera glándulas mamarias, fuera pezones: sólo quedó la piel. La piel y las siliconas de reemplazo, y la certeza de que Deborah Lindner nunca en su vida tendrá cáncer de mama.

Los oncólogos la llaman mastectomía preventiva. Consiste, para decirlo brutalmente, en sacarte las tetas por si acaso. No se la puede hacer cualquiera. Sólo las mujeres con antecedentes familiares o aquellas que, en virtud de los avances genéticos, se someten a un estudio cromosómico para develar qué tipo de destino les está cocinando el propio cuerpo. Pero saber siempre tiene un precio. Y no se trata sólo de dinero. A algunas (pocas) les puede salir que tienen BRCA1 y BRCA2, dos genes bastante inusuales que elevan entre un 60 y un 90 por ciento las posibilidades de que una mujer tenga cáncer de mama (cuando normalmente son de un 12 por ciento). Para estas mujeres sanas, pero en riesgo, siempre hubo dos alternativas: tomar medicamentos preventivos y –la principal- chequearse a menudo para atajar cualquier manifestación de un modo temprano. Pero el avance de las siliconas abrió esta tercera posibilidad: ahora es posible vaciarse y llenarse, y reducir en un 90 por ciento las chances de contraer la enfermedad.

Es una opción dura. Las mujeres que se quitan los pechos nunca podrán amamantar y perderán buena parte de la sensibilidad al tacto. Así y todo, en el último año en Estados Unidos se duplicó la cantidad de pacientes que se la realizan. En Argentina esta intervención no es usual, pero hay mujeres que ya han sido operadas. La cirugía cuesta un básico de 15 mil pesos y a cambio ofrece la posibilidad dorada que ya viene anticipando la genética: controlar los supuestos azares del cuerpo y –en esta ocasión- gozar del bonus track de unas tetas a nuevo.

En todos los casos (en la Argentina y en el exterior) el emblema fue (y es) Deborah Lindner. Su madre había padecido cáncer de pecho y ella se hizo un estudio para conocer las probabilidades que tenía de repetir la historia. Luego de realizarse el análisis, Lindner supo que estaba en riesgo, pero sana. También estaba sana cuando se hizo una mamografía, y siguió estando sana cuando fue a buscar los resultados y vio que daban perfecto. El mayor problema de Lindner, a esa altura, no era la salud sino la incertidumbre. Lindner se palpaba las mamas a diario. Todo el tiempo buscaba el carozo de una enfermedad que nunca terminaba de llegar.

—Esto me está volviendo loca –le dijo Lindner a Erin King, una compañera de trabajo. King tenía 33 años y se había implantado siliconas por motivos cosméticos.

—Sacátelas y ponéte otras –le contestó King: los americanos son prácticos-. Te van a quedar divinas.

Cuando llegue a los 40, o apenas logre tener un hijo, Lindner también se quitará los ovarios para evitar el riesgo de un cáncer que el estudio genético también le anticipó. Por tomar este tipo de decisiones, Lindner se autodenomina “previviente” (previvor): un neologismo que, al modo de la película Memento, altera la línea de tiempo de un modo casi cinematográfico. Los previvientes son los que matan algo que todavía no existe; los que se mutilan para no dañarse y hacen de la previsión un interrogante delicado. ¿Hasta dónde debería llegar el estado de alerta? Las tetas se vacían por si acaso, del mismo modo que los países se invaden por si acaso. Una lógica de la prudencia que se adorna con buenas intenciones, pero que en el fondo corre el riesgo de cumplir con un único fin: impedir que un cuerpo (que es lo mismo que un país) hable un lenguaje propio. Y se corte o se repare con el filo de su propia lengua.



* Publicado en 2008 en Crítica de la Argentina.