martes, 14 de junio de 2011

Aurora Venturini, para Revista Ya (diario El Mercurio)



La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, es una ciudad de casas bajas, veredas anchas, árboles robustos. Pájaros.

—Nena, ¿vos conocías La Plata ya?

—Nací acá.

En una calle común –una calle inmersa en una eterna siesta- hay una casa también común.

—¿Y qué apellido tenés, nena?

—Licitra.

Primero se ve una puerta pequeña, luego un pasillo, finalmente otra puerta.

—¡Licitra! Yo me acuerdo de Ducezio Licitra, ¿era tu abuelo? Él era profesor de italiano en la escuela Normal donde trabajé yo y tu abuela era Maite, ¿no? Ella fue mi compañera y yo era muy amiga de su madre, que era la directora de la escuela.

Detrás de la segunda puerta hay un departamento de tamaño moderado con espacio para un baño, una cocina, un patio, un dormitorio y este living.

—¿Y tu abuela cómo está? –se toca la sien- ¿Está bien de la cabeza? ¿Y de físico?

—Está bien, tiene que cuidarse con la comida pero...

—Ah, está gorda entonces.

El living tiene paredes de un verde limón muy claro, y sobre las paredes hay fotos de Eva Perón, algún ángel de cerámica, una imagen de Jesús, un afiche de la película El Pibe, una foto de Borges con su madre, y diplomas enmarcados.

—Yo peso 50 kilos nada más. Siempre fui de poco comer. Siempre fui muy desganada. No tomo vino. Ahora para las fiestas apenas un poco de champán. Pero siempre pesé igual. Sólo comía para tener presión, mirá lo bien que estoy.

El cuerpo de Aurora Venturini es una rama. Una rama donde cuelgan, prolijamente, los colores y las cosas: un tailleur de lino gris, unos aretes dorados, un prendedor también dorado, un rouge marrón con brillo tornasol. Arriba, como una pequeña copa de árbol, el cabello castaño –levemente rojizo- se curva quietamente sobre el rostro óseo, pequeño, maquillado.

—¿Vos comés? Sos flaquita vos. Es lindo ser flaquito. ¿Querés comer algo? Tengo un arrolladito comprado porque yo no sé cocinar, nunca me salió, nunca me interesó. Siempre fui una inútil, por eso me separé dos veces. Cada matrimonio fue una guerra. Pero yo no acuso a los hombres. Me acuso a mí. No se puede vivir conmigo.

—¿Qué es lo difícil?

—Que lo único que me importa es escribir. Ese es el comienzo, el transcurso y el fin de mi vida. Es lo único que he tenido.

Aurora calla y mira a los ojos. Se la ve serena y afilada como un escalpelo que descansa sobre la mesa limpia de un quirófano. Al alcance de su mano –nudosa- hay una computadora portátil. La usa sólo para mandar mails; el resto de las cosas las escribe a máquina. Porque Aurora Venturini –hay que aclararlo- escribe. No es lo único que ha hecho -también fue docente, psicóloga, traductora de italiano y francés, jinete de salto en el Club Hípico de La Plata, y amiga íntima de Eva Perón- pero la escritura es, de todas, la actividad más acabada, silenciosa y vital que Aurora llevó a cabo en estas décadas. A lo largo de sesenta y cinco años publicó más de treinta libros –poesía, narrativa, ensayo, crítica e investigación- de cuya existencia poca gente estaba al tanto. Pero a ella no le importó. Nunca escribió, dice, pensando en la mirada de los otros.

—Yo siempre me pagué mis ediciones porque no me gustaba ir a pedirle nada a nadie. Y después gané muchos premios, pero locales. De la provincia, del municipio, después tengo uno en Verona porque escribí sobre Verona... Pero eran premios que no retumbaban afuera. Hasta que en Página/12 me premiaron y ahí sí.

Aurora –su voz rasposa, lijada: vieja- sonríe.

—Ahí todos se dieron cuenta de quién soy yo.


La prima


Aurora Venturini, de ochenta y nueve años, recién se hizo célebre a los ochenta y seis. En ese entonces, había enviado un manuscrito al Premio de Nueva Novela organizado por el diario matutino Página/12 y su texto provocó estupor, ganó y se convirtió en un libro: Las primas.

Y en Las primas pueden leerse cosas como ésta:

“Betina sufre un mal anímico. Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.

Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.

Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo”.

Cuando leyeron esto –por no hablar del resto del libro- los miembros del jurado –entre otros, los escritores Guillermo Saccomano, Juan Sasturain, Alan Pauls, Rodrigo Fresán y Juan Forn- se dejaron llevar por la frescura y la fiereza y creyeron que se trataba de un joven talento. Pero abrieron el sobre con la identificación del ganador, y era Aurora: una octogenaria con un curriculum tan largo como su propio olvido. Días después, Liliana Viola, periodista de Página/12, llamó a Aurora para avisarle que tenía altas posibilidades de ganar el concurso.

–¿Aurora Venturini? –dijo.

–Sí, señorita.

–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?

–Sí, señorita, me presenté con Las primas.

–¿Sabe que está entre las 10 finalistas?

–No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.

Con esa última frase, Aurora estaba haciendo un guiño a Gustave Flaubert, a quien se le atribuye falsamente una frase similar -“Madame Bovary soy yo”- que se habría usado para defender la entidad de una obra que en su época fue altamente cuestionada. Al igual que Madame Bovary, Las primas también es un libro incómodo para su época: en tiempos de corrección política, Aurora se despachó con un relato ácido y falsamente candoroso sobre una familia donde abundan los mundos hostiles, los deformes, los silencios terribles y la gente con retrasos cognitivos.

—Estos personajes son figuras recurrentes no sólo en Las primas sino en buena parte de sus libros, incluido Nosotros, los Caserta, que acaba de salir. ¿Por qué?

—Porque en mi familia hay unos cuántos. Eso pasa cuando en una familia se casan entre primos para defender alguna herencia, un apellido, esas cosas de antes. Y claro, la sangre repetida si no es pura y sana siempre va a traer esas dificultades. Pero es gente buena. Es otro plano, digo yo. Gente buena.

—¿Ellos no se molestan con sus dichos?

—Cuando vieron el libro dijeron “somos nosotros”. Pero yo les dije que no eran. Y al final dijeron “bueno, total no importa”. Mucho no se dieron cuenta, creo.

—La protagonista, Yuna, tiene un problema de dislalia…

—Yo no. Sólo tengo problemas con la habilidad manual.

—Pero digo: Yuna tiene problemas para pasar de la palabra abstracta a la palabra hablada. La pregunta es si usted nunca tuvo…

—¿Autismo decís?

—No, no digo autismo. Me refiero al problema de Yuna: piensa una cosa pero después dice otra.

—Ah, sí, pero eso nunca me pasó. Ese problema es de una prima mía. Pero tampoco se enteró.

—¿Tiene hermanos?

—Hay dos chicas. Dos muchachas. Hay una que no sé si vive. La otra la veo de cuando en cuando.

—No tiene trato con ellas.

—No. Estoy desapegada, digamos. Yo quiero estar en mis cosas. Si no, no podría haber escrito tanto.

—¿Qué es para usted la familia, entonces?

—Un inconveniente. Salvando la familia, podés hacer lo que quieras. Pero no te estoy aconsejando, ¿eh?

Aurora nació en La Plata. Su padre tenía seis caballos, era jugador, dilapidó su dinero en el hipódromo y un día se fue de la casa. Su madre era docente y era –a ojos de Aurora- una pobre mujer sola. En el medio de todo eso, Aurora creció como pudo, estudió como pudo, se hizo peronista –también como pudo-, y con esa última elección logró lo que ningún amor había logrado: que su padre regresara. El hombre –antiperonista- retornó a la casa sólo para echar a Aurora del hogar. Luego de echarla, él volvió a irse y en algún momento murió –Aurora no sabe cuándo- y años después su madre también murió –y Aurora no la lloró.

—La única que me visita es una prima. No quiero que venga nadie más. Me desordenan todo. Siempre que viene mi prima me pregunta cómo hago para meter tantas palabras a través del cablecito de la computadora.

Aurora mira la mesa. Sólo están la máquina y sus manos: el hueso de sus manos.

—¿Y usted qué le dice?

—Que no sé. Que nadie sabe.


Suerte


Desde que ganó el premio de Página/12, Aurora obtuvo varios otros premios –entro ellos el “Otras voces, Otros ámbitos” de El Corte Inglés de España-; recibió infinitos elogios del escritor Antonio Vila Matas –quien publicó una reseña de Las primas en el diario El País-; fue traducida al francés y al italiano; fue llevada al Teatro Nacional Cervantes –donde se adaptó su libro a una obra de teatro llamada “Las primas o la voz de Yuna”; devino columnista de Página/12; y su nuevo título –que en realidad es la reedición de uno viejo, llamado Nosotros, los Caserta- acaba de ser publicado por Random House.

—Ahora me reconocen, me hacen notas, me publican en editoriales grandes, ahora soy bárbara.

—¿Por qué antes era ninguneada?

—Porque yo era peronista. Tenía lindas cosas escritas, pero nadie me daba bola.

Aurora conoció a Eva Perón cuando armó su Fundación en La Plata. Para ese entonces –fines de la década de 1940- Juan Domingo Perón había llegado a la ciudad y un grupo de universitarios -Aurora entre ellos- había ido a recibirlo. El encantamiento fue instantáneo: Aurora, de familia radical, se sintió peronista para siempre. Consiguió un puesto en el área de Minoridad del gobierno bonaerense –Aurora era licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación- y luego le pidió al gobernador –con cuya mujer tenía trato- que le presentara a Eva Perón, pues quería trabajar con ella. Tiempo después, Aurora estaba trabajando en la Fundación.

—Nos hicimos muy amigas con Evita. Era muy buena persona, muy bella, un cutis perfecto, un encanto. Me acuerdo lo contenta que se ponía tu bisabuela cuando yo iba a ver a Evita. Tu bisabuela tenía un tapado de tigre, ¿no se lo conociste? Qué chiquita era tu bisabuela. Era –Aurora baja la mano- una cosa así tu bisabuela, no sé cómo tu abuela nació tan alta. Tu bisabuela siempre me preguntaba por Evita.

—¿Y usted qué le contaba?

—Que era una mujer buena. Yo no sé por qué la criticaban tanto, nadie hizo por los pobres lo que hizo Evita Perón. Yo la quise mucho. Me acuerdo de los últimos días de la señora. Muy sola estaba. Ya no servía. Así somos. Yo me acostaba al lado de ella y la ayudaba a pasar el tiempo contándole chistes. ¡Cómo le gustaban los cuentos! “Contame el del burrito” me decía. “Contame el del judío”. Cómo le gustaba el del judío.

Aurora cuenta el chiste del judío. También el del burrito.

—Ves que no son cuentos pornográficos. Había algunos un poco zarpados nomás, pero a ella la divertían. Estaba tan enferma… Si no me pedía chistes, me pedía que le hablara de Heráclito. Yo le decía: “El tiempo es una entidad metafísica y no corre: el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto”.

—¿Cómo se relacionaba Eva Perón con la idea de su muerte?

—Ella sabía lo que tenía. Pero no se resignaba. Cuando el doctor le dijo lo del cáncer ella le pegó un carterazo tremendo. “¿Yo voy a tener cáncer? No tengo tiempo” gritó. Ella se murió demasiado pronto. Como Néstor Kirchner. Algunos se mueren pronto y otros muy tarde. Mirá a Perón: se volvió un viejo chocho, se casó con la enana y lo manejaban todos. Mejor que se hubiera muerto el día que bombardearon la plaza.

Cuando llegó el golpe militar de 1955 –que destituyó a Perón de la presidencia y se anunció con un bombardeo sobre la Plaza de Mayo- Aurora se exilió en París, donde vivió entre la crema de la intelectualidad existencialista. Allá tomó clases con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, estudió psicología en el Instituto de París, compartió noches de juerga con Albert Camus y Juliet Gréco y bebió tanto pernod que años después se volvió abstemia. “Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. Él se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: ‘Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí’. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras” dijo Aurora hace cuatro años, en su primera entrevista con Página/12. Pero ahora sólo dice esto:

—En París me quedó una amiga, Juliet Gréco, aunque no sé si murió. ¿Murió Juliet Gréco?

—No sé.

Aurora estira la mano –el nudo de sus dedos- y toma un pastillero de tres pisos. De un compartimento saca una pastilla rosa –fluorescente- y se la apoya en la lengua. Luego busca el agua, traga, respira hondo.

—Sí, sí: murió Juliet Gréco. Igual si estuviera viva no puedo ir a verla. Desde hace seis años que no viajo. No puedo viajar con todas estas pastillas, a ver si en la aduana dicen que son drogas, y además viajar para qué. Ya viajé mucho. Ahora me cuesta subir escaleras, tengo miedo a las escaleras mecánicas, y todos mis amigos están muertos.

—¿Y usted qué piensa de eso?

Aurora mira: algo –un silencio- se raja en sus ojos.

—Se fue otra, qué suerte: yo todavía estoy. Eso es lo que pienso.

5 comentarios:

LR dijo...

Empecé a leer un poco a vuelo de pájaro y no pude dejarlo. Me atrapó Aurora y me atrapó, sobre todo, tu mirada sobre las cosas.

Gracias :)

Li dijo...

Muchísimas gracias, LR.
Un beso.

140 palabras dijo...

Me pasó algo parecido a lo de LR. El comienzo es embole pero después el personaje aparece y los parrafitos de introducción valen la pena. Felicitaciones.

Facundo Arroyo dijo...

Siempre paso en bici por la casa de Aurora esperando verla tomar mate en la vereda, como cualquier señora. Eso nunca ocurre. La única manera de sentirla es pasar caminando por su puerta y escuchar la máquina de escribir. Pero no hay caso, a mi me gusta andar en bici.

www.lacovachadelostiteres.blogspot.com

Pasate Josefina, te dejo afectuosos saludos.

Luciano Lahiteau dijo...

Excelente Josefina, gracias. Un saludo desde La Plata.