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El 30 de marzo de 2012 Analía
Boutet llegó al hospital Julio Perrando con las piernas mojadas. Acababa de
romper bolsa y tenía miedo: todo ocurría demasiado pronto. Sus hijos anteriores
–ya tenía cuatro- habían nacido sin problemas pero este caso era distinto:
Analía llevaba sólo seis meses de embarazo.
—Mamita te orinaste, no se rompió
nada –dijo una enfermera mientras le revisaba velozmente el cuerpo. Acto
seguido la dejaron en observación y cuatro días más tarde, cuando ya se había escurrido
todo el líquido amniótico, se percataron del error y la llevaron al parto. Eran
las diez de la mañana del 3 de abril.
—A ver, mami, abrí las piernas.
En la sala de partos alguien colocó
una palangana para atajar la sangre, la placenta y el cuerpo que Analía debía
expulsar. Analía se inquietó: durante el último mes los médicos le habían estado
hablando de otra cosa. Dado que la placenta bloqueaba el canal de salida del
útero, su bebé no podía encajarse de cabeza y llegado el momento sería
fundamental –habían dicho los médicos- hacer una cesárea. Pero eso no era una
cesárea. Pronto una médica metió las manos en el cuerpo de Analía. Era una
practicante. Seguía las órdenes de su maestra.
—Agarralo de las piernas, hacele
para arriba, dalo vuelta.
La jefa de obstetricia le estaba
explicando a su alumna cómo hacer para sacar recién nacidos por los pies: una
práctica poco recomendada para un parto.
—Hacele para abajo, mové a los
costados, tirá.
Analía sintió cómo salía un cuerpo
pequeño: su hija. Luego sintió cansancio. Eran poco más de las diez de la
mañana y alguien le inyectó un sedante que la hizo dormir unos minutos. Cuando
despertó estaba sola. El silencio era un augurio oscuro y por primera vez tuvo
miedo. Luego entró una enfermera.
—Mami, ¿vas a anotar a tu bebé?
–dijo.
Analía respiró hondo: estaba viva.
Su hija estaba viva.
—Voy a anotarla –respondió-, pero
dígale al papá que está afuera.
La enfermera se retiró y Analía se
quedó pensando en el nombre: la niña se llamaría Lucía Abigaíl. Todas las mujeres
de la familia –incluida ella, Analía Lucía- se llamaban Lucía: era la
tradición. También eran tradición las niñas rubias, ¿sería rubia su hija?
¿Tendría sus ojos verdes? En eso pensaba Analía cuando otra enfermera entró a
la sala.
—Mami, ¿qué van a hacer con el
cuerpito de tu bebé?
¿El cuerpito? Analía no entendía o
mejor dicho, sí: ahora empezaba a entender. Se largó a llorar. La segunda enfermera
se fue. Entró una tercera mujer.
—Mami qué pasa, ¿te duele algo?
Era la media mañana. Afuera de la
sala, a 24 minutos del parto, Fabián Verón –marido de Analía- firmaba el acta
de defunción de Lucía Abigail mientras la beba era metida en un féretro de
madera barata. A las 11:05 el cuerpo ya estaba en la morgue, y lo que vino
después fue un trámite ominoso: había que llamar a los familiares y explicar la
noticia, y había que preparar el velorio para la mañana siguiente. De eso se
empezó a encargar Fabián. Analía, en cambio, seguía tomada por una única escena:
se habían llevado a su hija. No había conocido el rostro de su hija.
—Quiero ver cómo era –le dijo finalmente
a su marido.
—El cajón ya está cerrado.
—No me importa, quiero verla
igual.
—Te va a hacer mal.
—Quiero verla igual.
Analía, Fabián y Jorge –hermano de
Analía- fueron a la morgue del Hospital Perrando. Eran las diez de la noche. Allí,
dos empleadas sacaron un pequeño féretro de una heladera y lo pusieron sobre
una camilla. El cajón estaba allí desde las once de la mañana y había sido cerrado
con clavos. Fabián tomó una barra de metal y levantó la tapa haciendo fuerza.
Adentro había un cuerpo mínimo –menos de un kilo- envuelto en algo parecido al
papel de arroz. Analía corrió el velo: la vio. Tocó su mano. Miró su rostro, su
boca imperceptible.
—Qué es eso.
Entonces pasó algo.
El cuerpo emitió un gorjeo fino:
un suspiro amaneciente.
—Enfermera… mi… mi bebé se está
moviendo –dijo Analía. Luego dijo lo mismo pero a gritos: su bebé se estaba
moviendo. Una de las empleadas de la morgue le tocó el pecho. El cuerpo de la
criatura estaba cubierto por un fino manto de escarcha. Y se movía.
—Está… –dijo la mujer. Pero no
supo seguir. En el acto Analía cayó de rodillas y empezó a llorar. Fabián –su
marido- permanecía inmóvil. Jorge –su hermano- levantó a la beba y la llevó
corriendo doscientos metros hacia el primer cartel del hospital: un letrero que
decía “partos”.
—Mi sobrina está viva –gritó.
La beba, horas después, pasó a
llamarse Luz Milagros.
Y Luz Milagros ya lleva un mes en
terapia intensiva.
*
El Hospital Julio Perrando es uno
de los centros de salud pública más importantes del noreste argentino. Allí, en
el último año nacieron 5.800 niños de los cuales el 6 por ciento pesó menos de
un kilo y medio, lo que significa que -en los pasados doce meses- hubo 348 criaturas
que recibieron la misma atención que Luz Milagros. Diez de esos bebés están
aquí, ahora, en la Terapia Intensiva
de Neonatología: un espacio celosamente vigilado por guardias y enfermeros, y
acompañado por una sala de espera donde las familias charlan, duermen y esperan
que las horas sigan su curso.
Hoy es 26 de abril, han pasado más
de veinte días desde el nacimiento de la beba y en la sala –junto a otra gente-
está Fabián Verón, el padre de la niña, tomando mate y jugando con uno de sus
cinco hijos.
—¿Fabián?
El hombre alza la cabeza, me mira
y hace un gesto de amable cansancio. En las últimas semanas los periodistas
pasamos a ser una parte extenuante del paisaje familiar. A los Verón los han
llamado de España, Reino Unido, Israel, Colombia, y de todas las provincias
argentinas. La familia, en consecuencia, vive a medio camino entre el
agotamiento y la cordialidad.
—Pasá, sentate.
Quito mantas, corro bolsos: me
hago espacio en un banco, y espero. Analía no está aquí: está con Luz Milagros;
cada seis horas puede darle un centímetro de leche materna. Lo hace con una
jeringa. Todo, dice Fabián, debe hacerse a escala milimétrica: las dosis, las
caricias, incluso las palabras dichas. Días atrás –sigue Fabián- Analía notó que
cada vez que alzaba a su criatura la saturación de oxígeno bajaba, esto es: Luz
Milagros empezaba a oxigenarse mal. Cuando quedaba en manos del enfermero, sin
embargo, los parámetros volvían a ser normales. La explicación era una sola:
Analía estaba nerviosa –aún no se recuperaba del estrés del parto- y su beba
era notoriamente permeable a esa angustia.
Así son, parece, los niños
prematuros: un cuerpo hipersensible; pura intemperie.
—Ay… qué carácter tiene la
chinita.
Ahora habla Analía. Acaba de cruzar
la puerta y se la ve alegre y satisfecha. Cuando dice “chinita” y “carácter” se
refiere a Luz Milagros.
—Tienen su ánimo las bebés –dice
Analía mientras se sienta; tiene una voz dulce y serena: un hablar de
provincias-. Ayer yo la tocaba a la chinita y bajaban todos los números, pero
recién la alcé y se mantuvo estable.
—Ahora te dejan tenerla un poco más.
—No creas. Depende del estado de
ánimo de la señorita.
Analía sonríe y resplandece con cierta
fatiga. Tiene 29 años y una presencia más aniñada y fresca que la que aparece
en fotos. Su belleza –rubia, trigueña, coronada por ojos muy verdes- es una
combinación posible en Chaco: hasta aquí, a lo largo del siglo pasado llegaron
miles de inmigrantes europeos que embarazaron mujeres de poblaciones indígenas y
después se fueron. Analía tal vez sea fruto de ese mestizaje, como también podría
serlo el resto de sus hijos. Además de Luz, los Verón tienen cuatro niños
nacidos sin problemas en el Hospital Perrando: Ramiro (5), Camila (8), Micaela
(9) y Santiago (12). De todos ellos sólo está aquí Ramiro. Juega en la
computadora a metros de su madre.
—El Fabi lo trajo porque en el
informe de jardín de infantes salió que anda muy triste –dice Analía-. Yo casi
no estoy en casa y lo de la hermanita lo afectó. Durante todo el embarazo él
estuvo muy pegado a mí, dormía abrazado a mi panza, y cuando la beba nació hubo
que decirle que había muerto, y después le dijimos que vivía, o sea: cómo
quieren que esté bien.
A Ramiro, como a sus padres –y
como a todos los adultos-, le costó entender lo que había pasado con Luz
Milagros. Por eso, aunque estaba fuera de protocolo, en el Perrando accedieron
a que el niño fuera llevado hasta la incubadora de su hermana: cuando vio a la
criatura -790 gramos
y varios tubos- se tranquilizó. Pero a la vez quedó erizado. Ahora, de rodillas
en el piso, en un espacio incómodo que se le ha vuelto internamente confortable,
Ramiro juega con una computadora.
La máquina es uno de los regalos
que le dio el gobierno provincial a la familia Verón. Cuando supieron del caso
–seis días después de que ocurriera, ya que el hospital quiso encubrirlo- la
secretaria de Jorge Capitanich –gobernador chaqueño- se contactó para ofrecer
todo aquello que el gobierno estaba dispuesto a dar: 120 dólares, dos computadoras,
una moto (a los Verón les habían robado la moto el mismo día del parto), un
teléfono móvil, 220 dólares en tickets para ropas de niño, 250 dólares para
alimentos, una beca para que uno de los niños juegue en un club de fútbol y una
promesa de ampliación de la casa familiar, que hoy tiene dos dormitorios y que
–dádivas mediante- podría llegar a tener cuatro.
La ayuda oficial parece ser
proporcional al interés por resolver el tema, al menos en términos mediáticos.
Sobre todo porque Analía Boutet habla de milagro –es una mujer creyente- pero
también sigue hablando de responsabilidad médica.
—A mí me trataron como a un animal
que estaba teniendo cría –dice-. Me hablaban todo suavecito pero yo era un
animal para ellos. Acá vos vieras las historias que hay. Yo ya conocí a catorce
seismesinos, y a cinco los habían dado por muertos. A ella también le dieron
por muerto a su bebé.
Señala a una mujer muy joven. La
chica se llama Romina y su rostro es una forma posible de la ausencia. Romina parece
estar adormecida o –quizás- harta de todo. El 2 de abril –un día antes de la
llegada de Luz Milagros- fue a parir y le dijeron que su hija había nacido
muerta. “Vaya a la morgue que le van a dar una cajita de cartón” le sugirió –a
ella y a su marido- un empleado del hospital. “Qué cajita de cartón, mi hija no
va a estar en una cajita de cartón, va a estar en un cajoncito” gritó el marido
de Romina mientras pateaba puertas y buscaba su teléfono móvil. Luego, el
muchacho empezó a sacar fotos. De la palangana sucia donde habían dejado, hundida
en un charco de sangre, a su beba recién nacida. Y de su hija: del cuerpo de su
hija.
—Entonces cuando la estaba
enfocando vio que la bebé movía una mano. ¡Una mano! Acá no les importa nada –dice
Analía, pero Romina no habla. Sólo toma el teléfono móvil y, a pedido de
Analía, me muestra las fotos. Veo –no olvido- esas fotos.
*
Chaco –de 1.053.466 habitantes- es
la provincia que históricamente, y junto con Formosa –que está al otro lado del
río Bermejo-, ha presentado los mayores índices de analfabetismo y mortalidad
infantil de la Argentina. En
el año 2010, el riesgo de morir durante el primer año de vida era de un 14,4
por mil (frente al 11 por mil a nivel nacional) y la tasa de analfabetismo
alcanzaba al 8 por ciento de la población. Esa franja social era –y sigue
siendo- la que termina en el Hospital Perrando: un centro de salud pública al
que acude la población de clase baja, que muchas veces llega –incluso a parir-
andando en bicicleta.
—A las mujeres las traen pedaleando
los maridos, y a veces vienen de muy lejos, y como tienen menos de cinco de
dilatación no las quieren internar: las mandan a caminar alrededor del hospital
–dice Nancy Sotelo, directora del Movimiento Mujeres de la Matria Latinoamericana ,
una agrupación que lucha por el respeto a los derechos de género dentro de la
provincia. Nancy –menuda, morena- tuvo a sus dos hijos en el Hospital Perrando
y su experiencia no fue trágica: simplemente fue horrible.
—Yo me reprimí gritar durante el
parto porque a las que gritaban las trataban peor, entonces me tiraba del pelo
para no gritar –dice-. Pero esto no es sólo un problema del gobierno o del
hospital: es un problema cultural. Yo, por ejemplo, tuve a mi primera hija a
los 28 años. Fue un bebé buscado y en esta provincia eso es un logro. Y cuando
fui al hospital, como tenía poca dilatación le pregunté a uno de los jefes de
la guardia por qué biológicamente se demoraba tanto mi cuerpo, y la respuesta
fue: “Porque tenés 28 años. Hay chicas que con tu edad ya tienen cuatro hijos, mami,
vos esperaste un montón para tener”. Me lo dijo un directivo, ¡un académico!: “Vos
esperaste un montón para tener”. Salí indignada.
El 6 por ciento de los partos
registrados durante el último año en la provincia corresponden -dice Nancy
Sotelo- a “madres niñas”, esto es: a criaturas de entre 9 y 15 años que
–retomando el lenguaje académico- “esperan muy poco” para tener hijos. Por esta
razón, en las salas de espera de los servicios de Neonatología es común
encontrar abuelas llamativamente jóvenes. Por esta razón, también –y porque
quería burlar un destino que se presentaba oscuro- Analía Boutet pidió, en los
días previos al nacimiento de su quinto hijo, que le ligaran las trompas para
no tener más niños. La mandaron a Salud Mental. Es lo único que, hasta el
momento, se hizo al respecto.
*
Es la mañana del 27 de abril y Analía
cruza la puerta de la Casa
de Gobierno. Quedó en encontrarse con la secretaria del gobernador para hacer
efectivo un plan asistencial que sume unos pocos pesos de ingreso todos los
meses. La secretaria se llama Mariela Guerra, es responsable del “área social”
del gobierno y es vista por Analía como la encarnación de algún hada posible.
—¡Ana mi amor pasá pasá pasá!
Guerra tiene una voz que parece cosida
con los mismos hilos de su falda: es roja, está viva, es una forma del fuego.
—¡Anaaaa! –vocifera Guerra cuando
la tiene cerca, y luego la abraza. El abrazo dura uno, dos, tres, tal vez diez
segundos y parece no sólo una señal de afecto sino también –o más bien- una
convención pensada para dar cariño en dosis breves y efectivas. Guerra suelta a
Analía y la hace pasar. Su despacho está lleno de estampas de Jesús, perritos
de cerámica, carteles que dicen “Mariela Gracias” y fotos de Guerra con
Capitanich (gobernador de Chaco), con Cristina Fernández y con Néstor Kirchner.
Aquí, semanas atrás, Analía fue puesta en charla telefónica con Cristina
Fernández. La presidenta le habló de lo divino (“los milagros suceden”), le
habló de lo humano (“te voy a ir a visitar cuando tu beba reciba el alta”), y
le avisó que mandaría una medalla de la Virgen hecha de oro. Cumplió. Hoy la medalla está
en casa de Analía.
—¡Ana, mi amor, contame todo todo
todo!
Sentada en su despacho, y a lo
largo de cinco minutos fulminantes, Guerra le pregunta cosas sobre Luz Milagros
(“¿cuánto pesa?”, “¿ya le das la teta?”), le cuenta que armó una cadena de
oración en Facebook, le dice que tiene que abrirse un Facebook, habla de la
amistad (“Ana, vos y yo ya somos amigas”), le habla de Dios (“Dios no va a
hacer nada que no soportes”) y le habla del subsidio. Luego se detiene y me
mira.
—Por dios, si tenés que poner algo
ponelo al gober. Todo esto lo hace el
gober, eh.
Tanto para el gobierno como para
el hospital Perrando Analía Boutet es una incógnita: no saben qué va a hacer
cuando su beba vuelva a casa, es decir: no saben si iniciará o no un juicio al
Estado. Analía tampoco lo sabe. Sólo tiene en claro que, más allá de una
eventual intervención divina –en la que Analía cree más o menos, según el día-
hubo un error humano que debe ser pagado. De eso habla Analía unas horas
después, sentada –una vez más- en la sala de espera del hospital.
—Nos dijeron que la beba tenía
bajo ritmo cardíaco antes de nacer, pero si ves los estudios que le venían
haciendo ella estaba perfecta. Si hasta tenemos una ecografía que le hicimos, vas
a ver qué activa era nuestra bebé.
Analía mete una mano en su bolso y
saca un cómpact que dice en letra de molde “Analía y Fabian. Nuestro bebé”. Es
la ecografía del cuarto mes y quieren volver a verla. El matrimonio se acomoda
en un rincón de la sala. Hace frío. Ya atardeció y varias mujeres jóvenes,
envueltas en mantas, toman mate de leche mientras comparan los gramajes de sus
crías. Pero Analía logra abstraerse de la charla, pone el disco en la
computadora y se dispone a mirar todo –cinco minutos de vídeo- como si fuera
una película optimista.
—Ahí está la cabecita –señala Fabián.
—Ahí está la colita, ahí supimos
que era nena, ¿ves? –señala Analía.
Lo que se ve es una imagen brumosa:
gránulos grises que se arman y desarman como partículas de agua, y en los que un
padre y una madre ven, ahora, una persona en movimiento.
* Publicado en la revista Ya del diario chileno El Mercurio, año 2012.
2 comentarios:
me encantan las notas que publicás. La historia esta es de lo más conmovedora, sobre todo por la entereza y la fuerza de esa mamá, que hoy lucha día a día con su beba en su casa. Ojalá algún día cambien las cosas en Chaco.
Que hermoso cuento, lástima que la realidad sea tan diferente.....es que la necesidad de la gente (como Ana, Fabián y su familia)y el amarillismo periodístico son tan crueles a veces, llevando a que distorcionen una realidad, sembrando dudas, donde el trabajo es exhaustivo y que a veces esta demanda excesiva lleva a cometer errores, porque la medicina también la realizan seres humanos, pero sensibles...
Ojalá Ana y Fabián algún día digan y reconozcan la verdad sobre el destino que pretendían para Luz Milagros unas horas antes y porqué tanto se aferran a ella ahora.... y que espero entrañablemente sea mirando a las necesidades de su familia porque entonces si tuvo sentido la vida de Luz.
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