La primera vez que un hombre me tocó yo
era muy chica. Le llegaba a mi mamá a la altura de la cintura. Estábamos
juntas, de la mano, en un colectivo que iba lleno, y entre los apretujones
sentí un movimiento preciso, algo independiente de las leyes del viaje, que
avanzaba contra mí. Era un dedo. Pronto se metió bajo mi bombacha. Si cierro
los ojos todavía siento la temperatura tibia de ese cuerpo extraño sobre mi
piel fría.
No entendí qué era eso, pero hice
silencio. El silencio era lo único de lo que yo me creía capaz. Aguanté todo el
viaje hasta que mi mamá me tironeó del brazo para que bajáramos. El dedo se
agarró hasta último momento del borde de mi ropa interior. Hasta que la tela se
zafó y me pude ir.
Yo no zafé.
Aquel fue el comienzo de unos años,
también en ese sentido, largos. Me hostigaron en el colectivo durante toda la
infancia y la adolescencia. Recuerdo esa presencia inmunda a mis espaldas y
también recuerdo la garganta dura por la angustia que me daba sentirme incapaz
de hablar. Así fue pasando el tiempo. En el medio de esa serie de abusos
rutinarios hubo también otros episodios, si no mayores, al menos distintos. Sobre
todo recuerdo cuatro.
Una vez me dormí en un asiento con el
bolso de deportes sobre la falda, y cuando desperté tenía una mano escondida
bajo el bolso y cerca de mi entrepierna. Miré al hombre que me tocaba – estaba
sentado a mi lado- con estupor y confusión, y en el acto el abusador se puso de
pie y bajó del colectivo.
En otra oportunidad un hombre me chistó
en la calle, esperó a que girara y se abrió el gabán para mostrarme su pito flojo y oscuro. Durante años me seguí cruzando a ese sujeto en el barrio;
cuando lo hacía bajaba la vista. Quiero decir: yo la bajaba, él no.
El tercer episodio fue de madrugada. Esperaba
el colectivo para ir a la escuela, cuando un tipo se abalanzó sobre mí para
tocarme. Lo empujé y corrí hasta mi casa. Esa mañana tenía examen de Biología,
pero ya no tenía fuerzas para ir a clases. Días después se lo expliqué a mi
profesora y no recuerdo si entendió –supongo que sí- pero sí recuerdo que me
largué a llorar frente a ella.
Y finalmente estuvo el cuarto caso. Ese
fue el definitivo. Durante unas vacaciones en el sur, en la casa de mis tíos, un
amigo de la familia -que venía casi todos los días a comer y era simpático y
tenía una esposa rubia y dos hijas rubias- me encerró en un cuarto y me dijo
–todavía lo puedo citar- “no te hagás la boludita, ¿o no sabés que yo te
miro?”.
Yo tenía doce años. Y sentí miedo de
verdad.
A lo largo de esas vacaciones, “El
Pelado” –así lo llamaban- me aterrorizó con gestos, miradas correosas y frases
en doble sentido que me daban a entender todo lo que me haría cuando
estuviéramos solos. Pero esa vez fue distinta a las otras. Porque esa vez,
hacia el final del verano, hablé. Les conté todo a mis tíos, y en segundos vi
cómo ese monstruo indestructible devenía en un pobre hijo de puta incapaz de mirarse al espejo.
Desde entonces sé que romper un silencio
malhabido es lo único capaz de hacernos libres. Tenemos que hablar. Tenemos que
empezar a contar estas historias, que no me han pasado a mí sino –lo sé por mis
amigas- nos han pasado a todas. Lo digo acá y lo dije hace unos días en Buenos
Aires, en una maratón de lectura armada por la organización Ni Una Menos, que
hizo un evento literario en reclamo por la cantidad creciente de femicidios que
hay en mi país.
En Argentina, cada diez días muere una
chica asesinada de modos cruentos. Y eso se debe a un Estado que no protege lo
suficiente, pero también a una sociedad que ante una muerte se llena de
preguntas infames -¿cómo iba vestida? ¿tomaba alcohol? ¿había ido a bailar de
madrugada?- y que a lo largo de las décadas ha naturalizado el abuso cotidiano.
No es normal –aunque parece ser
habitual- pensar así. No es normal que nuestros hijos crean –como creí yo, como
creímos tantas- que el cuerpo no les pertenece. Hay que enseñarles a hablar,
pues la denuncia es un segundo lenguaje indispensable. Pero para poder enseñarles,
primero debemos aprender a hablar nosotras.
De eso trata este texto.
* Publicado en la Revista Ya del diario chileno El Mercurio.
4 comentarios:
me conmueve.
Duro, difícil, pero necesario.
Sentirme identificada en tus relatos es entender que es un relato de todas. Si, con el tiempo también aprendí que la palabra cura. Cuando lo contamos dejamos de sentirnos culpables y se da vuelta la tortilla. Creo que nuestra tarea es poner en palabras para que nuestros hijos aprendan a hablar siempre sobre lo que les molesta o lastima.
GRACIAS JOSE, lo llevaré al aula
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