Muriel decide comprar un limonero. Camina un kilómetro hasta el vivero para elegir y llevarse la planta. Se queda con la única que tiene un limón colgando: es esmirriada pero tiene garantías. Paga. Un empleado lleva el limonero a la calle. Muriel queda de pie con el árbol a su lado y espera un taxi. Algunos pasan de largo hasta que uno finalmente se detiene.
—¿Y cómo pensás hacer? —dice el hombre, con un rictus de burla. Muriel lo mira como si estuviera midiendo algo. Le ofrece más dinero del habitual y le dice que va a meter la planta de costado, con las ramas saliendo por la ventanilla baja. El conductor acepta de mala gana; ella acomoda todo y arrancan. El auto va a buena velocidad por una calle empedrada. Muriel mira por la ventanilla: el único limón salta enloquecido y en cualquier momento se desprenderá del tallo. Saca la mano y lo sostiene. Viaja diez minutos con la mano afuera sosteniendo el limón como si fuera la llama olímpica, pero sin fuego.
Llega a destino con un dolor en el brazo. Baja la planta como puede y la arrastra por la casa hasta el jardín. La deja. Enciende un cigarro y sube la escalera hasta su escritorio. Debe trabajar. Empieza a corregir un manuscrito de autoayuda titulado Desapegarse sin anestesia, pero deja un signo de interrogación en torno a la palabra «sin» y pasa a otra cosa. Ve televisión todo el día hasta quedarse dormida.
A la mañana siguiente desayuna, toma una pala, camina hasta el fondo y empieza a cavar con fuerza. Lo hace durante media hora; no luce cansada. Mientras cava encuentra las raíces gordas y blancas de una rosa china que alguna vez tuvo, y que hubo que sacar. Ve gusanos, lombrices y arañas. Parece pensar en sí misma. Hacer un pozo es como subir una montaña.
Después deja todo abierto y vuelve a trabajar. Quita el signo de interrogación en torno a la palabra «sin». También hace otras cosas. Atiende el llamado de su hermana.
—Compré el limonero —le dice.
—¿Voy?
Muriel responde que no. Corta y mira el jardín por la ventana: el césped está dispuesto como esas doncellas que esperan al rey en la cama. Muriel se sienta en una escalera externa –la que va al escritorio- enciende un cigarro y ve el atardecer. El cielo está lleno de edificios: parece el horizonte de un juego de tetris. Aunque no hay colores. Ya es la noche.
Muriel baja a oscuras hasta la biblioteca, enciende una luz y toma el cofre. Está apoyado sobre unos libros de fotografía de tonos vibrantes. El cofre es de una madera barata y liviana. Lo sostiene con la mano; podría sostenerlo con un dedo. La fragilidad de esa cosa la hace temblar.
Veinte días atrás Muriel vio a su gata respirar con dificultad. Cada exhalación era como un fuelle que cerraba sus pliegues para siempre. La metió en un bolso y la llevó a la veterinaria. Cuando la sacó y la acomodó en la camilla la cara de la gata estaba deformada: era el rictus de un animal desahuciado. Babeaba. Le pusieron oxígeno y le dieron inyecciones, quién sabe de qué. Pero no funcionó. Unos minutos después la gata empezó a retorcerse enloquecida y a querer quitarse la máscara. Clavó las uñas en la mano de la veterinaria.
—¡Tómela fuerte! —gritó la mujer— ¡Se está ahogando!
Muriel no entendió. Estaba aturdida. Tomó a la gata con fuerza pero encontró un animal de ojos secos que había dejado de pelear. ¿Había muerto? Se llamaba Cati: el nombre más tonto del Universo.
Muriel había conocido a Cati diecisiete años atrás. Ella —Muriel— tenía veintiuno, vivía sola y no quería llegar a su casa y que no hubiera nadie para recibirla. El primer día que se vieron Cati tenía una pulga caminándole por la frente. Muriel la limpió, la vacunó, la alimentó. Vivió con ella durante dos convivencias, dos separaciones y tres noviazgos frustrados. A Muriel le gustaba decir que Cati y ella habían vivido nueve vidas juntas. Pero pasados los treinta años ese chiste le provocaba tristeza.
—Cati —dijo Muriel frente a la camilla. La soltó lentamente, con estupor. Se sentó en una silla y se miró las manos.
—Hay que resolver lo del cuerpito —escuchó. Muriel alzó la cabeza. La veterinaria tenía los dientes rubios de nicotina; movía la boca. —Quiero decir: podés dejarla acá y nos encargamos nosotros, podés llevarla en una bolsa o podés cremarla.
No iba a dejarla ahí. Tampoco iba a cargar el peso de su gata muerta. Eligió cremarla.
—¿Querés las cenizas o las dejás allá? Es un tema de precio, viste.
¿«Allá»? Muriel firmó y pagó para que le llevaran las cenizas a la casa. Se despidió de la veterinaria sin tocarla y se fue con el bolso vacío en una mano. Lloró, tomó un diazepam, durmió. Al día siguiente se sentó a trabajar. Desapegarse sin anestesia. Puso un signo de interrogación sobre la palabra «desapegarse» y se fue a fumar a la escalera. Las cenizas no llegaban. Tampoco llegaron el día posterior. Al tercer día Muriel llamó a la veterinaria y le explicaron que ellos subcontrataban el servicio. Le dieron el teléfono de la empresa encargada de las cremaciones de mascotas. Muriel llamó y la atendió un hombre de voz áspera, humeante.
—Esto no es en el acto, señora. Acá el trámite toma entre diez y veinticinco días.
—Dónde está mi gata.
—Está con nosotros.
Muriel se largó a llorar. Volvió a preguntar dónde estaba su gata y le hablaron de cámaras frigoríficas. Muriel imaginó a Cati congelada o pudriéndose en una bolsa de plástico oscuro.
—Esto es una estafa —gritó. Luego cortó y se quedó mirando el teléfono.
Tomó otro diazepam. Durmió. Soñó que quedaba encerrada en un galpón con gente y que alguien le decía «¿es tu primera vez en Auschwitz?». Se despertó sobresaltada. Alguien estaba tocando el timbre. Llovía. Muriel abrió en piyama. Un hombre bajó de una camioneta y desde adentro del impermeable estiró los brazos y habló.
—Las cenicitas —dijo.
Ella recibió el cofre, entró a la casa y se quedó de pie en el salón. No sabía qué hacer con eso. Lo puso en la biblioteca, donde quedó varios días. Luego compró el limonero y cavó este pozo que ahora palpita como el vórtice de una desgracia. Muriel toma el cofre y un destornillador, y va al jardín. Se arrodilla en la noche, se pone una linterna entre los dientes y desmonta la tapa. La abre esperando una luz o una revelación, pero sólo hay un polvo plateado y lunar: cenicitas.
Las tira en el pozo y despide a su gata murmurando algo. Después acomoda encima la planta de limón y la completa con tierra para que esté firme. No piensa en los ciclos de la muerte y de la vida, ni en ninguna otra cosa. Sólo piensa en la palabra «anestesia», y en la necesidad de una lluvia.
3 comentarios:
Hay algo bello y eterno en usted. Que Dios (o el que atienda allá arriba) la acompañe para que siga brillando y, de vez en cuando, iluminándonos.
Carbòn también tiene 17 años y tal vez mi hija o yo escribamos una historia similar. Un gran compañero de nuestras vidas, sin pedir nada a cambio...es muy bueno tu relato, gracias!
Qué bello cuento. Algo de Carver en el tono, en lo que no se cuenta y punza el corazón. Felicitaciones. Lisandro
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