martes, 26 de junio de 2012

El ojo en la tormenta


Pepe Mateos es, además de un gran fotógrafo, el autor de una secuencia que -presentada ante la justicia- expuso la responsabilidad del ex comisario Alfredo Fanchiotti y del cabo Alejandro Acosta en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. A diez años de la masacre de Avellaneda, subo esta entrevista hecha en el año 2009 para la (hermosa) revista Nuestra Mirada.




Avellaneda. La vida profesional de Pepe Mateos tiene un punto de inflexión. La del fotoperiodismo argentino, también. Pero lo curioso no es esto sino que ese quiebre –ese comienzo- sucede en ambos casos en el mismo lugar y en el mismo día negro. El 26 de junio de 2002, en un marco de crisis generalizada y durante una de las tantas protestas sociales que se venían dando, el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde decidió impedir -a cualquier precio- que un grupo piquetero cortara un puente en el partido de Avellaneda, zona sur del conurbano bonaerense. Esa intervención supuso una represión feroz que terminó con dos piqueteros asesinados a mansalva por la Policía Federal. Se llamaban Maximiliano Kosteki y Darío Santillán y contaron con un horroroso privilegio: la muerte de uno de ellos –Santillán- fue registrada por la cámara de Pepe Mateos.

Esas imágenes lívidas, caóticas –crispantes- funcionarían posteriormente como un elemento clave para establecer las responsabilidades sobre lo que terminó llamándose “la masacre de Avellaneda”. Gracias a ese documento -240 fotos incorporadas a la causa- un comisario terminó preso; el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde anticipó sus elecciones y –efecto colateral- el fotoperiodismo amaneció en su terrible esplendor. Y estableció –como nunca antes- una suerte de manifiesto sobre el carácter “real” de la imagen fotográfica.

En un bar del barrio de San Telmo, a metros de su casa, Pepe Mateos -50 años, 22 en el oficio, 18 de ellos como reportero gráfico del diario Clarín- recuerda el episodio con ademanes austeros: no hay gestos, no hay alteraciones en la voz; la economía –se verá a lo largo de la charla- opera en Pepe como una forma perfecta del pudor.

-Ese día para mí tuvo una carga tremenda. Y lo que sucedió después superó definitivamente todo lo que yo podía pensar del fotoperiodismo.

-¿Creés que la fotografía en Argentina tuvo alguna vez, antes del episodio de Avellaneda, semejante carga documental?

-Dicho así parece un poco presuntuoso… Pero bueno, es cierto que estas fotos dieron vuelta una versión y tuvieron un valor de prueba increíble. Pero ojo, no tuvo que ver conmigo. Clarín me mandó y yo estuve ahí, en ese momento. A veces se trata de estar en el momento.

-¿Cómo te afectó eso: estar en el momento?

-De una forma muy rara. Es un poco inevitable sentir una cosa de vanidad, de orgullo, incluso hasta de delirio trascendental, de pensar “por qué me tocó estar ahí”… Yo conozco muy bien la zona, estudiaba cine por ahí y en una época iba todos los días. Y sin embargo, después de ese día toda la zona parecía distinta. Me parecía grande, inmensa, como expandida. La verdad que no tengo mucha explicación interna a lo que me pasó.

-¿Te has llevado imágenes a la almohada?

-Claro. Pensé mucho en fotos que no saqué.

-¿Reprochándotelo?

-Un poco, sí. Hubo un primer plano de Kosteki que no tomé y que me persiguió bastante tiempo. No pude tomarlo. Yo sentía que lo que estaba sucediendo superaba lo fotográfico. Fotografiaba, sí. Pero a la vez estaba muy impactado por la situación.

-La cámara no era distancia suficiente.

-No, ninguna distancia. Yo estaba ahí.



Luján. La primera vez que Pepe trabajó como fotógrafo fue a sus 28 años y en la provincia de Neuquén, oeste de Argentina (adonde se había mudado temporalmente por motivos personales). Estuvo unos años en un diario local hasta que en 1992 regresó a Buenos Aires y terminó en Clarín, donde ha cubierto –desde entonces- moda, actualidad, espectáculos, en fin: todo.

Pero antes de esos 28 años hubo otra vida. Distinta.

Hijo de una familia de carpinteros (padre, abuelo, tíos dedicados siempre al mismo oficio), Pepe creció en Luján –provincia de Buenos Aires- bajo el signo de las cosas concretas. Sólo existía lo que podía crearse, abarcarse y romperse con las manos, y la cultura del esfuerzo (físico) era también una moral. Pepe trabaja desde chico. A los diez años, luego de emplearse durante un verano usó el dinero ganado para comprar su primera cámara de fotos. Era de plástico. Con ella empezó a tomar fotos esporádicas: de un puente, de su hermano.

Luego pasaron los años y Pepe trabajó en bibliotecas, casas de alfombras, tornerías. Pintó paredes. Fue obrero en una fábrica. Hasta que un día de sus veintitantos años, le pidió a su madre aquel sobre con fotos.

-Le pregunté dónde estaba ese sobre. Y me contestó: “Ah, lo tiré porque eran fotos de nada”. Fue una frase fabulosa. No la olvido. ¿Cómo convencer a mis padres de que yo sacaba fotos de “algo”? Mis comienzos con la fotografía fueron una lucha. A ciegas. Me acuerdo cuando empecé a revelar. Un sufrimiento. La primera vez que compré químicos me los vendieron vencidos, entonces yo revelaba y no aparecía nada y yo pensaba “¿qué mierda pasa?”. Tendría 18 años. Seguía en Luján. No había nadie a quien preguntarle, porque el único que sabía en el pueblo era un fotógrafo chanta que me había vendido todo vencido. Como en mi casa existía esa cosa de hacer rendir las cosas hasta el final, una vez que terminé esos químicos me compré unos nuevos y ahí sí: fue maravilloso. Salían las fotos. Yo revelaba todo el tiempo y revelando hice todo tipo de desastres. Una vez se me volcaron los químicos arriba de la cama y mi vieja casi me mata. Mucho tiempo después, cuando yo trabajaba en el diario de Neuquén, ella dijo: “Quién hubiera pensado que, con todos los desastres que hizo, iba a terminar trabajando”.

-¿Cómo hiciste para llegar a fotógrafo con ese concepto tan desmoralizante?

-Fue complejo, porque efectivamente mi origen familiar es muy concreto y acá tendríamos que hablar de la relación con el padre, ¿no? Siete años en el psicoanalista y los siete años hablando de eso –ríe-. Cuando trabajo, me resulta inevitable preguntarme por el “para qué” de las cosas. ¿Qué sentido último tiene lo que hacés, más allá de la satisfacción inmediata y personal? Sé que hay una gran negatividad en todo ese pensamiento, algo casi nihilista, de pensar “de nada sirve todo lo que haga”. Pero bueno, en ese sentido trabajar en un diario me da una justificación existencial total, que a la vez es económica y social. Saco fotos para que salgan en el diario.

-Esa justificación te tranquiliza. ¿Pero te conforma?

-Sí, porque para mí no hay grandes divisiones entre el trabajo que se hace movido por un factor económico y el que se hace movido por otra cosa. Cuando trabajo no me doy cuenta de que estoy trabajando por dinero. Para mí, el trabajo puede gustarme o no gustarme. Y lo que marca la diferencia entre lo uno y lo otro es que exista un intercambio entre las dos partes que componen el hecho fotográfico. El acto de fotografiar debe modificar algo: debe haber un roce, una fricción entre quien fotografía y el que es fotografiado, que derive en algún tipo de pérdida. Y no me refiero solamente a personas. Podés estar fotografiando un objeto aparentemente inanimado y, ahí, algo puede estar sucediendo.

Pepe Mateos en el Bar Británico, San Telmo, (c) Pablo Corral Vega / Revista Nuestra Mirada.

Buenos Aires. Las fotos que se presentan en Nuestra Mirada son, justamente, el resultado de un intercambio sensual –táctil- entre Pepe Mateos y la ciudad de Buenos Aires. La obra –compuesta por una serie de capturas hechas a lo largo de la última década- funciona a la manera de un relato cinematográfico: cada imagen parece un fotograma rescatado al azar –no hay principio ni final evidentes- e integra el rompecabezas de una ciudad volcánica. Dos ancianas esperando lo peor, un rebaño de soldados y el ominoso poder del Estado –entre tantas otras-forman parte de una historia coral signada por la fisura: en cada foto hay algo que se rompe, una máscara partida.

Pepe Mateos supo ver, en el caos de la ciudad, una verdad. Y un orden.

-Pero con estas fotos no hay ni hubo ninguna pretensión superior. Me dejo llevar por lo que veo, que no necesariamente tiene que estar diciendo “algo”. Por ejemplo, en una época trabajaba bastante de noche y me tocaba circular por lugares donde veía gente y situaciones interesantes. Entonces empecé a trabajar sobre eso. Pero cuando empecé a ser conciente de que me estaba marcando una línea de trabajo, bueno: ahí la recontra cagué.

-Casi como con los sueños: desaparecen cuando uno se da cuenta de que está soñando.

-Igual. Cada vez que pienso “quiero esto” lo arruino. Por eso admiro a gente como Marcos López, que se configura en una dirección y va hacia ahí. Con el detalle de que, además, si a Marcos lo sacás a la calle con una cámara también es muy bueno. No es un artista que corta figuritas. Marcos es un maestro de la luz, un tipo con una visión, uno de los fotógrafos más inteligentes del país.

-Alguien que va en una dirección.

-Claro. En cambio yo siento que voy y me encuentro con las cosas. Pero tampoco me quiero subestimar. Siempre hay una intención, lo difícil es hacerla conciente. Siento que ahí fracaso. Las fotos que seleccioné para Nuestra Mirada… Siento que están bien para regalársela a la gente, pero acá no hay una obra, un cuerpo de algo… Eso siento. Igual, creo que hay un mecanismo muy autodestructivo en lo que digo sobre mi trabajo. Y a la vez a mí me sirve para seguir intentando, ¿no? En lugar de dejar de hacer fotos, sigo haciéndolas y encontrándome con mi límite.

-¿Pensaste en dejar de hacer fotos alguna vez?

-Sí, cerca del 2002. Venía de un par de años de no saber qué hacer. Hacía fotos de moda y, digamos, no era malo pero no era un fotógrafo estrella. Tampoco era maravilloso haciendo actualidad. Haciendo entrevistas, menos… Es como que hago un poco bien todo, pero no tengo una cosa que digas “uy, qué bueno lo que hago”. Y en esa época todo ese pensamiento tan particular que tengo sobre mí llegó a su punto máximo. No sentía entusiasmo por nada. Entonces en el 2002 dije “voy a salir a la calle a ver qué pasa”. Porque el deseo de fotografiar no lo perdí nunca.

Y Pepe, entonces, salió a la calle. Y “lo que pasó” fue esto: la masacre de Avellaneda, Maximiliano Kostecki, Darío Santillán, las fotos -el peso furioso de las fotos en la historia política de un país- y una verdad: que algunos trabajos -como la madera- tienen límites, volumen, cuerpo. Y permanencia.

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