Después de dos meses puedo decir que esto ocurrió. Que el pasto verde y liso, el manto afelpado del que salían árboles derechos existió. Que vi ese cuatriciclo blanco circulando por senderos con olor a piedra y que enfrenté, también, a la mujer del cuatriciclo: una señora de cabello recto y anteojos oscuros que decía, con gélida amabilidad, «suba». Decía «suba» como si la muerte fuera ella. Como si ella fuera la condensación de ese espanto que nos empujaba a todos a caminar por el parque, bajo el sol ciego y apenas caliente, entre las flores de perfección sombría.
Es cierto que hubo una sala limpia y fría en la que todo era blanco. Los colores se habían desprendido de sí mismos y el lugar era la sala de los desvanecimientos. A un costado había café. Lo tomábamos para tener algo que hacer con nuestras manos, con esa sensación de caída libre en el estómago.
Es verdad que hubo un párroco y es cierto que lo echamos. Le dijimos «gracias», le explicamos qué pensábamos de dios.
Existió el cajón.
Al fondo, en el centro de la escena: eso.
Nunca vi nada tan triste y horroroso, nada tan indignante, nada tan sin remedio.
Mi tía se acercó al féretro y se quedó a un lado, y lentamente se fue hundiendo entre los tules de su propia alma. Empezó a hamacarse. Mi tía se hamacaba en un baile sincopado, íntimo y conmovedor. Veinte minutos estuvo meciéndose mi tía, hasta que mi padre se acercó, la envolvió con los brazos y le dijo «Ya está. Vamos». Ya no queda nada.
Me acerqué a eso y lloré con cansancio. Besé la madera porque fui incapaz de abrir la tapa y besar a un muerto. El dolor no estaba en mí: yo era el dolor. Así como otros son el río, o la noche.
Nos fuimos.
Desde entonces, cuando lo extraño mucho -y son tantas las veces que lo extraño-, cierro los ojos y pienso que toco su mejilla flácida y rasposa. Cierro los ojos y pienso en sus dientes inquietos. Cierro los ojos y pienso que su mano está en mi frente: su mano fresca y seca, la brisa de playa de su mano. Y ahora me digo que sí, que la muerte es esto: sentir que mi Nonno me acaricia desde el aire. Y que ese aire no sirve para respirar.
lunes, 29 de diciembre de 2008
lunes, 20 de octubre de 2008
sábado, 11 de octubre de 2008
Cambiar

Ayelén lleva traje azul. Su contrincante viste de rojo. Los detalles son muchos, pero el concepto general es que Ayelén –si llega hasta el final- tendría que aceptar cortarse casi al ras para poder llevar lejos a sus compañeros. Una socióloga, Susana Saulquin, dice que en la cabeza -el cabello, los accesorios- se refleja la ideología de una persona. Cortarte el pelo sería entonces, y simplificando un poco, el equivalente a dejar de ser quien sos.
Ayelén está seria. En el estudio se oye el tema “Entrégate” y Kaczka se ríe de la misma forma en la que habla: a toda velocidad. Desde la tribuna los compañeros de Ayelén gritan como se le grita a un suicida en la cornisa. Ellos quieren que Ayelén salte.
- ¡Ayeee! ¡Te pagamos las extensiones, Aye!
- ¡Aye! ¡Vos podés! ¡Sos hermosaaa!
Los rasgos se le están cerrando; el rostro teje lentamente su propia muralla. Ayelén está haciendo esfuerzos por no llorar: es eso. No quiere llorar.
- A ver Aye: ¿Ya lo pensaste? –dice el conductor- Si acepás, ya sabés: ¡Podés llevar a toda tu división a Bariloche!!!!
La palabra Bariloche es un botón que lo enciende todo. La tribuna estalla y un hombre entrecano toma el micrófono. Se llama Eduardo. Es el padre de Ayelén. En mapuche, Ayelén significa “la alegría”.
La palabra Bariloche es un botón que lo enciende todo. La tribuna estalla y un hombre entrecano toma el micrófono. Se llama Eduardo. Es el padre de Ayelén. En mapuche, Ayelén significa “la alegría”.
- Hija –dice con la voz tranquila.
Ella lo mira. Debe tener diecisiete años, pero de golpe parece una niña.
Ella lo mira. Debe tener diecisiete años, pero de golpe parece una niña.
- Hija, vamos, dale para adelante.
El resultado es que Ayelén no se animó. Y cuando dijo “no” (¿cuánta gente se anima a decir “no” ya no a su padre, sino a la televisión?) sus compañeros se abrazaron como si alguien hubiera muerto. Ayelén volvió sola a su tribuna. Se puso, sola, unas antenitas.
Esta escena ocurrió hace algunas semanas. Desde entonces, hago zapping los domingos y cada tanto encuentro una chica padeciendo ese dilema infame de joderse la cabeza o joder a su curso. En general, los defensores del “Duelo de pelos” –los hay en Internet- argumentan lo mismo que, sin dudas, sostendrán Endemol y Telefé cuando deciden lanzar este desafío al aire: que nadie obliga a estos pibes a ir, del mismo modo que nadie me obliga a mí a ver.
No es la primera vez que el falso liberalismo –“todos tenemos la posibilidad de elegir”- termina funcionando como argumento perfecto para generar momentos humillantes en televisión. Todos podemos cambiar de canal, del mismo modo que podemos hacernos los dormidos cuando sube una embarazada al subte. Siempre está la posibilidad de no mirar. Y de pensar, en este caso, que Ayelén firmó un contrato para participar de un concurso, y que cualquier presión es una parte más del show en el que ella eligió estar.
Pero la de elegir, se sabe, es una posibilidad compleja.
Elegimos en un mundo en el que seis mil millones de personas con distintos grados de poder también eligen, y eso hace que la opción de decir “sí” o “no” esté atravesada por un mar de variables que nos calientan la cabeza. Sólo por dar un ejemplo, sobran las mujeres que se dejan lastimar por sus maridos a cambio de un supuesto “amparo económico”. ¿Es esta permuta de maltrato por dinero un intercambio lícito? Todos respondemos que no, con la misma naturalidad con la que decimos “sí” cuando una adolescente –porque siempre son adolescentes mujeres- es sometida a un corte de pelo en una escena de violencia insoportable.
Tengo ochenta y dos canales pero ese domingo, cuando vi a Ayelén en la pantalla, no quise cambiar. Sería más justo que cambien ellos.
Esta escena ocurrió hace algunas semanas. Desde entonces, hago zapping los domingos y cada tanto encuentro una chica padeciendo ese dilema infame de joderse la cabeza o joder a su curso. En general, los defensores del “Duelo de pelos” –los hay en Internet- argumentan lo mismo que, sin dudas, sostendrán Endemol y Telefé cuando deciden lanzar este desafío al aire: que nadie obliga a estos pibes a ir, del mismo modo que nadie me obliga a mí a ver.
No es la primera vez que el falso liberalismo –“todos tenemos la posibilidad de elegir”- termina funcionando como argumento perfecto para generar momentos humillantes en televisión. Todos podemos cambiar de canal, del mismo modo que podemos hacernos los dormidos cuando sube una embarazada al subte. Siempre está la posibilidad de no mirar. Y de pensar, en este caso, que Ayelén firmó un contrato para participar de un concurso, y que cualquier presión es una parte más del show en el que ella eligió estar.
Pero la de elegir, se sabe, es una posibilidad compleja.
Elegimos en un mundo en el que seis mil millones de personas con distintos grados de poder también eligen, y eso hace que la opción de decir “sí” o “no” esté atravesada por un mar de variables que nos calientan la cabeza. Sólo por dar un ejemplo, sobran las mujeres que se dejan lastimar por sus maridos a cambio de un supuesto “amparo económico”. ¿Es esta permuta de maltrato por dinero un intercambio lícito? Todos respondemos que no, con la misma naturalidad con la que decimos “sí” cuando una adolescente –porque siempre son adolescentes mujeres- es sometida a un corte de pelo en una escena de violencia insoportable.
Tengo ochenta y dos canales pero ese domingo, cuando vi a Ayelén en la pantalla, no quise cambiar. Sería más justo que cambien ellos.
miércoles, 8 de octubre de 2008
Lean, chicos, lean

martes, 23 de septiembre de 2008
domingo, 21 de septiembre de 2008
Domingo
viernes, 19 de septiembre de 2008
Cerdo

Mamá salió de la cocina con grandeza. Parecía una de esas divas que pisan el escenario para dar el último saludo de la noche. Llevaba una fuente inmensa que descargó sobre la mesa como si estuviera arrojándonos una verdad a la cara.
- Acá está el cerdo- dijo.
Siempre comemos cerdo en Navidad. A pesar del calor, del asfalto que sube como un tufo desde la avenida. El cerdo tiene una manzana en la boca. Es el recurso que encuentra mamá para hacernos creer que estamos comiendo algo sano. Miro el cerdo –sus ojos perplejos- y sé que no imaginaba este final. Siento pena pero no protesto. Mi hermanita Lucía siente impresión. Mi padre no sé qué siente: responde a pocos estímulos. Su mirada está clavada en el mantel. Lo pincha con un tenedor.
- Ricardo, vas a rayar la mesa.
Mi padre se llama igual que mi abuelo y mi bisabuelo. En la familia está la idea de que Ricardo es un nombre grande. De que por llamarse así uno podría tener la vida, digamos, de Ricardo III. La primera desilusión llegó con mi bisabuelo, que no pasó de empleado de aduanas. La segunda con mi abuelo, que perdió una casa en el hipódromo. Y a mi padre le pusieron Ricardo como quien tira una tercera bola a ver si emboca. Él llegó un poco más lejos: es contador y tiene un cadete para él solo.
Nadie quiso insistir conmigo. Me llamo Juan. Tengo diecisiete años y no voy a ser contador.
- Ricardo, el mantel.
El mantel fue bordado por mamá. Mi padre quiere que mamá borde manteles y nos críe a nosotros durante toda su vida. Mamá siempre hizo caso. O casi siempre. Hace cuatro meses, mientras mi padre estaba en la oficina y Lucía y yo en el colegio, se le dio por trabajar a escondidas. Consiguió un puesto de administrativa en un importador de juguetes chinos, pero nadie se enteró. Ni siquiera yo, que soy su preferido. Y digo que soy su preferido porque, mamá lo sabe, haría cualquier cosa por ella (hasta me pienso comer el cerdo sin chistar y eso que me da un poco de asco). Pero decía que nadie supo nunca nada. Ni siquiera yo. Al menos hasta ayer.
- ¿Tanto te preocupan los manteles ahora? - contesta con la voz pausada Ricardo III y levanta por primera vez la vista de la mesa. Todos en la familia dicen que tengo sus ojos pardos. Pero él y yo miramos distinto. Él siempre habla –cuando habla- con una ceja más alta que la otra. Ese es un termómetro: la distancia entre la izquierda y la derecha es proporcional al grado de prepotencia con el que se levantó. Mi padre es de esas personas que, como tienen un cadete, piensan que nacieron para ser servidos.
- Y yo que pensé que te gustaban los regalitos- sigue papá-. Regalito te voy a dar yo a vos.
Ayer mamá le trajo a Lucía una cuna de plástico con una muñeca adentro. En el importador se la vendieron con descuento y al final le salió barata. Y papá, que parece que nunca se fija en nada, se fija en todo y se fijó en eso. No sé cómo fue. Quizás se paró encima, quizás usó las manos. Pero reventó la cuna en mil pedazos.
- ¿Te sirvo cerdo? – le responde mamá. Su tono es leve y autista: habla como si estuviera ya muy lejos, quizás comprando cunas en la China. Mamá se llama Gladys y es muy linda, pero hoy tiene una cara que no es suya. La miro y me recuerda a esas mujeres que se sacan fotos bajo el agua: el mismo gesto inflamado y fantasmal. ¿Y si fuera una sirena? Por algo tiene puesto un vestido azul. Combina con sus ojos y con el moretón del pómulo izquierdo.
- Dejá –interrumpo- esta vez lo corto yo.
Ya dije que siempre me gustó ayudarla. Ella se deja. Me pasa el cuchillo y me dispongo a servir.
- Acá está el cerdo- dijo.
Siempre comemos cerdo en Navidad. A pesar del calor, del asfalto que sube como un tufo desde la avenida. El cerdo tiene una manzana en la boca. Es el recurso que encuentra mamá para hacernos creer que estamos comiendo algo sano. Miro el cerdo –sus ojos perplejos- y sé que no imaginaba este final. Siento pena pero no protesto. Mi hermanita Lucía siente impresión. Mi padre no sé qué siente: responde a pocos estímulos. Su mirada está clavada en el mantel. Lo pincha con un tenedor.
- Ricardo, vas a rayar la mesa.
Mi padre se llama igual que mi abuelo y mi bisabuelo. En la familia está la idea de que Ricardo es un nombre grande. De que por llamarse así uno podría tener la vida, digamos, de Ricardo III. La primera desilusión llegó con mi bisabuelo, que no pasó de empleado de aduanas. La segunda con mi abuelo, que perdió una casa en el hipódromo. Y a mi padre le pusieron Ricardo como quien tira una tercera bola a ver si emboca. Él llegó un poco más lejos: es contador y tiene un cadete para él solo.
Nadie quiso insistir conmigo. Me llamo Juan. Tengo diecisiete años y no voy a ser contador.
- Ricardo, el mantel.
El mantel fue bordado por mamá. Mi padre quiere que mamá borde manteles y nos críe a nosotros durante toda su vida. Mamá siempre hizo caso. O casi siempre. Hace cuatro meses, mientras mi padre estaba en la oficina y Lucía y yo en el colegio, se le dio por trabajar a escondidas. Consiguió un puesto de administrativa en un importador de juguetes chinos, pero nadie se enteró. Ni siquiera yo, que soy su preferido. Y digo que soy su preferido porque, mamá lo sabe, haría cualquier cosa por ella (hasta me pienso comer el cerdo sin chistar y eso que me da un poco de asco). Pero decía que nadie supo nunca nada. Ni siquiera yo. Al menos hasta ayer.
- ¿Tanto te preocupan los manteles ahora? - contesta con la voz pausada Ricardo III y levanta por primera vez la vista de la mesa. Todos en la familia dicen que tengo sus ojos pardos. Pero él y yo miramos distinto. Él siempre habla –cuando habla- con una ceja más alta que la otra. Ese es un termómetro: la distancia entre la izquierda y la derecha es proporcional al grado de prepotencia con el que se levantó. Mi padre es de esas personas que, como tienen un cadete, piensan que nacieron para ser servidos.
- Y yo que pensé que te gustaban los regalitos- sigue papá-. Regalito te voy a dar yo a vos.
Ayer mamá le trajo a Lucía una cuna de plástico con una muñeca adentro. En el importador se la vendieron con descuento y al final le salió barata. Y papá, que parece que nunca se fija en nada, se fija en todo y se fijó en eso. No sé cómo fue. Quizás se paró encima, quizás usó las manos. Pero reventó la cuna en mil pedazos.
- ¿Te sirvo cerdo? – le responde mamá. Su tono es leve y autista: habla como si estuviera ya muy lejos, quizás comprando cunas en la China. Mamá se llama Gladys y es muy linda, pero hoy tiene una cara que no es suya. La miro y me recuerda a esas mujeres que se sacan fotos bajo el agua: el mismo gesto inflamado y fantasmal. ¿Y si fuera una sirena? Por algo tiene puesto un vestido azul. Combina con sus ojos y con el moretón del pómulo izquierdo.
- Dejá –interrumpo- esta vez lo corto yo.
Ya dije que siempre me gustó ayudarla. Ella se deja. Me pasa el cuchillo y me dispongo a servir.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)