martes, 17 de noviembre de 2015

Mostrar el género*



Durante los años 2007 y 2010 escribí un libro que transcurría en el conurbano bonaerense. Una vez por semana tomaba un colectivo que me dejaba en Puente La Noria, un territorio infecundo de la periferia, y esperaba a que Marcelo Rodríguez, mi contacto de aquel entonces, me pasara a buscar con su moto y me llevara al asentamiento donde hacía el trabajo de campo. Los viajes, bordeando el Riachuelo —uno de los ríos más contaminados de América del Sur—, eran inolvidables: el aire fétido se revolvía sobre un agua dura, matizada cada tanto por flores silvestres que ondeaban contra la tierra infecta de los márgenes. Pasaba horas en ese mundo, y también en mundos peores. Después, cuando llegaba a casa, me tiraba en la cama y miraba mi espacio como si cada objeto fuera en sí mismo un altar. La estufa, las puertas, el suelo de madera suave, el agua caliente; me reparaba parcialmente en comunión con lo tangible —con todas las cosas— mientras tomaba un baño, caminaba descalza o cenaba sin pasar frío.

Una vez terminado el libro, entré en un derrumbe orgánico y personal. Me enfermaba seguido, me costaba escribir, y dormía como si cada noche alguien me descargara un palazo en la nuca. Necesitaba, en definitiva, un quiebre que reubicara las cosas vistas durante esos años: la precariedad de los hogares, los bebés gateando en aguas inmundas, la gente que había trabajado una vida entera y no podía permitirse una casa con cloaca. Mi flojera, en esos tiempos, estaba muy vinculada a la provincia de Buenos Aires: un espacio que, más allá de su campo y sus pueblos, tiene su mayor núcleo poblacional en el Conurbano; un territorio signado por el clientelismo político, los intendentes enquistados en un poder de décadas y las calles reventadas en cráteres negros.

Es difícil pasar por ahí y no pensar en Rutger Hauer, el replicante de Blade Runner que antes de morir menciona, uno tras otro, los grandes momentos de la historia planetaria (“He visto cosas que los humanos ni se imaginan…” dice, y remite a la violencia y la belleza que entran en una única imagen). Y es difícil, hoy, pensar ese universo sin que aparezca la cara fresca de María Eugenia Vidal: la futura gobernadora de Buenos Aires a partir del mes de diciembre; una figura de la coalición Cambiemos —opositora al gobierno— que dio la gran sorpresa en las elecciones del 25 de octubre al vencer a un movimiento histórico, el peronismo, en la provincia más compleja del país. Pálida, prístina, hasta hace poco ignota —Vidal entró a la esfera pública como vicejefa de Gobierno Ciudad de Buenos Aires, cargo que actualmente ocupa— Vidal se tragó de un bocado a los barones del Conurbano, y lo hizo con un mensaje casi virginal. “A la provincia le falta amor de madre —decía uno de sus spots de campaña—. Eso significa que la provincia te tiene que cuidar como lo hace una madre. Con amor de verdad. Tiene que protegernos. Curarnos cuando nos enfermamos. Ayudarnos cuando tenemos un problema. Tiene que educarnos. Tiene que escucharnos a todos. Y no tener preferencias por ninguno. El amor de madre es incondicional. Eso es lo que necesita la provincia”.

No queda claro si Vidal ganó con esta clase de argumentos. Es de suponer que parte de su conquista radicó en la calidad de su oponente —Aníbal Fernández, candidato a la gobernación y uno de los mayores alfiles del gobierno de Cristina Kirchner, está acusado de facilitar el tráfico de efedrina en la provincia—, pero luego hay un factor personal que apostó, entre otras cosas, a cubrir todo aquello que se ve en el Conurbano —hambre, temor, intemperie— con la frazada de lo “maternal”.

Ese ardid resulta, sin embargo, incómodo. ¿Es lo “maternal” un recurso válido en la esfera pública? La pregunta ronda en estos días y me devuelve, como única respuesta, el sinfín de imágenes de la provincia: una cinta de Moebius a la que se sobrevive —y en la que se interviene— con valores que no tienen que ver con la condición femenina sino con la resistencia física y psíquica a la miseria y sus infinitas circunstancias. “Elegir a una mujer joven, madre, profesional, con la sensibilidad y la pasión que demostró María Eugenia, es parte de esta idea de cambio que queremos” dijo Mauricio Macri cuando lanzó la candidatura de Vidal. Pero sin saberlo —porque la cultura no se sabe: sucede— enlazó el “cambio” con una cualidad dolorosa y antigua: la de ganar una candidatura mostrando el género. Un recurso tristemente parecido al de mostrar las piernas para conseguir un puesto de trabajo.



* Publicado en la Revista YA del diario chileno El Mercurio.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente columna Josefina
Comparto contigo otras dos -bien distintas- que intentan analizar el fenómeno María Eugenia:

La Santidad, por Martín Kohan
http://www.laizquierdadiario.com/La-santidad

Se hace camino al andar, por Andrea Paula Garfunkel
http://www.infobae.com/2015/11/14/1769677-se-hace-camino-al-andar

Saludos,
Gastón