viernes, 26 de agosto de 2011

Claudia Piñeiro para ADN


Hay algo que la niña, de pronto, sabe. Está recostada en la cama de su madre, en la duermevela de la tarde, quizás un fin de semana, seguramente en Burzaco, seguramente a fines de 1960. Está ahí, la niña, durmiendo o mejor dicho: intentando dormir, intentando vaciarse de todas las palabras cuando de improviso llega eso: la certeza. Como una hiedra que trepa, como una oscuridad que le va tomando el cuerpo y recién a lo último llega a la cabeza, la certeza avanza y se transforma en pensamiento, y ese pensamiento dice: la muerte es.

La muerte, es.

Todo lo que está acá: el techo, la cama, los árboles, tu madre, vos misma, Claudia Piñeiro: todo va a morir. Todo va sumirse en un abismo eterno y no hay nada que puedas hacer al respecto.

—Mamá.

Claudia abre los ojos, llora.

—Mamá.

Su madre se acerca, escucha las angustias de su hija, explica lo que está a su alcance. Su madre –que décadas después morirá de Parkinson; que décadas después será nombrada en el honesto libro Elena sabe- dice lo único que puede decirse en estos casos:

—Pero si sos una nena, qué te vas a morir.

Claudia se le queda mirando: su madre no la entiende. No entiende que la certeza de la muerte la declara a ella, Claudia Piñeiro, muerta.

—Desde muy temprano tengo conciencia de que la vida es finita. Y eso cambia mucho a una persona.

Cuarenta años más tarde, en el bar Rond Point –donde ha escrito fragmentos de todas sus novelas- Claudia Piñeiro habla sin seriedad y sin sonrisas. Como si dijera: es.

—Pero bueno. Saber eso tiene algunas ventajas.

La muerte, es.

*

Tres hombres flotando, muertos, sobre una piscina de aguas calmas. Una anciana sentada en un banquito y esperando que le haga efecto una pastilla. Un arquitecto dibujando un edificio que jamás va a construir. Una escritora esperando en su departamento que el diario de la mañana golpee contra la puerta. Una mujer escondida atrás de un árbol, viendo cómo su marido discute con su amante y la empuja y la mata por accidente.

Cuando empieza a trabajar en un libro, Claudia Piñeiro no parte de ideas en abstracto sino de imágenes como éstas: construcciones enigmáticas que la acometen de un modo inesperado –como si fueran sueños o visiones o fenómenos de la naturaleza- y de las que Piñeiro va rielando, a lo largo de los meses, una historia mayor, una estructura, un esqueleto que permite que los muertos en el agua se transformen en Las viudas de los jueves; que la anciana de la pastilla se convierta en Elena sabe; que el arquitecto sea el personaje principal de Las grietas de Jara; que la escena del árbol y la amante de lugar a Tuya; y que la escritora sea la figura fuerte de Betibú: el último de todos los títulos; una novela de lectura fácil y estructura compleja que vuelve a instalar a Piñeiro en el lugar incógnito de una autora de best séllers.

Nadie sabe –y todos quieren saber- cómo hace para vender. Nadie sabe –y todos quieren saber- si hay una fórmula, un mapa del tesoro, una especulación secreta que la deposite en el lado próspero de las palabras.

De todo esto, Piñeiro sólo sabe algunas cosas: que hay que cuidar las estructuras del relato para que sean hilos sólidos pero a la vez invisibles. Que no importa tanto si un personaje es alto, bajo, rubio o morocho, como qué hacen esos personajes ante ciertas situaciones límite. Que los nombres de los protagonistas deben elegirse con infinito cuidado porque en el nombre –sobre todo en el apellido- yace la historia familiar del personaje. Que dentro de la historia –principalmente, si puede leerse como un policial- el lector nunca debe saber más que el narrador. Esas cosas sabe.

Pero las otras, no.

Alguna gente que la conoce y la quiere –este es un dato: mucha gente quiere a Claudia Piñeiro- tiene, sin embargo, hipótesis.

Dice Guillermo Martínez, escritor: “Un elemento que, creo, resultó inicialmente atractivo en su escritura fue el de develar un mundo relativamente oculto y hasta ese momento ‘no escrito’: la intimidad del country. Ese mundo aparece a la vez dentro de un relato policial, que tiene un público propio, fiel e interesado en nuevas variantes. La parte más abierta y saludable de la crítica valoró también que sus novelas abordan indirectamente las consecuencias sociales del menemismo, el derrumbe del 2001, etcétera, lo que les da el plus de ‘seriedad’, más allá de lo ‘meramente policial’ que parece necesitar la crítica para aceptar una novela policial”.

Dice Alberto Díaz, director editorial de Emecé, elegido Editor del Año por la Fundación el Libro: “Confieso que en el año 2005 leí Las viudas de los jueves más como curiosidad sociológica que por interés literario. Error. De su lectura descubrí que éste no era un libro más: había un lenguaje solvente y perfectamente adecuado al tema, capacidad para construir personajes y contar una historia sin fisuras, concienzudo detalle de un microcosmos que la autora logra elevar a categoría universal, y que en algunos momentos recuerda a Arthur Miller… A partir de entonces leí todos sus libros. Ya es posible hablar de una ‘obra’ y de una autora con voz propia”.

Dice Cristian Domingo, compañero de Piñeiro en un grupo de lectura y escritura al que Claudia aún hoy concurre, y uno de los primeros lectores de Betibú cuando aún estaba en proceso: “No creo que la suya sea una fórmula secreta, al estilo Coca Cola. Lo que convoca tanto es qué cuenta y cómo lo cuenta. Casi todos los lectores, a pesar de lo que creen algunos snobs literarios, abrimos un libro esperando que nos cuenten una buena historia. A su talento hay que agregarle aquello que decía Arlt: la prepotencia de trabajo. Cree en esto y lo practica rigurosamente. Además de que es sincera, humilde y generosa, algo que creo que es apreciado entre sus colegas, generando ese afecto que la aparta de las camarillas literarias”.

Dice Julia Saltzmann, a cargo de Alfaguara, la editorial de Piñeiro: “Tratándose de Claudia Piñeiro, me parece fuera de lugar hablar de fórmulas. La fórmula es una receta que cualquiera puede seguir valiéndose de determinados ingredientes y dosis, y no creo que las novelas de Claudia nazcan de este tipo de procedimientos. Si la pregunta, en cambio, es por qué sus libros son muy leídos, diría que es, además de por su indudable solvencia narrativa, sobre todo porque son cercanos: los lectores pueden encontrarse a cada paso con situaciones similares a las que han vivido y con formas de diálogo familiares. En cuanto a los temas, Claudia parece tener unas antenas poderosas para captar preocupaciones o asuntos que están en el ambiente. Y finalmente, creo que a todo esto se suma un factor que también resulta convocante, que es la crítica social que impera en sus libros, que proviene de un deseo muy genuino de manifestarse respecto de asuntos que nos afectan a todos como sociedad. Aunque muchas veces se la considere una escritora de novelas policiales, en la raíz de lo que hace Claudia está la dramaturgia, aquello que sí o sí quiere ser dicho en voz alta, no lo propio del secreto”.

Dice Rosa Montero, jurado del premio Clarín de Novela (que fue otorgado a Piñeiro por Las viudas de los jueves): “La verdad es que nunca se sabe por qué se vende un libro. Leo novelas superventas que me parecen horrendas y un tostón y luego hay libros maravillosos que de pronto no se venden nada. Pero en algunas felices ocasiones, como ésta, obras que te parecen apasionantes, maravillosamente escritas, con emoción, ritmo, humor, inteligencia y contenido, resulta que además se venden un montón. Cosas así son las que te hacen sentir confianza en el ser humano”.

Dice Claudia Piñeiro:

—No he tenido problemas por escribir libros populares. Aunque sí, a veces, hay un prejuicio de gente que dice “yo best sellers no leo, así que no leo lo que vos escribís”. Pero bueno. Cada uno tiene derecho a elegir qué leer. Yo tampoco leo todo lo que sale.

Y no sonríe. Y no está seria.

Como si dijera: es.

*

En el country La Maravillosa, en una casa con mesas de mármol y adornos de plata, sobre un sillón de terciopelo verde, hay un hombre degollado. La noticia llega pronto a las redacciones y en el diario El Tribuno deciden contratar a Nurit Iscar: una escritora de pasado exitoso y presente deslucido –su último libro recibió pésimas críticas, y desde entonces sólo trabaja de escritora fantasma- que pronto es enviada a vivir al country para escribir “desde adentro” y en clave de non fiction sobre las hipótesis del crimen.

Cuando llega a La Maravillosa, Nurit no sólo queda de cara al misterio de un asesinato (que luego derivará en varios). Debe internarse, también, en la incógnita mayor que supone vivir en un barrio cerrado. Interminables pedidos de datos en la entrada, calles despobladas, casas vacías y empleadas domésticas denunciadas por robarse un queso forman parte de un mundo que Nurit descubre con la boca abierta.

Algo parecido –pero sin muertos, y sin fracaso literario- le sucedió a Claudia Piñeiro trece años atrás, cuando se mudó al country de zona norte donde hoy vive y donde terminó escribiendo todos sus libros. Vino con su marido arquitecto –del que ya se separó- y con tres hijos que hoy tienen 13, 15 y 17 años.

—Me costó mucho adaptarme. Sentí una soledad muy grande, una abstinencia de no poder salir a la esquina y tomarme un café. Yo tenía una sensación que luego le presté a Nurit: la idea de que acá nada puede pasarte. Ni para bien ni para mal: nada. Me acuerdo que una vez iba hablando con una amiga acá adentro y le decía: “¿Pero con quién podés llegar a cruzarte acá…?”, y justo en ese momento pasó Nicolás Repetto, en la época del primer Sábado Bus, que era un éxito. Guau, dijimos. Nos pasó algo.
Es mediodía de un martes y en el living –sillones claros, ventanales, y una vista que da a un césped lacio, una pileta, árboles- Claudia Piñeiro sonríe con sus ojos azules. Su voz es plácida: fina. Todo lo demás es silencio.

—Igual no creas. Con el tiempo las cosas cambiaron. Ahora todo está tranquilo, pero acaban de irse catorce chicos que se quedaron a dormir. Hay escritores que sólo pueden trabajar de noche, cuando nada se mueve, je. Yo no.

Sin rituales, sin horarios malditos, sin botellas de ginebra, sin tormentas visibles: en este lugar con luz, Piñeiro escribió cinco novelas –además de dos obras de teatro, un ensayo histórico y dos libros para niños- que la transformaron en una de las autoras más populares de Argentina. Tuya es usada en las escuelas secundarias para iniciar a los estudiantes en la lectura. Las viudas de los jueves –ganadora del Premio Clarín- tiene cientos de miles de ejemplares vendidos y fue llevada al cine por Marcelo Piñeyro. Elena sabe está terminando de ser adaptada para teatro con dirección de Marcelo Moncartz e Inés Cuesta. Las grietas de Jara –ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz- también irá a la pantalla grande, esta vez dirigida por Julia Solomonoff. Betibú no baja del ranking de los más vendidos desde el mes de su lanzamiento. Y todos los libros, en definitiva, terminaron colocándola en un pedestal que a veces no es sólo simbólico. Una tarde de Navidad, caminando con su hija por un shopping, Piñeiro llegó a una librería donde se alzaba una montaña de ejemplares que en la cima, como una estrella de Navidad, estaba coronada por el rostro de Claudia.

—Fue impactante. Con mi hija nos miramos, dimos media vuelta y nos fuimos.

—¿Por qué?

—Porque noto que mis hijos necesitan preservarse de algunas cosas. Esto lo he visto mucho con los hijos de otros dramaturgos o escritores: en la obra de sus padres hay demasiada información, y ellos raramente quieren acceder a eso.

—Tus hijos, entonces, no han leído tus libros.

—No les impongo nada. Las novelas están ahí, y si quieren pueden leerlas. Pero yo no los obligo a leer ningún libro, menos todavía si es mío. Además, me parece que la cabeza de la madre está demasiado abierta ahí, y ellos son chicos y les va a costar ver qué es fantasía y qué es verdad, y quizás empiecen a pensar: “¿A mi mamá le habrá pasado esto que dice ahí?” Si eso pasa con los lectores adultos, ¿cómo no les va a pasar a ellos?

—¿Te molesta ese equívoco?

—Es raro. Con Elena sabe se me ocurrió contar que mi mamá, al igual que la protagonista, había tenido Parkinson, y eso dio lugar a todo tipo de malos entendidos. Una vez Rosa Montero me dijo: “Nunca hay que decir que algo es autobiográfico porque la gente lo interpreta mal”. Y tenía razón. La relación entre madre e hija en el libro es mala, y tuve que aclarar mil veces que mi relación con mi mamá no era mala, a pesar de que había un montón de situaciones en el libro que tenían que ver con nosotras y de las que mi madre, que tenía muy buen humor, se habría reído.

—Igualmente, Elena sabe es un libro muy duro.

—Sí. La enfermedad es dura. Es difícil de mirar. Mientras mi mamá estaba enferma yo noté que hay mucha gente que no puede mirar a los enfermos. Y el enfermo empieza a perder la mirada del otro. Entonces, veo que Elena sabe es como un primer plano de ese cuerpo. Si querés leer la novela tenés que ver todo lo que aparece ahí, y algo te va a doler.

—A vos también te habrá dolido.

—No siempre es agradable ponerte a sacar todo eso para afuera. No todo el mundo se atreve. Cuando doy clases me pasa que hay gente que trae historias y a veces te das cuenta de que esas historias tienen algo tremendo detrás y que no logran sacarlo porque es doloroso. Y a la vez, al no poder sacarlo se quedan en la superficie de la historia. El tema es poder nombrar. El recuerdo, la escritura tienen que ver con poder nombrar. Y para poder nombrar hay que tener una cierta valentía.

—Hay que escribir desde la fisura, entonces.

—De algún modo, sí. Las fisuras que tienen los personajes no necesariamente son todas propias, pero son fantasmas que uno conoce y que finalmente te permiten construir al personaje. A mí no me interesan mucho los personajes íntegros, porque no me los creo. El ser más íntegro alguna fisura debe tener, y esa grieta a su vez es el punto de empatía con el lector, que tampoco es íntegro.

—Nurit Iscar, la protagonista de Betibú, es una escritora de best sellers que se cayó del podio. Más allá de las diferencias entre ficción y realidad, da la sensación de que ése podría ser un temor tuyo.

—Sí, claro. Lo que más le presté a Nurit son fantasmas. Temores de lo que me puede pasar en unos años, cuando mis hijos tengan 20 y ya no me necesiten tanto. Fantasmas respecto de qué pasa si alguna vez sacás un libro que no le interesa a nadie. ¿Qué hacés? ¿Seguís escribiendo? ¿No seguís escribiendo?

—A su vez, dentro del libro esas preguntas aparecen en un contexto de mucho humor negro.

—Es que ése era un objetivo. Quería reírme de algunas cosas que tenían que ver conmigo. El regreso al escenario del country también se relaciona con eso. Tengo amigos escritores que llegaron a ser encasillados en un tema y se matan por correrse de ese tema, por aclarar todo el tiempo que ése no es “su” tema y que fue sólo “ese” libro, y me dije: ¿Qué pasa si lo hacemos al revés? ¿Qué pasa si vuelvo al country pero la historia es totalmente diferente? Y eso es lo que hice: mientras que Las viudas de los jueves tiene un punto de vista endogámico, en Betibú no hay nadie “de adentro” que cuente la historia.

—¿Te leen tus vecinos del country?

—No lo sé. Hace un tiempo una persona me dijo: “Así que escribiste otra vez sobre el lugar donde vivimos”, y le contesté que era un error: todos esos lugares son parecidos. Igualmente, con Las viudas pasó que el libro se vendía muchísimo y había ganado un premio importante, y el éxito creo que en eso te protege.

—Pero ese éxito también debe tener un doble filo. Betibú es el cuarto título que publicás luego de Las viudas…, y sin embargo en las contratapas de tus libros se te sigue mencionando como “la autora de Las viudas de los jueves”.

—Sí. Ese libro me produce una sensación ambivalente. Por un lado le estoy sumamente agradecida al libro y al Premio Clarín, por lo lindo que es que te conozcan un montón de lectores. Me pasa que si voy por la calle y alguien me para y me dice “leí tu libro”, sé que es Las viudas… Pero por otro lado pensás: “Basta, ya hablemos de otro…”.

—Sobre todo porque los otros libros, en mi opinión, son incluso mejores.

—Totalmente. Las viudas… tampoco es el libro que a mí más me gusta. El periodista Vicente Muleiro, que me acompañaba a algunas charlas organizadas por el suplemento Ñ, me decía que yo quería ser la viuda de Las viudas de los jueves. Y algo de eso hay.

*

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue muchas cosas. Fue, en primer lugar, una niña. Una niña que escribía muy bien. Sus composiciones se leían siempre en los actos escolares, y las maestras le decían a su madre –la de Piñeiro- que guardara esos cuentos y la madre los guardó en un lavadero. Un lavadero que un día –años después- se inundó.

—Mis carpetas de Ciencias Económicas estaban en un lugar privilegiado dentro de la casa, pero mis cuentos estaban ahí. No quedó nada.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue una contadora eficiente –el mejor promedio de su promoción en Ciencias Económicas- que trabajaba para un estudio importante, y que solía llorar en el ascensor de la empresa.

—Eso lo conté en algunas entrevistas, y desde entonces me ha pasado de encontrarme con ex socios de ese estudio que me preguntan: “¿Fui yo el que te hizo llorar?”. Je. Todos creían que podían haber sido. En ese estudio debemos haber llorado varios.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro fue una mujer de veintinueve años y tailleur inmaculado que subió a un avión rumbo a San Pablo con el fin de hacer un inventario en una fábrica de tornillos. Para no pensar en los tornillos –para no seguir llorando- Piñeiro abrió el diario, y vio un aviso: la editorial Tusquets convocaba a un concurso de novela erótica llamado “La sonrisa vertical”. Piñeiro decidió presentarse. Pidió licencia en el trabajo para dedicarse a escribir, y escribió. Y con esa primera escritura salió finalista del premio.

—Ahí pensé: “Esto puede que funcione no sólo por placer. Acá hay algo”.

Antes del éxito de Las viudas de los jueves, Claudia Piñeiro escribió, finalmente, en el año 2005, Las viudas de los jueves: una historia que trabajó en el taller de Guillermo Saccomanno y que la terminó instalando como autora de renombre en el escenario literario argentino primero, y en el internacional después.

Ahí fue cuando Las viudas de los jueves, al menos en la vida de Piñeiro, dejó de ser un libro para transformarse en un punto de partida: Piñeiro, ante los ojos de todos, empezó a nombrar. Así llegó Tuya, un thriller de humor ácido –escrito antes de Las viudas..., pero publicado después- que se lee en una sola noche de insomnio. Llegó Elena Sabe: un relato honesto y lacerante sobre la enfermedad y la vejez. Llegó Las grietas de Jara, una metáfora sobre el desmoronamiento –familiar y social- que tiene de telón de fondo la cara oscura del boom inmobiliario. Y llegó Betibú: un policial de lenguaje llevadero y exacto, que Piñeiro construyó cruzando humor, fantasmas y varias páginas de medicina forense.

—Sí, leo libros de medicina forense. Tengo dos que se usan en la Facultad. Si el primer asesinado muere degollado, yo tengo que leer todas las posibilidades de degüello que hay: para arriba, para abajo, con un chorro de sangre en la mano, con la mano limpia… –enumera con una voz dulce, delicada: maligna.

—¿Y nunca hablaste con un forense?

—No. Lo que pasa es que no conozco a ninguno.

Los ojos de Piñeiro –azules, oscuros- se detienen en alguna observación remota.

—Pero sería bárbaro, ¿no? No podés hablar con mucha gente de cómo es un degüello.

Silencio.

—De la muerte, bah.

De la muerte. No podés, dice Piñeiro, hablar con mucha gente de la muerte.

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