En pleno furor papal, en la revista Domingo del diario El Mercurio me pidieron que escribiera sobre "el barrio de Francisco". Que es también mi barrio. Esto es lo que pude decir.
Crecí en Flores, ahora conocido como «el barrio del Papa». Pasé ahí mi infancia y mi adolescencia, hasta que al
cumplir la mayoría de edad me fui a vivir sola al Centro de Buenos Aires. Tenía
varias razones para irme, pero una era ésta: vivir en Flores –en el límite
oeste de la capital- significaba estar lejos de casi todas partes. Pasar tus
días en aquel barrio, en ese entonces, cuando Jorge Bergoglio no era el Papa
Francisco sino el arzobispo coadjuntor de la Ciudad de Buenos aires, era estar siempre apartado
del mundo. Flores no era el enclave suburbano que había sido en sus inicios (el
barrio nació a mediados del siglo XIX como una zona de quintas a la que iba a
descansar la clase acomodada de Buenos Aires), pero era un territorio que, de
cara al crecimiento exponencial de la ciudad, había logrado mantener un sello
periférico.
Y la periferia no es algo que se
busque en la infancia y en la juventud. Pero es algo que, a veces, reclama su
lugar en la adultez. Volví a Flores en el año 2007, con mi marido y mi hijo,
buscando un intercambio que nos resultara justo. Estábamos dispuestos a perder
cercanía, siempre y cuando ganáramos paz. Dimos el paso. Flores era un barrio
con casas –como la nuestra-, con la posibilidad del pasto –como el nuestro- y
con vecinos a los que era posible conocer por el nombre.
Fuimos felices allí durante seis
años. Todavía lo somos. Sin embargo, desde que llegamos la vida apacible de
Flores lentamente empezó a contraerse y a dejar lugar a la furia urbana y a los
dolores sociales. La calle Ramón Falcón –donde vivo, y una de las vías que
delimitan la Basílica
de San José de Flores, en la que el Papa Francisco recibió el llamado de su
vocación- se llenó de prostitutas obligadas a un ritmo incansable, veinticuatro
horas al día, a veces a la vista de los cientos de niños que, como mi hijo,
caminan por Falcón para llegar a la escuela. Los dueños de muchas casas
murieron y dejaron sus inmuebles en una deriva que fue aprovechada por manojos
de buscavidas que ocuparon los espacios de un modo ilegal. Y el olor de las
aceras, conforme uno se va acercando a la Basílica de San José, se
vuelve una viborilla ácida: allí están los orines de los cientos de expulsados
del sistema que van a la Secretaría
Parroquial a buscar su plato de comida dos veces al día.
Por todo esto, cuando los vecinos de
Flores leemos que el barrio será un epicentro turístico («El turismo religioso
aumenta en Argentina por ‘el efecto Papa'» dice El País de España; «Haremos el
tour del Papa» dice el área de Cultos de la Ciudad de Buenos Aires, «Paquete de peregrinaje
del Papa Francisco» promete un hotel del Centro) lo primero que surge es una
mueca incrédula y amarga, pero también –en el fondo- expectante. Quizás el Papa
le dé visibilidad al barrio y, de la mano de los tours, le devuelva a la zona
la belleza que se va apagando. Quizás ese sea, para nosotros, el milagro
posible.
Pero por ahora miramos de costado.
Tratamos de ver qué tiene «el barrio del Papa» para mostrarle al mundo.
*
Son las ocho de la mañana del
miércoles 27 de marzo y dejo a mi niño en la escuela. El edificio está sobre la
misma calle en la que nació y creció Bergoglio. De un tiempo a esta parte, dar
vueltas por el barrio significa hacer este tipo de cálculos. Siempre se está
cerca de un espacio por el que en alguno de sus 76 años de vida pasó el Papa. Hay
quienes incluso saben hacer dinero con eso. El Rooney’s Boutique Hotel (en el
centro porteño) cobra casi 800 dólares por un combo turístico que incluye
–entre otras cosas- una visita «al barrio obrero de Flores» y «un paseo por las
villas miseria de la capital a las que Bergoglio solía visitar con frecuencia
en su papel de arzobispo».
El Gobierno de la Ciudad también está planificando
recorridos, aunque el circuito será gratuito y el planteo –espero- será menos
canalla. Flores, por tramos, es –contra lo que diga cualquier hotel boutique-
mucho más que un barrio obrero y miserable. Sólo es cuestión de caminar.
Antes de volver a casa voy hasta
Membrillar 531: el hogar donde Bergoglio nació y vivió hasta los catorce años. La
mañana avanza. La gente saca a pasear a sus perros. El sol se filtra entre las
copas de los tilos –en primavera y verano el perfume de los árboles bulle con
fuerza- y lentamente empiezan a crecer los golpeteos de las obras en
construcción.
Con la llegada del subte al barrio
(el subte Línea A, que une Flores con el Arzobispado de Buenos Aires y que era
tomado por Bergoglio: hay fotos suyas en los vagones), llegó también
la especulación inmobiliaria. Algunas calles de la zona están brotadas de
edificios en ciernes. El caserón de la calle Segurola donde creció mi amiga Gabriela
Comte –hoy editora de Alfaguara- y durante décadas funcionó el tradicional bar La Subasta , hoy está
transformado en un –así los llaman- «edificio de categoría». En diagonal a mi
casa había un complejo de canchas de paddle que dos años atrás fue demolido y convertido
en una torre de departamentos que se inaugurará a fin de año. Todo, en fin,
está siendo arrasado para dar lugar a desmedidas construcciones que llenan el
barrio de preguntas: sin tendido eléctrico ni red cloacal que acompañen este
auge, nadie sabe qué pasará cuando los edificios empiecen a funcionar a tope.
Por lo pronto, el reducto de Flores en el que nació y
pasó su infancia el Papa Francisco –ubicado entre la avenida Directorio y la
autopista 25 de Mayo- es uno de los pocos de la zona que, hasta el momento, se
salvan de los edificios. Se trata de una franja de casas cuidadas que están
lejos de
Estas cuadras fueron recorridas
durante días por una procesión de medios y ciudadanos que venían de todo
el mundo para mostrar y conocer «la casa del Papa». En rigor, la construcción –que
podría ser declarada «sitio histórico» en un futuro inmediato- tiene una
notable falta de ángel. Hay un amplio balcón sin adornos ni plantas, una
entrada de garage, una ventana y un ingreso principal. Todo, además, está
cubierto por rejas.
Las rejas son una marca común a todo
el barrio. Flores –puntualmente este enclave de manzanas tan bonitas- está
ubicado en el medio de dos puntos conflictivos de la zona. Hacia el norte
–frente a la
Basílica de San José- está la plaza Flores, a la que llega
una infinidad de colectivos de toda la ciudad trayendo trabajadores, pero
también gente que viene a la zona con otros fines. Desde Plaza Flores, a su
vez, salen ómnibus en dirección a la villa del Bajo Flores, donde –entre otras actividades-
se distribuye parte de la droga que circula por la capital. La villa del Bajo
Flores queda a un kilómetro de la casa de infancia del Papa. Y eso hace que las
construcciones de esa franja –en la margen sur del barrio- sean hermosas, pero formen
parte de un corredor complicado que obliga a parapetarse tras las rejas.
Detrás de las rejas de Membrillar
531, pegadas a las celosías de una persiana de madera, hay dos afiches en papel
A4. Uno muestra el rostro de Francisco y otro tiene un mensaje: «Por favor, las
ofrendas u homenajes que se efectúen en honor al Santo Padre Francisco dejarlas
en la Parroquia Santa
Francisca Javier Cabrini». Algunos dejan sus votos acá cerca, a cincuenta
metros de la casa, en una parroquia pequeña que se pierde entre las casas del
barrio. Y otros los dejan en la Basílica San
José de Flores, que queda a ocho cuadras de distancia.
En el medio de ese crecimiento se
levantó la Basílica ,
que fue inaugurada en 1883. La iglesia es una construcción imponente y sombría,
ubicada de cara a la Plaza Flores.
Para llegar hasta allí desde la que fuera la casa del Papa sólo hay que cruzar
la plaza Herminia Brumana -un rectángulo insignificante con muy pocos juegos,
en los que dicen que jugaba al fútbol Bergoglio-, tomar la calle Varela (en el
358 está la escuela estatal Antonio Cerviño, donde Bergoglio cursó la primaria)
y doblar por Falcón, una de las calles que delimitan la Basílica.
Camino. La acera está llena de hojas
de otoño y el sol todavía está bajo: lastima los ojos como una agujilla fina que
despunta el día. En la parte trasera de la iglesia, sobre Falcón, hay varias
decenas de personas esperando ingresar para tener su desayuno. Son desclasados,
lúmpenes; gente caída en los abismos de una pobreza irreversible. «Vengan a mí
todos los que están cansados y agobiados» dice un afiche pegado a la Basílica. Y todos van.
Bergoglio –aún en las últimas
décadas, cuando vivía en el Arzobispado porteño- conocía este mundo. No sólo
porque creció acá, sino porque a lo largo de los años fue viendo –mediante las
visitas- cómo el barrio había ganado la forma del dolor social. Por eso, se
puede pensar, y no sólo por haber pasado aquí la infancia, venía Bergoglio a Flores.
En general llegaba hasta aquí en subte -en unas hermosas formaciones de 1930
que acaban de ser reemplazadas por vagones más seguros y eficaces- y hacía sus
escalas en distintas áreas del barrio. Una de ellas era el Parque Avellaneda,
una zona popular y lindera a Flores donde trabaja la Fundación La Alameda, una
organización no gubernamental dedicada a combatir el trabajo esclavo. Y la otra
era la Basílica.
Rodeo la iglesia caminando por el
pasaje Salala, una de las peatonales que contornean el edificio. El paseo hasta
llegar al frontis, ubicado en la avenida Rivadavia, sucede en dos planos. Por
un lado está la prolijidad del suelo de adoquines recién baldeados. Y por otro
está el olor. Si bien todo fue limpiado muy temprano en la mañana, de los
rincones del suelo mana el olor ácido de las descargas humanas de los últimos ya
no días: años. Me pongo un pañuelo en la nariz y apuro el paso. Hasta que llego
finalmente a Rivadavia.
Aquí, de frente a la avenida, están
el bullicio del tránsito, los ómnibus, los taxis, el apuro, las palomas
frenéticas picoteando panes hundidos en charcos de agua inmunda. Pero adentro –una
vez que se ingresa a la
Basílica- lo que sobreviene es una larga y necesaria calma. Algunas
personas circulan y se detienen ante las imágenes de la Virgen , de los Santos y de
Cristo. Otras se hincan para rezar. Y otras se arrodillan en algún confesionario
y hablan del mismo modo en que, a los veintiún años, habrá hablado Bergoglio.
Fue en uno de estos cubículos donde el Papa conversó con un cura y decidió
hacerse sacerdote. El lugar rezuma silencio y paz. Una mujer le habla en
murmullos a San Cayetano. Otra abre una Biblia y reza. Cinco ancianas siguen a
esta última mujer en su oración. Una de ellas se recorre el rostro, los hombros
y el pecho con las manos, pero no se toca a sí misma: parece acariciar una
presencia.
Miro todo de pie, inmóvil. Y
recuerdo esa frase de Thom Yorke: «Hay que
construir vacíos en la vida. Pausas. Pausas reales». Quizás este lugar
sirva también para eso.
Salgo de la Basílica y quedo de cara a la
Plaza San José. Algunos meses atrás –antes
de la noticia del Papa- la plaza fue «puesta en valor» por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por
lo que se la ve cuidada, pletórica de árboles, limpia. Son las nueve de la
mañana y por la plaza caminan los obreros con sus bolsos. Bajan de la estación
de tren de Flores y apuran el paso rumbo a sus trabajos. Aunque hay en la plaza
una boca de subterráneo, nadie circula por ella. La boca está clausurada y
junta mugre. La estación de subte todavía no está habilitada por pujas
políticas entre el Gobierno de la
Ciudad y el Gobierno Nacional, de tendencias partidarias
opuestas. En el medio de todo esto está la gente. Y la gente viaja como puede. En
septiembre de 2011, doce meses antes de la ya famosa tragedia de Once –en la
que murieron 52 personas en un accidente de tren- sucedió a dos cuadras de esta
plaza lo que ahora se entiende como un anticipo de ese desastre ulterior. Cansado
de una barrera que no se levantaba nunca (uno de los problemas de tránsito más
insoportables del barrio) un colectivero de la línea 92, a la cabeza de una unidad
desbordante de gente que llegaba tarde a sus trabajos, burló la valla, cruzó la
vía del tren y provocó una catástrofe. Murieron once personas y hubo más de
doscientos heridos. Fue a las seis y media de la mañana: hora de trabajar.
*
Un rato después, a las diez de la
mañana, la gente ya está en sus tareas y la plaza empieza a bajar el pulso. Busco
un bar donde desayunar. En Flores no hay boliches modernos ni restós con esa
chispa vintage de Palermo. Lo más parecido a eso es La Farmacia -un bodegón
antiguo y restaurado en Directorio y Lautaro, a cinco cuadras de la antigua casa
del Papa- y son los bistrós pequeños ubicados frente a la bella Plaza Irlanda,
casi en el límite con el barrio de Caballito. Pero en el centro de Flores no
hay, exactamente, magia creativa. Sólo hay bares de gallegos que crecieron en
la década de 1990 y que saben hacer las cosas sin garbo pero con eficiencia. El
café sabe a café, la pizza sabe a pizza, y así con todo. Eso a veces alcanza.
Los bares quedan dentro de la franja
comercial del barrio: quinientos metros delimitados hacia el oeste por la Plaza y hacia el este por la
avenida Carabobo, otra de las arterias más importantes de Flores. Termino un
café y camino hasta la avenida. Días atrás, el gobierno de la ciudad propuso
que Carabobo pasara a llamarse, en breve, Avenida Papa Francisco. Y dijo que si
no era Carabobo pues entonces podía ser Membrillar. De todas formas, a todos pareció
darles igual una cosa que otra. Desde el pasado 13 de marzo de 2013 –cuando
Bergoglio fue proclamado Sumo Pontífice- un viento de conformismo y fe empezó a
ganar los ánimos de muchos argentinos. Si bien sólo el 25 por ciento de la
población nacional asiste a ceremonias religiosas, un aire devoto recorre las
calles con euforia.
Mientras miro la avenida Carabobo y
trato de imaginar cómo será el futuro, recuerdo –a propósito de todo esto- el
libro El viento que arrasa; una
novela extraordinaria de una narradora argentina llamada Selva Almada en la que
se cuenta la historia de un pastor que viaja por el interior del país y en la
que se habla de la fe de un modo agudo y vibrante. «Ustedes ya tienen un padre
y ese padre es Dios. Ustedes ya tienen un amigo y ese amigo es Cristo. Todo lo
demás son palabras. Palabras que se lleva el viento» dice el libro en uno de
sus tramos.
7 comentarios:
Y....brillante. Pero, ¿decirle "brillante" a Licitra es recomendable? Qué se le dice a un cronista que está entre los mejores de latinoamérica?
No conozco Flores. Pero con este relato casi que pude verlo, imaginarme su modo, recrear sus escenas. Gracias por compartirlo
señora:
buena su pluma.
muy orsai.
y es un elogio, porsi no lo parece.
solo recreo flores, o puede con otros barrios?
espero que si.
chau.
cassandra
Buenísimo el artículo Josefina. Leí tu libro ´Los otros´, después tu artículo ´Pollitas en fuga´, voy a comprar ¨Los imprudentes´en Tematika, via Internet, y ahora descubrí tu blog. Sos realmente brillante y llegás a la gente.
Curioso... Vivo en Flores para vivir "cerca" de todo. Antes vivía en Lanús.
Eso si que es estar lejos.
Yo estoy más tirado para el bajo y aquí el peor flajelo son los Walkers. Unos extraños entes que caminan por el barrio, saliendo de la villa, pasando por el barrio y llegando a la Plaza para subirse al tren y volver a su casa, luego de comprar su preciada mercancía.
Mercancia que los convierte en entes vagantes sin sentido alguno. Por la puerta de casa pasa el 76, que tengo que tomar varias veces para llegar a Pompeya y de ahí llegar a Lanús. Subir a ese colectivo junto con ellos es toda una aventura.
El barrio es lindo. Calido. Aún permanece en él el clima de lo que debe haber sido hace un tiempo atrás. La casa es amplia, calida, tiene jardín y terraza, pero es de las pocas que quedan en la casa. Las demás, no se convirtieron en imponentes edificios, sino en talleres ilegales de costuras.
Muchas gracias a todos (Y vos, Moti, sos un amor -no se me ocurre qué otra cosa decir).
Leo, gracias también por tu impresión sobre el barrio. "Lejos" y "cerca" son, sin duda, categorías muy, muy relativas. Y lo de los talleres clandestinos es cierto. "Walkers", así llaman a los zombies en la serie Walking Dead. Calculo que has visto la serie.
Abrazo.
Estimados todos, cómo les va? excelente el texto. les escribo porq estoy colaborando con una publicación de la Universidad Nacional de La Plata, una revista periodística que se llama Maíz. y también me pidieron un registro del "barrio del papa" pero en imágenes. alguno de ustedes que son de allí podrían ayudarme y decirme por donde buscar? muchas gracias!! un saludo
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