Beverly va a la cárcel por matar a su vecina. La mandan a un
penal del conurbano bonaerense, pero unos años después deciden
sacarla porque no hay quien cuide de sus hijos. Tiene diez, dos de ellos
nacidos en cautiverio. Los padres son muchos, pero ninguno protege a la cría. Así
que un día Beverly sale en libertad condicional y vuelve a casa, bajo la
promesa de controlar su violencia y de cumplir con las visitas al psicólogo en
un hospital público de la provincia de Buenos Aires.
Cuando llega al hospital todos quedan prendados del nombre.
Tiene un fulgor opaco que nace en un balbuceo del aire (“Beverly”) y que
muere en el cuerpo, en el pelo desmañado de Beverly, en su boca sin dientes.
Beverly tiene treinta y ocho años, hijos, nietos.
—¿Está cumpliendo con el tratamiento? –le pregunta un
funcionario del Poder Judicial a la doctora B, la profesional a cargo de la
mujer. Todos saben cómo es eso: Beverly va por obligación y en el hospital la
atienden por obligación.
—Viene todas las semanas –dice la doctora B.
Todas las semanas Beverly va a verla. Cada vez que va, lleva a
uno de sus hijos. El primero patea puertas, grita, arrastra una silla chirriante
por el mínimo espacio del box de trabajo. La doctora B ofrece: vamos a hablar a
la plaza. En el hospital hay una pequeña plaza para que el niño juegue.
—Yo no tengo nada de qué hablar –dice Beverly.
—¿Tiene con quién hablar de tus problemas? –pregunta la
doctora B.
—No –dice Beverly-. No tengo nada de que hablar.
Ahora la madre hamaca a su niño y dice algunas cosas. Arriba
hay un cielo de invierno. La doctora B la escucha, se restriega las manos,
recuerda. Ella –la doctora B- también fue una madre sola. Tuvo a su hijo en los
’70, con un marido desaparecido y poco apoyo familiar.
En los peores tiempos –cuando no había una casa segura- la doctora B cambió los
pañales de su niño en plazas como ésta. En los mejores, dejó de tener miedo de
morir. Encontró un trabajo estable, crió a su hijo, terminó una carrera
universitaria sin otra ayuda que la de sus propios huesos y concursó para
entrar a este hospital público en el que trabaja desde hace más de dos décadas.
El hospital queda a trescientos metros de una villa de emergencia y la
población que llega tiene en sus biografías el golpe de la violencia social.
La doctora B ya está acostumbrada a historias como la de Beverly.
Ahora, una semana después, nuevamente en el box de tratamiento, Beverly le cuenta
que le incendiaron la casa y que tuvo que huir rápidamente de la villa.
Mudarse: la doctora B lo hizo infinitas veces. Una de ellas, hace mucho tiempo,
tuvo la velocidad de los incendios. En los 70 hubo que irse de un departamento en diez minutos; la casa quedó llena de cosas y vacía. Durante meses la comida
se pudrió en la heladera.
—¿Y ahora dónde vive, Beverly?
—En otra villa.
Beverly tiene al niño a su lado. Está sentado y sorprendentemente
quieto. La doctora B le habla.
—Hoy te portás muy bien –dice.
—Este es otro hijo –aclara Beverly.
La doctora B pide disculpas, habla con el niño, le hace
preguntas: cómo te llamás, cuántos años tenés. Mientras habla piensa en el
incendio y todas las palabras –cómo te llamás, cuántos años tenés- se van
quemando en el acto. El niño no responde a nada. Frunce el ceño en un profundo
y sólido enojo. A su lado Beverly habla. Dice que no recuerda cómo ocurrió eso. Que eso se hizo con un cuchillo. Que la casa se la incendiaron por eso. Que necesita un trabajo. Que pensó
en ponerse un puesto de choripanes en la puerta de su nueva casa. Que su nueva
casa por el momento consiste en cinco chapas: cuatro paredes y un techo. Que no
tiene horno ni parrilla, pero que ya encontrará dónde cocinar la carne. La
doctora le dice: Beverly. ¿Le parece que eso pueda dar dinero?
Beverly resopla y niega con la cabeza. A su lado el niño habla
por primera vez.
—No se llama Beverly –dice-: se llama mamá.
La doctora B sonríe. “Lindo” piensa –también piensa “triste”-,
y abre su cartera y saca un papel y un lápiz que le entrega al niño. Luego lo
invita a dibujar. Mientras Beverly sigue hablando y la doctora escucha, el niño entonces dibuja círculos –un cuerpo,
una cabeza-, dibuja rayas –piernas, manos, cabellos- y dibuja varias decenas de
líneas onduladas: pájaros.
Pájaros de alas curvas como una letra empeñada, como el signo final
de una pregunta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario