jueves, 11 de abril de 2013

El barrio y el viento



En pleno furor papal, en la revista Domingo del diario El Mercurio me pidieron que escribiera sobre "el barrio de Francisco". Que es también mi barrio. Esto es lo que pude decir.


Crecí en Flores, ahora conocido como «el barrio del Papa». Pasé ahí mi infancia y mi adolescencia, hasta que al cumplir la mayoría de edad me fui a vivir sola al Centro de Buenos Aires. Tenía varias razones para irme, pero una era ésta: vivir en Flores –en el límite oeste de la capital- significaba estar lejos de casi todas partes. Pasar tus días en aquel barrio, en ese entonces, cuando Jorge Bergoglio no era el Papa Francisco sino el arzobispo coadjuntor de la Ciudad de Buenos aires, era estar siempre apartado del mundo. Flores no era el enclave suburbano que había sido en sus inicios (el barrio nació a mediados del siglo XIX como una zona de quintas a la que iba a descansar la clase acomodada de Buenos Aires), pero era un territorio que, de cara al crecimiento exponencial de la ciudad, había logrado mantener un sello periférico.
Y la periferia no es algo que se busque en la infancia y en la juventud. Pero es algo que, a veces, reclama su lugar en la adultez. Volví a Flores en el año 2007, con mi marido y mi hijo, buscando un intercambio que nos resultara justo. Estábamos dispuestos a perder cercanía, siempre y cuando ganáramos paz. Dimos el paso. Flores era un barrio con casas –como la nuestra-, con la posibilidad del pasto –como el nuestro- y con vecinos a los que era posible conocer por el nombre.
Fuimos felices allí durante seis años. Todavía lo somos. Sin embargo, desde que llegamos la vida apacible de Flores lentamente empezó a contraerse y a dejar lugar a la furia urbana y a los dolores sociales. La calle Ramón Falcón –donde vivo, y una de las vías que delimitan la Basílica de San José de Flores, en la que el Papa Francisco recibió el llamado de su vocación- se llenó de prostitutas obligadas a un ritmo incansable, veinticuatro horas al día, a veces a la vista de los cientos de niños que, como mi hijo, caminan por Falcón para llegar a la escuela. Los dueños de muchas casas murieron y dejaron sus inmuebles en una deriva que fue aprovechada por manojos de buscavidas que ocuparon los espacios de un modo ilegal. Y el olor de las aceras, conforme uno se va acercando a la Basílica de San José, se vuelve una viborilla ácida: allí están los orines de los cientos de expulsados del sistema que van a la Secretaría Parroquial a buscar su plato de comida dos veces al día.
Por todo esto, cuando los vecinos de Flores leemos que el barrio será un epicentro turístico («El turismo religioso aumenta en Argentina por ‘el efecto Papa'» dice El País de España; «Haremos el tour del Papa» dice el área de Cultos de la Ciudad de Buenos Aires, «Paquete de peregrinaje del Papa Francisco» promete un hotel del Centro) lo primero que surge es una mueca incrédula y amarga, pero también –en el fondo- expectante. Quizás el Papa le dé visibilidad al barrio y, de la mano de los tours, le devuelva a la zona la belleza que se va apagando. Quizás ese sea, para nosotros, el milagro posible.
Pero por ahora miramos de costado. Tratamos de ver qué tiene «el barrio del Papa» para mostrarle al mundo.


*
Son las ocho de la mañana del miércoles 27 de marzo y dejo a mi niño en la escuela. El edificio está sobre la misma calle en la que nació y creció Bergoglio. De un tiempo a esta parte, dar vueltas por el barrio significa hacer este tipo de cálculos. Siempre se está cerca de un espacio por el que en alguno de sus 76 años de vida pasó el Papa. Hay quienes incluso saben hacer dinero con eso. El Rooney’s Boutique Hotel (en el centro porteño) cobra casi 800 dólares por un combo turístico que incluye –entre otras cosas- una visita «al barrio obrero de Flores» y «un paseo por las villas miseria de la capital a las que Bergoglio solía visitar con frecuencia en su papel de arzobispo».
El Gobierno de la Ciudad también está planificando recorridos, aunque el circuito será gratuito y el planteo –espero- será menos canalla. Flores, por tramos, es –contra lo que diga cualquier hotel boutique- mucho más que un barrio obrero y miserable. Sólo es cuestión de caminar.
Antes de volver a casa voy hasta Membrillar 531: el hogar donde Bergoglio nació y vivió hasta los catorce años. La mañana avanza. La gente saca a pasear a sus perros. El sol se filtra entre las copas de los tilos –en primavera y verano el perfume de los árboles bulle con fuerza- y lentamente empiezan a crecer los golpeteos de las obras en construcción.
Con la llegada del subte al barrio (el subte Línea A, que une Flores con el Arzobispado de Buenos Aires y que era tomado por Bergoglio: hay fotos suyas en los vagones), llegó también la especulación inmobiliaria. Algunas calles de la zona están brotadas de edificios en ciernes. El caserón de la calle Segurola donde creció mi amiga Gabriela Comte –hoy editora de Alfaguara- y durante décadas funcionó el tradicional bar La Subasta, hoy está transformado en un –así los llaman- «edificio de categoría». En diagonal a mi casa había un complejo de canchas de paddle que dos años atrás fue demolido y convertido en una torre de departamentos que se inaugurará a fin de año. Todo, en fin, está siendo arrasado para dar lugar a desmedidas construcciones que llenan el barrio de preguntas: sin tendido eléctrico ni red cloacal que acompañen este auge, nadie sabe qué pasará cuando los edificios empiecen a funcionar a tope.
Por lo pronto, el reducto de Flores en el que nació y pasó su infancia el Papa Francisco –ubicado entre la avenida Directorio y la autopista 25 de Mayo- es uno de los pocos de la zona que, hasta el momento, se salvan de los edificios. Se trata de una franja de casas cuidadas que están lejos de la Avenida Rivadavia –la arteria principal del barrio- y que, por una ordenanza municipal, están impedidas de levantar grandes alturas.
Estas cuadras fueron recorridas durante días por una procesión de medios y ciudadanos que venían de todo el mundo para mostrar y conocer «la casa del Papa». En rigor, la construcción –que podría ser declarada «sitio histórico» en un futuro inmediato- tiene una notable falta de ángel. Hay un amplio balcón sin adornos ni plantas, una entrada de garage, una ventana y un ingreso principal. Todo, además, está cubierto por rejas.
Las rejas son una marca común a todo el barrio. Flores –puntualmente este enclave de manzanas tan bonitas- está ubicado en el medio de dos puntos conflictivos de la zona. Hacia el norte –frente a la Basílica de San José- está la plaza Flores, a la que llega una infinidad de colectivos de toda la ciudad trayendo trabajadores, pero también gente que viene a la zona con otros fines. Desde Plaza Flores, a su vez, salen ómnibus en dirección a la villa del Bajo Flores, donde –entre otras actividades- se distribuye parte de la droga que circula por la capital. La villa del Bajo Flores queda a un kilómetro de la casa de infancia del Papa. Y eso hace que las construcciones de esa franja –en la margen sur del barrio- sean hermosas, pero formen parte de un corredor complicado que obliga a parapetarse tras las rejas.
Detrás de las rejas de Membrillar 531, pegadas a las celosías de una persiana de madera, hay dos afiches en papel A4. Uno muestra el rostro de Francisco y otro tiene un mensaje: «Por favor, las ofrendas u homenajes que se efectúen en honor al Santo Padre Francisco dejarlas en la Parroquia Santa Francisca Javier Cabrini». Algunos dejan sus votos acá cerca, a cincuenta metros de la casa, en una parroquia pequeña que se pierde entre las casas del barrio. Y otros los dejan en la Basílica San José de Flores, que queda a ocho cuadras de distancia.


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La Basílica se alzó a fines del siglo XIX, varias décadas después del nacimiento del barrio. Según registros oficiales, todo lo que hoy se llama «Flores» fue alguna vez propiedad de un tal Ramón Francisco Flores, quien heredó estas parcelas a comienzos del 1800 y estableció el nacimiento de un pueblo llamado «La tierra de Flores». En 1806, don Flores donó una manzana para la iglesia -lo que dio origen al curato de San José de Flores-, otra para la plaza y algunas más para las dependencias públicas. El resto fue fraccionado en lotes que empezaron a venderse hacia 1808 y que se expandían a los lados del llamado Camino Real (hoy la avenida Rivadavia). ¿Quiénes compraban? Familias adineradas que veían en Flores un punto estratégico. Ahí se podía descansar para luego seguir, setenta kilómetros más hacia el oeste, hasta llegar a la Basílica de Luján, un destino magnético –aún hoy- para los creyentes de fe católica.
En el medio de ese crecimiento se levantó la Basílica, que fue inaugurada en 1883. La iglesia es una construcción imponente y sombría, ubicada de cara a la Plaza Flores. Para llegar hasta allí desde la que fuera la casa del Papa sólo hay que cruzar la plaza Herminia Brumana -un rectángulo insignificante con muy pocos juegos, en los que dicen que jugaba al fútbol Bergoglio-, tomar la calle Varela (en el 358 está la escuela estatal Antonio Cerviño, donde Bergoglio cursó la primaria) y doblar por Falcón, una de las calles que delimitan la Basílica.
Camino. La acera está llena de hojas de otoño y el sol todavía está bajo: lastima los ojos como una agujilla fina que despunta el día. En la parte trasera de la iglesia, sobre Falcón, hay varias decenas de personas esperando ingresar para tener su desayuno. Son desclasados, lúmpenes; gente caída en los abismos de una pobreza irreversible. «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados» dice un afiche pegado a la Basílica. Y todos van.
Bergoglio –aún en las últimas décadas, cuando vivía en el Arzobispado porteño- conocía este mundo. No sólo porque creció acá, sino porque a lo largo de los años fue viendo –mediante las visitas- cómo el barrio había ganado la forma del dolor social. Por eso, se puede pensar, y no sólo por haber pasado aquí la infancia, venía Bergoglio a Flores. En general llegaba hasta aquí en subte -en unas hermosas formaciones de 1930 que acaban de ser reemplazadas por vagones más seguros y eficaces- y hacía sus escalas en distintas áreas del barrio. Una de ellas era el Parque Avellaneda, una zona popular y lindera a Flores donde trabaja la Fundación La Alameda, una organización no gubernamental dedicada a combatir el trabajo esclavo. Y la otra era la Basílica.
Rodeo la iglesia caminando por el pasaje Salala, una de las peatonales que contornean el edificio. El paseo hasta llegar al frontis, ubicado en la avenida Rivadavia, sucede en dos planos. Por un lado está la prolijidad del suelo de adoquines recién baldeados. Y por otro está el olor. Si bien todo fue limpiado muy temprano en la mañana, de los rincones del suelo mana el olor ácido de las descargas humanas de los últimos ya no días: años. Me pongo un pañuelo en la nariz y apuro el paso. Hasta que llego finalmente a Rivadavia.
Aquí, de frente a la avenida, están el bullicio del tránsito, los ómnibus, los taxis, el apuro, las palomas frenéticas picoteando panes hundidos en charcos de agua inmunda. Pero adentro –una vez que se ingresa a la Basílica- lo que sobreviene es una larga y necesaria calma. Algunas personas circulan y se detienen ante las imágenes de la Virgen, de los Santos y de Cristo. Otras se hincan para rezar. Y otras se arrodillan en algún confesionario y hablan del mismo modo en que, a los veintiún años, habrá hablado Bergoglio. Fue en uno de estos cubículos donde el Papa conversó con un cura y decidió hacerse sacerdote. El lugar rezuma silencio y paz. Una mujer le habla en murmullos a San Cayetano. Otra abre una Biblia y reza. Cinco ancianas siguen a esta última mujer en su oración. Una de ellas se recorre el rostro, los hombros y el pecho con las manos, pero no se toca a sí misma: parece acariciar una presencia.
Miro todo de pie, inmóvil. Y recuerdo esa frase de Thom Yorke: «Hay que construir vacíos en la vida. Pausas. Pausas reales». Quizás este lugar sirva también para eso.
Salgo de la Basílica y quedo de cara a la Plaza San José. Algunos meses atrás –antes de la noticia del Papa- la plaza fue «puesta en valor» por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por lo que se la ve cuidada, pletórica de árboles, limpia. Son las nueve de la mañana y por la plaza caminan los obreros con sus bolsos. Bajan de la estación de tren de Flores y apuran el paso rumbo a sus trabajos. Aunque hay en la plaza una boca de subterráneo, nadie circula por ella. La boca está clausurada y junta mugre. La estación de subte todavía no está habilitada por pujas políticas entre el Gobierno de la Ciudad y el Gobierno Nacional, de tendencias partidarias opuestas. En el medio de todo esto está la gente. Y la gente viaja como puede. En septiembre de 2011, doce meses antes de la ya famosa tragedia de Once –en la que murieron 52 personas en un accidente de tren- sucedió a dos cuadras de esta plaza lo que ahora se entiende como un anticipo de ese desastre ulterior. Cansado de una barrera que no se levantaba nunca (uno de los problemas de tránsito más insoportables del barrio) un colectivero de la línea 92, a la cabeza de una unidad desbordante de gente que llegaba tarde a sus trabajos, burló la valla, cruzó la vía del tren y provocó una catástrofe. Murieron once personas y hubo más de doscientos heridos. Fue a las seis y media de la mañana: hora de trabajar.


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Un rato después, a las diez de la mañana, la gente ya está en sus tareas y la plaza empieza a bajar el pulso. Busco un bar donde desayunar. En Flores no hay boliches modernos ni restós con esa chispa vintage de Palermo. Lo más parecido a eso es La Farmacia -un bodegón antiguo y restaurado en Directorio y Lautaro, a cinco cuadras de la antigua casa del Papa- y son los bistrós pequeños ubicados frente a la bella Plaza Irlanda, casi en el límite con el barrio de Caballito. Pero en el centro de Flores no hay, exactamente, magia creativa. Sólo hay bares de gallegos que crecieron en la década de 1990 y que saben hacer las cosas sin garbo pero con eficiencia. El café sabe a café, la pizza sabe a pizza, y así con todo. Eso a veces alcanza.
Los bares quedan dentro de la franja comercial del barrio: quinientos metros delimitados hacia el oeste por la Plaza y hacia el este por la avenida Carabobo, otra de las arterias más importantes de Flores. Termino un café y camino hasta la avenida. Días atrás, el gobierno de la ciudad propuso que Carabobo pasara a llamarse, en breve, Avenida Papa Francisco. Y dijo que si no era Carabobo pues entonces podía ser Membrillar. De todas formas, a todos pareció darles igual una cosa que otra. Desde el pasado 13 de marzo de 2013 –cuando Bergoglio fue proclamado Sumo Pontífice- un viento de conformismo y fe empezó a ganar los ánimos de muchos argentinos. Si bien sólo el 25 por ciento de la población nacional asiste a ceremonias religiosas, un aire devoto recorre las calles con euforia.
Mientras miro la avenida Carabobo y trato de imaginar cómo será el futuro, recuerdo –a propósito de todo esto- el libro El viento que arrasa; una novela extraordinaria de una narradora argentina llamada Selva Almada en la que se cuenta la historia de un pastor que viaja por el interior del país y en la que se habla de la fe de un modo agudo y vibrante. «Ustedes ya tienen un padre y ese padre es Dios. Ustedes ya tienen un amigo y ese amigo es Cristo. Todo lo demás son palabras. Palabras que se lleva el viento» dice el libro en uno de sus tramos.
Pienso en esta parte –la de las palabras-, de pie en una esquina signada por ajetreos, comercios y edificios nuevos. Y me pregunto, cuando pase el viento, qué será de nosotros.

7 comentarios:

G.F.M. dijo...

Y....brillante. Pero, ¿decirle "brillante" a Licitra es recomendable? Qué se le dice a un cronista que está entre los mejores de latinoamérica?

Flor dijo...

No conozco Flores. Pero con este relato casi que pude verlo, imaginarme su modo, recrear sus escenas. Gracias por compartirlo

cassandra_dixit dijo...

señora:
buena su pluma.
muy orsai.
y es un elogio, porsi no lo parece.
solo recreo flores, o puede con otros barrios?
espero que si.
chau.
cassandra

Moti dijo...

Buenísimo el artículo Josefina. Leí tu libro ´Los otros´, después tu artículo ´Pollitas en fuga´, voy a comprar ¨Los imprudentes´en Tematika, via Internet, y ahora descubrí tu blog. Sos realmente brillante y llegás a la gente.

Leo dijo...

Curioso... Vivo en Flores para vivir "cerca" de todo. Antes vivía en Lanús.

Eso si que es estar lejos.

Yo estoy más tirado para el bajo y aquí el peor flajelo son los Walkers. Unos extraños entes que caminan por el barrio, saliendo de la villa, pasando por el barrio y llegando a la Plaza para subirse al tren y volver a su casa, luego de comprar su preciada mercancía.

Mercancia que los convierte en entes vagantes sin sentido alguno. Por la puerta de casa pasa el 76, que tengo que tomar varias veces para llegar a Pompeya y de ahí llegar a Lanús. Subir a ese colectivo junto con ellos es toda una aventura.

El barrio es lindo. Calido. Aún permanece en él el clima de lo que debe haber sido hace un tiempo atrás. La casa es amplia, calida, tiene jardín y terraza, pero es de las pocas que quedan en la casa. Las demás, no se convirtieron en imponentes edificios, sino en talleres ilegales de costuras.

Li dijo...

Muchas gracias a todos (Y vos, Moti, sos un amor -no se me ocurre qué otra cosa decir).
Leo, gracias también por tu impresión sobre el barrio. "Lejos" y "cerca" son, sin duda, categorías muy, muy relativas. Y lo de los talleres clandestinos es cierto. "Walkers", así llaman a los zombies en la serie Walking Dead. Calculo que has visto la serie.
Abrazo.

Unknown dijo...

Estimados todos, cómo les va? excelente el texto. les escribo porq estoy colaborando con una publicación de la Universidad Nacional de La Plata, una revista periodística que se llama Maíz. y también me pidieron un registro del "barrio del papa" pero en imágenes. alguno de ustedes que son de allí podrían ayudarme y decirme por donde buscar? muchas gracias!! un saludo