Lo primero es el pasado. Eso empezó hace mucho tiempo. Empezó
con Fernanda García Lao a los dos años de edad, expulsada del jardín de
infantes.
—Fernandita molesta a su hermana –dijo la maestra-. Sería
mejor que vuelva más adelante.
Aquel fue el comienzo de una vida errática. Desde entonces,
en Mendoza -donde estuvo hasta los diez años-, García Lao cumplió con la
educación formal no tanto por convicción como por cortesía: tuvo la amabilidad
de ir a la escuela. Pero su educación ocurrió en otra parte. Alentada por un
padre periodista y una madre que hacía muchas cosas, la niña empezó a leer en
su casa a Ionesco, Beckett y Genet, y quedó perturbada. Igual a nadie le
importó.
Salvo a Fernanda García Lao.
—Desde chica yo venía tomando… medidas –dice ahora. Y sonríe.
Pero ahora es el presente. Y lo primero es el pasado.
Siete años después, en Madrid, en un exilio familiar, el
episodio escolar se repitió. Una docente de Historia citó a la madre de García
Lao e hizo una intervención que arrojó luz sobre el cerebro de esa niña
devenida joven.
—Fernanda podría ser brillante –dijo la docente-. Entrega
unos exámenes maravillosamente escritos, pero no pone fechas ni nombres, habla
de una guerra sin un puto dato. Y esta materia es Historia.
La madre asintió. Habló con su hija. La chica respondió que no
le interesaba saber quién era el rey, quién ganaba la guerra y en qué siglo se
desarrollaba la batalla.
—Lo único que me importa es la historia -concluyó Fernanda
García Lao.
A partir de entonces aprendió algunas fechas para promocionar
el año pero en la intimidad empezó a escribir como vivía, esto es: sin
coordenadas vanas.
—Creo que en eso tiene mucho que ver la lectura precoz de
Beckett, que nunca instala lugares. Casi no hay ni siquiera nombre propio. O
hay una sigla. Y no hay territorio. Me parece que todo eso se queda viejo
rapidísimo, me huele a periodismo. Cuando hay mucha mención a lo coyuntural estás
comprando vejez.
Eso dice García Lao con una voz fina. La palabra “vejez” en ese
timbre ingenuo produce escalofríos. Pero eso, una vez más, sucede ahora.
Antes, cuando terminaba la escuela secundaria, García Lao
empezó a albergar algo grande. Quedó embarazada. Su primera hija se llamó
Julieta. Con su llegada García Lao se llenó de un poder sin forma. Se sintió eterna.
Empezó a escribir. Usó la máquina de su padre y tiempo después sacó su primera
novela, llamada Coro de Inmorales y
aún inédita. Años más tarde, en el medio de tantas otras cosas, escribió y editó
cuentos y cuatro libros que hoy se consiguen: La perfecta otra cosa (traducida al francés por la editorial La
dérniere goute)
,
Muerta de hambre
(primer premio de Novela Fondo Nacional de las Artes 2004, también traducida al
francés)
,
La piel dura
y Vagabundas (que gano una mención en el
Premio Internacional de Novela Letrasur 2010).
Todas esas historias, a su vez,
contaron con el aval público de escritores como Luis Gusmán, Esther Cross, Juan
Martini, Juan Sasturain, Martín Kohan y Claudia Piñeiro.
Así empezó a circular García Lao: como un secreto; como el
tráfico de una flor extraña. Hasta que en algún momento alguien dijo en voz
alta que García Lao no era normal. Y en 2011 la invitaron como promesa de la
literatura a la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara. Las fotos de esos días la muestran sonriente y con
unas botas muy lindas. Ahí, finalmente, Fernanda García Lao se sintió cómoda y
no importunó más a nadie.
—El 2011 fue un año fuerte. De pronto empecé a ver algunos
frutos. Más allá de que uno no haga cosas para obtener resultados, que te lean
tus pares y que te reconozcan algún mérito es importante. Confirma algunos
rumbos, algunas elecciones que uno ha hecho.
De espaldas, en la cocina de su casa de Olivos, García Lao enciende
el fuego y habla con una voz delgada: un hilo de niña o de pájaro. Afuera
llueve a gritos. García Lao viste de negro –ropas negras, botas negras, uñas
negras- y su cabello –negro y liviano- recuerda a las plumas de un animal
pequeño. En las paredes hay pinturas hechas por ella –trazos que forman un
rostro, un cuerpo: el alma de una cosa- y alguna escultura también hecha por
ella. Garcia Lao es varias personas a la vez: escribió, dirigió, actuó y
compuso música para obras de teatro. Como actriz, dramaturga e intérprete
recorrió buena parte de América Latina. Recibió premios, subsidios y menciones
incontables. Toca el piano, pinta y mete mano donde le interese.
Ahora hace mate; se la ve normal. Pero a García Lao hay que
mirarla con reservas. Debajo de esa voz y de esos cabellos finos anidan las ideas
que importan. Son todas sombrías. Los libros de esta chica son un resumen de
abandonos, errancias, partidas, ausencias, frases afiebradas y enloquecidas
búsquedas de sentido organizadas en base a una prosa indecente.
En La perfecta otra
cosa siete personajes componen una historia absurda donde la locura, la
familia, la iglesia, el desborde y el éxito arman un rompecabezas astillado en
el que pueden leerse frases como ésta: “Mi padre era un hombre muy severo con
los dientes podridos. Nunca fui su predilecta. Rosalin se llevaba todos sus
mimos por lo que dede muy joven la compadecí”.
En Muerta de hambre
está la vida excesiva de Bernabé: una chica gorda que decide usar su cuerpo
como herramienta mortífera. “La señora que me ayudaba se fue hace miles de
postres –dice Bernabé-. Ahora pido todo por teléfono. Creo que soy el primer
caso, en esta ciudad de esqueletos vengativos, que se ha fijado un objetivo tan
grasiento. Quiero estallar. Mi cuerpo es mi discurso. Espero que alguien me
entienda”.
En La piel dura
hay una actriz que oscila entre el teatro independiente y los casting de
publicidad, y que debe enfrentarse a una mano –propia- que se independiza de un
modo salvaje del resto del cuerpo. “No disfruto con la desobediencia –dice la
actriz-. Mi inmoralidad es instintiva”.
Y el último de los libros, llamado Vagabundas, cuenta la historia de Eusebia: una mujer nacida en 1904
y condenada a pasar la vida atendiendo el hotel de un balneario desierto. Hasta
que un día Eusebia se desata y se fuga del hotel en la avioneta de un pasajero,
y deja a sus espaldas unas volutas de humo y un diario íntimo con un extenso
manifiesto sobre las mujeres y la huída. El diario dice, entre otras cosas,
esto: “Yo me quiero salvar. Y no me importa otra cosa. Mis padres han muerto.
Estoy tan rematadamente sola que me da risa. Sólo hay un muchacho. Me intriga
su dureza, porque los ojos parecen de otro, de alguien delicado. Me mira cuando
piensa que no lo veo. Pero siempre lo tengo en ángulo. A veces siento el calor
de su mirada en la nuca. No me muevo para no perderlo. Y aunque escriba sobre
él, no voy a hablarle, ni a sonreír. Voy a comportarme como un espejo. Soy el
resultado del cielo: un cuerpo que hierve y un oscuro ser menguante”.
Vagabundas es un
libro tan insurrecto que produce espasmos.
—¿Esto es literatura
femenina?
—Creo que sí. Esa idea de la literatura femenina como lugar
de sensiblería romanticona quedó antigua. Define otra época y otro tipo de
mujeres. Pero a partir de Frankenstein
y de Mary Shelley para mí la femenina es una literatura muy poderosa, un
espacio donde se pone en cuestión el cuerpo y lo tenebroso e infantil que
alberga cada mujer en su interior. Las mujeres que me interesan escribiendo
tienen muy presente un costado de niña vieja. Pienso en Silvina Ocampo: es una
niña vieja. Marosa di Giorgio también. Clarice Lispector también. Alejandra
Pizarnik también. Son todas mujeres con mucha claridad para meter el candor y
la perversión en un mismo frasco. Y han dejado un eco que todavía sigue. En
cambio los hombres en este momento parecen estar atravesando ese costado
molusco, blando, que antes tuvimos nosotras. Pobres: están muy nostálgicos.
—En la mayoría de sus
libros los hombres son sombras erráticas. En Vagabundas, por ejemplo, el hombre más fuerte se llama Manuel y es un médano.
—Sí, puede ser... El foco está en ellas. Ellos son
secundarios. Quizás grises. Supongo que también tiene que ver con mi biografía.
Somos todas hermanas, tengo hijas, tengo sobrinas, y mi papá que era como la
figura brillante no está, y es como… su ausencia seguramente teñirá al resto de
los hombres proyectados como sombras.
—Los temas de sus
libros son muy raros; no entremos en detalles. La pregunta es: ¿Cómo llega a
ellos?
—No diseño el tema. Trabajo más pensando en el lenguaje y en
el estado del personaje. Me interesa ver cómo se construye una frase y que no
haya palabras de adorno ni de relleno. El lenguaje es el personaje principal de
lo que escribo. El asunto después es una excusa, casi. O sea: me parece que
tiene que haber conflicto incluso en el lenguaje. Si leo una frase y siento que
está muerta, no me sirve ni para dirigirme hacia otro lugar. Pero en general interviene
mucho mi inconciente, y si no me salva el inconciente me salva la corrección.
—Hay mucho de
escritura automática.
—Sí. Del método automático surrealista salieron todas las
primeras cosas. Después con la concreción soy muy obsesiva y ahí aparece ese
otro costado de dirección muy clara. No me sirve cualquier cosa. Pero en un
principio la escritura tiene algo de descubrimiento arqueológico. Yo saco
simplemente lo que hay cubriendo esa figura que está enterrada varios metros en
mi cabeza. Voy cuidando de no romper partes. Cuando encuentro y digo “ajá, esto
es una momia”, entonces voy para atrás y releo con la mirada de la momia que
hallé. Y ahí empiezo a corregir en función de eso que ahora entendí.
—Hay una frase en
Vagabundas: “La maternidad, la moda y el amor conspiran contra las vagabundas”.
¿Esa es una de esas verdades?
—No en mi caso. Soy el caso contrario. Con mi hija Julieta
fui y vine por el mundo. Y ella participó de mi vagabundeo y es una persona que
tiene una amplitud mental y muy pocos prejuicios y mucha generosidad hacia el
otro que yo no observo en su generación. Es mi compañera de ruta desde hace
mucho tiempo.
Fernanda García Lao tuvo su primera hija a los veinte años. Era
la década de 1980. Era Madrid. García Lao estaba más interesada en la calle y en
el cuerpo que en la vida de escritorio. Su padre había muerto cuatro años atrás:
se había accidentado en una playa del Mediterráneo. Fernanda García Lao,
entonces, quedó con su madre –española- y sus dos hermanas. Eran cuatro mujeres
haciendo lo posible por vivir en calma.
Bueno, Fernanda no hacía lo posible; estaba alerta. Con la
muerte de su padre sintió que perdía la conexión con Argentina y con el pensamiento.
Lo que quedaba –dice- era el cuerpo: la calle, la escritura, los ojos abiertos.
—Yo tenía mucho deseo de conocer el mundo y de conocer gente
y de vivir y de probarme y de sentir que el riesgo y la emoción y el amor y el
otro eran tan importantes como un libro. No me interesaba leer a Borges, que
era lo que se sugería en mi casa. Digamos que mi madre sobredimensionaba el rol
de las buenas lecturas. “Mirá qué interesante es esto, mirá lo otro, veamos
cuántos sinónimos se encuentran para la palabra ‘perder”. Había una sobrevaloración
de las palabras que hoy agradezco porque la heredé, pero yo sentía que había
que poner el cuerpo. No bastaba con las ideas.
Su madre, María del Amor, la imaginó periodista –como su
padre- y con un programa de entrevistas propio –como su padre. Pero Fernanda
García Lao se dedicó a vender relojes berretas. A escribir canciones y poemas
que se le antojaban malos. En el medio de todo eso engendró y parió a su
primera hija, Julieta, como quien cobra revancha. Parir, además, era otra forma
de escribir.
A los veintiún años volvió a Buenos Aires, trabajó de actriz
e hizo comerciales vestida de monja. Luego volvió a irse, volvió a volver y
tuvo una segunda hija llamada Valentina. Amó, escribió y leyó con desesperación. Empezó
a publicar. Y finalmente conoció a este hombre que ahora aparece en la cocina y
dice dos cosas: que no le interesa leer. Que acaba de descubrir algo en
relación a la música.
—Tito Fargo, mi pareja –lo presenta García Lao.
—¿Ese es el nombre?
—Es todo falso. Su nombre es Ruperto.
—Hola Tito.
Tito Fargo le sacó la foto de solapa a García Lao para Vagabundas. La imagen muestra el primer
plano de una mujer con capucha y en la arena, en un atardecer frío entre los
médanos. Esa foto quizás haya sido tomada en Punta Desnudez: el lugar –cerca de
Orense- al que fue García Lao años atrás, y en el que encontró tal viento y tal fecundidad
literaria que se inspiró para construir Vagabundas.
Un libro que, entre tantas cosas, tiene nombres muy raros.
— Eusebia, Bernabé,
Rosalin, Demetrio. Ahora usted dice “Ruperto”. ¿Por qué usa esos nombres?
—Los busco mucho. Muchos son nombres como de otras épocas.
Me permiten la libertad de no ser literal con mi tiempo.
—¿Lo literal la
preocupa?
—Digamos que no me interesa reproducir lo que uno ya escucha
todo el tiempo. A mí me parece que la realidad es más que eso. No me gusta
hacer eco de los lugares comunes. No me parece que sea un trabajo artístico,
por ejemplo, reproducir el habla cotidiana. Para eso pongo un grabador y… yo estudié
periodismo y no estoy interesada en teñir de un modo testimonial a mis
personajes. Estamos rodeados de frases y de acciones que no tienen sentido a
los que se les da ese valor testimonial. Hay un deseo además de repetir y de
ser entendido fácilmente. Y a mí en realidad me interesa la gente que no
entiendo, las situaciones que me sorprenden. Creo que en el arte tiene que
haber revelación. No me interesa lo del momento. Me parece que distrae.
—¿Y las marcas de
época?
—Nunca pienso que tengo que hacerme cargo de mi época o de
mi género porque eso ya está dado. Yo escribo como una persona de este momento.
Entonces no pienso en esas cosas. Y me siento más anacrónica. Me da igual, en
un punto, si lo que escribo es vanguardia o viejo. Eso no me interesa. En
realidad me interesa cada libro como creación de universo. Y veo los libros
todos con un sentido de obra. No de disparos en la noche.
—Usted se creó un
Macondo. Eso es difícil en la literatura argentina.
—Es que cada época tiene sus lugares comunes de referencia,
y yo prefiero no plantar ese tipo de banderines. Las marcas, los productos, los
escritores de moda, los famosillos al paso… todo me hace ruido. Es como achicar
el terreno para mí. No los uso yo y no me gusta leerlos. Tal vez porque yo no
soy de ningún lugar, también.
Fernanda García Lao tiene un acento imposible: nació en
Mendoza, vivió en España, regresó a Buenos Aires y decidió quedarse con algunas
prendas de lenguaje de cada lugar vivido. Eso es lo único que permanece: del
resto aprendió a despegarse. Y aprendió temprano. Su cumpleaños número diez,
por caso, lo pasó en el aire: el exilio familiar se hizo el día de su aniversario.
En el avión el equipo de básquet del Real Madrid le cantó el feliz cumpleaños y
le regaló banderines; el deporte y la patria la celebraron desde las alturas. Ella
también celebró. En el aire, en la tierra: celebró durante varios años. Hasta que
Madrid quedó sumida, en los ’90, en algo que García Lao llama “espíritu
práctico demoledor”.
—Ahí se acabó la fiesta. Creo que se está perdiendo el
disfrute en el camino. Creo que se acepta muy rápidamente la pérdida de libertad.
Y se transmite eso a los hijos, además: parece que es un deber perder libertad
y acomodarse en lo más fácil. Lo que sea más práctico o más útil o dé mas
plata, lo que permita sacar un lustre un poco más rápido. Y ahí se pierde lo
más interesante de estar vivo, que es descubrir todo el tiempo y la capacidad
de asombro y no dar nada por sentado.
—En Vagabundas alguien
dice “mejor vivir poco y bien”.¿Usted tiene esa idea?
—A ver… Justo hoy estábamos hablando de la fantasía esta de
morir joven y el club de los 27 y todas estas huevadas, y a mí me parece que si
morís tan rápido tan genial no eras. Porque vivir es parte del asunto. Y
sobrevivir es parte del asunto. Me parece que la cosa es encender un fuego y
disfrutarlo, o sea que la respuesta es “no”. También aspiro al tiempo, je.
La risa es corta.
—La piba quería todo.
García Lao pesa las palabras. Y cuando acierta con la idea suele reír –como ahora- con un esplendor
fresco y malintencionado.
No es ingenua. Nada en esta charla lo es.
3 comentarios:
Parece que fue un encuentro importante. Entrevistadora y entrevistada de gran nivel e inteligencia. Gracias por compartirlo.
Silvia Segui
Muy buenooo!!!!!!!!
Josefina, te he leído en Orsai, y a Fernanda la escuché en leer es un placer. Las dos me parecen muy copadas y tengo ganas de seguir el trabajo que hacen. Salud!
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