lunes, 29 de octubre de 2012

Agua (o eso que escribí temprano, antes del corte de luz)



Hoy amanecimos con la ciudad inundada. Accidentes, agua, derrumbes: hemos tenido -estamos teniendo- nuestro Apocalipsis fugaz en Buenos Aires. Cuando fui a desayunar me encontré con mi cocina. Era una pileta tenebrosa. Durante la noche las hojas taparon las rejillas del patio y el agua empezó a subir hasta tomar parte de la casa. Sacamos el agua doblados al medio: nos dolió el cuerpo. Luego despertamos a Joaquín y Juan lo llevó a la escuela. 

Ahora todo está seco. Quedó apenas una mínima resaca: una línea de pasto y mugre pegada a las paredes. La miro. Ahí está la marca del ultraje. Primero voy a escribirla, pienso. Voy a escribirla para saber que existió. Después voy a limpiar.

En el medio reviso los diarios, el noticiero, Twitter. Entre todas las imágenes del caos hay una de Lanús. Conozco Lanús. Escribí sobre Lanús en el libro Los Otros:

“Carlos y su mujer, Amanda Prucnal, están juntos desde hace veintitrés años y se pasaron los últimos diez pagando tuberías. La que va del inodoro al pozo ciego. La que va de la ducha, el lavatorio y el lavarropas a la calle. La que conecta el caño de la calle con el sumidero de la esquina, que a su vez empalma con los conductos que van al Riachuelo. Pero no todos quieren o pueden pagar tanto. Muchos tienden un conducto hasta la calle y es ahí, en la calle, donde todo queda. En el mejor de los casos, sobre el asfalto está el agua estancada proveniente de la ducha, el lavatorio y el lavarropas. En el peor, los pozos ciegos –en vez de desagotarse con un camión cisterna- bombean el agua servida sobre el pavimento.

Puede haber mierda en las calzadas de Villa Giardino. No es lo normal, pero es una posibilidad que se hace más real en los días de lluvia. Si hay sol las napas están bajas. Pero si llueve demasiado las napas se desbordan, llegan hasta el pozo ciego y todo, a partir de ese momento, es mierda: el agua para beber, los ríos de las calles.

***

Carlos me invita a su casa. A un lado de la entrada están las barricadas y las bolsas de arena que pone a modo de compuerta cada vez que llueve. Luego de ingresar pido ir al baño. Minutos después toco mal un botón y todo se inunda: la pared escupe chorros de agua clara y me mojo la ropa y los pies y el suelo empieza a llenarse.

—Carlos –salgo del baño: no sé qué decir-. Perdón.

Él y su mujer responden con un gesto menor. Como si se hubiera derramado un vaso de agua. La convivencia con las aguas malas forma parte de eso: de una convivencia, de un diálogo extenuante al que se llega con los brazos cansados”.

Esto es algo de lo que escribí, así que bueno: siempre la misma historia. En Lanús y en todas las otras partes. Ahora sigue lloviendo pero en algún momento va a parar. Y luego de la inundación va a venir lo habitual: todo volverá al mar. Bajarán las napas, se aliviarán los pluviales. El agua se llevará la parte más urgente de la angustia. Saldrá el sol.

Pero quedaremos nosotros. Y eso, en algún momento, va a tener algún significado.

lunes, 8 de octubre de 2012

Fernanda García Lao y el mundo de las niñas viejas





Lo primero es el pasado. Eso empezó hace mucho tiempo. Empezó con Fernanda García Lao a los dos años de edad, expulsada del jardín de infantes.

—Fernandita molesta a su hermana –dijo la maestra-. Sería mejor que vuelva más adelante.

Aquel fue el comienzo de una vida errática. Desde entonces, en Mendoza -donde estuvo hasta los diez años-, García Lao cumplió con la educación formal no tanto por convicción como por cortesía: tuvo la amabilidad de ir a la escuela. Pero su educación ocurrió en otra parte. Alentada por un padre periodista y una madre que hacía muchas cosas, la niña empezó a leer en su casa a Ionesco, Beckett y Genet, y quedó perturbada. Igual a nadie le importó.

Salvo a Fernanda García Lao.

—Desde chica yo venía tomando… medidas –dice ahora. Y sonríe.

Pero ahora es el presente. Y lo primero es el pasado.

Siete años después, en Madrid, en un exilio familiar, el episodio escolar se repitió. Una docente de Historia citó a la madre de García Lao e hizo una intervención que arrojó luz sobre el cerebro de esa niña devenida joven.

—Fernanda podría ser brillante –dijo la docente-. Entrega unos exámenes maravillosamente escritos, pero no pone fechas ni nombres, habla de una guerra sin un puto dato. Y esta materia es Historia.

La madre asintió. Habló con su hija. La chica respondió que no le interesaba saber quién era el rey, quién ganaba la guerra y en qué siglo se desarrollaba la batalla.

—Lo único que me importa es la historia -concluyó Fernanda García Lao.

A partir de entonces aprendió algunas fechas para promocionar el año pero en la intimidad empezó a escribir como vivía, esto es: sin coordenadas vanas.

—Creo que en eso tiene mucho que ver la lectura precoz de Beckett, que nunca instala lugares. Casi no hay ni siquiera nombre propio. O hay una sigla. Y no hay territorio. Me parece que todo eso se queda viejo rapidísimo, me huele a periodismo. Cuando hay mucha mención a lo coyuntural estás comprando vejez.

Eso dice García Lao con una voz fina. La palabra “vejez” en ese timbre ingenuo produce escalofríos. Pero eso, una vez más, sucede ahora.

Antes, cuando terminaba la escuela secundaria, García Lao empezó a albergar algo grande. Quedó embarazada. Su primera hija se llamó Julieta. Con su llegada García Lao se llenó de un poder sin forma. Se sintió eterna. Empezó a escribir. Usó la máquina de su padre y tiempo después sacó su primera novela, llamada Coro de Inmorales y aún inédita. Años más tarde, en el medio de tantas otras cosas, escribió y editó cuentos y cuatro libros que hoy se consiguen: La perfecta otra cosa (traducida al francés por la editorial La dérniere goute)



3º Premio Cortázar

Muerta de hambre (primer premio de Novela Fondo Nacional de las Artes 2004, también traducida al francés)



1º Premio Fondo Nacional de las Artes

La piel dura 



y Vagabundas (que gano una mención en el Premio Internacional de Novela Letrasur 2010).



Todas esas historias, a su vez, contaron con el aval público de escritores como Luis Gusmán, Esther Cross, Juan Martini, Juan Sasturain, Martín Kohan y Claudia Piñeiro.

Así empezó a circular García Lao: como un secreto; como el tráfico de una flor extraña. Hasta que en algún momento alguien dijo en voz alta que García Lao no era normal. Y en 2011 la invitaron como promesa de la literatura a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Las fotos de esos días la muestran sonriente y con unas botas muy lindas. Ahí, finalmente, Fernanda García Lao se sintió cómoda y no importunó más a nadie.


—El 2011 fue un año fuerte. De pronto empecé a ver algunos frutos. Más allá de que uno no haga cosas para obtener resultados, que te lean tus pares y que te reconozcan algún mérito es importante. Confirma algunos rumbos, algunas elecciones que uno ha hecho.

De espaldas, en la cocina de su casa de Olivos, García Lao enciende el fuego y habla con una voz delgada: un hilo de niña o de pájaro. Afuera llueve a gritos. García Lao viste de negro –ropas negras, botas negras, uñas negras- y su cabello –negro y liviano- recuerda a las plumas de un animal pequeño. En las paredes hay pinturas hechas por ella –trazos que forman un rostro, un cuerpo: el alma de una cosa- y alguna escultura también hecha por ella. Garcia Lao es varias personas a la vez: escribió, dirigió, actuó y compuso música para obras de teatro. Como actriz, dramaturga e intérprete recorrió buena parte de América Latina. Recibió premios, subsidios y menciones incontables. Toca el piano, pinta y mete mano donde le interese.

Ahora hace mate; se la ve normal. Pero a García Lao hay que mirarla con reservas. Debajo de esa voz y de esos cabellos finos anidan las ideas que importan. Son todas sombrías. Los libros de esta chica son un resumen de abandonos, errancias, partidas, ausencias, frases afiebradas y enloquecidas búsquedas de sentido organizadas en base a una prosa indecente.

En La perfecta otra cosa siete personajes componen una historia absurda donde la locura, la familia, la iglesia, el desborde y el éxito arman un rompecabezas astillado en el que pueden leerse frases como ésta: “Mi padre era un hombre muy severo con los dientes podridos. Nunca fui su predilecta. Rosalin se llevaba todos sus mimos por lo que dede muy joven la compadecí”.

En Muerta de hambre está la vida excesiva de Bernabé: una chica gorda que decide usar su cuerpo como herramienta mortífera. “La señora que me ayudaba se fue hace miles de postres –dice Bernabé-. Ahora pido todo por teléfono. Creo que soy el primer caso, en esta ciudad de esqueletos vengativos, que se ha fijado un objetivo tan grasiento. Quiero estallar. Mi cuerpo es mi discurso. Espero que alguien me entienda”.

En La piel dura hay una actriz que oscila entre el teatro independiente y los casting de publicidad, y que debe enfrentarse a una mano –propia- que se independiza de un modo salvaje del resto del cuerpo. “No disfruto con la desobediencia –dice la actriz-. Mi inmoralidad es instintiva”.

Y el último de los libros, llamado Vagabundas, cuenta la historia de Eusebia: una mujer nacida en 1904 y condenada a pasar la vida atendiendo el hotel de un balneario desierto. Hasta que un día Eusebia se desata y se fuga del hotel en la avioneta de un pasajero, y deja a sus espaldas unas volutas de humo y un diario íntimo con un extenso manifiesto sobre las mujeres y la huída. El diario dice, entre otras cosas, esto: “Yo me quiero salvar. Y no me importa otra cosa. Mis padres han muerto. Estoy tan rematadamente sola que me da risa. Sólo hay un muchacho. Me intriga su dureza, porque los ojos parecen de otro, de alguien delicado. Me mira cuando piensa que no lo veo. Pero siempre lo tengo en ángulo. A veces siento el calor de su mirada en la nuca. No me muevo para no perderlo. Y aunque escriba sobre él, no voy a hablarle, ni a sonreír. Voy a comportarme como un espejo. Soy el resultado del cielo: un cuerpo que hierve y un oscuro ser menguante”.

Vagabundas es un libro tan insurrecto que produce espasmos.

—¿Esto es literatura femenina?

—Creo que sí. Esa idea de la literatura femenina como lugar de sensiblería romanticona quedó antigua. Define otra época y otro tipo de mujeres. Pero a partir de Frankenstein y de Mary Shelley para mí la femenina es una literatura muy poderosa, un espacio donde se pone en cuestión el cuerpo y lo tenebroso e infantil que alberga cada mujer en su interior. Las mujeres que me interesan escribiendo tienen muy presente un costado de niña vieja. Pienso en Silvina Ocampo: es una niña vieja. Marosa di Giorgio también. Clarice Lispector también. Alejandra Pizarnik también. Son todas mujeres con mucha claridad para meter el candor y la perversión en un mismo frasco. Y han dejado un eco que todavía sigue. En cambio los hombres en este momento parecen estar atravesando ese costado molusco, blando, que antes tuvimos nosotras. Pobres: están muy nostálgicos.

—En la mayoría de sus libros los hombres son sombras erráticas. En Vagabundas, por ejemplo, el hombre más fuerte se llama Manuel y es un médano.

—Sí, puede ser... El foco está en ellas. Ellos son secundarios. Quizás grises. Supongo que también tiene que ver con mi biografía. Somos todas hermanas, tengo hijas, tengo sobrinas, y mi papá que era como la figura brillante no está, y es como… su ausencia seguramente teñirá al resto de los hombres proyectados como sombras.

—Los temas de sus libros son muy raros; no entremos en detalles. La pregunta es: ¿Cómo llega a ellos?

—No diseño el tema. Trabajo más pensando en el lenguaje y en el estado del personaje. Me interesa ver cómo se construye una frase y que no haya palabras de adorno ni de relleno. El lenguaje es el personaje principal de lo que escribo. El asunto después es una excusa, casi. O sea: me parece que tiene que haber conflicto incluso en el lenguaje. Si leo una frase y siento que está muerta, no me sirve ni para dirigirme hacia otro lugar. Pero en general interviene mucho mi inconciente, y si no me salva el inconciente me salva la corrección.

—Hay mucho de escritura automática.

—Sí. Del método automático surrealista salieron todas las primeras cosas. Después con la concreción soy muy obsesiva y ahí aparece ese otro costado de dirección muy clara. No me sirve cualquier cosa. Pero en un principio la escritura tiene algo de descubrimiento arqueológico. Yo saco simplemente lo que hay cubriendo esa figura que está enterrada varios metros en mi cabeza. Voy cuidando de no romper partes. Cuando encuentro y digo “ajá, esto es una momia”, entonces voy para atrás y releo con la mirada de la momia que hallé. Y ahí empiezo a corregir en función de eso que ahora entendí.

—Hay una frase en Vagabundas: “La maternidad, la moda y el amor conspiran contra las vagabundas”. ¿Esa es una de esas verdades?

—No en mi caso. Soy el caso contrario. Con mi hija Julieta fui y vine por el mundo. Y ella participó de mi vagabundeo y es una persona que tiene una amplitud mental y muy pocos prejuicios y mucha generosidad hacia el otro que yo no observo en su generación. Es mi compañera de ruta desde hace mucho tiempo.

Fernanda García Lao tuvo su primera hija a los veinte años. Era la década de 1980. Era Madrid. García Lao estaba más interesada en la calle y en el cuerpo que en la vida de escritorio. Su padre había muerto cuatro años atrás: se había accidentado en una playa del Mediterráneo. Fernanda García Lao, entonces, quedó con su madre –española- y sus dos hermanas. Eran cuatro mujeres haciendo lo posible por vivir en calma.

Bueno, Fernanda no hacía lo posible; estaba alerta. Con la muerte de su padre sintió que perdía la conexión con Argentina y con el pensamiento. Lo que quedaba –dice- era el cuerpo: la calle, la escritura, los ojos abiertos.

—Yo tenía mucho deseo de conocer el mundo y de conocer gente y de vivir y de probarme y de sentir que el riesgo y la emoción y el amor y el otro eran tan importantes como un libro. No me interesaba leer a Borges, que era lo que se sugería en mi casa. Digamos que mi madre sobredimensionaba el rol de las buenas lecturas. “Mirá qué interesante es esto, mirá lo otro, veamos cuántos sinónimos se encuentran para la palabra ‘perder”. Había una sobrevaloración de las palabras que hoy agradezco porque la heredé, pero yo sentía que había que poner el cuerpo. No bastaba con las ideas.

Su madre, María del Amor, la imaginó periodista –como su padre- y con un programa de entrevistas propio –como su padre. Pero Fernanda García Lao se dedicó a vender relojes berretas. A escribir canciones y poemas que se le antojaban malos. En el medio de todo eso engendró y parió a su primera hija, Julieta, como quien cobra revancha. Parir, además, era otra forma de escribir.

A los veintiún años volvió a Buenos Aires, trabajó de actriz e hizo comerciales vestida de monja. Luego volvió a irse, volvió a volver y tuvo una segunda hija llamada Valentina. Amó, escribió y leyó con desesperación. Empezó a publicar. Y finalmente conoció a este hombre que ahora aparece en la cocina y dice dos cosas: que no le interesa leer. Que acaba de descubrir algo en relación a la música.

—Tito Fargo, mi pareja –lo presenta García Lao.

—¿Ese es el nombre?

—Es todo falso. Su nombre es Ruperto.

—Hola Tito.

Tito Fargo le sacó la foto de solapa a García Lao para Vagabundas. La imagen muestra el primer plano de una mujer con capucha y en la arena, en un atardecer frío entre los médanos. Esa foto quizás haya sido tomada en Punta Desnudez: el lugar –cerca de Orense- al que fue García Lao años atrás, y  en el que encontró tal viento y tal fecundidad literaria que se inspiró para construir Vagabundas. Un libro que, entre tantas cosas, tiene nombres muy raros.

— Eusebia, Bernabé, Rosalin, Demetrio. Ahora usted dice “Ruperto”. ¿Por qué usa esos nombres?

—Los busco mucho. Muchos son nombres como de otras épocas. Me permiten la libertad de no ser literal con mi tiempo.

—¿Lo literal la preocupa?

—Digamos que no me interesa reproducir lo que uno ya escucha todo el tiempo. A mí me parece que la realidad es más que eso. No me gusta hacer eco de los lugares comunes. No me parece que sea un trabajo artístico, por ejemplo, reproducir el habla cotidiana. Para eso pongo un grabador y… yo estudié periodismo y no estoy interesada en teñir de un modo testimonial a mis personajes. Estamos rodeados de frases y de acciones que no tienen sentido a los que se les da ese valor testimonial. Hay un deseo además de repetir y de ser entendido fácilmente. Y a mí en realidad me interesa la gente que no entiendo, las situaciones que me sorprenden. Creo que en el arte tiene que haber revelación. No me interesa lo del momento. Me parece que distrae.

—¿Y las marcas de época?

—Nunca pienso que tengo que hacerme cargo de mi época o de mi género porque eso ya está dado. Yo escribo como una persona de este momento. Entonces no pienso en esas cosas. Y me siento más anacrónica. Me da igual, en un punto, si lo que escribo es vanguardia o viejo. Eso no me interesa. En realidad me interesa cada libro como creación de universo. Y veo los libros todos con un sentido de obra. No de disparos en la noche.

—Usted se creó un Macondo. Eso es difícil en la literatura argentina.

—Es que cada época tiene sus lugares comunes de referencia, y yo prefiero no plantar ese tipo de banderines. Las marcas, los productos, los escritores de moda, los famosillos al paso… todo me hace ruido. Es como achicar el terreno para mí. No los uso yo y no me gusta leerlos. Tal vez porque yo no soy de ningún lugar, también.

Fernanda García Lao tiene un acento imposible: nació en Mendoza, vivió en España, regresó a Buenos Aires y decidió quedarse con algunas prendas de lenguaje de cada lugar vivido. Eso es lo único que permanece: del resto aprendió a despegarse. Y aprendió temprano. Su cumpleaños número diez, por caso, lo pasó en el aire: el exilio familiar se hizo el día de su aniversario. En el avión el equipo de básquet del Real Madrid le cantó el feliz cumpleaños y le regaló banderines; el deporte y la patria la celebraron desde las alturas. Ella también celebró. En el aire, en la tierra: celebró durante varios años. Hasta que Madrid quedó sumida, en los ’90, en algo que García Lao llama “espíritu práctico demoledor”.

—Ahí se acabó la fiesta. Creo que se está perdiendo el disfrute en el camino. Creo que se acepta muy rápidamente la pérdida de libertad. Y se transmite eso a los hijos, además: parece que es un deber perder libertad y acomodarse en lo más fácil. Lo que sea más práctico o más útil o dé mas plata, lo que permita sacar un lustre un poco más rápido. Y ahí se pierde lo más interesante de estar vivo, que es descubrir todo el tiempo y la capacidad de asombro y no dar nada por sentado.

—En Vagabundas alguien dice “mejor vivir poco y bien”.¿Usted tiene esa idea?

—A ver… Justo hoy estábamos hablando de la fantasía esta de morir joven y el club de los 27 y todas estas huevadas, y a mí me parece que si morís tan rápido tan genial no eras. Porque vivir es parte del asunto. Y sobrevivir es parte del asunto. Me parece que la cosa es encender un fuego y disfrutarlo, o sea que la respuesta es “no”. También aspiro al tiempo, je.

La risa es corta.

—La piba quería todo.

García Lao pesa las palabras. Y cuando acierta con la idea suele reír –como ahora- con un esplendor fresco y malintencionado.

No es ingenua. Nada en esta charla lo es.


martes, 2 de octubre de 2012

El ojo feroz. Un perfil de Beatriz Sarlo. *

(c) Tomás Linch


Se olfateaba una batalla. Todos estaban alerta. Beatriz Sarlo –una de las intelectuales más prestigiosas de Argentina y una de las voces que más duramente critican al gobierno kirchnerista- había sido invitada a participar de 678: un programa emitido por la televisión pública que, en los hechos, funciona como el principal brazo del gobierno dentro del universo mediático. Que Beatriz Sarlo fuera a 678 era un evento que sólo encontraba parangón en el terreno deportivo: era un duelo. Un Boca-River. Una contienda en la que apenas había dos espacios: el de vencedor y el de vencido.

—No tenía ese registro –dice ahora Sarlo-, hasta que empecé a ver que en Twitter decían “¿dónde es la previa a lo de Sarlo en 678?”. Hablaban como si fuera un partido. Ahí intuí que lo mío era más que una visita.

Sarlo había aceptado ir al programa por una única razón: acababa de publicar un libro, La audacia y el cálculo, que hacía un exhaustivo análisis del aparato cultural kirchnerista y que –entre otras cosas- la emprendía contra 678 diciendo cosas como ésta: "Es desagradable visualmente, con un panel integrado por bizarros o pedantes, sin obligaciones con el ritmo televisivo, sin beautiful people, producido en el canal público. Es pura y dura propaganda ideológica".

—Acepté ir por una cuestión, digamos, de ética del discurso –dice-. Si escribo sobre ellos tengo que ir. Pero no iba con ningún plan.

Cuando llegó vio que detrás de cámaras había periodistas de medios nacionales e internacionales, y ahí terminó de entender la trascendencia del asunto. Entonces decidió no hablar. Se concentró. En los minutos previos a salir al aire, Sarlo no quiso cruzar ni una palabra con los siete panelistas que iban a enfrentarla en ese encuentro aparentemente desigual. Tampoco los observó; evitó mirarlos. La razón era puramente deportiva: Sarlo ve mucho tenis –juega cuatro veces por semana- y sabe que los partidos se juegan en varios terrenos, entre ellos el de la mirada.

—En el tenis los jugadores no se miran: sólo lo hacen cuando se saludan al comienzo y cuando termina el partido. Por lo tanto, cuando querés discutir con alguien y sabés que la cosa viene a ganar o perder, no tenés que mirarlo. Tenés que estar en lo tuyo.

Sarlo hizo lo suyo. Se acercó al piso de grabación con un andar sereno, casi de western. Luego tomó asiento. Empezó el envío. Pasados los primeros minutos y las presentaciones de rigor, el programa –caracterizado por criticar el ejercicio periodístico ajeno- emitió un informe sobre el supuesto sesgo en la cobertura de los medios españoles en las movilizaciones que se estaban realizando desde el 15 de mayo de 2011 en Puerta del Sol. Terminado el informe, invitaron a Sarlo a opinar. Y ella dijo, en la cara de cada uno de los siete panelistas, lo siguiente:

—Este informe sobre la cobertura de prensa es lo que opino de los informes del programa de ustedes: son recortes en los cuales faltan las fuentes y se repiten siempre los mismos mensajes. Es un picadillo de lo peor de los medios, tratan de hacer creer a la gente que lo que pasa en España está siendo trasmitido así. Les aseguro que leo todos los portales españoles de noticias y hay varias perspectivas sobre Puerta del Sol.

De ahí en más el encuentro empezó a complejizarse y a volverse incómodo. Sarlo –contra todos los prejuicios- no era una intelectual de escritorio. Tenía eso que se llama “calle”. Y la calle terminó de verse cuando Orlando Barone (un panelista y periodista que construyó su carrera en varios medios –entre ellos Clarín y La Nación- y que hace algunos años descubrió que esos medios eran una basura golpista) avanzó con un discurso usual dentro del programa:

—Uno se siente más aliviado cuando en el lugar donde trabaja no hay que ocultar crímenes de lesa humanidad –dijo Barone, en referencia al Grupo Clarín de Ernestina Herrera de Noble, sospechada por la apropiación de menores durante la dictadura-. En este canal no hay que pactar con sospechados de crímenes de lesa humanidad. La pregunta es ¿se puede trabajar en...?

—Conmigo no, Barone –lo interrumpió Sarlo como si espantara una mosca-. Conmigo, NO. Barone vos trabajaste en Extra, trabajaste en La Nación, aguantaste hasta donde pudiste. Llamá a alguien de Clarín, yo soy una columnista de La Nación y trabajo tres veces por semana en radio Mitre, no voy a responder por esos medios.

Punto.

La frase “conmigo, no” fue, desde ese momento, un vértice en la vida pública de Beatriz Sarlo. Si bien Sarlo viene escribiendo y analizando el poder desde hace décadas, lo cierto es que –de la mano de esa intervención- pasó de ser conocida a ser famosa. Al día siguiente de ese cruce –en mayo de 2011- empezaron a aparecer remeras con la frase “conmigo no”. Comenzaron a circular ringtones que reproducían esa línea en los teléfonos celulares. Y se terminó identificando a Sarlo como uno de los rostros más combativos e intelectualmente sólidos del universo opositor.

—Creo que los de 678 no me conocían –dice ahora, sentada en su oficina-. No calcularon que una intelectual de aspecto académico pudiera comportarse como alguien con cultura de calle y de noche. No les entró en la cabeza. Daban por sentado que entraba al estudio una especie de aparato profesora de la Universidad de Buenos Aires. Ellos hablan de mí como una “señora de Recoleta”, barrio en el que jamás he vivido. Es interesante cómo la gente devora sus propios mitos. Ellos fueron víctimas de su propio imaginario, el imaginario con el que constantemente me hostilizan. Son zonzos. No saben observar. No saben ni son capaces de saber quién soy yo.

La oficina de Sarlo queda en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Consiste en dos ambientes luminosos que reproducen el aura de las buhardillas parisinas: hay una vista en alturas, hay una belleza reflexiva y hay un piso y varios muebles de madera con esa porosidad que absorbe –y nunca expulsa- la luz. Sarlo construyó este espacio varias décadas atrás, decidida a que el trabajo no entrara de un modo evidente en su mundo privado. A su casa, dice, las personas van a tomar whisky. Y a la oficina vienen a trabajar.

En este departamento, desde 1978 y durante treinta años funcionó Punto de Vista: una revista cultural –dirigida por Sarlo- que marcó una época y que estableció un canon antipático en el mundo literario: si un escritor no era citado por Sarlo quedaba afuera de muchas cosas. Y eso, que a Sarlo le generó varios rencores que todavía duran, era aceptado como una ley marcial pues Sarlo era –es- una analista de formación irreductible. Durante veinte años fue profesora de literatura argentina contemporánea en la Universidad de Buenos Aires; escribió veinte libros; dictó cursos en Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota; fue fellow del Wilson Center de Washington y fue profesora especial de Cambridge.

—Y ahora me voy a Harvard. Tres meses. Voy porque me pagan y porque quiero usarles la biblioteca. No sabés lo que es la biblioteca de Harvard.

Sarlo habla y fuma, con boquilla francesa, unos cigarrillos Dunhill. Los compra de a montones cada vez que viaja al exterior y luego los consume sin apuro. El modo de fumar de Sarlo tiene algo que ver con su mirada. Sarlo es metódica, pausada, analítica. Se toma el tiempo para hacer lo que –dice- en 678 no hicieron con ella: observar. Ese ojo entrenado es, desde hace mucho, uno de sus mayores capitales: además de los libros publicados, escribió durante cinco años una columna de crónicas porteñas breves en la revista Viva de Clarín, ahora escribe análisis políticos en La Nación y el año pasado –por pedido de Pablo Avelluto, director editorial de Random House Mondadori- publicó La audacia y el cálculo, uno de los análisis más hondos de los modos de construcción propagandística de Néstor y Cristina Kirchner.

Avelluto conoció a Sarlo en 1987. En ese entonces él estudiaba Ciencias de la Comunicación y encontraba en Sarlo una mirada interesante sobre –enumera- la cultura, los libros, la política, el jazz, el cine, los Beatles y las vanguardias. La vio en persona cuando la invitó a un pequeño programa de radio. Al que Sarlo fue. “Me llamó la atención que a Beatriz le interesara lo que yo pensaba o leía, o los discos que escuchaba –dice Avelluto-. Luego encontré en ella una suerte de antena para descubrir, promover, discutir y pensar lo nuevo, lo diferente, lo que escapa a lo previsible. Y el humor, un humor elegante y sofisticado, alejado del melodrama del peronismo o la izquierda más tradicional. En cierto modo, Beatriz nos enseñaba un modo diferente de ser de izquierda”. 

Sarlo se formó en los claustros, pero también en la calle. Creció en un hogar de clase media antiperonista –padre abogado, madre docente-, pero a los diecisiete años se anotó en la Universidad de Buenos Aires y se fue del hogar. Era –dice ella- la época: la única forma de construirse era romper con las normas éticas de la familia. Había que irse para ser joven en serio.

En esos años Sarlo se dedicó a dar clases de inglés y a trabajar en Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Vivía con poco: dormía en piezas y estudiaba en bibliotecas públicas. En 1970 se fue a vivir y a trabajar a Trelew y fundó una filial de la Juventud Peronista. Casi todos los miembros de esa Juventud Peronista entrarían luego en Montoneros –la organización guerrillera identificada con la izquierda peronista-, pero ella, al regresar a Buenos Aires, se apartó y se afilió al Partido Comunista Revolucionario, fuerza maoísta que tuvo algunas coincidencias con Juan Domingo Perón.

La llegada de la dictadura impactó en Beatriz tanto como en muchos otros intelectuales de izquierda. A la precariedad de la vivienda se sumó la falta de trabajo –nadie, salvo el Centro Editor de America Latina, le dio un empleo en esos años- y la clandestinidad. Empezó a vivir sin paradero fijo y sin teléfono, y armaba parte de su análisis y su estrategia leyendo los diarios en el Pumper Nic de Suipacha y Corrientes: un local –antecesor del Mc Donald’s en Argentina- donde Sarlo había observado que no entraba la policía.

Llegada la democracia, en 1983, pasó a una vida abierta pero con los mismos aprietos económicos. Alquilaba piezas, vivía con poco, iba a hacer ejercicio físico –siempre le gustó el deporte- al único lugar gratuito: el gimnasio del Hogar Obrero. Su situación económica recién empezó a mejorar a medida que se fortalecían las instituciones democráticas y había menos miedo. “Beatriz forma parte de un grupo de pensadores que aprendió a respetar los funcionamientos democráticos –dice Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación, y amigo y editor de Sarlo-. Por eso, cuando veinte años después el kirchnerismo vino a interpelarlos y a decirles que todas esas cosas que habían aprendido eran irrelevantes o lisa y llanamente expresiones de la derecha, es lógico que a Sarlo le haya molestado”.

Llegado el kirchnerismo, en el año 2003 hubo una escena que marcaría un antes y un después en la relación de Sarlo con el gobierno. Los Kirchner –principalmente Néstor- habían llegado al poder hacía poco tiempo y querían escuchar la voz de algunos intelectuales no peronistas. Julio Bárbaro –entonces jefe del Comité Federal de Radiodifusión- había convencido al matrimonio presidencial de llevar a dos de los pensadores más prestigiosos del país: Sarlo y el historiador Tulio Halperín Donghi. Los Kirchner aceptaron.

Durante el encuentro, Néstor Kirchner entraba y salía del salón –como cuentan que hacía siempre- y decía frases como “las ideas son importantes”, mientras que Cristina estaba en la mesa. Acababa de llegar de un viaje a Nueva York donde había conocido a Joseph Stiglitz y Paul Krugman y estaba –dice Sarlo- “deslumbrada con el primer premio Nobel que conocía en su vida y con la posibilidad de vincularse con los medios académicos”. Sarlo y Halperín Donghi miraban todo con escepticismo y curiosidad. Hasta que hacia la segunda hora del almuerzo, cuando se entró de lleno en el tópico “derechos humanos”, las cosas empezaron a irse de carril.

Cristina Fernández dijo que, según ella, la Argentina carecía de intelectuales y que esa falta se debía a que entre los treinta mil muertos y desaparecidos de la última dictadura militar había una generación de pensadores. Beatriz Sarlo, entonces, le advirtió que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) denuncia diez mil muertos y desaparecidos, y siguió:

—Creo que el crimen es horrible, independientemente de que hayan sido diez mil o treinta mil –dijo Sarlo-. Pero no podemos asegurar que entre estos desaparecidos había grandes ideólogos. Simplemente no lo sabemos.

Desde ese comentario, el almuerzo no volvió a ser el mismo. “Tulio, a este lugar no vengo más” le dijo Sarlo a Halperín Donghi, una vez afuera de Casa de Gobierno. Tiempo después, Sarlo supo –mediante amigos- que el disgusto había sido mutuo: los Kirchner le habían bajado el pulgar, inaugurando formalmente un desagrado que se fue polarizando a lo largo del tiempo.

—A los judíos les mataron 7 millones de personas y nunca dijeron que se habían perdido violinistas, físicos, escritores y filósofos judíos. No dijeron “acá hay un hueco” ni lo midieron en función de la pérdida de talentos, y eso que estamos hablando del asesinato mayor que hizo la humanidad. Entonces la idea de que los miles de desaparecidos argentinos, además de haber padecido un crimen contra la humanidad, establecen un hueco y que si no la política y la intelectualidad argentina serían mejores… es una idea, por lo menos, incomprobable. Típicamente criolla.

—Usted se refiere a esta idea que tenemos los argentinos de que “podríamos ser geniales, lástima que…”.

—Y… ese argumento tiene un aire argentino bastante autóctono. Por otro lado, hay algo que tienen los Kirchner y que es muy curioso: creen que el mundo empieza con su llegada. Como ellos no se ocuparon de los derechos humanos en la década del ‘80, ni tampoco lo hicieron en los ‘90, creen que el momento en el que ellos se ocupan es el “momento cero”, el comienzo.

—¿Es esa brecha entre la historia personal y el discurso político de los Kirchner lo que la llevó a dar esa respuesta en la Casa Rosada?

—Qué sé yo… Quizás no fue la respuesta más inteligente de mi parte. Admitámoslo. Si alguien quiere seguir sentado en esa mesa no hace una provocación sobre un punto que a esas personas les parece central. Pero bueno: no tenía demasiado interés en seguir sentada en esa mesa, tampoco.

Enciende un Dunhill, da una única pitada y luego lo apaga: no fuma –dice- una sola pitada que no tenga ganas de fumar. La facilidad con que Sarlo delimita su deseo es llamativa. Jorge Fernández Díaz cree que ésta es una de sus principales cualidades: “Ella vive con muy poco –dice-. Es frugal. Conozco poca gente tan temeraria y tan tremendamente austera. No es vulnerable a los elogios y no necesita demasiado para vivir. Ni plata ni premios. Sólo un disco de Bill Evans y un buen libro. Sarlo es insobornable”.

***

Sarlo posa para las fotos. Sobre la mesa de madera tiene lo mismo que tenía hace unos días: revistas, libros, un mate. Sarlo dice que no quiere salir fumando ni tomando mate: no quiere ser folclórica. Tampoco quiere hacer ninguna pose rara.

—Una vez un fotógrafo del diario Perfil me hizo un montón de fotos y a lo último me dijo: “¿Y por qué no te agachás, a ver qué sale?”. Y me agaché y después eligieron esa: fue un bochorno. No tengo nada que hacer agachada, hay una edad para cada cosa. Ahora la ponen en Perfil cada vez que me hacen una entrevista.

Sarlo cuenta la anécdota mientras Tomás Linch sigue tomando imágenes. Luego Tomás deja la cámara y busca su móvil: quiere sacarle un último retrato con el teléfono.

—Después la subo a Twitter –bromea Tomás.

—Mejor no, van a llenar el Twitter con frases como “vieja de mierda” –dice Sarlo. 

No queda claro si le importa.


***

Es la noche, es un taxi. Sarlo fue invitada a un programa de debate político y le enviaron un coche. Si no fuera por eso, Sarlo viajaría en colectivo o en subte: siempre lo hace. El uso libre que hace del espacio público la pone en lugares buenos (muchas mujeres muestran lo que Sarlo intuye que es una “identificación de género”) pero también difíciles.

—Hay algo que me provoca enorme sorpresa, y es el machismo ejercido por hombres y mujeres. Porque las palabras “vieja”, “fea” y “de mierda” son permanentes –dijo Sarlo días atrás, en su oficina-. Y no usan esas mismas palabras cuando tienen que atacar a hombres. Lo que es notable.

—Da la impresión, en relación a esto de “vieja”, que usted le da un peso ideológico a la idea de no hacerse cirugías estéticas.

—¿Ideológico? No. No es una cuestión de principios. Qué sé yo qué haría si viviera en Berlín o en Ciudad de México… Pero acá, en este clima de transformación botóxica que hay en Argentina, no.

En el taxi, Sarlo lleva el cabello blanco acomodado en una raya al costado, maquillaje espeso –se prepara sola para la televisión- y perfume. Baja del coche con elegancia, pero sin los lugares comunes de la elegancia. Camina. En el canal, en la sala de espera previa a los estudios de grabación, hay dos pantallas de televisor con un discurso en cadena nacional de Cristina Fernández. Sarlo ni la escucha.

—¡Sarlo! –en la sala de espera alguien la reconoce. Es un desconocido. El hombre empieza a hablarle de burocracia sindical y de izquierda marxista, y después pasa al terreno más común:

—Me acuerdo del día que estuvo en 678…

—Por favor, ni lo mencione.

—Yo hinchaba por usted, Beatriz. Mientras miraba tuve que dejar de comer.

Sarlo es cortés: sonríe. Luego avanza hasta el piso de grabación y queda detrás de cámaras, mirando la escenografía. Detrás de un panel hay sentados tres invitados.

—A esos gordos los conozco –dice Sarlo-. El gordito ése es ultra kirchnerista, es del concejo empresario. El otro gordito no sé quién es. Y el tipo ése es un ruralista que está bastante podrido de los Kirchner.

Minutos después se acerca el conductor, Maximiliano Montenegro, y la saluda. Le explica que durante el primer bloque van a hablar los tres señores y que luego tendrán una entrevista a solas con ella. Sarlo asiente, se sienta fuera de cuadro, cruza sus piernas finas y mira. Y escucha. En cuestión de minutos, en torno a una discusión sobre la formación de precios en Argentina, los gordos empiezan a pelearse como si fueran vedettes en el prime time televisivo. La escena es entretenida, pero Sarlo no mueve un músculo del rostro: mira. Y escucha.

—Si hago un zapato cobro un peso y si hago cincuenta zapatos cobro cincuenta pesos: eso es justo –dice Jorge Castillo, kirchnerista y dueño de La Salada, la feria de productos ilegales más grande de Latinoamérica-. ¡Pero si tengo empleados cobrando un sueldo fijo en vez de hacer zapatos se la pasan fumando en el baño!

—¡Castillo! -dice otro- ¿Usted dice que los trabajadores en blanco fuman en el baño? ¡Está echando por tierra sesenta años de conquistas sociales, Castillo!

Sarlo asiste a la escena con sobrio deleite. Luego llega el corte, se van los gordos y entra Sarlo con sus piernas finas. Montenegro la presenta como “la intelectual más crítica de Cristina y la intelectual más lúcida también”. Luego empiezan las preguntas, centradas –casi todas- en torno de la presión oficial para que haya una reforma constitucional que habilite a Cristina Fernández a un tercer mandato.

—¿Hay kirchnerismo sin Cristina candidata en el 2015? –pregunta Montenegro.

—No tengo la menor idea. Ellos se han quedado sin sucesor. Amado Boudou (el vicepresidente, metido en un escándalo de corrupción) se enredó en los cordones mal atados de sus propias zapatillas y la presidenta no tiene sucesión. Ahora bien: el problema de que el kirchnerismo no tenga sucesión depende de los errores del kirchnerismo. No hay que entrar en un falso debate. No soporto el engaño discursivo. El kirchnerismo pretende que sea completamente estúpida y piense que quieren reformar la Constitución para introducir nuevos derechos cuando quieren reformarla para que Cristina Kirchner sea reelecta.

—¿Y Cristina tendrá resto para llegar al 2019? ¿Querrá? –pregunta Montenegro.

—No sé. No hago hipótesis psicológicas ni personales: no lo hago con mis amigos, menos voy a hacerlo con una presidenta. Y además no me interesa. Si ella quiere ser presidenta aguantará o no, qué se yo.

Montenegro le da las gracias y se despide de Sarlo, quien baja de la tarima con una liviandad que no parece tener sólo que ver con su peso. Luego atraviesa el salón, saluda a un senador que –rodeado de escoltas- da un paso al frente y la intercepta, y se va.

—Todos estos tipos nunca se mueven solos, viven con miedo –susurra segundos después, cuando pisa la calle. Ahora cae una garúa fina sobre Sarlo pero ella no la registra. Bajo la llovizna espera que llegue el taxi que le pusieron en el canal. Vista ahora -mínima, a la intemperie- Sarlo remite a una escena que ocurrió hace años: en el 2006, la fotógrafa Alejandra López la retrató de un modo inolvidable y bajo una lluvia mucho mas fuerte. En la imagen se la ve a Sarlo de cabello corto y sin paraguas. Mirando al cielo como si buscara –sin metáforas- una respuesta concreta.


(c) Alejandra López



 * Publicado en la revista YA del diario El Mercurio (Chile) en octubre de 2012.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Mi tío Gabo y los pájaros diamante*




Todos los retratos fueron tomados de la página web del Laboratorio de Sistemas Dinámicos de la UBA


Ya estuve acá. Fue hace cinco años, cuando vine a Ciudad Universitaria para aprender a conducir. Me trajo mi instructora y me largó a dar vueltas cuando los alumnos salían de estudiar. Creí que los pisaba a todos y entré en pánico. Ese día, para reducir el estrés y aprovechar que estaba en zona, llamé a mi tío Gabriel Mindlin, director del Laboratorio de Sistemas Dinámicos de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, y le pregunté si podía ir a visitarlo después de mi clase. Aceptó. Me dijo que lo buscara en un laboratorio del Pabellón I y que de ahí podíamos irnos a almorzar.

El laboratorio de mi tío supe cuando llegué era un lugar, como mínimo, raro. Había mesas, computadoras, gente, algún microscopio lo esperable pero también había, en una sala, una pared cubierta por muchas jaulas con pájaros. Frente a los bichos había, además, unos cuantos micrófonos. Miré la escena y no entendí. O no del todo. Sabía que Gabo tenía una historia con los pájaros (y que había cierta expectativa familiar con ese tema) pero no tenía en claro los alcances científicos de todo aquello.

Aquel día almorzamos con Gabo en uno de los comedores de Exactas. Hablamos poco de trabajo y mucho de familia: Gabo contó algunas anécdotas (es un gran contador de líos domésticos en clave irónica), yo conté mi drama del momento “casi piso a todos tus alumnos” y después cada cual volvió a su mundo. Luego pasaron las fiestas, los asados, los años. Y en algún momento, aunque ya había visto varias entrevistas que le habían hecho, hubo un evento mediático que me llamó la atención: en junio de este año, Tiempo Argentino y Clarín esto es, todo el abanico ideológico hablaban, con pocos días de diferencia, de mi tío. Decían que Gabriel Mindlin, investigador principal del Conicet, era una de las cabezas de un experimento revolucionario que estudiaba el canto de las aves para, en un futuro, devolver el habla a los seres humanos que por alguna razón la habían perdido.

Otra forma de decirlo: Gabo, explicaban los diarios, estaba dirigiendo una investigación que había logrado traducir a sonidos sintéticos los movimientos musculares del aparato fonador de ciertos pájaros. Qué significa esto: que si determinado pájaro temporalmente enmudecido hace un trabajo muscular para cantar, un chip permite interpretar esos movimientos y producir un sonido igual al que haría el pájaro (si pudiera). El experimento, que había sido publicado en junio por la revista PLoS Computational Biology, conformaba y conforma el primer paso hacia el desarrollo de prótesis vocales para humanos. ¿La consecuencia? Si el proyecto llegara a prosperar, una persona enmudecida por una traqueotomía o por un cáncer de lengua o de laringe podría mover la boca y, en tiempo real, producir voz sintetizada con las mismas características de la voz original. ¿De dónde saldría la voz? De un discreto chip que podría ubicarse en la solapa de la camisa.

En resumen, mi tío estaba trabajando en la producción de voz humana.

Me pregunté si Gabo era un genio. Me pregunté, también, por qué todos estos años yo había sido incapaz de conocer a fondo uno de los lados más fascinantes de mi tío. ¿Quién era Gabriel Mindlin, investigador principal del Conicet? Le escribí, para empezar, a Diego Golombek: doctor en Biología, profesor en la Universidad Nacional de Quilmes y director de Ciencia que Ladra: una colección de libros de divulgación científica que le había editado a Gabo, años atrás, Causas y azares, un título sobre historia del caos y sistemas complejos: 



“¿Podrías explicarme quién es mi tío? –le puse a Golombek–; me inquieta saber en qué medida los mundos domésticos (los asados, los quilombos familiares, la mancha de grasa en la camisa) pueden terminar opacando a las mentes brillantes”.

Golombek respondió pronto, y dijo: “Gabo es un hombre del Renacimiento, un tipo que se interesa por el mundo y sus circunstancias. También es un bicho raro, un físico que puede recorrer el camino desde el caos y la predicción del clima hasta el canto de los pájaros. Se dice que los físicos entienden de qué se trata, pero a contramano de sus colegas, Gabo hizo algo más: se puso el traje de biólogo para entender un cerebro minúsculo que controla las eternas canciones con que los pajaritos tratan de levantarse a las pajaritas. Es raro que los discípulos, jóvenes y no tanto, hablen bien del maestro unánimemente (es más: es raro que se den cuenta tan temprano de lo que significa "maestro"). Pero con Gabo pasa todo el tiempo: está ahí para el empujoncito, la palabra que inspira, la idea que te hace creer que es tuya. Charlar con él es un jardín de senderos que se bifurcan”.

Luego de leer el mail pensé en escribir algo sobre Gabo. Sentí pánico. En la escuela secundaria me llevé sólo dos materias: actividades prácticas y Biología; y tuve la certeza de que nunca sería capaz de entender y traducir el mundo de mi tío. En esas verdades estaba cuando entró un mail de Federico Bianchini, editor de Anfibia. Había visto un comentario mío en Facebook en el que subía una entrevista a Gabo y mencionaba a “mi tío genio”, y quería invitarme a escribir algo al respecto.

¿Era realmente una buena idea? ¿Y si explicaba todo mal? ¿Y si tenía que convivir con mis limitaciones mentales y sus consecuencias periodísticas en todos los asados familiares de entonces y para siempre? En el medio de este ataque me llegó otro mail. Federico, para convencerme, mandaba una foto del pájaro sobre el que Gabo hacía y hace buena parte de sus estudios. 



Se trataba del “diamante mandarín”: un bicho que, según Internet, se adapta bien a pajareras y jaulas, y es sociable y fiel: mantiene su pareja hasta que uno de los ejemplares muere. ¿Por qué el diamante mandarín y no otro bicho? Esto lo sabría después; me lo explicaría mi tío: porque este ejemplar necesita de un tutor para aprender a cantar al igual que los humanos, que aprendemos a hablar interactuando con otros individuos; y porque su mecanismo físico de producción de sonido es esencialmente el mismo que el de las personas.

En cualquier caso: terminé aceptando. Un rato después llamé a mi tío y acordamos vernos, y acá estoy.

El edificio de Ciencias Exactas es inmenso y está lleno de escaleras. Me recuerda al laberinto de David Bowie a la película pero con ley de gravedad y mucha gente inteligente. En un auditorio, alguien habla en inglés y señala una pantalla con la frase “Maxwell’s Equations–braxial médium” y cuarenta personas dicen que sí con la cabeza. Siento una radiación inadecuada: la inteligencia de los otros a veces hace daño; me voy urgente. Subo una escalinata y llego a un pasillo. Cada tanto, a los lados, van pasando puertas con carteles en los que se lee “Laboratorio de fotónica”, “Laboratorio de proyectos interactivos”, “Laboratorio de neurociencia interactiva”, etcétera.

Llego a una puerta con el único cartel que no tiene letras de molde: está fileteado. “Labortorio de sistemas dinámicos” dice en palabras azules, cursivas. Toco el timbre. Poco después abre la puerta Gabo. Tiene un mate en la mano y la sonrisa puesta, y me dice “hola, qué tal” ladeando la cabeza y con el gesto que se prodiga a las ancianas cuando se les da el asiento en el transporte público. No me reconoció.

—Tío.

Tarda, tal vez, un segundo en verme. Quién sabe desde qué remoto pensamiento está volviendo. Nos abrazamos. Ayer hice archivo sobre Gabo y encontré, entre otras cosas, esto:“Gabriel Mindlin nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, Argentina, el 2 de septiembre de 1963. Cursó la licenciatura en Física en la Universidad de La Plata y su doctorado en Drexel University (Filadelfia, Estados Unidos). Fue investigador de la Universidad de California en San Diego (Estados Unidos), profesor de la Universidad de Navarra (España), y en la actualidad se desempeña como profesor en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA e investigador del Conicet. Recibió los premios De Robertis, Bunge y Born, y Arthur Winfree del ICTP (Trieste). Es autor de más de setenta publicaciones en revistas internacionales y de dos libros de su especialidad, entre ellos Causas y azares. La historia del caos y de los sistemas complejos (SXXI)”.

En el abrazo, sin embargo, logro olvidar todo esto.

Después vuelvo a acordarme.

El Laboratorio de Sistemas Dinámicos (LSD) consiste en cinco salones de un calor escandaloso. La caldera que alimenta el área es muy vieja y sólo tiene dos modos: encendido y apagado. En plena ola de frío hay que encenderla, pero el calor es infame. En el área central la “sala de recolección de datos” hay ocho becarios en remera frente a sus computadoras. Son chicos jóvenes y en distintas etapas de su aprendizaje: desde un estudiante de Biología (Rodrigo Alonso)



hasta Ezequiel Arneodo: doctor en Física y primer autor de la investigación que dio origen a la última noticia que salió en los diarios. 



Ezequiel barba tupida, tobillera, algún aro hizo su tesis de doctorado creando la ya célebre “siringe electrónica”: el chip que, luego de captar la presión de los sacos aéreos y el movimiento muscular y neuronal de las aves, emite ondas que se traducen en un canto sintético y realista. Tan realista que el ave lo confunde como propio.

—Ahora sólo falta entender el aparato fonador en humanos de la misma manera que entendemos el de las aves –dirá mañana Ezequiel. Pero ahora hay silencio. Miro las paredes. Están llenas de láminas sobre pájaros. Los afiches dicen cosas como “Reconstruction of Motor Gestures in Birdsong” (“Reconstrucción de los gestos motores en el canto de las aves”), “Compexity in the rythms of Hornero duets arising” (“Complejidad en los ritmos de los duetos en Horneros”) y “Realtime birdsong synthesizer driven by psychological instructions” (“Sintetizador en tiempo real del canto de las aves conducido por instrucciones psicológicas”). También hay una pizarra con curvas, gráficos y fórmulas escritas a mano.

Voy a lo seguro.

—¿Y los pájaros? —pregunto.

Gabo me conduce hasta otra sala y veo esto: pájaros en cajas acústicas (para grabar y medir el canto), pájaros con auriculares puestos (para hacerlos escuchar un canto sintetizado), pájaros en áreas de recuperación (porque fueron operados), pájaros con cánulas que les salen del cuerpo (puestas para medir la presión de los sacos aéreos), y pájaros con “mochilitas”: chips colocados en el lomo que traducen la presión de los sacos para luego transformarlos –con la suma de otras variables- en canto.

—No lo puedo creer.

—Ay… ¿Te asustan los equipitos que tienen en la espalda? Gabo sonríe.

—Yo... pensé que esto no se veía.

—¿Las mochilas? Este... se ven, sí. Ay, te causa gracia... me da no sé qué.

Los pájaros diamante recuerdan a las Barbie: está el pájaro científico, el pájaro astronauta, el pájaro rockstar; hay, en fin, un universo de bichos customizados bajo los criterios de la ciencia.

—Pero cuando yo vine no tenían estos enchufaditos…no puedo evitarlo: hablo en diminutivo.

—Claro… antes solamente los grabábamos. Bueno, es que todo lo que le conectás al bicho va a un conector que está en la mochila. Entonces el bicho va con su mochilita a cuestas…

—¿Y esas sonditas?

—Después te digo qué son... Esto es largo.

—¿Y éste por qué está tan quietito?

—No, bueno, éste está quietito porque lo operaron ayer. Se está recuperando. Es el post operatorio, Jose.

Mi tío habla con vergüenza. Como si dijera “esto soy yo: este es el fin del mito”. Para mí, sin embargo, es el comienzo. En este lugar un pájaro es un cuerpo que resume demasiada información: más de la que nunca lograré entender. Gabo se sienta, intenta explicarlo:

—Lo primero que quiero aclarar es que el tema del canto de pájaros parece una excentricidad, pero en un área de la Biología es un modelo animal muy estudiado dice. Luego precisa por qué.

Dice, en primer lugar, que el humano es uno de los pocos “animales” que aprenden a comunicarse, es decir: que no tienen la comunicación incorporada genéticamente sino que la reciben como “condición adquirida”. Dice, luego, que el humano comparte esta característica la de aprender a comunicarse con muy pocos ejemplares: los cetáceos, los murciélagos y algunas aves. De estos tres grupos, a su vez, el de las aves tiene una condición que las hace superiores al resto: no viven bajo el agua, no pesan una tonelada y producen canto, es decir: se comunican con variaciones.

Por todo esto, dice Gabo, aprender cómo se reconfigura el cerebro de ciertas aves en el proceso de aprendizaje es una forma de aproximarse a despejar otra incógnita mayor: cómo se reconfigura el cerebro humano cuando está aprendiendo el habla. Esto, aclara, no sucede con todas las aves: el 60 por ciento de los pájaros tiene sus herramientas de comunicación grabadas genéticamente (es decir que ya vienen “programados” de origen), pero hay un 40 por ciento que sí necesita un tutor para aprender. En este grupo entran los canarios, los jilgueros y los diamantes mandarines que en este momento saltan y canturrean en las jaulas.

¿Cómo aprende a cantar un pájaro como estos? Una vez que el bicho nace, hay un período que va de los 90 a los 120 días en el que el cerebro del animal va adquiriendo, con práctica, aquello que va a ser su canto. Adquirir significa, como siempre, mutar. Hay algo que va cambiando en el cerebro del pájaro: primero registra un sonido, intenta reproducirlo y falla. Luego se reconfigura para reproducirlo bien, y quizás falla. Y finalmente, luego de varios reacomodamientos, el cerebro termina adaptándose y logra hacer lo que deseaba: cantar como su pájaro tutor.

—Estudiar este proceso en pájaros es relativamente fácil, porque la cantidad de núcleos que están involucrados en el cerebro son menos que los de un humano.

—¿Y por qué no se trabaja con monos, que son más parecidos al humano? —pregunto.

—Porque los monos no comparten con el humano la necesidad de un aprendizaje para vocalizar. Se sospecha de algunas especies, pero en general no es algo que compartamos con los monos.

—¿Y por qué no con cetáceos?

—Porque pesan mucho y están bajo el agua.

—¿Por qué no con ratones?

—Porque no sirven para los trabajos de vocalizaciones aprendidas.

—¿Por qué no con humanos?

—Bueno, porque está prohibido experimentar con humanos, Jose. Además, el cerebro humano tiene una estructura de núcleos infinitamente más compleja que la de un pájaro.

—Perdón, no sé qué es un núcleo.

—Okay. Perfecto.

Me quiere matar. O no, pero parecido: no me mata porque me quiere.

—En el cerebro dice entonces— vos tenés como bolitas claramente diferenciadas y que tienen adentro decenas de miles de neuronas. Cada una de esas bolitas interviene en la generación del comportamiento. Hay una subpoblación una bolita que determina que se muevan los músculos, otra que se encarga de controlar la respiración, otra que es la que se encarga de poner los tiempos de lo que se va a hacer… En un pájaro, las bolitas son relativamente pocas y son fáciles de identificar. Entonces uno dice: “A ver, este pájaro quiere cantar más agudo. ¿Entonces cómo hace para modificar su canto? ¿Cómo les llega a estas neuronitas la información de que tienen que corregirse, de que hay que contraer más el músculo para cantar más agudo?”. Si queremos saber eso, estudiamos e intervenimos ese grupo de neuronas.

—El grupo es el núcleo.

—Exacto.

—Perdón por ser tan bruta.

—¡No! ¡Está buenísimo!

¿Buenísimo? Me quedo pensando en eso mientras Gabo se va a hacer un mate. Vuelve con una nota de Clarín que está muy clara. La firma Sibila Camps; me angustia saber que Sibila Camps entendió todo y yo no.

—Te voy a explicar dice Gabo. Y explica.

El Laboratorio de Sistemas Dinámicos (LSD) lleva adelante, dice, tres líneas de trabajo principales vinculadas con el canto de los pájaros. La primera busca esclarecer cómo es que el cerebro envía la orden para que produzcan un sonido determinado, teniendo en cuenta que no se trata de un sistema lineal (es decir: no es que, ante determinada orden, el pájaro produce un sonido proporcional). El equipo de Gabo (integrado, en este área, por Gabo, la investigadora Ana Amador 



y el becario del Conicet Yonatan Sanz Perl) 



parece haber encontrado la respuesta: un modelo matemático que permitiría predecir cómo se comportará el aparato fonador cuando recibe el mensaje del cerebro. El descubrimiento, que llegó a la cadena británica BBC y a revistas científicas y prestigiosas como New Scientist y Nature, condujo a un nuevo avance: ese modelo da pautas específicas que permiten, con pocas mediciones es decir: colocando electrodos en pocos lugares, captar información suficiente como para reproducir el canto de un ave de modo sintético y en tiempo real.

La segunda línea de experimentación del LSD se dedica a llevar este modelo no lineal a un sintetizador artificial. O sea: trabaja en un chip que, previamente programado con este modelo matemático, reciba el movimiento de los músculos del aparato fonador del pájaro y emita una secuencia de pulsos electrónicos que, traducida en sonidos, dé como resultado el canto de un pájaro en tiempo real. ¿Cómo se logró esto? Se enmudeció a un pájaro mediante una traqueotomía que luego se cerró en menos de quince días, se le colocaron auriculares y se logró que el pájaro, al hacer los movimientos del aparato fonador, escuchara en el acto la voz sintetizada. Este trabajo, con el que Ezequiel Arneodo hizo su tesis de doctorado, es fundacional: es la primera vez que se sintetiza el canto de un pájaro en tiempo real y con un dispositivo miniaturizado, es decir: una siringe electrónica. Ahora bien: ¿Cómo sabían que la voz artificial era idéntica a la del pájaro? Con eso colaboró la becaria Ana Amador desde Estados Unidos, adonde se había ido para hacer un post doctorado. Ana sabía que el reconocimiento de la propia voz produce una actividad neuronal específica en el ave, y descubrió que esa actividad se daba tanto con la voz real como con la sintética. El avance fue presentado en la conferencia anual de la Sociedad de Neurociencia de Estados Unidos.

Si esta línea progresara, tendría una consecuencia directa y favorable en humanos: permitiría que, en el caso de que se logre sintetizar con fidelidad una voz, la persona se comunique como lo hacía antes de perder el habla.

—La aspiración es tener un sintetizador que te permita recuperar no sólo el habla sino tu voz dice Gabo.

—¿Y eso les va a salir, decís?

—No lo veo imposible. Nosotros tenemos la línea ya exitosa. De todos modos es un tema delicado, porque uno en ciencia básica dice “ya estamos” y piensa en años, y un tipo que está enfermo lee una nota y se ilusiona porque lo mide en la escala de su enfermedad. Entonces: no lo puedo medir en la escala de la enfermedad de nadie, pero para mí es totalmente factible. La voz humana no es tanto más compleja que el canto de los pájaros.

La tercera línea de experimentación apunta a que este avance pueda aplicarse, efectivamente, a los seres humanos: una tarea más complicada si se tiene en cuenta que, a diferencia de las aves, el aparato fonador de las personas tiene una modulación sofisticada de labios y lengua. El desafío, en este caso, es poder medir de una manera no invasiva la cantidad mínima de parámetros fisiológicos, musculares y de presión que son necesarios para que el chip funcione. Traducción: esta rama del laboratorio se encarga de estudiar dónde en qué parte de la cara, en qué músculos habría que poner los dispositivos de medición para que la señal que llega al chip sea suficiente y correcta. Esta línea, llamada “bioprostética”, tiene componentes revolucionarios: hasta el momento existen prótesis vocales que producen sonidos aparatosos y a veces desagradables; pero la bioprostética si llega a buen puerto podría reproducir, en tiempo real, la voz exacta del individuo que la perdió. Si, por caso, abriéramos la boca para decir “hola” la palabra saldría no de nuestros labios sino de un mínimo parlante que responde a un chip.

De eso se trata. De la voz, pero por otros medios.

Florencia Assaneo, becaria del Conicet, está en un cuarto contiguo trabajando en esta tercera línea. Me entero de esto casi por error, cuando voy a buscar un termo y abro la puerta equivocada y veo a una chica con cables hasta en las encías.

—Ay, no dice. Y se tapa la cara.

—¿Qué estás haciendo?

Florencia no corre las manos.

—¿Te cuento? pregunta. La letra “T” suena de un modo raro: salival.

Florencia aparta las manos lentamente y  se quita de la boca una prótesis de las que se usan en los tratamientos de endodoncia. Igual eso es lo de menos: además tiene la cara llena de cintas, imanes y cables.

—Me siento ridícula dice; las mejillas se le estiran y aflojan con el despegue de las cintas. Esto que me estoy sacando son imanes. A veces tengo imanes hasta en la lengua. Y lo que tengo acá en el labio de abajo es un chip que mide la intensidad del campo magnético. La intensidad del campo está relacionada con la distancia que hay entre el detector y el imán.

O sea: si la boca está muy abierta la intensidad va a ser distinta que si está muy cerrada, y esto se debe a que la intensidad varía según el comportamiento muscular. Lo que Florencia busca, poniendo su propia cara como campo de estudio, es ver si es posible, a partir del cruce de ciertos parámetros, reconstruir lo que se está diciendo. Y analizar cuáles son los lugares estratégicos de la cara que permitirían enviar más información con menos imanes (ya que en un futuro esos imanes deberían ser implantados en el ser humano, y la idea es que el paciente sea invadido por la menor cantidad de elementos).

—En general es un trabajo un poco tedioso dice Florencia mientras vuelve a pegarse las cintas de cara a un espejo. Pero se la ve contenta.

El espejo tiene forma de flor.


***

Vamos a almorzar. Necesito hablar de la familia, de cualquier cosa fácil.

Bueno, no: de la familia no. Hay, de todas formas, muchas cosas sobre las que conversar con Gabo. Mi tío toca la trompeta, corre, compra tres libros por semana y fue el primero en mencionar, varios años atrás, dos autores que terminé amando: Antonio di Benedetto y Roberto Bolaño.

Salimos. Afuera es un hermoso día. Los edificios de Ciudad Universitaria —grises, hercúleos parecen hongos gigantes cabeceando contra el cielo azul. En el pabellón de enfrente, ahora, está dando una clase magistral Adela Rosenkranz: una experta mundial en el cuidado de animales de laboratorio que todos los años dicta un seminario en Exactas y que, también todos los años, debe enfrentar principalmente en la primera jornada las manifestaciones de las asociaciones que defienden radicalmente la vida animal.

Pero hoy todo se ve tranquilo: ya no hay pancartas ni micrófonos, aunque queda algún miedo.

Este tema el de los bichos y la defensa radical preocupa a Gabo.

—No hablo de mejorar un lápiz de labios: hablo de la vida dice. La esperanza de vida del hombre subió veintitrés años, entre otras cosas, porque hubo experimentos con animales. Pero bueno: hay que ser muy cuidadoso con estas cosas. Un pájaro no es un ratón: es una mascota. La gente se pone muy sensible… No sabés lo bien que los tratamos a los pajaritos.

Para evitar problemas con cualquier organización pro pájaro, el LSD tiene contratada una veterinaria. Ella se encarga de supervisar los bichos y de darles un tratamiento de cuidado intensivo. Cuando llega un ave —siempre nacida en cautiverio pasa por una cuarentena en la que es sometida a procesos de estandarización: come dietas balanceadas, es desparasitada, despiojada y despulgada, y recibe una serie de antibióticos que le impidan enfermarse y contagiar a otros pájaros. Además, está en jaulas donde el agua y la comida se renuevan a diario. ¿Por qué tantos recaudos? Porque se trata de pájaros que, en tanto son instrumentos de medida, deben estar uniformes pero también fuertes y contentos. ¿Por qué contentos? Porque una vez operados, tienen que tener fuerza y ganas de cantarle a la hembra y demostrar mediante la medición del canto si la operación tuvo o no tuvo sentido.

—El tipo tiene que estar operado y a las pocas horas ya tiene que querer cantarle a la hembra. Entonces el estado debe ser muy bueno, el tipo no puede estar triste: tiene que estar de buen humor dice Gabo mientras termina el almuerzo. Luego subimos.

Mañana, en el laboratorio, van a operar un pájaro.

***

Son las once de la mañana. En la sala de medición del LSD, en silencio, están Yonatan, Rodrigo Alonso y Florencia: tres de los ocho becarios. Todos están frente a sus computadoras, recibiendo el aire que mueve un ventilador.

—Hola, ¿hablo con la caldera? Florencia intenta hacer algo. Por favor apaguen esto porque nos morimos.

En la sala de al lado, con las ventanas entornadas, está Ezequiel Arneodo haciendo los preparativos de la operación: sobre la mesa de mármol hay un microscopio, pero también hay hisopos, hilos, agujas, pinzas, jeringas, cables, enchufes, guantes de látex y una almohadilla térmica encendida y cubierta con un papel de cocina. Allí arriba se hará la intervención: un procedimiento que Ezequiel aprendió de Gabo y que últimamente, dada la línea de investigación que está siguiendo, practica todas las semanas.

Lo que se hará, exactamente, es una operación que intentará colocar un dispositivo una serie de electrodos para medir la actividad del músculo siríngeo ventral (VS: un músculo que controla la tensión de los labios siríngeos, algo así como las cuerdas vocales del diamante mandarín). Hasta ahora la operación salió mal el 80 por ciento de las veces. ¿Qué significa “mal”? En algunos casos el pájaro fue operado pero luego no midió (es decir: los dispositivos colocados se corrieron de lugar y no mandaban señal). Y en otros casos el animal murió durante o después de la operación.

—Veinte por ciento de operaciones positivas no está tan mal pero tampoco está bueno. No está bueno. Es algo que tenemos que mejorar dice Ezequiel. A su lado los pájaros cantan, saltan, comen y se columpian con aparente alegría. Ezequiel toma un cuaderno de laboratorio. Anota la fecha: 1 de agosto de 2012. Anota el tipo de anestesia que va a usar. Anota la fecha de la preparación de la anestesia. Anota cómo fue preparada (de dónde salió la droga). Anota lo que hará: la medición del músculo siríngeo ventral de un pájaro. Y anota que el pájaro es el B12.

—El B12 es bastante viejito.

—¿Cuánto tiempo lleva en el laboratorio?

—Dos meses.

De acuerdo con los registros, B12 tiene dos brazaletes amarillos en la pata. Ezequiel se acerca a las jaulas, busca las anillas, cuenta historias.

—Este ya está jubilado y está libre señala. Este es muy viejo, entró el año pasado y sigue porque es el pajarito con el que me salió el experimento: el naranja bordó. Este que está guardadito es otra mascotita: ya habría que sacarle la mochila. Y éste que ves acá, éste es el que cobra ahora.

Toma a B12. Deja un espacio entre los dedos índice y mayor por el que asoma la cabeza del ave. Al comienzo, cuando empezó a operar pájaros, Ezequiel tenía miedo de asfixiarlos. Hasta que aprendió la técnica: hay que dejarles espacio para que asomen la cabeza. B12, en esa mano, parece una servilleta de copetín. Ezequiel lo apoya sobre la almohadilla térmica y enciende una luz potente. Toma un hisopo con alcohol, le limpia el pecho a B12, pone un gel anestésico para adormecer la zona y mira la hora: doce menos diez.

Inyecta la anestesia. Luego respira hondo. Segundos después tapa el pájaro con una caja de cartón que tiene la etiqueta “caja tapa pájaros”. Cada tanto, mientras la anestesia hace efecto, se siente un aleteo encerrado.

—Tarda un tiempito dice Ezequiel. Se sienta y prepara el pegamento con la punta de una aguja: no hay que desperdiciarlo; es importado. Después explica: la intención es hacer un agujero mínimo en el saco aéreo, llegar al músculo VS (siríngeo ventral) y colocar allí dos electrodos que tienen me muestra el espesor de un cabello. Acto seguido habrá que pasar los electrodos por debajo de la piel del pájaro, llegar hasta la espalda y conectarlos a una mochila un chip que a la vez irá soldada a un conector con el que posteriormente se harán las mediciones sobre el canto.

Todo esto se hará a pulso.

—Vamos a ver si está dormido dice Ezequiel. Levanta la caja. El pájaro se vuela.

—Bueno, no está dormido. Algo pasa.

Ezequiel atrapa al pájaro y pone una nueva y mínima porción de anestesia.

—En general tratamos de usar anestesia gaseosa. Con la inyectable es muy fácil pasarse. Pero el problema es que en esta operación, al estar abriendo el saco aéreo, la anestesia gaseosa se va a filtrar y vamos a chupar nosotros más que el bicho.

Hace silencio, mira la caja.

—Esta suele ser la parte más odiosa. Porque querés que el pájaro se duerma pero no querés que se duerma para siempre.

Levanta la caja con cautela.

—Ahora sí, está dormido.

Ezequiel toma a B12. La blandura del cuerpo es notable: parece un trapo. Lo coloca panza arriba sobre un montículo de plastilina blanca. El bicho arma con su cuerpo una especie de ángulo. El vértice está en el pecho: recuerda a Jennifer Beals en esa escena con agua de Flashdance.

A un lado están las herramientas: forceps, tijeras, un antiséptico, hisopos. Ezequiel toma una pinza y empieza a depilar el pecho: es rosado. Luego empieza a abrirlo con los forceps. La palabra “abrir” parece quedar grande: abrirle el pecho a un pájaro consiste en correr, delicadamente, las múltiples capas de una tela. El corazón de B12 bombea con fuerza: el pecho se hincha con cada latido. De fondo, todos los otros pájaros cantan. Cuando desgrabe esta escena, los únicos ruidos serán el chillido de los pájaros y la respiración de Ezequiel. Está tenso, inspira, sigue: ahora corre más piel, corre grasa, abre cuidadosamente el saco aéreo y llega a un nódulo pequeño que brilla allá en el fondo: el músculo VS; un corpúsculo brillante de fluidos en el que hay que meter, ahora, dos electrodos de una delgadez insoportable. Una vez que lo haga, tendrá que fijarlos con pegamento instantáneo, reconstruir los tejidos, cerrar el pájaro y, ya por afuera, soldar los cables a un chip sin que se suelten internamente.

—Fijate, a ver si podés verlo dice. Me acerco y miro por el microscopio. Es la primera vez que veo un cuerpo abierto. Se siente raro. El bicho destila un olor rancio.

—¿El olor es normal?

—Sí. En parte es el pegamento, pero también estos bichos son una bolita de bacterias.

Afuera hay una garúa fina. Se siente, sólo a veces, el ruido de un agua liviana. Ezequiel toma un electrodo. Lo mete en el músculo del ave y hay un mínimo aleteo. Después sella el electrodo con pegamento. Ezequiel está se lo ve tenso pero optimista:

—Fijate cómo están puestos los electrodos dice.

Vuelvo a mirar: otra vez ese olor. A un lado siento la respiración de Ezequiel: está cansado. La operación condensa siempre alguna expectativa. En la sala también están Yonatan y Gabo, que acaba de llegar.

—¿Qué estás haciendo, Zeke?

Gabo saluda rápido y se sienta frente a la pantalla de computadora donde ve, en vivo, el detalle de la operación.

—¡Quedó precioso! dice. Empezá a cerrar así no se seca el tejido.

—No sabés lo que fue pegar todo esto con grasa dice Ezequiel. Ahora me estoy muriendo de los nervios para ver si consigo terminar todo sin arrancar los electrodos ni nada. Voy a empezar a cerrar.

Entonces sucede otro aleteo. Es más fuerte. B12 está empezando a despertarse.

—Ahora estoy haciendo todo con una cautela extrema susurra Ezequiel. Primero por la complejidad de todo esto y segundo porque el bicho está prácticamente despierto. Voy a hacer dos o tres puntos de sutura y después lo voy a terminar de pegar con pegamento. Tengo que apurarme antes de que el pájaro despierte, porque si no puede llegar a ser todo muy traumático. Y doloroso.

Gabo tiene una reunión, se va. Ezequiel se queda con el pájaro. B12 aletea con más fuerza.

—La puta madre.

Ezequiel decide poner más anestesia y eso tiene sus riesgos: en animales tan chicos, un punto de más puede matar a un bicho. Pero no hay opción. Ahora hay que cruzar los cables por debajo de la piel y conectarlos a un chip en la espalda. Si el pájaro está despierto, entre otras cosas, se puede arrancar todo. Ezequiel pincha a B12; cinco minutos después vuelve a dormirse. Luego Ezequiel lleva los cables hasta el chip de la espalda. Los suelda. Sale un hilo de humo delgado. Acto seguido le pone al pájaro dexametasona: lo que toman los deportistas para que no les duelan los músculos. Apaga la luz del microscopio. El pájaro respira y lo toco: está tibio, late. Su pecho palpita y es muy suave. Ezequiel lo toma y lo deposita en una jaula de tratamientos especiales: tiene una luz calentadora y tiene una comida que a las aves les gusta más: pasta de huevo. Es importante que B12, al despertarse, coma lo que quiera y vuelva a ser un pájaro feliz.

Mañana, cuando le escriba para preguntar por B12, Ezequiel dirá que la intervención funcionó: que los electrodos están bien puestos. Que el pájaro canta. Que no mide “gran cosa” pero que se puede evaluar algo de la actividad del músculo VS.

Pero ahora se ve un bicho dormido. Mínimo. Cableado.

—¿Cuánto pesa?

—Entre 12 y 16 gramos.

Dieciséis gramos: el alma humana si es cierto lo que se dice pesa más que este animal.

***

Tengo pocas imágenes remotas de mi tío. La más antigua es la de un pibe flaco y alto, parecido al Mork de Mork y Mindy, subiendo una escalera de madera rechinante que lo llevaba a su cuarto allá en la casa de la calle 6, en la ciudad de La Plata. El dormitorio estaba arriba de un garage donde mi abuelo Tata su padre guardaba su Peugeot 504 de color arveja y asientos de cuero. Reviso a Gabo en el recuerdo él me lleva doce años, acaba de cumplir 49 y sospecho que en aquellos tiempos él ya estaría tomado por esto: por el camino medio entre la matemática y la naturaleza; por ese punto de contacto que se parece tanto a la pastilla roja de la Matrix.

Nunca voy a entender del todo el mundo de mi tío. Ayer se lo dije por mail, luego de varios intercambios puestos para despejar las dudas de este texto: “Qué inteligente que sos la puta madre... ¡No sabés como tengo la cabeza!!!” escribí.

“No es inteligencia –contestó–. Si te pasas la vida estudiando cosas especificas, parece que sabes un montón”.

No insistí.

Desde que tengo memoria mi tío estudia aunque en distintos grados— Física. Primero en La Plata y después en distintas ciudades del mundo. De eso tengo recuerdos vagos (siempre tengo recuerdos vagos): mi abuela Beba su madre— hablando de Drexel, de Philadelphia, de California, de Niza, de mis primos que “ya hablan inglés”. El regreso de mi tío. Mis primos chiquitos y diciendo, con maravillosa perfección, la palabra “surf”.

En alguno de esos años, una de las tantas veces en las que Gabo volvió al país, llegó un pedido al departamento de Física de la UBA. Se trataba de un juez que, en pleno menemismo, preguntaba si se podía validar o no la identidad de una persona en una grabación. La voz era una pequeña parte de una causa vinculada con la privatización de la telefonía: dos empresarios se hacían acusaciones cruzadas sobre quién había coimeado a quién, y en el medio de todo eso había una grabación que planteaba una incógnita. El juez quiso despejarla y, luego de rebotar en varias facultades, llegó al departamento de Física y despertó el interés de Gabo. Así Gabo empezó a ver, junto con un estudiante, cuáles eran los mecanismos de producción de voz humana. Y si bien el caso del juez no se aclaró, ese dilema fue el disparador de un estudio que terminó transformado en una patente realizada en forma conjunta por la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de Quilmes y la Universidad de California. La patente, finalmente, tuvo un destino comercial que Gabo no siguió pero que sabe que llegó hasta China.

—Es raro ver tu patente traducida al chino dijo Gabo ayer, mientras almorzábamos dos empanadas frías en el comedor de Exactas.

Pensé, cuando lo vi comiendo, que mi tío podría estar en cualquier otro lugar del mundo. De hecho, estuvo en varios otros lugares del mundo. Gabo se recibió en el auge democrático, se fue a hacer el doctorado a Philadelphia, luego se fue a enseñar a España y a Niza, y volvió a la Argentina en la década del ’90 porque quería que sus hijos Iván y Julia no crecieran lejos de la Argentina. Y porque todavía recordaba la llamada “fiesta de la universidad pública” que había conocido con Alfonsín.

Pero cuando llegó ya no había fiesta.

—En los ’90 el lugar era un páramo, un desastre. Fue tremendo. Fue remar en dulce de leche pastelero. Tremendo dijo ayer Gabo. Y dijo muchas más veces la palabra “tremendo”. Había motivos: cuando llegó los sueldos eran muy bajos, estaba cerrada la carrera de investigador es decir que los estudiantes se recibían y no tenían otra cosa que hacer más que irse, los científicos eran mandados “a lavar los platos” histórico pronunciamiento de Domingo Cavallo, entonces Ministro de Economía— y los subsidios a la investigación eran ínfimos, por lo que no había plan científico. En el 2001, con el estallido de la crisis, Gabo fue uno de los nueve profesores que se fueron en el departamento de Exactas. Esa cifra, multiplicada por todas las unidades académicas, dio como resultado un recrudecimiento de la tan mentada “fuga de cerebros”: los científicos se iban.

En el caso de mi tío, se fue a un sabático en Estados Unidos. Y, al año, se atrevió a volver.

—A mí me daba mucha pena dejar todo lo que había intentado acá dijo ayer. Había puesto mis mejores años, de los 30 a los 40, los años más productivos, en estar en la facultad. Irme me angustiaba. Había invertido mucho tiempo. Así que decidí volver, pero con la precaución de venir con guita de afuera.

El dinero que trajo viene del National Institute of Health de Estados Unidos. Con ese presupuesto, más el dinero local (que viene de la UBA, el Conicet y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica), amplió un Laboratorio de Sistemas Biodinámicos que hoy se especializa en el estudio de la voz humana y en el que trabajan, además de mi tío, nueve becarios, un investigador asistente y una veterinaria.

Ahora, en el comedor de la Facultad, estoy comiendo un guiso con tres de los becarios: Yonatan, Rodrigo y Ezequiel. Son todos pibes jóvenes que están, por primera vez, frente al dilema que plantea la carrera científica: irse o quedarse. El año que viene Ezequiel tiene que viajar al exterior a hacer un post doctorado en Física. En un tiempo Yonatan va a terminar su doctorado en Física y también está pensando en irse para completar los estudios de posgrado. Rodrigo también hace planes: cuando termine la licenciatura en Biología debería vivir un tiempo afuera.

Lo curioso es que ninguno quiere irse para siempre. Hablan de la familia, del idioma, del amor: del problema de los lazos. Y tienen como consuelo que después de irse van a regresar. Eso es lo que hizo Ana Amador: la primera becaria del Laboratorio que fue a hacer su post doctorado al exterior a la Universidad de Chicago con el objetivo deliberado de aprender, volver al país y sumarle al LSD todo lo incorporado, en este caso vinculado con el área de la neurociencia. Ana llega mañana.

—La idea del posdoc es esa: aprender afuera para volver y aplicarlo en tu país dice Ezequiel.

—Además yo no me bancaría vivir afuera, qué sentido tiene, o sea: acá está Gabo. Tengo de quién aprender dice Rodrigo, y come guiso.

Después no sé qué más dicen los chicos. Sólo sé que afuera, en una de esas tardes espantosas de invierno, sucede como acá adentro— un día perfecto.



* Publicado por primera vez en www.revistaanfibia.com