viernes, 24 de junio de 2011

Adriana Lestido para ADN

Foto: Andrea Knight.

La mujer se levanta a las cuatro de la mañana. Calienta el agua y toma los libros, la birome, el mate, las galletas. Toma la carpa. Luego sale a la calle de arena y camina. Arriba hay un cielo traslúcido: la anunciación del día que todavía no empieza. La mujer avanza hasta la playa. Monta su carpa, se hinca frente al mar, respira. La mujer respira. Como si fuera un acto de limpieza –y no otra cosa- respira. Es verano. Pronto el sol muestra su borde incandescente. La mujer se estira, medita, hace yoga, desayuna. Lee. A veces escribe. A veces nada. Las horas van pasando y la gente llega con sus bolsas y sus ruidos. A las once de la mañana la mujer se va.

Y al día siguiente todo es igual.

Y al día siguiente.

Y al día siguiente.

Hasta que un día la mujer se levanta pero no va a la playa. Hace su bolso y parte de viaje. Se va hasta un bosque, una provincia, una persona: otro lado. Y toma una foto. Y en la foto que toma están la playa, los días, las horas tempranas. Está el silencio. La mujer, más que hacer una foto, realiza una captura de su propio pasado.

Así trabaja Adriana Lestido.

Por eso sus imágenes, además de producir belleza, duelen.

—Cuando estoy viviendo en Gesell voy a ver casi todos los amaneceres. Sentir el poder del día cuando se hace es infinito. Sobre todo en verano. Esas son horas de limpieza.

Ahora está en Buenos Aires. Toma mate en un departamento chico de San Telmo y desde la ventana -en un piso noveno- pueden verse los techos, las terrazas, los alféizares, en fin: la ciudad de la que huyó. Lestido viene cada vez menos a este sitio y su casa, a esta altura, transcurre en el trance de los lugares vacíos: están los libros, está el laboratorio, están las plantas. Pero el alma de Lestido, no.

El alma está en el mar.

—Es el paisaje que más amo. Aunque lleva un tiempo encontrar un equilibrio allá. Cuando hago clínicas, que son espacios de conexión con uno, trato de llevar a mis alumnos a la sierra o a un río, porque el mar puede desequilibrarlos: el mar es pesado.

Ahora sonríe: una línea fina –blanca- sobre el rostro oscuro.

—Pero yo estoy bien. Aparte me hice muchos amigos allá. Es una linda forma de estar sola.

*

Adriana Lestido es una de las fotógrafas documentales más influyentes de las últimas décadas. Fue la primera fotógrafa argentina en recibir la prestigiosa beca Guggenheim. Ganó premios y subsidios como el Hasselblad (Suecia), el Mother Jones (Estados Unidos) y el Konex. En 2010 fue nombrada Personalidad Destacada de la Cultura. Y su obra integra las colecciones de museos de Argentina, Estados Unidos, Venezuela, Francia y Suecia. Pero esto en realidad no explica nada.

Guillermo Saccomanno, prologuista de algunos libros de Lestido -y vecino suyo en Villa Gesell- reescribe todo lo anterior de la siguiente manera: “A través del tiempo Adriana fue depurando su visión, volviéndola más austera y a la vez más poética. Lo que sugiere no sólo un enorme dominio del oficio sino de la transmisión de sentimientos. Creo que hay una sola forma de capturar estas impresiones. Y es poniéndose, sin demagogia ni pietismo, en el lugar del otro. Solidariamente. Y Adriana lo hace”. Eso dice Saccomanno. Y luego dice otra cosa: dice que frente al famoso dilema de qué hacer frente a un chico herido en un combate (si asistirlo o fotografiarlo) no hay dudas de que Adriana ayudaría la víctima y dejaría en un segundo plano la búsqueda de belleza. “Esta perspectiva ética es justamente la que la diferencia del resto de tantos de sus colegas –dice-. Y, a la vez, es la que la distingue superando lo profesional y consagrándola como artista”.

Después, claro, está lo que dice el cuerpo.

La altura de Lestido es extraña: sus piernas son largas –jóvenes-, pero el torso –con los hombros inclinados levemente hacia delante- parece habitar y a la vez producir algún tipo de noche. El cuerpo de Lestido es una callada prolongación de su pensamiento. Es eso. A Lestido le gusta que no se la sienta. No sólo cuando trabaja sino también cuando publica. Lestido quiere diluirse a tal punto que sus fotos dejen de ser suyas y la persona que las mira pueda pensarlas como propias. Le pasó con el retrato “Madre e hija” en Plaza de Mayo (1982): la tomó un colectivo feminista y la puso en las calles sin consultarla ni ponerle el crédito. A ella le gustó. Cree que sólo así –cuando el autor se vuelve anónimo- las fotos pueden crecer a través de tiempo.

—¿Te pasó con alguna otra imagen, aparte de la de la Plaza?

—Sí. Con “La Salsera”, la de la pareja abrazada. Con esa armé mi pensión vitalicia.

Ríe. Sus ojos –chicos- son dos trazos de sombra que se apoyan en una sombra mayor. Lestido está bronceada. Pero su piel no es el resultado de una apuesta estética sino de un diálogo con la luz. Lestido sabe hablar. Con la luz o con lo que sea. Para el fotógrafo Juan Travnik –ganador también de una beca Guggenheim- esta facilidad para el diálogo tiene que ver con el amor. “Al partir del amor por el otro, Adriana pone en juego un respeto y un cuidado por no dañar a ese otro, ya sea una persona, un animal o una planta –dice-. Eso hace que en sus imágenes no se encuentre esa exhibición morbosa o especulativa de las heridas con que casi se regodea -vanamente- el que supone que con la presentación de lo terrible concreta un trabajo ‘denso’ y ‘comprometido’. Si se parte del amor y de una espiritualidad profunda, termina siendo difícil caer en una torpeza como esa”.

*

Hubo una primera foto. No era suya sino de Dorothea Lange. Se trataba de uno de los tantos registros que Lange había hecho en tiempos de Gran Depresión americana. En la imagen podía verse una mujer con sus hijos, sumida en la desesperanza de esos días terribles. Adriana vio esa copia y supo, antes en el cuerpo que en cualquier otra parte, que iba a ser fotógrafa. A fines de los ‘70 empezó a registrar niños en las plazas. Y en 1982 se inició como reportera gráfica en el diario La Voz, donde estuvo hasta 1984, cuando entró a la agencia Diarios y Noticias (DyN).

En el medio de todo eso, hubo una mañana.

Una mañana de 1982, en la que habían enviado a Lestido a cubrir una manifestación donde se exigía una respuesta por los miles de desaparecidos de la última dictadura militar. Lestido –quien había entrado a La Voz hacía una semana- tenía sólo veinticuatro años y una cámara. Eso fue suficiente. Frente a ella había una madre y una hija con pañuelos blancos sobre la cabeza, gritando su dolor y su furia por un hombre -marido y padre a la vez- que aún no daba señales de vida. Ni las daría nunca. La escena reescribía, a su manera, la imagen de Dorothea Lange: el vacío, la soledad y el asco de existir armaban su geografía en ese par de mujeres.

Lestido tomó la foto. Y sucedió el comienzo.

Hospital Infanto juvenil (1986/88); Madres Adolescentes (1988/90); Mujeres presas (1991/93); Madres e hijas (1995/98); El Amor y Villa Gesell (1992/2005), Interior (2011): basta mirar los ensayos y las series que hizo a lo largo de las décadas para intuir que los cuerpos -las formas- son para Lestido el resultado de una transacción. Los cuerpos son la condición para que se presente el alma. Sin ellos no habría nada. Las imágenes de Lestido –madres, hijas, presas, niñas; ahora también paisajes- suelen mostrar lo que no puede ser dicho.

—Durante mucho tiempo se dijo que yo retrataba el universo femenino –dice Lestido-, pero no es eso: yo retrataba la constante ausencia de lo masculino, que no es lo mismo. Ese fue el eje de mi trabajo durante décadas. Pero ya no. Creo que esa parte sanó en mí. Ya vi todo lo que necesitaba ver.

Incluso ya se tomó el trabajo de volver a ver lo que había visto. En el año 2010 Lestido hizo Lo que se ve (1979-2007), una exposición retrospectiva en la que trabajó durante dos años. Cada una de esas fotos, unidas entre sí por un hilván herido, formaba –y sigue formando- la postal de un universo roto; de una soledad que se presenta como un juego de muñecas rusas donde cada ausencia lleva adentro otra ausencia. Y donde en el fondo de todo está la belleza.

Después de esa edición –con la que dio por terminado el período de las “ausencias”- Lestido tardó tres años en hacer algo nuevo.

—Uno no es una máquina –explica-. Antes de hacer algo, uno está obligado a preguntarse: ¿Para qué lo hago? ¿Para estar en el candelero? ¿Para hacer una muestra por año? ¿Para que no se olviden de mí? ¿O se trata de una necesidad vital, evolutiva? Yo estoy todo el tiempo en frecuencia creativa, pero por ahí paso mucho tiempo sin hacer una foto. Y no me preocupa. No soporto la pregunta “¿en qué proyecto andás?”

Lestido resopla.

—Y yo no ando en nada, qué sé yo: estoy mirando el amanecer. Y la verdad que eso me alimenta más que montar una escena de creación sólo para que se suponga que estoy haciendo algo. Frente a tanta imagen y tanta nadería, prefiero preguntarme: ¿Llego al hueso con lo que estoy haciendo? ¿Me transforma lo que hago? ¿Podría vivir sin hacer lo que hago? ¿Entonces para qué lo hago? ¿Puede transformar al otro lo que hago? ¿Puede sentir propias las imágenes? ¿Le da ganas de hacer fotos? Ése es el compromiso que uno debe asumir.

—El compromiso del arte entonces es con uno mismo.

—Sí. Hay una malversación del concepto de arte y de compromiso. Creo que el compromiso tiene que existir, pero con uno. Uno tiene que saber detenerse. Todo es cuestión de parar, vaciarse y hacer espacio para llegar al hueso. La creación para mí es eso: espacio y limpieza. Para mí no existe la página en blanco: la página está llena de cosas y tengo que depurar para poder conectar. Yo conecto desde el vacío y eso lleva muchísimo trabajo.

*

Lestido empezó a tomar fotos con una cámara de su padre. Estaba guardada en el ropero de su casa, en el barrio de Mataderos, a pocos minutos del mercado de Liniers. La cámara tenía fuelle y es de suponer que las fotos de la infancia –Adriana a los cuatro, cinco años- fueron tomadas con ese artefacto. Pero ella no recuerda a su padre con la cámara. Sólo recuerda lo otro.

En 1961, él cayó preso por estafa. Ella tenía seis años; él 31. Él quedó en la cárcel de Caseros hasta que Lestido cumplió doce; ella iba a visitarlo. Luego creció. Estudió Ingeniería. Le gustaban las matemáticas, pero en cuestión de meses la carrera le pareció un espanto. Lestido no entendía nada. Cursó las materias durante 1973, y mientras tanto empezó a militar en una franja estudiantil. Así conoció a Willy, un estudiante que leía a Marx, Lenin, Mao.

—Yo también leía –dice Lestido-, pero por obligación.

Empezaron a militar en la Vanguardia Comunista. A esa altura, Lestido no era valiosa como alumna pero sí como militante. No recuerda si estudiaba algo. Sí recuerda que, llegada la dictadura militar, se fue de la facultad porque había llegado la proletarización.

—Me fui porque tenía que entrar a trabajar en las fábricas. ¡Dios mío! Trabajé un día en una fábrica textil pero no me lo banqué. Jamás en mi vida había cosido a máquina. Mi trabajo era cortar las hilachas de unas telas y reponerles los trozos de telas a otras compañeras. Hasta que un día les dije a mis compañeros: “No puedo”. “Bueno -me dijeron-. Entonces estudiá enfermería; la revolución necesita enfermeros”. “¿Pero no puede ser medicina?” les digo. “No: enfermeros” me dicen.

Lestido estudió enfermería durante un año. Hasta que un día tuvo que preparar el cuerpo de un anciano muerto y no lo soportó. Huyó. Y de alguna forma que ni siquiera ella recuerda del todo, llegó 1978. Que es lo mismo que decir el año negro.

—Desaparecieron Willy y un montón de amigos. Él tenía 29 y yo 23. Tiempo después decidí estudiar cine. Fue en el ‘79. Recién hace unos años me cayó la ficha de que su ausencia algo tendría que ver con mi trabajo. La necesidad de registrar las cosas con imágenes, supongo. De poner, ante lo ausente, la imagen.

Lestido empezó a hacer fotos el año en que Willy desapareció. Y empezó a analizarse cuando empezó a hacer fotos. Las dos eran formas distintas de conocimiento: si faltaba una u otra, Lestido sabía que se derrumbaba.

Hoy –a treinta años de ese año- Lestido no se rompe tan fácilmente. Pero reconoce sus propios pilares. Y siguen siendo –palabras más o menos- los mismos.

—El análisis y la fotografía van en una misma dirección: te ayudan a ver aquello que tu ojo no ve. Yo no fotografío lo que vi, porque si ya lo vi… ¿para qué lo quiero en papel? Lo que quiero ver es lo que no ve mi ojo. Fotografío lo que percibo pero no llego a ver.

—¿Por eso tus fotos siempre son en blanco y negro?

—Creo que sí. En los sueños uno no se acuerda del color. No es que soñemos en blanco y negro: simplemente, es imagen sin color. Y lo mío es eso, más que nada: no es que ame el blanco y negro. En realidad quiero sacarle el color a la imagen.

Su último trabajo fue un encargo de Insud: un grupo económico con un brazo filantrópico que le pidió a Lestido que hiciera un registro de la labor de conservación del medio ambiente y de lucha contra las enfermedades de la pobreza (chagas, dengue) que el Grupo tiene en ciertas provincias de Argentina. Lestido aceptó. Pero lo hizo a su manera. Tomó su cámara Leica y su libreta de notas, y se fue sola a recorrer los pueblos. El resultado es un libro donde la naturaleza tiene la misma entidad que las personas, y donde hasta las orquídeas se desnudan de todo color.

—En México también me pidieron que hiciera un laburo en unos bosques y… bueno. Capaz que imaginaban algo verde.

Se ríe.

—Pero yo quiero ir cada vez más a lo esencial. No sé bien por dónde, pero sé que la Naturaleza me va a guiar.

El trabajo, que ahora está en las librerías, se llama Interior.

No podría llamarse de otra forma.

3 comentarios:

Mario G. Soria dijo...

...que maravillosa manera de ver, y de retratar...refuerza las ideas del compromiso con lo intimo, seguro..pues sin uno, no hay arte, no hay nada..gracias, Señorita Li...

buscandovidazen dijo...

Una maravillosa mirada de Lestido de Licitra. Artistas de la imagen y de las palbras, qué maravilloso encuentro ♥

Sabrina Avell dijo...
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