Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo. A lo largo de esta última semana logré tomar unas notas pero no encontré el momento de sentarme a responder una única pregunta: ¿Qué nos pasa a las mujeres a los treinta años? Fue difícil encontrar una respuesta simple, pero sobre todo fue difícil empezar. Entrar en la “década del treinta” implica, entre tantas cosas, vivir siempre con la sensación –o más bien la certeza- de que nos falta tiempo. Hago una lista. En estos siete días que pasaron hice –tal vez todas hagamos hecho- más cosas de las que entran en una sola paciencia. Uno: terminé un texto muy largo para un medio que no sólo pone en juego mi bolsillo sino también ese capital intangible que uno empieza a defender estas edades y que es el prestigio. Dos: jugué dos partidos de tenis con solo cinco horas de sueño, y a sabiendas de que ese cansancio físico podría salvarme del único lastre que me atormenta: el cansancio mental. Tres: di clases, respondí correos, lloré una vez y pensé dos veces que quiero cambiar de vida y volver a tener una huerta. Cuatro: busqué en la web un lugar sin Internet para unas vacaciones y no pensé en el dinero –esto es nuevo- sino en la necesidad de tomar un descanso. Cinco: llevé a mi hijo al dentista y me hice un control médico fuera de agenda: dos amigas fueron diagnosticadas con cáncer de mama y la noticia, además de ponerme triste, me asusta. Seis: organizamos y sobrevivimos –mi pareja y yo- a una piyamada de cinco varones de ocho años, mi hijo entre ellos.
Siete: estoy acá, en la cama, a la medianoche, tratando de
escribir algo y entendiendo de inmediato –como si un rayo hubiera tocado una
parte muerta y la hubiera encendido- que si no pude escribir sobre los treinta
años fue porque estuve sobreviviendo a lo que significa tener treinta o más
años, esto es: estuve sembrando como una lunática. Estuve cumpliendo con ese
mandato que dice –tal vez con razón- que es ahora o nunca. Que es ahora cuando se
construye el futuro económico, que es ahora cuando se tiene y se cría a los
hijos, y que es ahora cuando hay que ocuparse del cuerpo porque el cuerpo, de
lo contrario, puede rebelarse con una maldad incógnita y terrible.
La década del treinta es inolvidable –por alguna razón, jamás
me sentí tan poderosa como ahora- pero es también dura. Si a los veinte somos
médiums –y encarnamos el mandato familiar que pide básicamente dos cosas: que estudiemos
y que no nos emborrachemos tanto- a los treinta empezamos a enfrentarnos a las
demandas propias y –esto es lo duro- a la obligación de dejar de ser una
“promesa” para empezar a transformarnos en aquello que alguna vez quisimos ser.
A los treinta comenzamos a mostrar nuestras cartas. En mi
caso, inauguré la década hace ya ocho años -pues tengo treinta y ocho- con la
llegada al mundo de mi hijo, con la escritura de mi primer libro y con una
mirada quizás menos romántica sobre el poder de cambio social y personal de mi
trabajo. Desde hace ya unos años que escribo, como decía Isak Dinesen, sin
esperanza y sin desesperación; aunque con un amor sólido por las palabras.
“Sólido”, sí. A partir de los treinta la palabra “sólido”
empieza a tener sentido. Queremos que las cosas no sólo sean bellas sino que
también duren, y nos preguntamos –acaso por primera vez- por la estabilidad y
la decadencia de todo aquello que vive. La muerte es algo lejano pero igual nos
sentimos en riesgo, y si eso no sucede el mundo entero se ocupa de recordarnos
que ya no somos tan jóvenes. Alguien nos dice, en la década del treinta, por
primera vez “señora”. Y la medicina prepaga nos saca de su “plan joven” y nos
aumenta la cuota porque intuye que daremos un uso abundante a sus
instalaciones: vamos a parir, vamos a enfermarnos, vamos a quemarnos la primera
várice y vamos a tomar turnos de un modo casi deportivo y sin saber exactamente
qué de todo –piel, grasa, huesos, corazón- debería preocuparnos en serio.
A los treinta es probable que estemos seguras en los terrenos
del trabajo y el amor –en, digamos, la parte Cosmo de la vida- pero es también de esperar que nos hundamos en el
flan de dudas que significa estar –y sentirnos- vivas. Para reducir la angustia
de la duda el mercado editorial ha sacado una infinidad de opciones que hablan
de los treinta años (sólo en Amazon y en español, hay unos cincuenta con
títulos como Lo quiero todo y lo quiero
ya: Los treinta, los años que nos cambian la vida) y el mercado
gastronómico sacó, gracias al cielo, los helados: esa purificación de azúcares
en la que entramos en momentos como éste, cuando ya todos duermen y estamos en
paz y logramos decir –por primera vez en varios días- “Es la noche del domingo.
Finalmente puedo escribir algo”.
* Columna publicada en la revista Ya, del diario chileno El Mercurio.
11 comentarios:
Josefina, qué bien escribís cuando lo que escribís suena como...al pasar, como comentario de parada de colectivo, de cola de banco. Y lograr eso de "pinta tu aldea y pintarás el mundo". Hoy llegó mi hermano con su mujer que viven en el exterior, tres semanas de visita. En lugar de decirle a ella lo que quiero decirle (porque soy educada y un poco cobarde) le sugeriré leer, esta nota tuya por ejemplo.
Saludos.
Querida Silvina, muchísimas gracias. Me alegra que el texto haya hablado también de vos. Esa era la idea. Abrazo.
Me encantó. Saludos
"Sólido"...(que buena manera de resumir la década del 30 en una sola palabra)
En mi caso, acabo de estrenar mis 30 hace pocos meses, y me siento en la obligación de demostrarme a mi misma que tan solvente soy a la hora de hacerme cargo de mi propio mazo de cartas. Aunque barajar y dar de nuevo a veces es una opción positiva y necesaria ;)
Gracias por compartir tus notas
slds, Angie.-
Señorita Li, llegué hasta acá por una gran amiga, que nos compartió este artículo, a varias de esta década.
Me gustó. Y ví que tenes algunas imagenes con las que acompañás las palabras. Fijate que yo dibujo, quizás podríamos hacer alguna cosa.
Va un saludo!
Julia
www.tintarevuelta.blogspot.com
Me encantó...bien descrito y eso que apenas tengo 31!
Magistral lo suyo, Josefina.
Le llevo casi una década, así que me animo a adelantarle que todo se pone mejor.
Josefina, me siento identificada a más no poder con tus palabras. A qué mail podría escribirte? estoy interesada desde hace tiempo en tomar clases contigo. Gracias. Un abrazo.
C
Mi mail creo que figura en el blog. Pero por las dudas acá va: josefinalicitra@gmail.com
Besos!
Uf. Emocionaste todo lo que soy con veintinueve y dos hijas, que da más o menos treinta y cinco. Algo muy parecido a que aparezcan inesperadamente un par de manos en tu espalda y te hagan masajes serenos y sabios mientras mirás la pantalla.
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