Buenos Aires. Escuché
hablar de Francisco Salamone durante una cena. Fue este año. Estaba en la casa
de mi amigo Osvaldo Bazán y a propósito de nada —o de algo que ni recuerdo— Osvaldo
se levantó de la mesa y fue a su escritorio.
—Tenés que hacer algo con esto —dijo.
Me acerqué. En la pantalla de la computadora había una serie
de fotos de la pampa gringa —cielo límpido, árboles recios— coronadas en el
centro, en cada caso, por un titánico edificio de cemento.
—¿Conocés a Francisco Salamone? —preguntó.
En general yo nunca conozco nada. Me senté a mirar. En la
pantalla Osvaldo hacía pasar decenas de imágenes de cementerios, municipios,
cruces, Cristos y mataderos que, lejos de remitir al folclore campero, parecían
hechos bajo el signo alucinado y final de Ciudad Gótica. Eran, además, muchos
edificios. Muchísimos. En la década de 1930 y en sólo cuatro años —me enteraría
después— Francisco Salamone, ingeniero y arquitecto, había hecho setenta y seis
obras públicas de porte monumentalista que estaban alzadas ya no en la Capital porteña —el coto
mayor donde los inspirados intentan pasar al frente— sino en una infinidad de
pueblos que, setenta años atrás, eran una minúscula semilla de progreso.
—Salamone estaba loco —siguió Osvaldo—. Vos fijate —señaló un
matadero—: eran moles gigantes, fascistas, propias de la época, armadas y
olvidadas en el medio de la nada. Yo vi algunas. Si vas te morís.
Días después, buscando información sobre Francisco Salamone, sabría
que su nombre ya había estado taladrando de manera aislada las cabezas de algunas
personas que, como Osvaldo y como yo, habían quedado boquiabiertas al ver los
edificios de ese hombre. Adrián Caetano había hecho un documental, La piedra líquida, sobre la obra
salamónica. Mariano Llinás había usado las construcciones como forma y fondo de
sus Historias Extraordinarias. Pino
Solanas había puesto un Cristo salamónico en una de las escenas más
apocalípticas de El Viaje. Y, sobre
todo, había toda una logia de fanáticos que se reunían anualmente en «jornadas
salamónicas», que tenían un foro de discusión en Facebook y que veían en
Salamone tanto un emblema de la obra pública argentina como una de las grandes
injusticias de la historia nacional: sus obras, emplazadas en llanuras que las escupían
al cielo, estaban tapadas por un silencio más alto y más duro que cualquier
otra cosa.
En un café, Alejandro Machado, autor de un blog sobre Salamone
y uno de los mayores conocedores de su obra, explicaría ese olvido de este modo:
—Al tipo lo ignoraron porque trabajó con los conservadores. Hay
que entender que era la época: en ese entonces los gobiernos querían
edificaciones monumentales para marcar la presencia del Estado incluso en los
lugares periféricos. Pero la etiqueta de «arquitectura fascista» que suele
ponerse a los proyectos de Salamone no es cierta: el tipo no hizo más que
interpretar las corrientes estéticas en boga en el mundo entero. Para algunos
es gótico, para otros es cubismo checo, para otros es futurismo populista
bonaerense y hasta hay un arquitecto llamado Alberto Belucci que escribió que
Salamone se anticipa al estilo iconográfico de Las Vegas y Disneylandia… O sea.
Yo creo que lo suyo es simplemente «salamónico», un estilo único en el mundo.
La posibilidad de que haya algo —un movimiento, una mirada—
que se llame «salamónico», de que ese «algo» pueda tener que ver con
Disneylandia y de que ese mundo insólito encima esté emplazado en una pampa plácida
y virtualmente vacía, me pareció encantadora. Fue así que decidí viajar al sur
de la provincia con el único objetivo de ver esos edificios y de confirmar lo
que hasta entonces era sólo una sospecha: que, décadas atrás, Salamone había
dejado un puñado de pueblos chicos sumidos en una convivencia onírica y absurda
con las obras grandes.
Una vez definida la hipótesis, sólo faltaba el dinero:
recorrer la provincia es caro. Hice, por lo tanto, lo que solemos hacer los
periodistas en estos casos —y también en otros—: salí a mendigar. Llamé a un
amigo, Marcelo López, que hoy hace prensa de la provincia de Buenos Aires. Y
ese amigo habló con Ignacio Crotto, secretario de Turismo bonaerense, y me
consiguió más de lo que estaba en mis planes: un auto y un chofer para andar
cinco días por el interior. Las facilidades tenían su lógica. A principios de 2012,
sabría después, el gobierno había inaugurado el primer tramo del llamado «circuito
salamónico», esto es: un corredor por el sudoeste provincial puesto para
admirar el universo de hormigón que Salamone había dejado suelto en la
provincia.
Tuve, entonces, suerte. Y un amigo generoso. Dos factores que ayudaron
a que ahora, ocho de la mañana de un martes, un hombre robusto y afable —enviado
por el gobierno provincial— toque el timbre de mi casa y me invite a salir. Se
llama Federico, es mi acompañante y todos le dicen «Chancho».
—¿Sos vegetariana? —pregunta cuando subo al auto.
Así comienza el viaje.
Gorch, Rauch. —Cuando
me acordé de que pasábamos por Gorch me cambió el semblante. Ahí está el mejor
sándwich de crudo y queso de toda la provincia —dice Federico y conduce. A los
costados, por la ventanilla, la ciudad se va yendo de a poco y lo que va
llegando es otra cosa: una eternidad de campos verdes; un mundo de vacas,
postes, pastos, silos, sembradíos, árboles, tractores, cables y camiones —muchísimos
camiones— que gira calladamente en torno de alguna ley que desconozco.
—Preparate: llegamos a Gorch.
Gorch está en el kilómetro 143 de la Ruta 3 y el emporio del
sándwich es una YPF mínima que a la vez opera como bar del pueblo. Hacemos la
compra, nos sentamos a comer y armamos el plan de viaje. Para eso, Federico
despliega un mapa de la provincia que duplica el tamaño de la mesa. Buenos
Aires es grande. Mide 307.571 kilómetros cuadrados —más que el Reino
Unido y Portugal juntos— y esa superficie, según se ve en el mapa, es una trama
venosa surcada por rutas, arroyos y caminos menores, y habitada —dice una nota
al pie— por unas 14 millones de personas.
Esa gente no está acá. Ni estará más adelante. El 96 por
ciento de la población vive en el Conurbano, mientras que el resto (564 mil
personas) mantiene con su territorio un diálogo distinto: una alternancia que
incluye la posibilidad del vacío. La pampa es, sobre todo, silenciosa y larga.
Eso noto cuando dejamos el bar y, con un sándwich de jamón envuelto, volvemos a
la ruta.
A esta clase de lugares llegó setenta años atrás Francisco
Salamone. ¿Qué lo trajo? Una propuesta de trabajo de origen difuso, y una imparable
sucesión de desarraigos. Salamone nació en Sicilia en 1897, llegó a Buenos
Aires a los seis años, se mudó a Córdoba en la adolescencia, se recibió de ingeniero
arquitecto a los veintitrés, se casó a los 31 y a los 38 fue expulsado de la Sociedad Central
de Arquitectos por hacer en Córdoba una serie de obras públicas que aparentemente
fueron un fracaso. Fue entonces que se mudó al interior bonaerense y que, no
queda claro cómo, conoció a Manuel Fresco: un caudillo fascista, recientemente
entronado como gobernador de Buenos Aires, que había decidido darle a la obra
pública un valor operativo pero sobre todo simbólico. Fresco quería un Estado
fuerte y decidió encarnarlo en construcciones, sí, fuertes: municipios, cementerios y mataderos
inmensos puestos para recordarle al pueblo dónde está la disciplina. Y cuánto
pesa.
El encargado de estas obras —sin licitación prolija— fue
Salamone. Primero empezó en Balcarce y luego siguió por Rauch: una localidad de
11.500 habitantes donde hay casas bajas, bicicletas, plazoletas con caballos y
un cielo generoso que ahora se ve estaqueado por una punta brutal.
Hemos llegado.
A las obras de Salamone —esto se aprende pronto— no hay que
buscarlas: aparecen solas. Basta con alzar la vista y ubicar la torre más alta
de la comarca. El tamaño no es casual: en su momento, Fresco había ordenado que
las torres estatales siempre fueran más altas que los campanarios religiosos. Y
Salamone obedeció.
Vista de cerca, la municipalidad de Rauch parece una colosal ola
de cemento que nunca termina de romper.
—¿Y ustedes quiénes son?
Una mujer delgada, joven y de modos pudorosos se acerca y nos dirige
la palabra. Le explico quiénes somos. Ella tiende una mano: sus dedos finos.
—Soy María José Arano, secretaria de Obras y Servicios Públicos
del municipio.
Arano no esperaba visitas, pero lo mismo nos invita al
municipio y ofrece una recorrida por el mobiliario salamónico. El arquitecto,
además de hacer las estructuras, diseñó en la provincia 282 muebles, 28 modelos
de farolas y 40 modelos de bancos de plaza que parecen salidos de un capítulo
de Star Trek. Algunos de los objetos pueden verse acá adentro: hay lámparas,
sillas y unos sillones de formas muy raras que operan como bancas —doce— del
Honorable Consejo Deliberante de Rauch.
—¿Y acá saben que está
este patrimonio?
—No —Arano se encoje de hombros—. Hay cosas que hasta dan
impresión. Cosas que decís «ay, por favor».
Arano vuelve a la puerta de entrada. Quedamos de cara a la
plaza central —con faroles y bancos hechos por Salamone— y de espaldas a una
placa dedicada a Federico Rauch: un militar que le da nombre al pueblo, que ganó
fama por haber sabido asesinar indios sin pena, y que terminó muriendo bajo la
ley del Talión. En 1829, un indio ranquel llamado Arbolito decidió vengar la
sangre de su gente y decapitó a Rauch en Las Vizcacheras: una batalla que se
libró, tan lejos y tan cerca, en esta misma plaza.
La civilización y la barbarie hacen su síntesis en el nombre y
la historia de ciertos pueblos (Rauch, Dorrego, Laprida, Pringles) y también en
la obra de Francisco Salamone. En Buenos Aires, en aquel bar, Alejandro Machado
lo había explicado de esta forma:
—Salamone empezó a construir en 1936 y el último malón había
sido en 1906, es decir que esas tierras habían sido conquistadas hacía
relativamente poco tiempo. Para una mente pro fascista como la de Fresco, había
que poner pronto un corro de civilización. Porque ahora hay mucha cosa de
indigenismo y todos somos progres —Machado sonrió y se acomodó los lentes—. Pero
te quiero ver si se te viene un malón encima. Te quiero ver.
Azul. Volvemos a la
ruta. El interior es largo y es un poco botón: basta con dar algunas vueltas
para ver cuántos famosos hacen plata poniendo la cara y el gesto en el afiche
que mejor les pague. “DONDE ESTÁ NALDO SE COMPRA MEJOR. NALDO ELECTRODOMÉSTICOS”
dice un cartel en la vía de acceso a Azul, y al lado Alejandro Fantino muestra
el pulgar hacia arriba.
Esta es la bienvenida a la ciudad.
Azul tiene 56 mil habitantes, un Cristo salamónico en la
entrada (detrás de la palabra «Azul») y una población entera que a esta hora, una
de la tarde, circula en bicicleta por las calles tranquilas.
—En Azul se hace la Fiesta
Nacional de la
Vaca y la Fiesta Nacional
del Aberdeen Angus —dice Federico—. No sé bien qué se hace, pero comés vaca
como loco.
Federico es muy activo y curioso, y trabajó durante mucho
tiempo en la organización de las fiestas regionales del interior bonaerense.
Por eso sabe estas cosas. Además creo que tiene hambre. Una vez llegados al
hotel —el Gran Hotel Azul— nos sentamos en la entrada a esperar al coordinador
de Turismo, Andrés Arrazola, quien nos llevará a almorzar primero y a ver las
obras salamónicas después.
Frente a nosotros, al otro lado de la calle, está la Plaza General San Martín. Ahí, se
nota, metió su mano Salamone: hay lámparas de tono futurista y el suelo está
hecho de baldosas blancas y negras distribuidas en zigzag, como si fueran bastones
de ciego desplegados a medias. Voy a la plaza y me siento a esperar. Miro, por
mirar algo, una estatua de San Martín. En eso estoy cuando aparece Andrés.
Cruzo la calle. Andrés, sabré, es un hombre de candidez casi infantil que
parece sonreír entre la barba aunque no siempre esté sonriendo. A él le
encargaron administrar el Centro de Interpretación Salamónica de Azul: un
espacio ubicado frente al cementerio y donde se difundirá la obra del arquitecto.
El centro es una moderna construcción que se inauguró el 20 de
marzo de este año con la presencia de Ignacio Crotto —secretario de Turismo
provincial—, de Alejandro Arlía —ministro de Infraestructura bonaerense— y de varios
intendentes de la zona. Lástima que duró poco.
—Ahora está cerrado por problemas de política interna —dice
Andrés mientras abre la puerta del edificio. Acá hay sillas, un proyector, un
mostrador, hay áreas de exhibición de fotografía y hay ese olor oscuro a cemento
reciente que recorre el aire. Pero no hay gente. El centro es una oficina desierta
y ubicada a pocos metros de lo más crispante de este día: el cementerio.
Hay que ver el portal del cementerio de Azul.
Hay que verlo.
Decir «mole» es poco. Decir «el horror» es poco. Decir «Apocalipsis
ya» es poco. Decir «todos vamos a morir» es poco. Pero todo eso es lo que acomete
—más un insulto— cuando se queda de cara a esta cosa. El portal resume como
ninguna otra pieza lo irreversible del final: vamos a morir. ¡¡¡Vamos a morir!!!
Es lo único que pienso cuando me enfrento a esto: en el medio de un pueblo de
casas bajas, se alza un Ángel Exterminador —así lo llaman— de veintiún metros
de altura, sosteniendo una espada con forma de cruz y rodeado de tres inmensas
letras de cinco metros de alto que dicen, con mórbido pesar, RIP.
—Acá jugaba con mis amigos de chico —dice Andrés—. No sabía lo
de Salamone. Nadie sabía. Al ángel éste no le dábamos ni cinco de bola. Pero
ahora pienso: Salamone puede gustarte o no, pero fue un adelantado. Un futurista.
Un contemporáneo con Bauhaus. Antes este lugar tenía una portada neoclásica con
angelitos, y de repente apareció esto. Raro. Parece un monumento a Loma Negra.
Es, de algún modo, un monumento a Loma Negra. Salamone ganaba las
licitaciones en la provincia, entre otras cosas, porque sabía construir en
hormigón —que supuestamente era más barato que el ladrillo— y porque era amigo
de Alfredo Fortabat, quien le hacía buen precio por el material. Eso le
permitió, entre 1936 y 1940, adueñarse de toda la obra bonaerense y tener tanto
trabajo que, llegado el caso, tuvo que empezar a recorrer los proyectos con una
avioneta propia. Dicen que aterrizaba hasta en las avenidas. Que viajó tanto
que fue condecorado como «el americano con más horas de vuelo». Que en su mejor
momento, en esos cuatro años, su estudio de arquitectura trabajaba 24 horas al
día y que Salamone era un mecano alimentado a cigarrillos y café. Y que ese
exceso de trabajo y de influencias empezó, finalmente, a tener sus consecuencias:
hacia 1940, las construcciones comenzaron a desbordar el presupuesto a tal
punto que, cuenta Andrés, en el Concejo Deliberante de Azul empezó a circular
un chiste: decían que RIP no era la sigla de «Réquiem In Pace», sino de «Resulta
Imposible de Pagar».
Así las cosas, junto con los problemas contables llegaron también,
como era de esperar, los problemas políticos. En 1940, la provincia de Buenos
Aires fue intervenida, Fresco fue expulsado de su cargo y Salamone cayó en
desgracia. Alguien le inició un juicio por irregularidades en algún proceso de
licitación y Salamone tuvo que huir a Montevideo. Allí la diabetes, las malas
noticias y los problemas cardíacos —el resultado de esos años sin respiro— lo
fueron convirtiendo en un hombre enfermo.
Laprida. —Estos
dibujos nos los dio un juez. El hijo de Salamone estaba en quiebra y el Estado
se quedó con algunas cosas. Mirá que cosa rara. Qué caritas che.
En una pared hay tres retratos: Stalin, Churchill y Roosvelt
pintados por Salamone. El que los señala es Pablo Torres, secretario de
gobierno de Laprida: una localidad de 10 mil habitantes donde todos viven del
Estado o del campo, donde las casas no tienen rejas y donde los ciclistas —casi
todo el mundo— se detienen ante la luz roja de los dos semáforos del pueblo.
Al igual que en Rauch, Torres nos interceptó en la entrada al
municipio —salamónico— y nos llevó primero a su despacho —un santoral con fotos
de Perón, Evita y el matrimonio Kirchner— y luego a recorrer el edificio.
—Nosotros ni sabíamos que todo esto era raro —dice mientras
sube una escalera—. A mí de chico siempre me llamaba la atención que en otros
pueblos no hubiera cementerios tan grandes. ¿Dónde guardaban a los muertos? ¿En
esas cositas? El cementerio acá era un lugar importante. Te venía un pariente y
lo llevabas a conocer el cementerio. ¡Adónde lo vas a llevar sino! Y después
fijate estos muebles —Torres abre la puerta del Concejo Deliberante y se
acomoda en uno de los nueve asientos. Los apoyabrazos son redondos: Torres los
recorre con las manos—. Yo fui concejal durante dos períodos y te digo: estar
cuatro horas de sesión sentados en esta porquería… te la regalo.
Luego se levanta, va hasta un patio interno y se detiene
frente a una puerta cerrada: al otro lado hay una escalera caracol que llega
hasta la cima de la torre municipal. Ahí arriba, como en todas las otras
torres, hay un reloj.
—Si querés subí —dice—. Pero vas sola.
La escalera es muy angosta, rechina y se alza en un tragaluz
lleno de caca de paloma. Subo uno, dos, tres, treinta metros y llego, finalmente,
a una reja pequeña. Mide unos ochenta centímetros de alto. La abro. Paso en
cuclillas. Al otro lado hay un búho que me mira con desprecio. Una vez afuera, cerca
del reloj, de pie sobre un colchón de huevos inmundos, es posible ver el pueblo.
El cielo y el pueblo.
Todo Laprida entra en el paisaje. Están la iglesia, la plaza;
están los tanques de agua, las antenas; está el cartel de «Casa Silvia», están
los árboles. Está el Centro de Estudios Salamónicos —una construcción
ultramoderna y naranja, diseñada por la Facultad de Arquitectura de La Plata , que se inaugurará en
un par de meses—, y están los límites: de un lado las casas, del otro el campo.
Y más allá del campo, a un kilómetro, el cementerio y el matadero.
De lejos, el cementerio parece un edificio normal. Pero de cerca,
no.
—Guarango —resume Federico cuando una hora después llegamos al
portal. Y es cierto. La entrada al cementerio es guaranga. Detrás de un
corredor de álamos hay una cruz de 27 metros , flanqueada por dos conos inmensos
que parecen comprados en una feria ufológica.
—Queríamos hacer un mirador porque la gente llega y se queda
mirando —dice Natalia Sainar, nuestra nueva acompañante del municipio—. A veces
pienso: ni Salamone sabía lo que dejó a la provincia. Ni su familia sabe contar
la historia. Nosotros hace muy poco que nos enteramos de todo esto. Cuando yo
era chica, me traían con la escuela para ver no tanto la obra salamónica como
las cosas que pasaban adentro. Aprendíamos cómo se trabajaba en el municipio.
Conocíamos dónde iban los muertos en el cementerio. Y sabíamos lo de las vacas
en el matadero.
—¿Los llevaban al
matadero?
—Sí. A todos los niños nos hacían ver el carneo de una vaca. Y
de los pollos. No me olvido más de eso. No sé por qué lo hacían.
En la década de 1930, cuando Salamone hizo sus mataderos, la
industria de la carne pasaba por un momento especial: se hacían exportaciones a
gran escala, pero las condiciones de producción eran poco higiénicas y muy
crueles con las vacas. Salamone, por lo tanto, construyó edificios más limpios
y funcionales: estaban recubiertos de azulejos y en el techo —esa era la mayor
novedad— había un sistema de rieles que iba llevando los cuerpos de una
estancia a otra, como si fueran autos en una cadena de montaje.
Hoy, la mayoría de los mataderos de Salamone está en ruinas o fue
reciclada con otras funciones (el de Azul, por caso, hoy es una cooperativa
apícola), y por eso el de Laprida es un edificio especial: allí adentro todavía
se faena.
Vamos a verlo.
Desde afuera el matadero, hoy vendido a un frigorífico, luce
como todos los otros: líneas rectas, molduras cuadradas y una gran torre con
forma de cuchilla despuntando en la entrada. Golpeo una puerta pequeña. Sale un
viejo con delantal blanco y manchado con sangre. Le pregunto si es posible
pasar. Dice que sí con un gesto apaciguado y cordial. Adentro está oscuro y
suena un tema de Marco Antonio Solís. «No hay nada más difícil que vivir sin ti»
escucho, cuando siento que mis pies resbalan y quedo de cara a una escena
grotesca: mientras Marco Solís habla de amor, dos muchachos faenan dos vacas.
Uno le mete una sierra en el esternón. Otro agarra una vaca recién noqueada —aún
viva— y le corta el cuello.
—Qué rico —dice Federico.
Lo que hay bajo mis pies es sangre. Yo tengo zapatillas All Stars;
me siento idiota. Camino con cuidado para evitar el resbalón. Todo ahora es
sangre y agua llevándose la sangre, y en el medio de eso están la canción
romántica y «qué rico» y el viejo hablando de la arquitectura del lugar. De los
rieles, de los guinches, del cajón de noqueo.
—Vos le ponés la corriente así, y cae así, y después la
desangramos por acá...
Me acerco a la zona de desangrado. A mi lado hay una vaca inmensa
pendiendo de un gancho y con la lengua afuera. De la lengua cuelga un hilo de
saliva que nunca termina de caer. Toco la vaca con el dedo índice: está tibia.
¿Este mi límite? Un pibe se acerca con un balde negro, le hace un tajo en el
vientre y llena el balde con un coágulo rosado. Este, creo, es mi límite. Me
alejo de la vaca a paso lento: no quiero resbalar. Una presencia gruesa sube
por mi cuello. A dos metros de distancia otro muchacho abre otra vaca y deja
caer las achuras y el estómago que —flop— se desploman pesados sobre un balde
gigante. Del cuerpo sale un vapor: el animal, sin piel, aún está caliente.
Marco Antonio Solís sigue hablando de amor pero acá sólo parece haber lugar
para este olor: esta excrecencia húmeda que te llena el cerebro. Es momento de
irme. Patino sobre el agua viscosa. Alguien me dice «es un angus: las negras son
angus» pero yo no entiendo a quién le pregunté qué cosa. ¿Angus? Voy a vomitar.
No hablo. Hago señas: salgamos. El viejo me abre la puerta y afuera está el
aire fresco y —ahhhhhh— algo vuelve a su lugar.
Ahí está el pasto, ahí el cielo, ahí las vacas.
—Ahhh.
Nos despedimos del viejo con un apretón de manos.
Todas las vacas que hay por la ruta —se ve ahora, cuando
volvemos en auto y con las ventanillas bajas— no tienen más de cuatro años de
vida. Después las matan.
—Vaca, ternera, mulitas, conejo, cerdo: en mi vida le entré a
todo lo que pude —dice Federico—. Igual esto fue fuerte. Una cosa es carnear a
cielo abierto pero ahí adentro… qué olor inmundo. ¿Tenés hambre?
Miro el campo. La línea interminable.
—Sí —contesto.
Una vez en Pringles, vamos a una parrilla y pedimos asado.
Está rico.
Pringues, Saldungaray. Es
el tercer día de viaje y ya vimos tanto municipio, tanto cementerio y tanto
matadero que todo empieza a darnos más o menos igual. Luego de almorzar paseamos
un rato —por el municipio, por el cementerio, por el matadero— y nos vamos de
Pringles porque antes del anochecer hay que pisar Saldungaray: una localidad de
1400 habitantes donde se levanta el cementerio más famoso de Francisco
Salamone. En las fotos se ve una inmensa rueda de cemento de la que sale, como
una criatura en el canal de parto, la cabeza de un Cristo. Pero una cosa es la
foto y otra cosa es, en fin: otra cosa es esto. Si en Azul el cementerio
remitía a la condena de la muerte, en Saldungaray la sensación es otra: esto es
lisérgico. Esto es una broma divina.
—Yo he escuchado gente que me ha dicho: «A mí me gustaría
morirme en el cementerio de Saldungaray». O dicen «cuando nos vayamos a la
rueda grande…» para hablar de la muerte. Con este tamaño, también, de qué
querés que hablemos.
El que habla es Daniel Olgiati, delegado municipal de
Saldungaray: una localidad que cinco años atrás figuraba en los registros como «pueblo
en extinción» y que ahora, gracias a este monumento inconcebible, está
planificando la inauguración de un Centro de Estudios Salamónicos ultramoderno
y naranja. Ya lo han construido. Faltan pocas cosas. Por eso Delia Esther
Gómez, una mujer enjuta y perfumada, secretaria de Turismo de Saldungaray, nos
saca del cementerio y nos lleva a ver las dependencias con incredulidad y orgullo:
ella, Delia Esther Gómez, atenderá a los turistas detrás de este mostrador.
—Está linda tu oficina che —dice Olgiati mientras mira los
cerámicos como si fueran agua del Caribe. En rigor, la oficina de Olgiati
tampoco está mal: está emplazada en la delegación municipal —Saldungaray es tan
chico que no tiene municipio propio—, está iluminada por un artefacto
salamónico —una suerte de ovni suspendido en alturas—, y hasta los mingitorios
están diseñados por la misma mano que hizo todo lo demás.
—Este pueblo alguna vez fue un pueblazo —explica Olgiati un
rato después, mientras sale del baño. Décadas atrás, dice, el lugar tuvo varias
expendedoras de combustible que, sumadas a la producción agrícola,
transformaban la zona en un lugar con posibilidades de progreso. Pero el cierre
de ferrocarriles también terminó con esto. Hoy, el cementerio de Saldungaray
resume todo aquello que Saldungaray podría haber sido. Pero no lo hace con
vocación amarga sino con un exceso festivo: el portal insólito, redondo,
macizo, es para Saldungaray una razón de orgullo.
—Yo soy feliz acá —dice Olgiati—. Si me olvido la bici o la
garrafa afuera no pasa nada. Jamás hubo un robo a mano armada en la historia
del pueblo. Y si falta algo ya se sabe quién robó. Hay dos que se roban los
corderos todo el tiempo. Cuando uno duerme, el otro va y se lo saca. Siempre es
el mismo cordero que va de un lado para otro.
Caminamos por la plaza. No hay gente. Las hojas de los árboles
existen de un modo tan dulce que conmueve. Quiero sentarme a mirar. Pero Delia
Esther Gómez insiste en que tenemos que entrar en la iglesia. La parroquia,
dice, tiene la única Virgen en posición de reposo del mundo.
—La trajeron de Lyon, Francia —dice Gómez—. Y está en el
instante mismo de ascender al cielo.
Los cuatro, de pie, ahora, en una misma línea, miramos a la Virgen largamente.
—Yo creo que se aburrió y por eso se acostó —dice Olgiati.
Ojo: fue Olgiati.
Tornquist. Ceno
sola en Tornquist, a minutos de Saldungaray. Federico se fue a visitar a un
amigo. En el restaurante somos tres comensales, un mozo y un televisor. Vemos Soñando por Bailar. Los gritos de
Mariano Iudica, el conductor, no son normales. Afuera hay una noche negra y
fría, y la luz de los faroles forma sombras largas sobre las calles de tierra.
Adentro el mozo —la nariz roja de vino— me sirve la cena en un mantel a
cuadros. Como.
Carhué, Epecuén,
Guaminí, la ruta. Amanecemos en Tornquist —donde también hay un municipio,
un matadero: cosas— y en este último día vamos a Carhué y Epecuén: dos
localidades separadas por dos kilómetros de distancia que tuvieron su época de
gloria y que se desplomaron de un modo inaudito.
La historia de Carhué y Epecuén, ubicadas en el partido de
Adolfo Alsina, es única. Hasta mediados de la década de 1980 la zona, lindera
al lago Epecuén, era el polo de turismo termal más fuerte de la provincia y uno
de los más importantes del país. Las fotos de ese entonces muestran complejos
hoteleros con piletas, toboganes de agua, niños, ancianos y famosos —Sandrini,
Mirta: esa gente— que se divertían sin imaginar que todo eso se esfumaría del
mapa. Por cuestiones de negligencia el 10 de noviembre de 1985 una represa se
rompió. Y en apenas una semana todo Epecuén quedó hundido bajo siete metros de
agua. Las personas debieron abandonar sus casas. Las empresas hoteleras
desaparecieron. Hubo que contratar buzos para que fueran al cementerio a sacar los
muertos. Y todo, más allá de los esfuerzos, se hundió.
De esa catástrofe tengo dos fotos: una de ellas muestra un
Cristo crucificado saliendo de las aguas y rodeado de árboles greñosos que se
sacuden con el viento. Y la otra muestra la cuchilla de un matadero emergiendo
de la inundación. Ambos —el Cristo y el Matadero— son de Salamone. Y quisiera
verlos. Para eso nos detenemos antes, buscando orientación, en el Municipio de Adolfo
Alsina, que también fue hecho por Salamone. Entramos al edificio y en la sala
principal ocurre lo de siempre: un funcionario nos intercepta y nos lleva de
recorrida, y en algún momento —esto es lo nuevo— nos presenta a un hombre, David
Abel Hirtz, el intendente de Adolfo Alsina, que saluda y ofrece asiento.
—Vos ponete acá —me dice. Se acomoda el saco. Aparece un
fotógrafo. Siento un flash.
—Hemos perdido un pueblo y ningún gobernador lo advirtió; lo
que pedimos es que digan que estamos vivos —dice Hirtz—. Se creyó que habíamos
desaparecido pero no: hay instalaciones muy modernas acá.
El secretario de Hirtz agarra mi cámara pocket y toma varias
fotos del encuentro. La charla dura cinco minutos. Me quedo con quince fotos en
mi cámara, catorce de Hirtz y una de un busto de San Martín.
Nos vamos.
En la calle, dos funcionarios de la intendencia nos esperan
para acompañarnos a Epecuén. Son cinco minutos en auto que marcan la distancia
entre un pueblo —Carhué— y un espectro. Epecuén es un cementerio a cielo
abierto. Todo está lleno de escombros —restos de casas, muebles, rejas— y
árboles erguidos: cientos de árboles quemados por la sal, buscando el cielo
como quien pide socorro.
En el medio de ese desamparo están el Cristo, en un muelle, y
el Matadero: una sobrecogedora muerte arquitectónica.
—Hoy los chicos suben sus fotos en el matadero a Facebook:
está lo suficientemente hecho pelota para tener gracia —dice Javier Andrés,
director de Turismo de Adolfo Alsina. Pero no ríe. Adentro del edificio hay
escombros, vidrios, mierda y palomas: un aleteo macabro que parece el eco de un
desastre remoto. Algo de todo esto —los restos, las ramas, la infinita soledad
del agua— empieza a doler un poco.
Nos vamos.
Nos vamos por las dudas.
—Pablito, acá te habla el Chancho, quiero darte unos besos:
¿Dónde comemos?
Una vez en la ruta, Federico organiza un almuerzo con Pablo
Ledesma, el director de Turismo de Guaminí: un pueblo con cuatro lagunas, una
hotelería en crecimiento y un director de Turismo que se esfuerza por separar a
Guaminí de la tragedia de Epecuén, y por llevar a Guaminí a los diarios
nacionales.
—La verdad que nadie quiere bañarse en un cementerio, por eso
la gente elige venir acá —dice una hora después Pablo Ledesma. Ahora estamos en
una parrilla. En seis horas deberíamos llegar a Buenos Aires y yo, noto,
necesito empezar a irme. Mientras Federico se zampa un asado, Ledesma habla de
Guaminí y explica su estrategia para levantar el pueblo: para los carnavales —cuenta—
trajo a Pablo Ruiz, Marixa Balli, Marcela Tauro y Alejandra Pradón.
—La gente de por acá no había visto un famoso —dice y mastica—.
Marixa, espectacular: en pelotas con el frío que hacía; una profesional. Tauro
me generó notas en Intrusos y en Radio 10 y a mí me sirve para que sepan que
existe Guaminí porque nosotros no somos como ustedes, que se los cruzan por la
calle.
Guaminí tiene 2500 habitantes. Y tiene, también, sus obras
salamónicas: un edificio municipal y un matadero que Ledesma se empeña en mostrar
pero que yo me niego a ir a ver. Nos levantamos de la mesa, nos despedimos:
Federico y Ledesma se dan unos besos. Luego subimos al auto y las horas van
pasando lentas y entibiadas por el sol de abril.
—¿De qué habrá muerto Salamone? —pregunta en algún momento Federico,
mientras volvemos a Buenos Aires.
«De cansancio» pienso. Pero no sé qué respondo. Ya no quiero
hablar. Por la ventanilla se ve un campo rectilíneo y menguante; una llanura que,
de no ser por las vacas, se parece bastante al cementerio donde finalmente fue
enterrado Salamone: quince años después de su muerte, la familia decidió
meterlo —qué ironía— en un bonito Jardín de Paz.
Me distraigo pensando en esta y en alguna otra cosa, y después
—mirando el paisaje— me duermo.
* Texto publicado a mediados de 2012 en la revista Orsai.
5 comentarios:
Josefina, excelente la nota. Me encanta leerte. Leí la nota en su momento en la revista y hoy la volví a leer.
Tu relato es fascinante, me fui de viaje con vos por estas pampas. Algunas cosas vi en viajes de trabajo en su momento. Las otras solo trato de imaginarlas. Un beso
Gracias!!! Abrazo grande!
Hola, Josefina: Leí hace una semana el extraordinario y conmovedor relato (para decir sólo dos de los adjetivos que exige) sobre "la maravillosa vida breve de Marcos Abraham" en LL y de inmediato me dije que había descubierto a una escritora a la que tenía que seguir ya siempre, y sobre la cual tenía que llamar la atención de mis amigos. Llego a tu blog y me entero que ya antes te habían descubierto oficiantes nada desdeñables como GGM y los locotes de Orsai, lo que no habla nada mal de mi juicio literario aunque sí de mi ignorancia (en este caso de ti). De cualquier manera, escribo para decirte que me maravilla haberte descubierto apenas, y que me alegra saber lo mucho que me falta leer de ti. Un abrazo desde México. CUML
Es curioso haber llegado acá sin saber cómo, y encontrar que ya había leído esto.
Muy bueno todo. Sobre todo leerte.
antes de tu crónica, algo de esto había visto en un documental, y en un viaje de vacaciones por sierra de la ventana aproveche para ver las obras de Salamone...increíble el arte en esas esculturas, e increible la crónica. Como dice Flor, es viajar con vos, desde los detalles hasta lo macro del tema. Saldungaray en particular es un minúsculo caserío pero la entrada a ese cementerio es salido de película futurista.
Sos una capa
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