Mi escritorio está en un primer piso y tiene un balcón. Y cada
vez que subía a trabajar, desde hace meses, me detenía a mirar una tela de
araña que estaba tendida entre dos de los barrotes del balcón de marras. Por
una razón que jamás me expliqué –o más bien: que jamás me detuve a pensar-
nunca quise quitar esa tela. Me fascinaba ver cómo se fortalecía la red, cómo
esa tela de araña era la trama, al fin y al cabo, de una larga paciencia. Una
vez incluso vi la araña –mínima- y sentí un respeto religioso por ella. Por ese
mundo solitario y tenaz, pero sobre todo inexplicable, que tejía ese bicho ante
mis ojos.
Pienso en esto ahora, después del diluvio, cuando subo a mi
escritorio y veo que la tela de araña no está más. El agua barrio con ella,
como barrió con tantas otras cosas. Y por primera vez después de veinticuatro
horas de locura –de goteras, agua, mareas domésticas, papeles mojados, miedo:
miedo a la próxima lluvia-, por primera vez después del caos, decía, me siento en
mi silla, llena de supersticiones y de rezos al cielo, y pienso en mi
araña con amargura en el pecho; como si la vida entera que habita en todas las
cosas se hubiera escurrido por un tubo cloacal.
3 comentarios:
Bello y triste relato.
uf, lo siento
Yo también tuve problemas con la lluvia el 2 de abril y el 6 de diciembre. Y uno se queda con miedo a la próxima lluvia. Es una maravilla mirar tejer a las arañas en el jardín a la nochecita. Algunas después levantan la misma tela que tejieron, parece que la comieran. Quizás a la de tu balcón no le pasó nada y teje de nuevo en unos días.
Publicar un comentario