lunes, 29 de diciembre de 2008

Aire

Después de dos meses puedo decir que esto ocurrió. Que el pasto verde y liso, el manto afelpado del que salían árboles derechos existió. Que vi ese cuatriciclo blanco circulando por senderos con olor a piedra y que enfrenté, también, a la mujer del cuatriciclo: una señora de cabello recto y anteojos oscuros que decía, con gélida amabilidad, «suba». Decía «suba» como si la muerte fuera ella. Como si ella fuera la condensación de ese espanto que nos empujaba a todos a caminar por el parque, bajo el sol ciego y apenas caliente, entre las flores de perfección sombría.

Es cierto que hubo una sala limpia y fría en la que todo era blanco. Los colores se habían desprendido de sí mismos y el lugar era la sala de los desvanecimientos. A un costado había café. Lo tomábamos para tener algo que hacer con nuestras manos, con esa sensación de caída libre en el estómago.

Es verdad que hubo un párroco y es cierto que lo echamos. Le dijimos «gracias», le explicamos qué pensábamos de dios.

Existió el cajón.

Al fondo, en el centro de la escena: eso.

Nunca vi nada tan triste y horroroso, nada tan indignante, nada tan sin remedio.

Mi tía se acercó al féretro y se quedó a un lado, y lentamente se fue hundiendo entre los tules de su propia alma. Empezó a hamacarse. Mi tía se hamacaba en un baile sincopado, íntimo y conmovedor. Veinte minutos estuvo meciéndose mi tía, hasta que mi padre se acercó, la envolvió con los brazos y le dijo «Ya está. Vamos». Ya no queda nada.

Me acerqué a eso y lloré con cansancio. Besé la madera porque fui incapaz de abrir la tapa y besar a un muerto. El dolor no estaba en mí: yo era el dolor. Así como otros son el río, o la noche.

Nos fuimos.

Desde entonces, cuando lo extraño mucho -y son tantas las veces que lo extraño-, cierro los ojos y pienso que toco su mejilla flácida y rasposa. Cierro los ojos y pienso en sus dientes inquietos. Cierro los ojos y pienso que su mano está en mi frente: su mano fresca y seca, la brisa de playa de su mano. Y ahora me digo que sí, que la muerte es esto: sentir que mi Nonno me acaricia desde el aire. Y que ese aire no sirve para respirar.